4-III

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

No podían creer lo que acababan de presenciar. Habían tenido al helicóptero justo enfrente de ellos y se creyeron a salvo por unos instantes. Sin embargo, se escabulló entre las blancas nubes que adornaban el cielo tan rápido como había aparecido. Méndez, estaba más que seguro de que sí los habían visto, incluso podría jurar, a pesar de la distancia y el vidrio del parabrisas del helicóptero, que el copiloto le había mirado fijo a los ojos y aun así se marcharon.

Los disparos provenientes del grupo liderado por Junior se hicieron sentir. Los cuatro que se encontraban en el campanario de la iglesia cruzaron al lado contrario de donde se encontraban para ver qué sucedía. Sin duda escuchar disparos era buena señal, pues solamente podía significar una cosa, militares.

Pudieron observar desde la altura los eventos ocurridos, presenciaron como fueron separados y reducidos por la horda de muertos en un santiamén. Las pocas esperanzas que crecieron en sus corazones se disiparon en un abrir y cerrar de ojos. Los militares caían como moscas ante Macrófago vitae.

—¡¿Cómo cojones van a venir tan pocos?! —Gritó insultado Méndez, su rostro temblaba de la impotencia que crecía en su pecho.

—No se dicen palabrotas en la casa del señor —le espetó la monja, la cual estaba más pendiente a la actitud del doctor que a lo que estaba sucediendo en la calle.

Méndez le dedicó una mirada de indiferencia, en condiciones normales, quizás se hubiera disculpado, pero en estos momentos tenía asuntos más importantes en mente para esas boberías. Necesitaba salir de aquel lugar, de momentos estaban seguros, pero tarde o temprano el hambre y la sed empezarían a jugar en su contra y allí, donde estaban, no tenían forma de saciar ni una ni otra.

—Madre Lucía, creo que no es momento para pensar en esas cosas —dijo persuasivo el Padre Alberto.

Sabía que aquel hombre no dudaría en dejar fuera de sus planes a quien le estorbara. Al fin y al cabo, había dejado atrás a los que intentaron entrar a la iglesia y empezaba a sospechar que el joven musculoso de la barba y aquella mujer con su hijo, también habían sido víctima del actuar de aquel hombre que tenía en frente. Eran solo suposiciones, pero apostaría su fe en que así había sido.

—Esta será la plaga con la que herirá el Señor a todos los pueblos que pelearon contra Jerusalén… —dijo pensativa la Madre Lucía.

—La carne de ellos se corromperá estando ellos sobre sus pies y se consumirán sus ojos en sus cuencas y la lengua se les deshará en su boca. Zacarías 14:12 —dijo el Padre completando la frase de la monja, ambos se miraron atónitos ante sus palabras.

—¿De qué hablan? —Quiso saber Reina, arqueó una ceja y los observó confusa.

—Esto lo predijo la Biblia —explicó la Madre Lucía—. Es un fragmento que habla del Apocalipsis, el fin del mundo.

Méndez seguía viendo como el escuadrón que había entrado al pueblo la estaba pasando verdaderamente mal. Comprendió que el mensaje había llegado, pero tal como imaginó, nadie notificó lo que realmente sucedía. Con la coleta del ojo observó que sus acompañantes estaban desconcertados con las palabras de la monja.

«Qué tonterías, yo fui el que desató el caos, no Dios ni nadie, fui yo estúpidos, fui yo, porque quería probar con los humanos para ver el efecto que tenía el virus en nosotros, aquí Dios no tuvo nada que ver» pensó Méndez mientras analizaba lo que sucedía en la calle e idealizaba un plan.

—¡Por Dios! —Exclamó Reina llevándose ambas manos a la boca.

—Tenemos que salir de aquí —afirmó Méndez.

—Le recuerdo que allá abajo está lleno de esas cosas recalcó Lucía.

—Es cierto, estamos encerrados aquí —reafirmó Alberto.

—No lo creo, ellos se centran en el sonido y a menos que vean algo que les llame la atención, irán hacia donde está dicho sonido —explicó Méndez, en su rostro volvía a denotarse la esperanza, una sonrisa ligera se asomó una vez más, tenía un nuevo plan.

—Bueno... No tienen contacto visual con nosotros desde que subimos —dijo Reina—. Por tanto, si tu teoría es cierta, se deben de haber marchado.

