CAPÍTULO 24: UN NUEVO COMIENZO

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

Los tres toques a la puerta me hicieron abrir los ojos. La luz se escondía con poco disimulo detrás de las cortinas moradas, intensificando el dolor en mi cabeza. Me dolía hasta el alma por no haber arribado a la comodidad del lecho hasta las ocho de la mañana. Había llegado a las siete al aeropuerto de Milán, pero en lo que me desplacé a Bérgamo y saludé a mi abuelo, el reloj marcó una hora más.

—Emily, te hice el desayuno —mencionó William detrás del umbral.

Mi cuerpo estaba sufriendo. La noche anterior había sido muy estresante al grado de que ni siquiera pude echarme una siesta en el vuelo; me la pasé mordiéndome las uñas, pensando una y otra vez en Peter. Había roto nuestra relación definitivamente con esas palabras y no sabía si ser tan radical realmente había sido la solución. Pensé en llamarlo al aterrizar para replantear mi postura, pero al final del viaje me convencí de que eso ya no importaba. Él se iría a otro continente por quién sabe cuánto tiempo y yo debía enfocarme en lo mío. Era tiempo de cerrar nuestro libro para siempre y avanzar hacia lo desconocido.

—Enseguida voy, abuelo; gracias —contesté.

Vi con torpeza que ya era mediodía. Sólo cuatro horas de sueño, estupendo, pensé con sarcasmo. Me costó mucho levantarme, sentía que las cobijas aprisionaban a mis débiles piernas, no obstante, al final lo logré. Me cepillé el cabello para deshacerme de las greñas. Sólo tuve que pasar unos segundos frente al espejo para darme cuenta de que quería que mi pelo volviera a crecer. Ya no tenía caso seguir ocultando el pasado. Sonreí ante mi decisión y salí de la habitación con lentitud.

El olor de los hotcakes me elevaron del suelo, haciendo que notara lo hambrienta que me encontraba. Me senté a la cabecera de la mesa, frente al platillo, casi salivando.

—No tenías que recibirme con tanta pompa —bromeé, untando mermelada en mi desayuno.

William se sentó a mi derecha.

—¡Por supuesto que sí! —exclamó—, me hace muy feliz que estés aquí.

Su expresión llena de dulzura me cautivó mientras masticaba la masa cocida.

—Pero no dejaré que me consientas todos los días —comenté con firmeza. Su rostro se descompuso—. Deberíamos repartir los deberes, ¿no crees?

Su rostro expresaba inconformidad. Sé que no aceptaría a la primera, pues él y mi abuela siempre se habían caracterizado por servir a todo ser que visitara su casa, pero yo no podía permitir que eso sucediera en esta ocasión.

—No, no —alegó, moviendo las manos—; yo me puedo hacer cargo de todo.

—Abuelo, ahora también viviré aquí; debemos repartirnos las tareas de la casa.

Después de diez minutos de discutirlo, él accedió. Por lo tanto, cuando me comí el último hotcake, William indagó en el que solía ser el cuarto de mis hermanas menores para sacar un pequeño pizarrón. En él anotamos un calendario para dividirnos el trabajo doméstico de forma igualitaria con un plumón que cargaba en mi bolsa.

Luego de lavar mis platos me fui a cambiar al cuarto, poniéndome ropa cómoda. Ahí fue cuando realmente pude presenciar la recámara que me resguardó en los últimos años de mi infancia y los primeros de mi pubertad. Sólo estaba lo esencial, sin embargo, pude visualizar muy bien a la niña llorando entre estos muros, secándose de dolor. Admito que una fuerte roca se instaló en mi pecho al pensarlo, sin embargo, no me lamenté más de la cuenta. Me sentía ajena al sufrimiento que había aguantado este cuarto; la chiquilla ya no existía, estaba yo en su lugar y para mí no tenía caso seguir torturándome por cosas que nunca volverían a pasar.

