1-III

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Mientras tanto, José y el Dr. Méndez, corrían por sus vidas hacia una dirección desconocida. El doctor, para ser mayor que el recluta, se mantenía a mejor ritmo. El cuerpo de José, le exigía una demanda de oxígeno mucho mayor, a la que sus pulmones eran capaces de proporcionar.

Tenían a los tres monstruosos hombres prácticamente encima. Corrían desesperadamente por escapar de una muerte segura. El miedo y la paranoia los sacudía constantemente con cada nuevo alarido, cada vez más cerca, a sus espaldas.

José con su vista nublada por la desesperación vislumbró una puerta entreabierta a su izquierda, como un rayo de esperanza.

—¡Por allá! —gritó entre jadeos haciéndole una seña al doctor, el cual entendió de inmediato.

Dieron un giro repentino a la izquierda. El anterior teniente de la unidad, ahora corriendo con los intestinos al aire, alcanzó a rozar con sus dedos la bata del Dr. Méndez, mas no pudo asirse a ella, sino que con el gesto del zarpazo perdió el equilibrio y se precipitó al suelo, no hizo nada por frenar la caída. El impacto fue brutal, su rostro se estremeció contra el suelo soltando un sonido seco idéntico al de un coco que cae desde lo más alto de la palma.

Los otros dos perseguidores pasaron por encima del caído pisándole los brazos y la cabeza sin importarle siquiera. Por unos instantes perdieron la referencia de sus presas, fueron unos segundos vitales para José y el Dr. Méndez.

Méndez le dio un fuerte empellón a la puerta que se encontraba entreabierta, la cual se precipitó con brusquedad a la pared que la sostenía provocando un aparatoso ruido y haciendo que la pintura de la pared cayera en el área donde impactó el pómulo.

Ambos entraron por ella como flechas disparadas por arcos de alta precisión; jadeante aún, Méndez se apresuró a cerrarla. Su mente sólo estaba enfrascada en una sola cosa, sobrevivir, por lo que sus fuerzas se doblaron de manera sobrenatural.

Dos hombres que se encontraban dentro del local, les dedicaron una mirada confusa. El más joven se llevó la mano al pecho y dio dos pasos dubitativos hacia atrás por la impresión.

El doctor no logró cerrar la puerta a tiempo pese a su gran esfuerzo, uno de sus perseguidores la embistió con fuerza desmesurada haciéndolo retroceder unos centímetros. De inmediato las manos de aquel espectro se colaron por la hendidura, tenía una costra negra enredada en los vellos del antebrazo que impresionaba sangre reseca. El movimiento continuo de su mano abriéndose y cerrándose amenazaba con desgarrar cuanto pudieran.

—No te quedes ahí parado, ¡ayúdame carajo! —gritó arrastrando mucho las últimas palabras por el esfuerzo que le causaba mantener la puerta a raya.

José, retrocedió par de pasos buscando impulso y se lanzó a la carrera contra la puerta de madera que, al cerrarse, arrancó de cuajo tres de los dedos del que una vez respondió al nombre de Dr. Matías, los mismos cayeron dispersos en el suelo.

Ambos quedaron recostados a la puerta con sus hombros aguantando la presión ejercida desde fuera. Sus pies trataban de no resbalar mientras buscaban la manera de aferrarse al suelo.

Ahora que se fijaban bien donde habían entrado, reconocieron el lugar de inmediato. Se encontraban en la cocina de la unidad militar. Un local no muy amplio como el comedor, pero que poseía el espacio suficiente, para que los cinco cocineros y sus acompañantes pudieran desempeñarse con soltura. Jarrones de aluminios y ollas de todo tipo por todos lados daban la impresión de un museo culinario.

Los dos hombres que se encontraban trabajando en el local cuando José y el Dr. Méndez irrumpieron en el mismo, se encontraban expectantes a lo que sucedía. Estaban ubicados tras una meseta amplia con varias cazuelas y utensilios de cocina. Ellos se habían disociado por completo de sus quehaceres y toda su atención la centraban en los dos intrusos.

