Capítulo 17. Algodón de azúcar

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La exposición de arte a la que Eros decidió llevarme aquella tarde de finales de octubre abarcaba los paseos marítimos de cuatro playas enteras. Nuestra ruta comenzó en la playa del Bogatell, siguió por la de Nova Icaria, continuó por la de La Barceloneta y culminó en la de San Sebastián, por lo que estuve más cerca que nunca del lujoso Hotel W Barcelona, también llamado Hotel Vela, de casi cien metros de altura y en el cual Penélope y Ander habían pasado incontables noches de verano. Durante la carrera de Bellas Artes había tenido que estudiar algunas asignaturas relacionadas con la arquitectura, y aunque no eran de mis preferidas, no podía negar que me emocionaba reconocer que, por ejemplo, ese hotel que se alzaba como la vela de un barco y cuya cubierta acristalada reflejaba el azul del cielo y del mar, se integraba dentro de la arquitectura moderna, que surgió en el siglo XX y se caracterizó por la simplificación de las formas, la ausencia de ornamentos y las referencias a las diferentes tendencias del arte moderno, como el cubismo y el futurismo.

Sin embargo, aunque su interior era más exuberante que su exterior, una noche allí me saldría más cara que todo lo que me gastaba en materiales durante un trimestre. Además, si tenía que decantarme por un estilo concreto, lo haría por el Barroco, que surgió en Roma a principios del siglo XVII y se extendió hasta mediados del siglo XVIII, impregnando el arte de esa época de gran dramatismo.

Por otro lado, el arte del Renacimiento, que nació en Italia en el siglo XV, buscaba recuperar la Antigüedad clásica. Esa corriente englobaba esculturas como El David de Miguel Ángel y pinturas como La Primavera de Botticelli.

Cuando bajé mi mirada hacia nuestras manos unidas, recordé la vez que Sara me dijo que cuando se durmió mientras él la tatuaba, antes le había estado hablando del Barroco. Me pregunté entonces si allí veríamos esculturas y cuadros de esa época. Tenía la sensación de que muchas de esas obras de arte estaban grabadas a tinta en su piel y no puede evitar pensar lo mismo que cuando soñé con él. Sentir el relieve de sus contornos contra las yemas de mis dedos se estaba convirtiendo más en una necesidad, porque hacía tiempo que había dejado de sentir solo curiosidad.

—¿Cómo has sabido que iban a hacer una exposición de arte en la playa?

Me fijé en el detalle de que andaba más lento que de costumbre y de que a medida que nos acercábamos al paseo, se acercaba un poco más a mí, como si tenerme agarrada de la mano no fuera suficiente. Los puestos estaban colocados a ambos lados del camino y desde lejos pude ver pequeñas esculturas, cuadros con pinturas de diversos estilos donde se mezclaban colores cálidos con fríos, claros con oscuros.

—Liam me lo ha dicho —respondió sin apartar la mirada del frente—. Suele venir aquí con Hécate, pero hoy han tenido que irse a otro sitio más tranquilo. —Ladeó la cabeza en mi dirección y me lanzó una mirada fugaz—. No he podido evitar pensar en ti y en que te gustaría.

—Siempre he ido a exposiciones organizadas por la Universidad en museos, pero nunca a ninguna como esta. —Dudé en si darle las gracias o no, pero sentía que tenía que decírselo. Quería decirle cómo me sentía, con todo lo que eso podría conllevar—. Gracias, Eros. —Pronunciar su nombre todavía me producía cosquillas en el estómago. Y esa sensación solo aumentaba cuando observaba su reacción, en la forma en la que sus labios se curvaban hacia arriba y en cómo sus ojos parecían brillar—. Por esto y por todo lo que has hecho hasta ahora.

—No tienes que agradecerme nada... —De pronto, el tono de su voz cambió. Descendió, al igual que lo hicieron sus ojos. Me buscó con la mirada. Él también quería ver mi reacción. Sabía que le gustaba comprobar que no había dejado de tener ese efecto en mí—. O quizás solo estoy haciendo esto para después pedirte algo a cambio.

Sentí un hormigueo en la nuca justo cuando atravesamos un cartel con letras de color rosa pastel sobre un fondo aguamarina que indicaba que en ese punto comenzaba una ruta que se extendía por más de dos kilómetros.

—¿Y qué querrías esta vez? —Traté de sonar como alguien que estaba completamente convencida de lo que decía y no como alguien a quien las piernas le estaban comenzando a temblar como un flan—. La última vez no fue algo tan complicado.

—¿De verdad quieres saberlo?

Nos mezclamos con un mar de gente y lo vi colocarse mejor el asa de la bolsa sobre el hombro. Le apreté la mano inconscientemente cuando tuve que hacerme a un lado para dejar pasar a una madre con su carrito y él me devolvió el gesto, haciéndose todavía más presente.

—Sí. Me gustaría estar preparada para cuando llegue ese momento.

Deslizó su pulgar sobre mis nudillos hasta que se detuvo en el anillo con relieves de lunas y estrellas de mi dedo anular. Se rio y lo hizo girar lentamente. Seguí su mirada y vi que sus ojos estaban puestos en una zona en la que se aglomeraban varias personas. El titileo de las farolas encendiéndose me transportó a ese día en la playa. Aunque lo vi con ojos diferentes, mis sentimientos seguían siendo los mismos.

—Vamos. —Tiró de mí y se abrió paso entre la multitud, aunque no dejó de girarse para comprobar que lo seguía, aun cuando su mano seguía rodeando la mía.

—No puedo ver nada. —Ponerme de puntillas no me sirvió de nada. La gente que estaba mi lado me imitaba, pero ni ellos ni yo podíamos hacernos una idea de lo que estaba pasando a pocos metros de distancia—. ¿Qué...?

Me soltó la mano y la colocó sobre mi hombro derecho. Sus dedos no tardaron en rozar la piel sensible de mi cuello, acelerando mi pulso.

—Perdón. —Su voz sonó muy suave cuando habló. Sentí su mano en mi espalda, como si quisiera que me colocara delante de él. De hecho, eso era lo que pretendía. Y mientras lo hacía, varias miradas se clavaron en él, aunque no todas parecían querer quejarse de lo que estaba haciendo—. Mira, Dafne.

Mis piernas se movieron por sí solas y me situaron en el lugar que había pensado, aunque en un principio no me imaginé que acabaríamos tan cerca. Mi espalda pasó a estar pegada a su abdomen, aunque a diferencia de otras veces, la ropa me impidió sentir su calor. Sin embargo, sus manos se encargaron de transmitirlo.

—Oh...

Eso fue lo que logré decir cuando finalmente vi lo que él miraba con tanto interés. Un par de metros eran los que nos separaban de una mujer de etnia africana de unos cuarenta años con el pelo castaño recogido en un moño perfecto y un delantal que la protegía de las manchas que la arcilla blanca podrían dejar dejar sobre su ropa.

—¿Ves la cantidad de esculturas que hay? —El dedo índice de la mano que tenía libre apuntó directamente a la estantería que tenía a su espalda. Se había inclinado tanto que podía sentir su barbilla sobre mi coronilla—. Se parece a lo que quieres hacer, ¿verdad? —Asentí y se irguió. En ese momento, sus dos manos pasaron a sujetar mis hombros.

La forma en la que movía sus manos, presionando sus dedos justo donde tenía que hacerlo, me hipnotizó. Su técnica era impecable. Las esculturas no superaban el metro de altura y todas parecían estar hechas del mismo material. La arcilla había sido una de mis opciones, pero la plastilina escolar se ajustaba mejor a mis ideas, especialmente porque la haría por partes y porque su proceso de secado no era tan tedioso.

—Tiene una réplica de El rapto de Proserpina de Bernini —murmuré—. Y también de Psique reanimada por el beso del amor de Canova.

—Y de Venus y Adonis —respondió junto a mi oído. Las dos últimas esculturas tenían algo en común. Se miraban. Al igual que lo hicimos nosotros en ese instante—. Pero, Dafne. —Se acercó más, hasta el punto de que mis ojos quedaron fijos de nuevo en la mujer—. ¿Sabes cuál es la diferencia entre lo que ella hace y lo que tú vas a hacer?

—¿Cuál? —respondí tras varios segundos.

Sus manos se deslizaron hacia delante, hasta que sus dedos se posaron sobre mis clavículas. Su aliento me hizo cosquillas en el cuello cuando habló de nuevo. No parecía importarle que estuviéramos en un lugar repleto de personas. Y a mí tampoco. Es más, deseé que ese momento se prolongase en el tiempo, como si eso fuera posible.

—Que no vas a copiar a nadie. La escultura que vas a crear será tuya y de nadie más. —Tragué saliva y respiré despacio, en un intento de que eso pudiera llegar a calmarme—. Vas a contar una historia que solo tú conoces. Vas a ser como ellos. Como Bernini, como Da Vinci, como Miguel Ángel. —Dejé de sentir su calidez y mientras me apartaba ligeramente para mirarlo, su mano volvió a rodear la mía—. Porque si confías en ti, serás invencible.