Al salir de la habitación, mi abuelo se dispuso a darme un recorrido por la casa para actualizarme en las nuevas modificaciones. El cuarto de Jane y Jennifer seguía intacto, pero en el de Lorraine había metido las pertenencias de mi abuela, y el de Jack ahora era una especie de bodega. Finalmente, me mostró la recámara que mi padre usó como oficina durante nuestra estadía aquí hace muchos años. La luz me cegó cuando abrió la puerta, el sol alumbraba muy bien el cuarto. Sólo había una pizarra, una mesa grande de cristal y una silla giratoria. Casi me echo a reír al recordar cómo Jennifer y Jane venían a molestar a mi papá en un intento de jugar con él.

—Ahora este puede ser tu espacio creativo —mencionó William—. Puedes adornarlo como quieras, el punto es que te sirva para escribir tus historias o enfocarte en tu editorial.

Ese comentario fue lo que me llevó a imaginarme desarrollando mi nueva novela entre aquellos muros. Pondría mis ideas en la pizarra y la luz del sol me daría la magia.

—¡Gracias!, me encanta —dije enamorada de la habitación.

Me encontraba sumamente emocionada por iniciar la historia que había estado dando vueltas en mi cabeza desde hace más de un año. Construiría castillos, coronas, amor, injusticia, heroísmo, libertad y liderazgo entre estos cuatro muros. Disfrazaría de bosque al cruel mundo para que, a pesar de todo lo que costaría, el bien triunfara sobre el mal.


—¿Y ellas están de acuerdo? —me preguntó Sarisha.

Mis ojos cansados observaban atentamente la pantalla brillante.

—Al principio no, pero ahora Jane me dijo que invitará a una amiga a quedarse con ella en el departamento... Aunque poco importa lo que piensen, ¿no? Son mis decisiones.

—Por supuesto, sin embargo, debió ser muy impactante para los demás que te fueras de una forma tan precipitada... Incluso para mí, quién sabe cuándo te volveré a ver de forma presencial.

—No lo sé —contesté, bajando la cabeza.

Esta era mi primera sesión con Kaur desde mi huida de Londres. Había cerrado mi recámara para más privacidad, acomodándome en mi escritorio para que no me doliera la espalda. Me hallaba expectante a alguna reprimenda por largarme sin avisarle a nadie, pero el regaño jamás llegó. Si soy sincera, no había de qué quejarse. Lo único que me faltaba era conseguir un empleo para terminar de establecerme en Bérgamo; ya tenía una nueva terapeuta, mi primera sesión había sido unos días atrás. La mujer me agradaba, poseía un aspecto tan alivianado que hacía sentirme en suma confianza. En cuanto a la búsqueda de empleo, ya había presentado mi currículo a varios puestos de mesera. La verdad es que no quería regresar a la escuela, era mucha responsabilidad con la que no podía cargar ahora. Además, sin tener que pagar la renta del departamento, tenía más dinero disponible para la editorial; con medio turno me conformaría.

Luego de hablar sobre mi vida actual, le conté a la psiquiatra lo que sucedió con mis amigos y lo molesta que me encontraba. Después de una charla extenuante, la doctora estuvo a punto de convencerme de que mi enojo era válido, pero que no debía ser tan dura con ellos; sin embargo, no lo logró. No sabía si alguna vez podría reconciliarme con el grupo, cada vez que me los imaginaba sólo deseaba escupir fuego.

No me pude librar del tema para esconderlo de forma permanente porque mi furia lo volvió a sacar cuando tuve sesión con Pia, mi nueva terapeuta. A pesar de que no conseguí trabajo en aquel primer mes, sólo podía hablar de eso en terapia.

Decidí perdonarlos cuando el nudo en mi pecho desapareció, después de varias charlas con mis doctoras. Aunque, pensándolo bien, mandar un mensaje de texto en nuestro grupo compartido diciendo Todo está bien entre nosotros, los quiero, no sonó muy convincente. Más cuando me ofrecieron hacer una videollamada, disculpándose decenas de veces y yo no respondí. La verdad es que necesitaba tiempo, me daba igual si se iban durante mi respiro de los dramas. El que me envió textos larguísimos en privado fue Edwin, pero no los leí...; nada de lo que escribiera ahora me haría cambiar de opinión.