Se trataba de Tomás y Richard, el primero era el chefs principal de la unidad, un hombre de unos treinta y cinco años, de piel morena y una constitución atlética. En sus manos sostenía un cuchillo de cocina que usaba para picar tomates cuando fueron interrumpidos. Llevaba puesto un delantal blanco como la nieve que le quedaba ajustado al cuerpo.

El segundo, era uno de los reclutas que había tenido el privilegio de entrar como ayudante de cocina, se trataba de un joven de unos diecinueve años de edad. Lo que más sobresaltaba en él, era su altura, pues llegaba a medir unos impresionantes dos metros de estatura, lo que le daba un aspecto esquelético debido a lo escuálido que era. Casi deja caer una caldera de agua hirviendo cuando le sorprendió el estruendo de la puerta.

Ambos se encontraban petrificados y sin saber qué hacer. Habían visto a la perfección cómo le habían arrancado, sin dudar un segundo, tres de los dedos de la mano a una persona. Si bien no sabían por qué los perseguían, ni por qué se encontraban tan exaltados y con el rostro que denotaba un verdadero miedo, si estaban seguros de que ellos habían llegado para causarles problemas.

Tomás sujetó el mango del cuchillo que tenía en sus manos con más fuerza, como queriendo usarlo a modo de defensa, sus nudillos palidecieron momentáneamente a pesar de su piel morena. Richard le miró asustado, ya la situación era bastante tensa como para que su compañero de trabajo le diera por hacerse el héroe, pero no dijo nada, quería dejar las cosas tal y como estaban, quería desaparecer del lugar.

Siempre había aborrecido la violencia y ahora tenía a dos hombres que se encontraban en el mismo lugar que él, los cuales le habían amputado tres dedos de la mano a un tercero, que trataba de entrar. Para rematar, su compañero de trabajo poseía un cuchillo y conocía de sobra el carácter que cargaba su jefe. Sintió como el miedo le fue abrazando hasta casi ahogarlo, requería aire fresco para calmar la situación, necesitaba salir de ahí.

—¿Qué hacen aquí a esta hora? —inquirió molesto Tomás—. La hora del desayuno es a las siete de la mañana, apenas son la una.

—Mejor cállate y ayúdanos a trancar esta puerta —espetó el Dr. Méndez.

—A mí nadie me dice lo que tengo que hacer en mi cocina —gritó molesto Tomás, los nudillos alrededor del mango del cuchillo se palidecieron aún más.

Por la posición y la distancia en que se encontraban unos de otros, ni José ni Méndez podían ver el arma, pero Richard sí.

—Si no haces lo que te digo esas abominaciones acabarán por entrar y no saldremos de esta —expresó furioso el Dr. Méndez.

Le costó terminar la frase por el esfuerzo que realizaba para mantener la puerta cerrada, la cual, se comenzaba a remover pues ya estaban los tres muertos que les perseguían detrás de ella, empujando con afán para lograr abrirla y alcanzar a sus presas.

Se hizo un silencio en la cocina adornado sólo por los golpes insaciables en la puerta que hacían eco en el local. El hecho de tener no una, sino tres persona con heridas mortales queriendo entrar a matarle, era una situación que se rompía todas las leyes de la ciencia.

—¿Cómo pueden seguir caminando pese a las heridas en su cuerpo? —preguntó José buscando la respuesta a lo inexplicable.

—¿Pero qué babosadas dices? —inquirió con tono molesto Tomás, su voz se hizo sentir en cada rincón de la cocina.

Sin embargo, pronto se dio cuenta a lo que se refería el joven recién llegado, cuando Richard señaló con su dedo índice la ventana a su izquierda pasando su delgado brazo por frente a su compañero. Su cara palideció notablemente, su expresión desencajada era el reflejo del miedo a la muerte. No acababa de asimilar lo que estaba ocurriendo a su alrededor, su rostro denotaba puro terror.

Tomás miró justo a tiempo para ver la silueta de lo que parecía ser una mujer que le faltaba un brazo, avalancharse sobre dos hombres en el suelo. Pudo sentir el grito de dolor del cabo Juan al ser devorado en vida. Lo percibió como un erizamiento que le estremeció cada centímetro de su cuerpo. Presenció además con sus ojos tan abiertos, que daban la impresión de que en cualquier momento saldrían de sus órbitas, cómo el muchacho que no fue alcanzado por la mujer daba patadas en el rostro de aquel pobre hombre en el suelo.

—Pero qué coño... —Fue lo único que alcanzó a decir.

Dio unos pequeños pasos dubitativos hacia atrás mientras la puerta que resguardaban los dos hombres que entraron en el local volvía a crujir de forma amenazadora, su mirada se desvió a la misma, pero su mente siguió proyectando las imágenes que acababa de presenciar.

—¡No se queden ahí parados, hagan algo por el amor de Dios! —gritó José algo molesto.

Richard fue el primero en entrar en acción, cruzó la meseta que tenía en frente de un salto ayudándose de las manos. Con su cuerpo intentó mover un aparador lleno de bandejas, cazuelas y vajillas de metal que a diario usaban en el comedor para servirles a los cientos de personas que allí trabajaban de día. Resultó en vano, era muy pesado para él, incluso para Tomás que tenía una mayor corpulencia le hubiera costado trabajo desplazarlo a él solo.

—Tomás ayúdame —chilló Richard con la voz quebrada por el esfuerzo.

Fue entonces cuando el chef entró en acción, se movilizó tan rápido como pudo, acortó la distancia que lo separaba del estante y embistió contra él desplazándolo unos escasos centímetros.

—No será suficiente —dijo Richard mirando a los hombres de la puerta.

Se veían exhaustos, aunque aún resistían. Las gotas de sudor que les corrían por la frente se podían observar a distancia por lo gruesas que eran.

—Ve hacia allá muchacho —dijo el Dr. Méndez mientras pasaba el brazo por detrás de José y se posicionaba de espalda a la puerta, traspasando todo el esfuerzo a ambas piernas por igual.

José afirmó con la cabeza y le miró a los ojos con expresión de súplica, un ruego a que aguantase, que no se rindiera, que ya todo estaba por terminar. Si lograban poner ese estante tras la puerta, ellos no tendrían forma de entrar y estarían seguros, o al menos, eso creían.

José de un salto salió de su posición y corrió a la desbandada hasta el estante. Al llegar, los tres tuvieron que hacer una fuerza sobrehumana, pero lograron desplazarlo. Cada centímetro que avanzaba se sentía como una victoria; sin embargo, para Méndez era como un castigo eterno sobre sus piernas y brazos que empezaban a temblar. Estaba haciendo un esfuerzo extraordinario.

Empujaban muy fuerte, habían aumentado incluso la presión. Méndez podía jurar que incluso habían más apoyando a los tres primeros y tenía razón, por la puerta abierta del Sector Nueve habían salido ya varios de aquellos seres que buscaban a sus presas movidos por los ruidos.

Del estante que estaba siendo movilizado cayó una de las cazuelas de aluminio, el fuerte estruendo sobresaltó al doctor haciéndole perder terreno. Al mismo tiempo, la bisagra superior de la puerta salió disparada por la presión desde el exterior, el sonido tintineante al chocar con el suelo hizo que creciera la preocupación de todos los presentes.

La puerta se proyectó hacia delante y descubrió una hendidura por la inclinación que empezó a tomar. Por dicha abertura, se coló la mano que se abría y cerraba intermitentemente tratando de apresar a sus víctimas.

—Chicos ya no aguanto más y la puerta comienza a ceder. —Méndez se encontraba al límite de sus fuerzas y su voz reflejaba miedo.

Era el único dentro del local que conocía con exactitud de lo que eran capaces aquellos seres, por lo que era el que más asustado estaba de todos.

Tomás se apartó de los dos reclutas, dio varios pasos atrás hasta pegar su espalda a la pared más distante del aparador. Ambos jóvenes le miraron más enojados que confundidos, tenían que acabar de bloquear la puerta de una vez y sin él, no sería posible.

Dio un suspiro para recuperar fuerzas, dedicó dos segundos para ver qué había pasado con aquel hombre que había sucumbido ante aquella mujer. No observó nada en donde hace sólo par de segundos lo había visto perecer. Le dedicó una mirada al doctor, su bata ensangrentada le causó repugnancia, le hizo un gesto para que se apartara y el doctor afirmó con la cabeza.

Emprendió su carrera contra el estante, parecía un toro de feria tratando de ensartar a su matador. Cuando estuvo a dos pasos, dio un salto contra el mismo dejándole caer todo su peso corporal. Los dos soldados dieron un grito por el susto que les causó, pues no lo esperaban, pensaban que se había rendido.

El estante se balanceó de manera amenazadora. Varias bandejas de metal provocaron un verdadero estruendo al caer al suelo. Los reclutas, aprovecharon el desbalance para empujar hasta que lograron inclinarlo por completo. Después de tanto esfuerzo saborearon la victoria, el estante quedó recostado en la puerta, cerrándola a su totalidad. El tintineo de los metales con el suelo cesó a los pocos segundos.

La cocina quedó en silencio, salvo por los constantes golpes en la puerta que no cesaban y los rugidos guturales provenientes de las gargantas de los hombres de afuera.

El doctor esperó hasta el último momento para salir de un salto del camino del armario. De haber demorado medio segundo más, hubiera sido aplastado prácticamente por el aparador. Pese a todo, sólo recibió un ligero golpe en la pierna con varias bandejas que le cayeron encima.

—¿Estás bien? —preguntó Tomás tras el cese del estruendo.

—Sí, estoy bien —afirmó Méndez agotado y frotándose el muslo.

—Eso los detendrá por un buen tiempo, pesa como demonio —dijo José mientras colocaba dos mesas tras el aparador para calzarlo y asegurarlo contra la pared opuesta.

—Ahora que todo está más calmado, me pueden decir quiénes son ustedes, al muchacho sí lo he visto en par de ocasiones, pero a usted no —dijo confundido Tomás.

—Yo soy José, soy uno de los muchachos que pasa acá el servicio y él, si no me equivoco, es el Dr. Méndez, es uno de los científicos del Sector Nueve.

—Veo que tienes buena retentiva para los nombres —se apresuró en decir el doctor—. En efecto, mi nombre es Radamel Méndez, pero aquí dentro se me conocen por mi apellido.

—Nosotros somos Richard y Tomás, diría que es un gusto conocerlos, pero sería irónico de mi parte —dijo secamente el chef de la unidad mientras secaba las gotas de sudor que corrían por su frente.

—¿De dónde salieron esas cosas y qué son? —preguntó Richard que se había posicionado cerca de una de las ventanas del local y miraba con cautela por ella.

—Del Sector Nueve —dijo presto José—, conté al menos cuatro antes de echar a correr con el doctor. —Hizo una pausa como recordando lo sucedido—. El teniente coronel Adolfo es uno de ellos.

La información brindada causó estragos en la moral de los dos cocineros, si había caído el hombre que estaba al mando, el que tomaba las decisiones más importantes en la unidad, ya no tenían quién los guiara a salir de esa situación, se sintieron solos y abandonados a su suerte.

—¿Cómo es posible que esté sucediendo esto? —preguntaba Richard a toda máquina sin dejar hablar a nadie, era evidente que estaba nervioso.

—Creo que es un zombi —dijo Méndez un poco más calmado, sus manos y piernas temblaban finamente, un temblor apenas perceptible, pero presente.

Todos le miraron desconcertados, muchas de las dudas fueron esclarecidas para José, los había visto de cerca, fue testigo de sus heridas atroces y de cómo actuaban sin importar la presencia de las mismas.

—No es posible —dijo Tomás incrédulo, aunque las imágenes de aquella mujer sin brazos le vinieron a la mente como proyectadas en una diapositiva.

