3-III

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Yanquiel a sus cincuenta años de edad, tenía el sueño muy ligero. Cuando la horda de zombis comenzó a invadir el pueblo los pudo sentir a lo lejos. Echó una rápida mirada desde la tranquilidad de su cuarto en la segunda planta de la casa. Lo que vio le sorprendió grandemente. Pudo ver desde la distancia como atacaban la iglesia, como aquellas personas, a las cuales no definía bien por la lejanía, iban entrando casa por casa y derrumbaban cada puerta a base de golpes.

No entendía qué sucedía, de dónde habían salido tantos individuos. Estaba lejos, por lo que no lograba precisar las heridas mortíferas de la multitud. A pesar de todo, estaba seguro de que no eran los habitantes del Guatao los que estaban tirados para la calle. Podía jurar que estaba presenciando una película de la Segunda Guerra Mundial.

Era una revuelta, era lo único que se le ocurría. Sin embargo, había detalles que no encajaban, engranajes del reloj quedaban sueltos en el aire y no lograban transmitirle una idea en concreto. Un desasosiego le abrazó cuando tres de aquellas personas se abalanzaron sobre uno de los vecinos, tumbándolo y dándole lo que parecían ser mordidas.

—Se lo están comiendo... —susurró azorado, no quería despertar a su esposa.

No lo pensó dos veces, se alejó de la ventana del cuarto y se dirigió al closet procurando hacer el menor ruido posible. Una vez ahí, agarró una escopeta de caza que estaba en posesión de su familia desde hacía casi cien años. Nunca la había usado, no precisamente por no tener munición, puesto que contaba con dos cajas de veinte cartuchos cada uno de cuando su abuelo luchó en las guerras de su país.

Al llegar al piso inferior, se pudo percatar de que la situación en la calle había empeorado drásticamente en un abrir y cerrar de ojos. Se escuchaban cristales quebrándose por doquier, madera que crujía hasta que terminaba cediendo, a esto, le secundaban gritos entremezclados de dolor y desesperación. Ante sus ojos, atesoraba una violencia sin medida, una como nunca antes había observado.

Por otra parte, Tomás, con el dolor en sus costillas aún, corría deliberadamente por las calles del Guatao. Cada paso le costaba más que el anterior, pero pensar en su hijo le hacía sacar fuerzas desde el fondo de su ser para no sucumbir ante los secuaces de aquel devastador virus de laboratorio.

Tenía a los muertos casi encima, podía sentir su presencia a escasos metros. No miraba atrás, hacerlo sería una pérdida de tiempo que solo le restaría velocidad, la cual empezaba a disminuir por el cansancio y el dolor. Si no encontraba algún refugio pronto, sucumbiría ante los zombis. Estaba más que consciente de que no estaba en condiciones de hacerles frente como hizo en la unidad militar, se encontraba verdaderamente agotado y el número de muertos tras él era mucho mayor.

—¡Por aquí apúrate! —Una voz a su derecha, par de casa más adelante, logró captar su atención.

Sin pensarlo dos veces corrió hacia allí apresurando un poco más el paso. Sus piernas le pesaban una tonelada, moverlas empezaba a ser un verdadero suplicio, la fatiga muscular estaba a punto de llegar. Su corazón bombeaba sangre al tope para tratar de satisfacer la demanda de oxígeno por parte de los músculos.

Brincó un pequeño muro de no más de medio metro de altura y atravesó por un pequeño jardín estropeando, a su paso, cuanta planta había sembrada. Los muertos le secundaron. Entró por la puerta donde estaba posicionado Yanquiel que había estado observando desde las penumbras lo que sucedía.

Bien pudo haber entrado a su casa y trancar la puerta como habían hecho muchos, pero el ver a una persona en serios aprietos y quedarse de brazos cruzados era una actitud que no pegaba para nada con él. Apenas entró, cerró la puerta y empezó a pasar los seguros.

—Gracias —dijo entre jadeos Tomás, se había sentado en el suelo y trataba de retomar el aliento mientras se aguantaba la zona dolorosa de su tórax—. Gracias de verdad amigo.

—Me puedes llamar Yanquiel, no ha sido nada, lo hubiera hecho por cualquiera.

Yanquiel se estremeció cuando el primero de los muertos arremetió de manera desproporcionada contra la puerta de madera, arañando y golpeando con un frenesí inigualable. Tras él, siguieron muchos más.

—Yo soy Tomás, creo que deberíamos cerrar las ventanas, si alguno de esas aberraciones logra entrar, no sé hasta dónde seremos capaces de resistir —dijo recordando lo sucedido con Richard en la cocina de la unidad militar.