Por otro lado, me sentí muy traicionada cuando Peter no contestó mi mensaje en el grupo; supuse que se había tomado lo de dejarme ir muy en serio, así que decidí que yo también lo haría. Terminé saliéndome del chat, borrando nuestra conversación privada y eliminando su contacto. Estuve a punto de arrepentirme cuando leí que nuestra última charla había sido sobre su felicidad por ir a Nueva York, pero al final mi ego ganó. Desde ese momento nuestras vidas se desconectaron.


Fue a mediados de noviembre que asistí a mi primera entrevista de trabajo en una cafetería pequeña cerca de un colegio. En todos los demás empleos se quedaban con mi currículo y nunca me llamaban, así que me alegré de haber podido llegar al segundo paso en ese lugar que le servía bebidas a adolescentes. La dueña del local no me preguntó nada acerca de mi trastorno, lo cual agradecí mucho. Me sentí muy satisfecha cuando salí del recinto. Ojalá que me llamaran, ya no podía seguir viviendo gratis en la casa de mi abuelo.

Caminé de regreso —entre el frío otoñal— con mi abrigo gris, muy agradecida porque mi ropa me proporcionara calor. Mis manos se calentaban en los bolsillos de la prenda cuando aquella canción jubilosa llegó a mis oídos. No sabía cuál era, pero de inmediato me transportó a mi mundo de castillos y verde vegetación. Hoy era un buen día para escribir..., tal vez lograría iniciar el capítulo cinco.

Entonces las carcajadas me sacaron de la isla para ponerle atención a los jóvenes del parque que bailaban sobre los patines. Detuve mi marcha apresurada para apreciar cómo se movían con gracia, haciendo sus trucos sobre ruedas. La muchacha del cabello corto llamó mi atención. Era de estatura pequeña, pero nada calavérica. Su busto era grande al igual que sus caderas. Aquel baile elegante me robó una sonrisa; si supiera dibujar, me habría puesto a retratarla en ese momento. Su piel morena reflejaba la delicadeza de cada paso perfecto.

Después de la rutina se reunió con un muchacho de chinos rubios para plantarle un beso en los labios; luego retornó a la danza. Cuando la chica se rio con el viento contra su cara, mi memoria explotó en colores rojos. Abrí mucho los párpados con el estómago doliente; ahora no veía a la mujer, sino a la niña parlante de once años. Observé al muchacho que ella había besado, dándome cuenta de que también lo conocía. Él y su melliza siempre habían tenido los mismos amigos, así que la busqué entre el grupo...: Ahí estaba aquella rubia alta y refinada.

No sabía qué hacer: huir o detener el baile de la morena y abrazarla. Quería desmayarme, jamás pensé que ella seguiría aquí después de tanto tiempo... Tenía que largarme, de seguro ni siquiera me recordaba; sin embargo, estaba clavada en el suelo, hipnotizada por la que fue mi mejor amiga.

—¿Quién es ella? —gritó Brina, refiriéndose a mí.

Un nudo cerró mi garganta. La bailarina se detuvo para mirarme con desconcierto. Yo la observé nostálgicamente, rogándole que me recordara, que recordara todas las risas, las pijamadas, los llantos, mi depresión disfrazada de mal humor y su forma única de sacarme una sonrisa. Ella, que fue antes de los dramas con Peter; ella, que fue capaz de hacerme sentir en mi hogar antes que Edwin; ella, que fue mejor que Jade, Dylan y Evelyn. Ella tenía que recordarme... y no me decepcionó. Después de unos segundos eternos, me sonrió. Supongo que reconoció mis ojos tristes, al igual que yo había reconocido sus dientes deslumbrantes.

—¡Emily Anderson! —gritó a los cuatro vientos, alzando los hombros.

Me reí hasta que las mejillas me dolieron, el entusiasmo exagerado aún era parte de su personalidad.

—Hola, Doretta Mori —murmuré para mí misma.

Después la mujer se estampó contra mi pecho y nos fundimos en un caluroso abrazo.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro