1-IV

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En el momento justo que José y los demás batallaban por cerrar las puertas de la cocina, el cabo Juan abrió los ojos después de la muerte y comenzó a levantarse mientras incontrolables espasmos musculares inundaban su cuerpo. Ya para entonces, la mujer desmembrada había irrumpido en el dormitorio donde se encontraban durmiendo la gran mayoría de los militares. Su presencia causó grandes estragos en la oscuridad del local.

Con el rostro irreconocible debido a la fractura del tabique por los golpes recibidos, el ojo derecho con un buen edema periorbitario, el maxilar izquierdo a la vista por la ausencia de piel tras la mordedura recibida por aquel zombi y una cojera impresionante por las lesiones en la pierna, comenzó, el que una vez respondió al nombre de Juan, a dar erráticos pasos al interior de la habitación.

En menos de media hora aquel dormitorio había quedado despojado de vida humana. Lo que comenzó con un grito desgarrador que despertó al resto de los reclutas que ahí descansaban, se convirtió en una batalla campal donde los muertos ganaban terreno y soldados con cada mordida. En una canción de gritos, llantos, confusión, miedo y paranoia, bailó la muerte al compás de la sangre salpicada y la carne desgarrada.

En apenas una hora, el ejército de los zombis sumaba ya más de cien soldados. Lo que una vez fue la barraca donde cientos de personas descansaban por la noche, ahora era un caos total, con sangre y pedazos de extremidades esparcidas por doquier.

Por su parte, Marcos corrió varios metros sin mirar atrás. Llegó a la enfermería del lugar y dobló por ella. Apagó la luz de su linterna para no seguir llamando la atención. Su cuerpo mostraba signos evidentes de agitación, los latidos en el cuello le molestaban a punto de ser dolorosos. Le había dado la vuelta entera al recinto y, aun así, no se sentía seguro. Las imágenes de aquel hombre en el suelo siendo devorado en vida le atormentaban la existencia.

A pesar de no sentir ni a la doctora ni al hombre con el que había chocado, siguió poniendo tierra de por medio entre él y ellos. No sabía con quién se había tropezado, estaba más que seguro que le conocía, pero en el calor de la situación y la oscuridad de la noche no logró reconocerlo, sólo estaba seguro de que gracias a él seguía vivo.

Llegó al edificio principal y luego de cerciorarse de que ninguna de esas abominaciones le perseguía, realizó una parada justo enfrente de la puerta que daba paso a la edificación. Se sentía verdaderamente agotado, pasó su antebrazo por la frente para secar el sudor. La herida de su ceja todavía emanaba sangre y el contacto del sudor con la escoriación le provocó un ardor intenso.

Dedicó una mirada hacia atrás, en busca de aquella mujer, pero no la encontró por ningún sitio. Una sensación de falsa seguridad le inundó por unos escasos segundos. Suspiró grandemente doblado con las manos en las rodillas para recuperar el aliento, tomó una buena bocanada de aire por la boca y lo expulsó suavemente por la nariz.

—¿Qué ha sido todo eso? —Se preguntó a sí mismo, no esperaba respuestas, sobre todo, porque no había nadie que se las pudiera dar.

Se dispuso a entrar en el edificio cuando escuchó un grito de dolor que lo congeló en el lugar. Su respiración se pausó y sintió que su corazón se había enlentecido. Rastreó con la vista el camino por el que había llegado, pero no encontró nada más que un camino desolado y oscuro. Al primero de los gritos le sucedieron varios más y luego otros hasta convertirse en un bullicio interminable de dolor.

En su mente se imaginó a aquella aterradora doctora irrumpiendo en los dormitorios y mordiendo a cuanto hombre se le pusiera en medio. Lo cierto es que no estaba lejos de la realidad, salvo por el pequeño, pero más importante detalle, no era solo ella, sino también todo aquel que moría por su causa.

Una luz se prendió por una de las ventanas del local haciendo que Marcos volviera en sí. La silueta de un hombre se dejó ver entre las finas cortinas.

—¿Qué es todo ese escándalo afuera? —preguntó el hombre con voz gruesa.

—No lo sé, parece como si hubiese una maldita guerra civil —añadió otro.

—¡Ábranme! —clamó Marcos tratando de hacer el menor ruido posible.

Uno de los hombres, frotándose aún los ojos para desprenderse del sueño, se asomó por la ventana entre las cortinas. Se trataba del subteniente Yohan, un hombre de mediana estatura, de unos casi sesenta años de edad, su rostro arrugado por el devenir de los años le daba aspecto de Shar pei. Marcos le conocía de sobra, pues precisamente él, era quien planificaba las guardias de los reclutas.

—¿Qué hace ahí parado soldado? -inquirió secamente —. ¿Acaso no deberías estar de guardia?

—Eso hago —afirmó Marcos mientras echaba una nueva mirada inquieta a la esquina más distante del edificio.

—Pues no veo que lo hagas —dijo cara arrugada con tono molesto—. ¿Qué es ese gallinero que se siente a lo lejos?

—Déjeme entrar y le hago un reporte de todo lo que sucede —dijo con voz suplicante e intercambiando la mirada entre su superior y el camino, sabía que era cuestión de momentos de que apareciera la mujer de un solo brazo.

—Muy bien, te dejaré entrar. —Arrugó aún más la piel de la frente e hizo un gesto para que uno de los soldados le abriera.

Marcos entró a toda prisa en el interior del edificio. Se topó con un largo corredor lleno de murales provistos de todo tipo de información, sobre todo de retratos de mártires y sucesos importantes de la historia de su país. Varios jarrones que adornaban el pasillo le daban a la edificación un aspecto colonial. Junto a la puerta se encontraba el soldado Miranda, un joven que, al igual que Marcos, hasta hace poco tiempo pasaba el servicio militar, pero que, por decisión propia, había aceptado quedarse en la milicia.

—Segunda puerta a la derecha —dijo el joven haciendo ademán para que Marcos entrara.

Marcos ni siquiera reparó en él, simplemente se apresuró en alejarse cuanto podía de la entrada. El soldado, por su parte, no se molestó en cerrar la puerta. Un error que Marcos pudo evitar si hubiera prestado un poco de atención, o quizás si hubiera tenido una pizca de precaución, pero estaba tan centrado en llegar a comunicar lo que sucedía, que ese mínimo detalle insignificante, pero de suma relevancia, pasó desapercibido por él.

Entró en una habitación que estaba bastante organizada, el orden brillaba por su excelencia. Había una mesa de caoba ubicada justo en el centro de la pared del fondo, en la cual descansaba un ordenador de varios años de antigüedad. En la pared colgaba la bandera de Cuba junto al Escudo Nacional. Varios butacones de época a cada lado de un inmenso ventanal adornaban el lugar. Le dio la impresión de estar entrando en una casa de los años mil ochocientos.

El subteniente se encontraba de pie junto a la mesa apoyado con ambos brazos a esta, llevaba su característico uniforme verde olivo lleno de medallas y galardones en los bolsillos superiores. En una de las butacas se encontraba el sargento Lorenzo, un hombre de cuarenta y cinco años recién cumplidos el día anterior. Su piel como el ébano resaltaba en las blancas paredes del local. A penas entró, comenzó a hablar sin dejar pronunciar media palabra a sus superiores.

—He abandonado mi puesto porque mi vida corría peligro —dijo secamente —. Presencié como un hombre fue devorado en vida por una mujer a la que le faltaba un brazo. -Continuó contando la parte de la historia que le convenía.

Ambos hombres comenzaron a reír a carcajadas, el rostro de Marcos se descompuso, por un momento pensó que había sido mala idea haber entrado, que estaba perdiendo su tiempo. Sus superiores hicieron contacto visual entre ellos y al subteniente Yohan se le transformó el rostro.

—De todas las excusas que he tenido que escuchar de los diferentes soldados que han pasado por aquí a lo largo de los años, esa sin duda es la más absurda y mira que han sido creativos —expresó seriamente el sargento Lorenzo.

—¡Cuádrese soldado! —ordenó cara arrugada de repente, tan seco como pudo.

Marcos quedó confuso, no entendía para qué le daban semejante voz de mando.

—¿Acaso tiene problemas auditivos soldado? —reclamó Lorenzo—. Un superior le ha dado una orden.

—No pienso hacer semejante estupidez —dijo molesto, su rostro se había enrojecido—. Mucho menos cuando mi vida corre peligro.

—¿Qué tonterías dice soldado? Usted ha violado una regla en la guardia, eso es pagado con varias semanas sin pase hasta que aprenda la lección —reclamó el subteniente.

—En vez de estar aquí comiendo mierda. —Su voz salió furiosa, los dos militares le miraban desconcertados por el lenguaje y el tono que aquel recluta estaba usando para dirigirse a ellos—. Deberíamos estar cerrando todos los puntos de acceso al edificio para evitar la entrada de esa mujer.

Al escuchar sus propias palabras todo se descompuso en su cabeza. Las imágenes del soldado en la puerta dejándolo entrar pasaron proyectadas como una película por su mente. No había escuchado el golpe de la cerradura al cerrar la puerta de entrada, estaba seguro de ello y eso suponía serios problemas.

—Mierda, la puerta —susurró.

No dio tiempo a nada, desde el pasillo central emergió un grito desgarrador que, sin duda, reflejaba dolor y desesperación. El soldado que le había recibido sucumbió ante un zombi grotesco que apareció ante él. Había caído en la trampa del conocido, en la oscuridad de la noche reconoció a su mejor amigo que, junto a él, había aceptado quedarse en la unidad pasado el servicio militar, con el único fin de ganar grados y llevar una mejor vida.

El soldado había llamado la atención de su compañero haciéndole señas. Lo que nunca pudo haberse imaginado, era que no fuera su amigo aquel que se acercaba con pasos tórpidos. Le dio curiosidad la forma en la que caminaba, parecía que acababa de romperse la pierna puesto que no dejaba de cojear. Para cuando el joven de la puerta pudo divisarlo bien, fue demasiado tarde. El zombi que hasta hace sólo dos horas atrás fue su amigo en vida, se lanzó hacia él y le propició una mordida en el cuello. La sangre de inmediato salpicó todo a su alrededor, los gritos atrajeron a más de los muertos hacia el lugar.

Los dos hombres que se encontraban junto a Marcos salieron a la carrera a ver qué sucedía. Al asomarse en el umbral de la habitación observaron como una segunda persona se lanzaba a comerse al muchacho. No entendían qué estaba sucediendo, por qué aquellos hombres se habían vuelto locos y mordían al soldado como si estuvieran devorándolo en vida.

Los gritos atrajeron a los cinco de los siete soldados que se encontraban de guardia en el edificio central, los rostros de horror y de duda aparecían en todo aquel que se asomaba. Los zombis, a medida que pudieron salir del albergue donde habían muerto, fueron llegando de a poco atraídos por los ruidos. Los que recién llegaban pasaron por el lado de sus compañeros, como si no les importase lo que hacían con el soldado que ya contaba con cinco de ellos encima.

El muerto viviente que iba en la cabeza del grupo era un joven de piel blanca y cabello tan negro como el azabache, andaba en paños menores, pues así había sido alcanzado por uno de sus compañeros. Le faltaba la piel de la mitad del cuero cabelludo, varias marcas de mordeduras en el pecho se podían ver incluso en la distancia. Lo peor era su pierna derecha, por ella, asomaba el fémur cerca de la rodilla debido a las heridas provocadas en la zona. Él, fue el primero en percatarse de las personas en el interior del edificio, lanzó un alarido como dando una voz de mando a los demás zombis y se lanzó a la carrera, detrás de él, siguieron los demás.

—¿Qué está sucediendo? —inquirió confuso Yohan, su rostro era inexpresivo por las múltiples arrugas en él.

Marcos se había acercado a la puerta por detrás de sus superiores. No lograba ver con claridad, sólo sentía como los pasos y los alaridos por el pasillo ganaban fuerza a cada segundo. Una nueva señal de alarma se instaló en su cabeza como el cartel de neones fluorescentes de una discoteca en el medio de la noche oscura.

Miró a su alrededor unos segundos analizando la situación y buscando un posible escondite. No encontró nada que lo convenciera del todo. Para él, quedó claro, necesitaba salir de ese lugar, no podía ser por la puerta del frente, era ir hacia el peligro. Cuando volteó para ver si ya lograba divisar a la susodicha doctora, se topó con el zombi que encabezaba el ejército de Macrófago vitae a tan solo tres escasos metros. Ya los tenía encima y para sorpresa de él, no era aquella tenebrosa mujer, sino uno de sus compañeros de albergue.

Sus superiores estaban congelados en el lugar, el miedo los había invadido y no eran capaces de mover tan siquiera un músculo. Estaban perplejos por las feas heridas que llevaban aquellas personas que venían corriendo y gruñendo hacia ellos en contra de todas las leyes de la humanidad.

En un acto de desesperación, empujó al sargento Lorenzo el cual se precipitó contra el primer zombi. Cayeron al suelo en un abrazo mortífero para el militar, pues todos los que venían detrás del primero condenaron aún más al sargento al instante. Sus gritos de dolor tras la primera mordida en el trapecio derecho, resonaron en el corredor como el cañonazo de las nueve en la Bahía de La Habana.

Marcos, por su parte, salió a la carrera por el pasillo en dirección contraria a los muertos; el subteniente Yohan intentó agarrarlo por el brazo, pero se deshizo de él dándole un fuerte puñetazo en el rostro. Todos le miraron con repudio, pero nadie dijo nada, tenían asuntos más serios que atender, los muertos empezaban su avance sin freno hacia ellos.

El subteniente fue el segundo en caer, fue alcanzado por uno de los muertos que le arrancó la oreja izquierda de una sola mordida mientras se retorcía del dolor en la cara. Ya para entonces el corredor era un caos entre los cinco soldados de guardia que habían sido atraído por el bullicio y los zombis que le daban caza.

Todos los sentidos de Marcos estaban centrados en sobrevivir, tenía que salir de esa situación a como diera lugar. No quería morir tan joven, sentía que aún le faltaba mucho por realizar en la vida como para perecer esa noche. Tuvo que hacer una finta, que casi le hace perder el equilibrio, para no chocar contra uno de los soldados que se lanzaba a la carrera hacia una puerta a su izquierda. El joven no tuvo tanta suerte, pues no le dio tiempo a cerrar la puerta tras de sí y luego de un pequeño forcejeo terminó cediendo a las garras de los muertos vivientes.

Marcos maldijo haberse metido dentro de aquel edificio, era una maldita cueva que no tenía más salidas. Sin darse cuenta se había introducido en una trampa mortal. Al llegar al final del pasillo dio un giro a la derecha y tropezó con un jarrón de barro del que colgaban las hojas de un helecho, el cual se encontraba en una pequeña columna de un metro de altura. El jarrón se hizo añicos al caer esparciendo tierra por todo el piso de granito. Él, por su parte, se llevó un fortísimo golpe en la cadera que lo desbalanceó por un instante, pero logró recuperar el equilibrio imponiendo velocidad a sus piernas.

Apenas a dos metros de distancia una escalera lo invitaba a subir al piso superior de la edificación. Aceleró un poco más el paso sacando fuerzas de donde ya no le quedaban, su cuerpo había llegado al límite, sabía que no podría seguir corriendo por mucho más tiempo y mucho menos al ritmo que lo hacía, necesitaba encontrar algún lugar donde refugiarse.

Subió los escalones de dos en dos tan rápido como pudo, dedicó una pequeña mirada y pudo apreciar que aquellos seres ya habían doblado por donde él lo había hecho con anterioridad. A la cabeza iba el cabo Juan, a quien él mismo había destrozado el rostro a patadas mientras todavía era humano. Una pequeña ironía de la vida que Marcos nunca deduciría.

Cuando llegó a la cima de la escalera se encontró con un pasillo a la izquierda que sólo poseía tres puertas. Corrió por él y para su sorpresa la primera estaba entreabierta, se trataba del cuarto de vigilancia del local. Dentro, había un soldado jugando en una computadora con unos enormes audífonos puestos, por lo que no estaba al tanto de las horribles imágenes que proyectaban las cámaras de seguridad en el ordenador justo al lado de él.

Se trataba del informático de guardia, llevaba varios años trabajando en la unidad y siempre que estaba de guardia, esperaba que llegara la madrugada para aprovechar que nadie lo viera y poder deleitarse jugando en red. Marcos no iba a entrar en ese lugar, le quedaba claro que era donde primero buscarían los muertos ya que era la primera puerta.

Se disponía a seguir corriendo cuando el cargo de conciencia por todo lo que había provocado en esa noche pudo más que él. Así que tocó a la puerta tan fuerte como pudo, buscaba llamar la atención de aquel militar. Sin embargo, consiguió todo lo contrario, aquel joven no lo escuchó en lo absoluto y a su llamado los muertos, que comenzaban su ascenso tórpido por las escaleras, dejaron escapar un alarido unánime que le puso la piel de gallina.

Decidió darlo por incorregible, al fin y al cabo, aquel hombre no era su responsabilidad. De hecho, la única que creía tener en ese momento era salvar su vida, eso era lo único que realmente le interesaba. Sin embargo, hizo un último intento por alertarle, agarró la manigueta de la puerta y tiró de ella tan fuerte como pudo para cerrarla. El sonido provocado fue semejante al de un trueno.

Marcos no se quedó a ver si su plan había surtido efecto, de inmediato corrió a la siguiente puerta. Encima de ella un pequeño cartel dictaminaba que era la dirección del lugar. Intentó abrirla, pero no pudo, estaba cerrada con llave.

Miró dubitativo la tercera y última puerta, pensando que tal vez su opción más factible era entrar junto con el informático. No lo pensó más y al instante acortó la distancia que le separaba de la tercera habitación. Si esta no se abría, no le quedaría de otra, pero tal vez, ya sería demasiado tarde para intentar volver. Sus perseguidores estaban cada vez más cerca.
Fueron dos segundos de verdadera incertidumbre al intentar abrirla. Sin embargo, para su sorpresa, esta no opuso resistencia y se deslizó suavemente sin rechinar. Se trataba de la armería. Logró colarse dentro en el momento exacto en que uno de los monstruos alcanzaba el pasillo donde él se encontraba y giraba en búsqueda de su presencia, por lo que este no alcanzó a verle, dándole así unos instantes más de ventaja hasta que dieran con su paradero. De inmediato la alarma de la unidad militar comenzó a sonar.

«¿Habrá sido por entrar aquí?» se preguntó confuso mientras cerraba la puerta tras de sí, procurando hacer el menor ruido posible.

Se apoyó en ella unos segundos pegando el oído a la madera para tratar de escuchar algo en el pasillo.

No percibió nada, ni siquiera los pasos que resonaban tórpidos tras de él. Sólo escuchóel estruendo de las bocinas que dentro de la habitación cerrada llegaba opacado. Al parecer la alarma había desviado la atención de aquellos seres. Las gotas de sudor corrían por su rostro, la camisa estaba totalmente empapada. Su pecho era un infinito bamboleo que encerraba a un corazón cada vez más acelerado por el miedo y la adrenalina. La herida de su ceja ya no sangraba, la sangre se había resecado pegándose en forma de costra a la piel, pero ardía por la acción del sudor.

Se sentía verdaderamente agotado, sin embargo, sabía que no estaba a salvo, aún había personas monstruosas allá afuera que lo querían matar. Cuando estuvo un poco más repuesto y logró hacerse con el control de su respiración, repasó la pared de la oscura habitación con la mano hasta toparse con un interruptor, lo accionó y la luz encendió al instante con un breve parpadeo.

Recorrió el local con una rápida mirada, no había esperado encontrar tanto armamento en aquel local, ni siquiera sabía que guardaban tanto. En la pared derecha colgaban casi cien fusiles de asalto, todos AK-47, debajo de los cuales, había varias cajas de madera apiladas en orden y rigurosamente cerradas con candados. En la pared de enfrente un aparador con varias repisas se encontraba repleto de Makarov de nueve milímetros, con sus respectivos cargadores al lado. En la pared que tenía en frente se encontraba un armario con un cartel que anunciaba que su contenido eran explosivos, este estaba bien cerrado por varios candados.

Una ventana de cristales corredizos cerrada a cal y canto se encontraba al lado del armario de explosivos y debajo de esta, había un pequeño tanque sellado cuyo contenido era gasolina. Encima de las cajas de la derecha, había colocado un cargador de AK-47, que justo en la mañana uno de los soldados había puesto ahí para guardarlo luego dentro de las mismas.

Marcos no lo pensó, se empezó a equipar con cuanto pudo. Agarró uno de los fusiles, colocó el único cargador que tenía a la mano y lo recostó al tanque. Giró y sopesó una de las pistolas, introdujo uno de los cargadores y colocó cuatro de ellos en cada bolsillo del pantalón. Pensó un instante y agarró otra de las pistolas de la repisa, la cargó y se guardó ambas en el cinturón a su espalda; entonces agarró el fusil y comenzó a echarle una ojeada. Desde las prácticas de la previa no había tenido uno en las manos. Si bien sólo habían transcurrido unas semanas desde entonces, ya no recordaba muy bien cómo se utilizaban.

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