Al escucharlo decir esa frase, no pude evitar pensar en Calipso. Ella siempre me decía lo mismo. Muchas veces me sorprendía a mí misma pensando en cómo alguien podía tener esa fe ciega en mi talento. No es que mis padres no lo hicieran, pero no lo verbalizaban. Aunque siempre supe que mi padre estuvo en contra de que me decantara por la rama de artes, mi madre logró convencerlo para que me dejara estudiar lo que realmente quería y no lo que ellos querían, solo porque consideraran que podría darme un mejor futuro. En realidad, sin el apoyo incondicional de Calipso, tanto profesional como personal, era muy probable que hubiese desistido, convirtiendo el arte en un mero pasatiempo.

Cuando llegamos al paseo de La Barceloneta, el sol comenzó a fundirse con el mar. Las aglomeraciones de personas de todas las edades no cesaron en ningún punto del trayecto y eso me impidió poder ver todos y cada uno de los puestos. Sin embargo, cada vez que Eros veía algo que le llamaba la atención, tiraba de mi mano y se las ingeniaba para que siempre terminase en primera fila.

—Allí todo son obras de Bouguereau. ¿Quieres que nos acerquemos?

—Sí.

William-Adolphe Bouguereau fue un artista francés que en sus pinturas de género realista utilizó temas mitológicos, haciendo interpretaciones modernas de temas clásicos donde ensalzaba el cuerpo femenino. Él era, sin duda, mi pintor favorito, así que no pude ocultar mi emoción cuando vi réplicas exactas de sus obras en cuadros de un metro y medio de altura aproximadamente.

—¿Sabías que vivió ochenta años y terminó ochocientos veintidós cuadros conocidos, pero que muchos de ellos están en paradero desconocido?

Me giré hacia él y vi que su mirada estaba fija en los cuadros que tenía enfrente. Las luces del atardecer comenzaron a reflejarse en su ojos y entonces, los mismos volaron de vuelta hacia los míos.

—¿Cómo sabes eso?

—Porque es mi pintor favorito. —Se encogió de hombros, como si tratara de restarle importancia, y centró su atención de nuevo en los cuadros—. Por ejemplo, nadie conoce la ubicación de El rapto de Psique, ya que forma parte de una colección privada.

El cuadro en cuestión mostraba a Cupido aferrándose al cuerpo de Psique, pues trataba de llevársela al otro mundo para convertirla en su esposa. Las alas de mariposa de ella simbolizaban que había alcanzado la inmortalidad y su rostro expresaba alegría y felicidad, mientras que su cuerpo parecía fundirse allí donde él la tocaba. En definitiva, era ella entregándose al amor.

Sus ojos recorrieron la obra, admirándola de vértice a vértice, como si la estuviera viendo por primera vez. La pasión que irradiaba su mirada no pasaba desapercibida.

—¿Y quién es tu escultor favorito?

Tenía curiosidad por saberlo. ¿Y si daba la casualidad de que también era el mío?

—¿Tú quién crees que es?

La persona que tenía a mi derecha se fue y él ocupó el sitio libre sin pensárselo dos veces. Se cruzó de brazos y arqueó las cejas, esperando mi respuesta.

—¿Bernini?

Las últimas luces del atardecer se mezclaron con el azul de su iris. Una sonrisa tiró de sus labios y la brisa nocturna le revolvió algunos mechones dorados.

—¿Cómo lo has sabido?

—Me lo ha dicho mi intuición.

Aparté la mirada y la llevé hasta Flora y Céfiro, que además tenía una inscripción que decía lo siguiente: "Un día de primavera, Flora, diosa de las flores y los jardines, fue vista por Céfiro, dios del viento, que nada más verla, se enamoró perdidamente de ella". La pintura retrata a los dos amantes en un momento íntimo y personal, donde él depositaba un suave beso sobre su sien.

—¿Y qué más te dice tu intuición?

Mis ojos se detuvieron en la figura de la mujer que había tomado como modelo para crear El Crepúsculo antes de encontrarse con los suyos.

—Que tienes tatuadas obras de este pintor.

Capté una chispa de diversión en su mirada, pero no fui capaz de apartar la mía. Ni siquiera cuando sentí que las mejillas me ardían mientras las recorría con las yemas de sus dedos, fingiendo apartar algunos de mis mechones oscuros.

El Amor y Psique en el costado derecho. —Bajó los párpados para seguir el trazo de su dedo índice sobre mi abrigo, justo en la zona a la que se estaba refiriendo—. El rapto de Psique en el izquierdo.

—¿De verdad?

—Sí. —Se inclinó y me habló al oído—. ¿Quieres verlos? —Juro que sentí vértigo en ese momento. El tono que usó cambió drásticamente, volviéndose más aterciopelado. Entonces, su mano voló hacia mi hombro izquierdo y una carcajada trepó por su garganta, erizándome la piel—. No me mires así. No es como si fuera a desnudarme delante de toda esta gente.

Abrí los ojos de par en par sin poder creerme lo que acababa de decir.

—Eros —chisté. Mi mano derecha se movió por sí sola, golpeándolo suavemente en el abdomen—. No digas esas cosas en voz alta. Podrían malinterpretarlo.

—¿Malinterpretar el qué? —susurró—. Soy tu modelo, y por lo tanto, voy a tener que quitarme la ropa delante tuyo. Eso es un hecho.

Mi corazón se aceleró y la sangre que corría bajo mi piel se convirtió en lava ardiente. Si sus manos hubiesen explorado mi cuerpo como lo hicieron la noche que nos besamos por primera vez, habría sido realmente consciente del efecto que tenía en mí. Pero hubo algo que captó mi atención cuando la brisa marina trajo consigo un olor dulce, similar al caramelo.

—¿Hueles eso? —Me giré e incliné la cabeza, en un intento de ver entre la multitud.

Eros me imitó y no tardó en encontrar lo que estaba buscando.

—¿Te refieres al algodón de azúcar? —Mi estómago hizo un pequeño sonido cuando escuchó esa palabra. Di un paso adelante, pero me detuve—. ¿Quieres uno?

Evité mirarlo y junté las manos al igual que había hecho en el coche.

—No... —La voz me tembló al hablar—. Es que no puedo comer ese tipo de cosas. Es azúcar pura y ... —Cabeceé ligeramente. ¿Por qué había tenido que abrir la boca?—. Nunca he comido algodón de azúcar. La dieta que tengo que seguir es un poco... —Suspiré con fuerza y cerré los ojos, avergonzada—. Olvídalo.

—Dafne. —La voz de Eros pronunciando mi nombre me hizo abrir los ojos de nuevo—. No hace falta que me des más explicaciones. Está bien. No pasa nada. —Cuando esa vez fueron sus dedos los que se entrelazaron con los míos, desaparecieron las voces que solían decirme que hablar de cosas así aburriría a los demás, porque esos aspectos de mi vida no le interesaban a nadie—. Pero, por probarlo no te va a pasar nada, ¿verdad? —preguntó mientras se colocaba a mi lado—. Podemos compartir uno si quieres. —Hizo una pausa—. Solo si quieres.

Aunque lo miré en silencio durante varios segundos, interiormente estaba gritando. Me estaba abriendo sin pensar en las consecuencias. No todo el mundo sabía que estaba enferma y que por ese motivo, ciertas comidas y bebidas estaban prohibidas para mí. A veces sentía que el azúcar era mi enemigo. Sabía que no tenía por qué sentirme mal conmigo misma al hablar de ese tema con alguien, pero prefería guardarme ese tipo de cosas para evitar ciertos comentarios que me habían acompañado durante años.

Sin embargo, puede que dar ese paso, hablar de ello, me ayudaba a perder parte del miedo que sentía hacia determinadas cosas.

—Está bien —respondí finalmente.

—¿Estás segura?

Examinó mi rostro y yo asentí con seguridad.

—Sí.

Sus comisuras se elevaron al instante y lo escuché respirar aliviado mientras comenzaba a avanzar entre la gente, envolviendo mi mano con firmeza.

Quise preguntarle por qué hacía lo que hacía, pero de nada servía preguntar lo obvio.

Los dos éramos demasiado transparentes.

Los dos sentíamos lo mismo. 

🦋Obras de arte🦋

Alegoría de la primavera o La primavera. Sandro Botticelli (1477–1482)

Venus y Adonis. Antonio Canova (1794)


El rapto de Psique. William-Adolphe Bouguereau (1895)


Flora y Céfiro. William-Adolphe Bouguereau (1875)

El Crepúsculo. William-Adolphe Bouguereau (1882)

El Amor y Psique. William-Adolphe Bouguereau (1899) 

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