—No podrán hacerlos, están enrejadas todas.

—Igual, si no nos ven, pienso que perderán el interés y se largarán. —El dolor en su costado era ahora, que estaba en reposos, casi imperceptible—. Además, no es muy agradable verles las heridas en el cuerpo, es escalofriante.

Ahora que empezaba a respirar mejor y el dolor disminuía poco a poco, pudo observar una escopeta pequeña en manos de aquel hombre y en parte, sintió alivio.

—Entiendo —dijo mientras se ponía en acción. No entendía lo que sucedía, pero sabía que algo bueno no era, por tanto, obedeció.
—Papá, ¿todo bien? —Preguntó un joven de apenas doce años desde el escalón inferior de la escalera.

El movimiento, tanto en la calle como en la casa, sumado a los fuertes golpes en la puerta, le habían despertado. Se había fijado en el desconocido que se encontraba en la sala, no entendía bien lo que estaba ocurriendo esa mañana.

—Sí Manuel, todo bien.

—¿Quién es él? ¿Qué es todo ese alboroto en la calle? ¿Por qué llevas la escopeta del abuelo? ¿Quién toca la puerta así de esa forma?

—Tranquilo hijo, todo está bien —dijo calmadamente mientras cerraba la ventana—. No hay tiempo para explicaciones ahora, ve y despierta a tu madre, que prepare una mochila solo con lo imprescindible, hay gente loca, muy loca allá afuera.

Manuel se quedó mirando a su progenitor mientras le daba las instrucciones, su mente estaba dividida entre la duda y el miedo. Desde que nació, el pueblo donde vivía siempre se había caracterizado por ser un lugar bastante tranquilo. Ahora, por alguna extraña razón, su padre estaba en alerta y en las calles había un caos formado que amenazaba con entrar a su casa. Observó una vez más al desconocido y subió los escalones de dos en dos para ir a despertar a su madre.

—Deberíamos asegurar más esa puerta, no resistirá mucho —comentó Tomás reponiéndose, su costado le dejó saber mediante una fuerte punzada de dolor, que aún estaba dañado.

—¿Qué son?

—Putos zombis, muertos que han vuelto del más allá en busca de vidas humanas.

Yanquiel intentó decir algo, pero de su boca solo salió un insignificante balbuceo. Se pudo haber esperado cualquier respuesta, la que fuese, menos esa.

—No jodas —susurró al fin.

—No lo hago —dijo secamente Tomás—. He estado más cerca de ellos de lo que eres capaz de imaginarte y créeme, no es nada agradable.

—La vida después de la muerte no es posible, es algo absurdo, va contra toda las leyes de la ciencia.

—Ya… Díselo al puñetero Doctor Méndez. Él fue uno de los creadores de esta locura.

—¿Quién es el tal Méndez ese?

—Mira… —dijo Tomás pensativo—. Sé que ahora mismo te asaltan un montón de dudas a la cabeza. Joder asere, hasta a mí, pero no tenemos tiempo para una conferencia, tenemos que movernos rápido si queremos seguir con vida.

—Vale, las explicaciones luego, ¿qué hacemos?

—Asegurarnos de que no puedan entrar. Hagamos una barricada en la puerta con los muebles para evitar que la puedan derrumbar.

Ambos se pusieron en marcha, arrastraron un estante hasta la puerta contra el cual colocaron un pesado sofá. Las ventanas de la planta baja de la casa tenían rejas por fuera por lo que sería imposible que los muertos entrasen por ellas; sin embargo, bajo las órdenes de Tomás, Yanquiel las había cerrado.

—Creo que será suficiente —dijo el dueño de la casa.

—Eso espero.

—Amor, ¿qué sucede? ¿Quién toca así la puerta y por qué has apilado todo eso en la entrada? —Desde la escalera, Maité junto a Manuel, se encontraban confusos.

—No lo sé muy bien mi vida. Hay buen barullo allá afuera, la gente se ha vuelto loca y hay mucha violencia. —Prefirió omitir la palabra zombis, pues sabía que escucharla no traería buenos efectos en su esposa—.¿Preparaste la mochila?

—No, aún no. ¿Quién es él?

—Soy Tomás, soy cocinero de la unidad militar que está cerca de aquí, vengo huyendo de esos seres de allá afuera, créame, no es nada bueno lo que está sucediendo.

—Creo que será mejor que subamos, desde las ventanas superiores tendremos una mejor perspectiva de lo que sucede en la calle y estaremos más seguros —sugirió Yanquiel.

—Me parece bien —afirmó Tomás, los golpes en la puerta no cesaban.

Maité y Manuel no comprendían muy bien lo que sucedía; desde luego, no habían visto a los zombis, en sus mentes eran personas comunes y corrientes las que se encontraban tras la puerta e intentaban derrumbarla. Al subir al piso superior sintieron el rotor de un helicóptero a lo lejos. Una sensación de tranquilidad acogió a Tomás, sabía que el gobierno debería estar empezando a actuar y escuchar aquel lejano motor le llenó de satisfacción.

Se asomaron a una de las ventanas de los pisos superiores, mientras Tomás trataba de divisar el tan deseado helicóptero, los moradores de la casa observaban despavoridos las escenas sangrientas que tenían lugar en la calle.

Había zombis corriendo por todos lados. Habían interrumpido en la escuela primaria atraídos por los intranquilos pioneros que jugueteaban bullosamente en el patio. Pudieron observar cómo tres de los muertos perseguían a un pequeño de apenas siete años de edad, el cual corría envuelto en llanto. Fue alcanzado al instante, le mordieron en la cara, en el cuello y en los brazos, los chillidos de dolor del pequeño se hicieron sentir y los cargó de tristeza.

Los profesores, incluida la directora y el custodio de la primaria, habían sucumbido ante la repentina amenaza, los niños estaban solos y por su cuenta. Sin un adulto que les hiciera frente a aquellas bestias o que les ayudara a esconderse, fueron cayendo de uno en uno a manos de los zombis.

A lo largo de toda la calle había cuerpos tirados, manchas de sangre, alguna que otra extremidad que terminaría de descomponerse con el paso del tiempo. Los zombis que perseguían a sus víctimas, las cuales, tarde o temprano, terminaban por ceder ante los muertos.

El Guatao, apenas en el amanecer del nuevo día, había caído casi en su totalidad ante el brote de Macrófago vitae. Lo hizo de una manera rápida e inesperada, el virus se propagaba por el pueblo, como la candela en la pólvora, lo hacía tan rápido, que parecía imparable.
—¡¡¡Dios!!! —fue la única palabra que logró decir Maité al ver las horrorosas escenas que estaban teniendo lugar en el patio de la escuela.

Se llevó las manos a la boca, su rostro denotaba un verdadero miedo.

—Tenemos que estar preparados —dijo Yanquiel desviando la vista de su mujer hacia él.

—Tengo miedo —dijo llorosa, sus ojos parecían dos lagos que estaban a punto de desbordarse.

—Tenemos que ser fuertes por él —dijo señalando a su hijo que se encontraba sentado en la esquina de la cama con la mirada perdida en algún punto de la habitación, estaba asimilando lo que acababa de observar.

—Pero, ¿cómo salimos de esta?

—No lo sé cariño, no lo sé.

—La ayuda debe de estar en camino, ya están sobrevolando la zona, pronto el ejército intervendrá y saldremos de esta —dijo Tomás repasando el horizonte en busca del sonido del helicóptero, pero desde su posición no lo veía.

—Ven, preparemos una mochila con lo esencial, por si acaso —dijo Yanquiel tomándola de las manos y haciendo que apartase la mirada de la calle.

Mientras tanto, Marcos continuaba junto a Roberto en la bodega, este último se había quedado horrorizado con lo que Marcos le había contado en su conversación. En sus sesenta años, nunca pudo imaginar que se encontraría en una situación similar. Ellos se habían sentado en el suelo, recostados al mostrador de espalda a la puerta, la cual se zarandeaba constantemente y el sonido metálico de los puños de los muertos no paraban de sonar dentro del local.

—No tienes que reprocharte la muerte de aquel joven —dijo Roberto serenamente—. No tenías forma de saber que sería él quien abriría la puerta. Fue un accidente, le pudo pasar a cualquiera.

—No fue el único que murió por mi causa...

—Aquel que te aguantó por el tobillo te hubiera hecho morir y no estarías aquí. Por otra parte, los dos superiores se lo merecían. —Sus palabras sonaron crudamente—. Los militares tienden a ser un poco comemierdas, les estabas avisando de lo que sucedía y ni siquiera te escucharon.

—Pero hay mucho más —dijo cabizbajo.

Ahora que por fin tenía un margen de tranquilidad, estaba pensando en todo lo que había tenido que hacer desde que vio por primera vez a aquella doctora que le faltaba un brazo.

—Marcos, todo lo que hayas hecho fue en defensa propia.