—Créanme, tampoco creía que fuera posible, hasta que sucedió lo que sucedió —explicó Méndez.

—¿Y qué sucedió exactamente? —Quiso saber Tomás.

—La historia es un poco larga y complicada. —Méndez quiso evadir la pregunta, pero le fue en vano.

—Tenemos todo el tiempo del mundo, —explicó Tomás—. No podemos salir de aquí mientras esas cosas estén por allá afuera.

Méndez afirmó con la cabeza, sabía que no era el lugar ideal para esconderse, que tenía que llegar a las oficinas principales de la unidad y alertar al gobierno de lo sucedido. Pero también sabía que salir a la intemperie con los zombies afuera, era una locura de las buenas.

—Hace unos años atrás. —Comenzó a explicar el doctor—. Mis colegas y yo empezamos un proyecto para crear un medicamento con el cual, a través de células madres, crearíamos una posible vacuna contra el cáncer. Lo probamos por un tiempo en ratones y no funcionó, al día siguiente y en ocasiones hasta en horas, aparecían muertos. Quemábamos los restos en un área segura para evitar que existiera la posibilidad de que fueran radioactivos o algo por el estilo. Luego de un par de meses de intentos fallidos, intentamos inocularlo en otras especies de animales, tal vez era que el medicamento causaba estragos en los roedores por alguna cuestión genética.

» Lo intentamos en perros, gatos y por último en cerdos. El resultado fue el mismo, todos muertos en menos de veinticuatro horas. Hace un mes, nos enteramos que el teniente Adolfo le había dado la aprobación al Dr. Ronald, para realizarle la autopsia a los animales y descubrir la causa que los estaba matando y así poder remediarlo. —Hizo una pequeña pausa para tragar saliva y recordar cómo se habían dado los hechos y hasta dónde contaría.

» Lo que mi compañero descubrió, nos dejó boquiabiertos a todos. Habíamos creado, por accidente, un virus capaz de matar al animal en poco tiempo. Se conducía rápidamente por su sistema nervioso y al llegar a su cerebro todo había acabado, sucumbía ante la muerte. Decidimos llamarle Macrófago vitae, puesto a que también encontramos un importante número de dichas células en los cadáveres, aunque estas tenían una modificación diferente a los macrófagos habituales. Todo indicaba que eran ellas las causantes de la muerte, pues lo fagocitaban todo. —Todos en el salón hacían su mayor esfuerzo por tratar de entender la explicación que daba el doctor, pero la falta de conocimientos hacía su discurso inatendible para ellos.

» Hace dos semanas nos reunimos todos y llegamos a la conclusión que habíamos creado una nueva arma biológica. Una tan poderosa que, si salía a la luz, estaríamos en la mira de todos los países, sobre todo de los Estado Unidos. Así que decidimos mantenernos en silencio. ¿Quién sabe? Quizá podríamos usarlo en nuestro favor en caso de una agresión. Imagínense en una guerra poder aniquilar a tu enemigo con sólo una simple acción.

—Hasta ahí todo bien. —Interrumpió Tomás que se había sentado en una de las sillas del local—. Pero, ¿cómo es que llegó eso a nosotros los humanos?

El doctor se aclaró la garganta mientras miraba la puerta que era golpeada constantemente por los muertos. Esta, ya casi no se sacudía, pudo observar que incluso la brecha que se había abierto al estallar la bisagra, había quedado nuevamente cerrada tras el peso del estante.

—Resulta —dijo Méndez prosiguiendo con su relato—, que el propio Dr. Ronald accidentalmente estuvo en contacto con el virus. —Desvió la mirada por unos instantes—. Habíamos creado una nueva variante de la cepa modificando la estructura de la cadena vírica y queríamos probarla nuevamente en todos los animales. Después de inocularle la dosis a uno de los perros, este lo mordió en la mano derecha. Rápidamente tomamos medidas, le administramos varios antivirales, limpiamos la herida y lo pusimos en vigilancia en un cuarto bajo el cuidado de uno de nuestros compañeros. —Todos miraban expectantes como un niño cuando escucha una historia de terror en una acampada.

» A las once de esta noche murió el Dr. Ronald. Apenas media hora después, abrió los ojos contra todo pronóstico. Había vuelto de la muerte, pero ya no era él, o al menos, no del todo. Lo primero que hizo fue morder a quien lo cuidaba, directo en la garganta, por lo que no hubo aviso alguno; tenían que haberlo visto, su cuello quedó destrozado, cuando se cansó de devorar a su cuidador, salió al pasillo y comenzó el sálvense quien pueda. Muchos trataron de ayudarle, imagínense, ¿quién en su sano juicio imaginaría que algo así pudiera suceder? Todos cayeron por una u otra causa. Creo que el único que quedó con vida fui yo. Éramos veinticinco personas dentro del laberinto de pasillos del Sector Nueve, ahora todos muertos, menos yo.

Se hizo un silencio incómodo entre los presentes, los golpes en la puerta no cesaban por nada del mundo, al contrario, se hacían más intensos. Aquellas aberraciones sabían que sus presas estaban ahí dentro y harían cualquier cosa por alcanzarlos.

—Entonces, ¿hay veinticuatro de esas cosas allá afuera tratando de darnos caza? —inquirió Richard que había dejado de mirar por el ventanal, pero permanecía cerca de él.

—Me temo que sí —afirmó el doctor y de nuevo el silencio se hizo presente.

—¿Qué hacemos ahora? —inquirió Tomás.

Era la pregunta que todos se formulaban, pero que nadie se atrevía a decir. Bien podían quedarse ahí tranquilos y esperar a que los demás solucionaran el problema, pero por otra parte sabían que la mayor parte de la unidad estaba bajo los efectos de Morfeo. Este problema les había sorprendido, los había tomado dormidos y sí, había soldados de guardia, pero todos estaban siempre a la expectativa de que las agresiones viniesen del exterior. Nunca pudieron haber imaginado que tenían que preocuparse por un problema interno, al menos, no uno de esa índole.

Todas las miradas fueron dirigidas al doctor, si alguien sabría qué hacer, sin duda sería él.

—No lo sé. —Negó par de veces con la cabeza tratando de analizar la situación—. Pero algo debemos de hacer, no podemos dejar que esto se disperse por toda Cuba.

—No creo que lo haga —le espetó Tomás—. Tenemos un buen sistema de defensa nacional, dentro de poco estaremos llenos de Boinas Negras e incluso de los Gallos Rojos si hiciera falta. —En su voz asomaba la gran confianza que poseía por su gobierno.

—No lo lograrán, Macrófago vitae es otro tipo de amenaza, una contra la cual no hay ejército que resista. No sé cómo detenerlo y soy el único de sus creadores que continúa vivo. Ni siquiera sé cómo llega a generar la vida después de la muerte, es algo que me parece sorprendentemente imposible.
Las palabras del doctor eran totalmente desalentadoras, pese a todo, la mente de Tomás quería creer que todo estaría bien, que ganarían esta batalla.

Estaban tan entretenidos en la explicación del doctor que no se habían percatado de que el peligro asechaba por todos lados. Sin previo aviso, uno de los muertos golpeó su brazo contra la ventana quebrando en mil pedazos el cristal. La mano se aferró al antebrazo escuálido de Richard que, por estar de espalda a la ventana, no lo vio venir. Tiró de él y le propició una mordida en el antebrazo, casi lo abarcó en todo su grosor por la delgadez del mismo.

El grito desesperado de dolor surgió de inmediato clavándose en los oídos de todos en la cocina. Forcejeó para tratar de liberarse, pero fue en vano. El zombi estaba aferrado a él como un Pitbull rabioso y era, por mucho, más fuerte. Tomás reaccionó de inmediato, recorrió la distancia hasta la hornilla que seguía encendida con una olla a fuego lento, cuyo contenido era agua hirviendo. Sin pensarlo dos veces la tomó por las asas con las agarraderas y lanzó su contenido entero ventana afuera, empapando al zombi junto al brazo del muchacho.