—No Roberto, hay algo que no te he contado, algo de lo cual no estoy orgulloso. —Sus ojos se enrojecieron al igual que su rostro, las lágrimas amenazaron con salir.

El bodeguero se le quedó mirando fijamente. A pesar de que no estaba muy de acuerdo con el actuar del joven y por lo que empezaba a contar, no le simpatizaba mucho la idea de que estuviera armado. Sabía que, dentro de Marcos, había un buen muchacho. Lo sabía por sus años de experiencia en la vida, estaba convencido de que él no era un psicópata y que todo lo que le contaba, lo había hecho para poder sobrevivir. De haber sido un asesino, no lo hubiera dejado entrar o hubiera disparado más arriba sin avisar cuando intentaron abrir la puerta.

—¿Qué es eso tan malo que dices haber hecho?

—Cuando corríamos hacia aquí, tuve que parar, estaba muy sofocado y sentía que mis pulmones no funcionaban. Así que me detuve y lo único que pude hacer fue usarla —dijo levantando sutilmente la Makarov que recién había recargado.

—Pero eso no está mal, si les disparaste a esos engendros que solo quieren comernos fue algo positivo.

—No lo hice —dijo en susurros—. Cuando me di cuenta de lo que había hecho ya era demasiado tarde…

—No entiendo —interrumpió Roberto confuso.

—Le disparé al que venía corriendo en último lugar, lo sentencié a una muerte segura, los muertos se le lanzaron y terminaron con lo que yo empecé. —Las lágrimas ya no se pudieron contener y salieron deliberadamente, estalló en llanto.

Roberto en primera instancia no supo qué decir, quedó sorprendido ante lo que el joven había hecho. Pensó un instante mientras le miraba llorar desconsolado.

—Tranquilo pequeño, tranquilo. —Le abrazó pensativo, ahora lo veía con otros ojos.

—No quería hacerlo...—Dijo entre sollozos—. Cuando me di cuenta ya estaba siendo devorado.

—Marcos —dijo el anciano tratando de contactar visualmente con el joven—. Lo que hiciste, estuvo mal, pero piensa, ¿crees que hubieran podido llegar la mayoría al pueblo a tiempo?

—Creo que no —dijo al fin tras reflexionar unos segundos—. Pero no me correspondía a mí decidir por él.

—Entonces hijo mío, a mi parecer, el sacrificio de aquel hombre fue necesario para que el resto tuviese una oportunidad de vivir.

Marcos se enjuagó las lágrimas, miró a su compañero, aquel veterano le había dado el consuelo que necesitaba. Las últimas horas para él habían sido difíciles. Sabía que las decisiones que había tomado tendrían consecuencias en el futuro, pero gracias a ellas, se mantenía con vida. Con la esperanza de poder salir de aquel lugar y poder ver a sus familiares.

A lo lejos y opacados por el estruendo provocado por los muertos en la puerta, sintieron lo que parecía ser el sonido de un helicóptero.

—¿Escuchas eso?

—¿Qué cosa? —Preguntó confuso Roberto—. No escucho nada, mis viejos oídos hace años que no escuchan bien.

—Creo que es un helicóptero. —Puso toda su atención en la audición, trataba de escuchar más allá de los golpes metálicos y los alaridos.

—¿Estás seguro?

—Sí, tenemos que salir de aquí para que nos vean y nos ayuden.

—No veo cómo, la única salida está llena de zombis.

—¡¡Mierda!! —Frunció el ceño, maldijo para sí mismo el haberse metido en aquel lugar.

Al inicio le había parecido la mejor idea, lo consideraba un lugar seguro, nunca pensó que fuese a convertirse en una ratonera. Empezó a buscar a sus alrededores alguna alternativa. Roberto le miraba en silencio, analizaba cada paso, cada gesto que hacía el joven. Luego de escuchar de su propia boca lo que había hecho, le quedaba la duda de si no lo utilizaría a él también para escapar de los muertos.

—Pensemos con mente fría —dijo Roberto arcando una ceja.

Marcos caminaba de un lugar a otro, seguía buscando por las cuatro paredes una vía de escape, no encontraba nada que le sirviera para escapar.

—Si están sobrevolando la zona —dijo al fin Roberto—. Es porque piensan enviar ayuda, entonces debemos aguardar a ser rescatados, es lo más sensato.

Marcos se detuvo, negó con la cabeza y se recostó al mostrador. En el fondo sabía que Roberto tenía razón. La única forma de salir era abrir la puerta y eso sería condenarlos a una muerte segura y violenta. Por más puntería que tuviera, que no era el caso, los muertos terminarían comiéndoselos vivos.

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