El rostro del muerto viviente tomó una coloración rosácea de inmediato y desprendía humo por doquier. Sin embargo, no acusaba dolor, ya los receptores en la piel encargados de llevar dicha sensación al cerebro estaban apagados; todo lo contrario sucedió con el brazo de Richard que también sufrió grandes quemaduras. El dolor se elevó hasta alcanzar niveles indescriptible y fue más intenso aún con cada sacudida.

—¡¿Qué has hecho maldito?! —gritaba Richard mientras forcejeaba por desprenderse del zombi.

—Lo... lo... lo siento amigo —tartamudeó Tomás nerviosamente, el Dr. Méndez y José permanecían en silencio en sus puestos.

No pasaron ni dos minutos desde que el primer muerto atrapó a Richard cuando empezaron a llegar más y más por la ventana. Incluso uno de ellos amenazaba grandemente con introducirse por completo dentro del local.

El sufrimiento de Richard era insostenible para los tres hombres dentro. Los chillidos de desesperación por parte del joven aumentaban cada vez más y rebotaban en las paredes formando una especie de eco espeluznante. De repente, dentro del forcejeo por liberarse de las mandíbulas de aquel zombi, del antebrazo de Richard salió un sonido seco, al cual le acompañó un nuevo grito por parte de él. Eran los huesos, se habían quebrado y la piel comenzó a rasgarse hasta desprenderse por completo.

Richard dio par de pasos hacia atrás doblado sobre su abdomen por el fuerte dolor que sentía en su extremidad, la sangre salía a por botones, teñía todas las losas del suelo. Se desangraría de inmediato si no paraban el sangrado, la porción distal del antebrazo quedó entre los dientes del muerto que lo apresuró hacia él mordisqueándolo. Otro de ellos intentó arrebatárselo de las manos y parecieron pelear entre ambos por la comida.

—Hay que hacer un torniquete y cauterizar la herida. —Se apresuró a decir el Dr. Méndez.

Automáticamente se sacó la bata ensangrentada y se acercó a Richard con extrema prisa. En su camino, agarró una espumadera y comenzó a realizar el torniquete en el brazo del muchacho apenas llegó a él. Al terminar, dio un pequeño suspiro y se aseguró de que la hornilla donde había estado la olla con la que Tomás lanzó agua hirviendo al muerto estuviese prendida.

Sin previo aviso le dio un pequeño pero certero empujón al escuálido joven y lo redujo en una llave para acercarlo a la hornilla. Le introdujo el muñón sangrante en el fuego, el olor a carne quemada inundó el lugar e invadió de forma súbita la nariz del doctor. Los demás quedaron perplejos con lo que acababa de suceder. El dolor para Richard se tornó insostenible, en su vida había pasado por algo similar, se sentía desfallecer.

Estaban tan centrados en el actuar del doctor que no se percataron, hasta ser demasiado tarde, que un zombi había logrado entrar al local cayendo de cabeza al suelo desde la ventana.

—¡Mierda! ¡Están entrando! —exclamó José horrorizado y dando pequeños pasos hacia atrás al sentir el estruendo de la caída.

—Rápido salgamos por el comedor —dijo Tomás agarrando al sudoroso Richard por debajo del brazo sano.

Salieron los cuatros por la puerta de doble hoja que separaba la cocina del comedor. Para entonces, Richard había palidecido notablemente, la pérdida de sangre había sido en demasía, se encontraba débil y apenas lograba dar un paso. Al entrar en el nuevo local, se apresuraron en desplazar varias mesas y apilarlas junto a la puerta, el primer zombi embistió con fuerza, pero, de momento, esta aguantó.

—Esto no los detendrá por mucho tiempo —afirmó José pensativo.

—Tenemos que salir de aquí, tenemos que llegar al edificio central para alertar a la nación. —Se apuró en decir Méndez, todos le miraron al unísono y afirmaron con la cabeza en un sí silencioso.

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