—En teoría sí. —Méndez observaba la entrada que daba a las escaleras con determinación.

—¿Cómo que en teoría? —La Madre Lucía tenía una voz juzgante.

—Sí, quizás salieron de la puerta de las escaleras, o quizás siguieron a los otros. Pero existe la posibilidad de que al ir tras ellos o tras el sonido de los disparos, hayan quedado atrapados en la iglesia dando tumbos de un lado a otro, incapaces de encontrar la salida.

—Entonces... —Las palabras de Lucía fueron interrumpidas por una explosión.

Todos miraron hacia el lugar del cual se produjo. Vieron al instante una de las casas de la entrada del pueblo envuelta en llamas, el humo empezaba a crecer de forma vertical hacia el cielo.

—¿Qué fue eso? —Quiso saber Reina, estaba apoyada en el borde del muro del campanario.

—Nuestra oportunidad —dijo Méndez.

—¿Qué vamos hacer allá abajo? —Inquirió Alberto—. Es una muerte segura.

—Miren allá. —Señaló Méndez hacia uno de los soldados en el suelo—. Aquel que había muerto cuando las balas perdidas del fusil del primer soldado infectado alcanzaron su corazón.

—Es un soldado caído, ¿qué tiene? —Preguntó el Padre arqueando una ceja.

—Desde que cayó no se ha levantado —dijo Méndez—. No creo que lo haga, debió morir antes de ser mordido. Si llegamos a él, tendremos un arma.

—¡Ni hablar! Nosotros no usamos armas —dijo con voz ronca la Madre Lucía, todos le miraron extrañados, incluso el cura.

—Aunque lleguemos a ella, no sabemos usarlas —advirtió Reina.

—Quizás ustedes no, pero yo sí. —Una sonrisa pícara se asomó en el rostro de Méndez, sabía que esa podía ser su salvación.

—¿No que eras médico? —Le espetó Reina fulminándolo con la mirada.

—Para ser científico de mi área tienes que cumplir con ciertos requisitos, allí todos sabemos... Sabíamos usar armas, estábamos preparados para situaciones excepcionales donde tuviéramos que defender nuestros avances científicos.

—No creo que jugar a ser Dios sea un avance científico muy brillante, mira lo que han provocado. —Las palabras de la Madre Lucía sonaban a puro reproche, sin duda, le estaba echando la culpa de lo que sucedía.

—No tienes ni idea de lo que hemos logrado allá abajo. —Méndez se acercó a Lucía tan rápido como pudo, ella retrocedió intimidada par de pasos—. No jugábamos a ser Dios. Intentábamos encontrar una solución a un problema como son las cientos de miles de muertes que ocurren a diarios en los hospitales por causa del cáncer. —Las venas del cuello de Méndez estaban congestionadas al punto de querer reventar—. Dime, dónde carajos se mete tu Dios, cuando en la sala de oncología de un hospital pediátrico fallece un niño inocente a causa de un cáncer terminal tras una larga jornada de sufrimientos y pesares.

Reina tuvo que detenerle, le sujetó por el brazo y tiró hacia ella. Lucía por su parte se había apegado a Alberto el cual la abrazaba con delicadeza y se interponía entre ambos.

—Gritándole así no solucionarás nada —dijo persuasiva la enfermera—. Será mejor que nos calmemos y nos centremos en lo que tenemos que hacer.

Méndez asintió recuperando la compostura. Había perdido los estribos tras la elección de palabras de la monja.

—Será mejor que eche un vistazo abajo a ver cómo está la cosa dentro de la iglesia. —Acomodó su pelo crespo pasando sus manos por la cabeza y empezó a bajar con cautela las escaleras.

—¿Por qué ha reaccionado así? —Quiso saber el Padre.

—No lo sé, quizás la tensión del momento —intuyó Reina.

—Está loco, el haber pasado toda su vida encerrado en un sótano haciendo investigaciones no debe de ser nada fácil —dijo molesta Lucía.

Tal como había advertido el doctor, los zombis habían dejado libre la reja que él mismo había clausurado. Sin embargo, se encontraban en el interior de la iglesia arañando y golpeando las ventanas y puertas con el fin de salir y dirigirse hacia los sonidos provenientes de afuera. Su mente procesaba todo lo que veía y buscaba rápidas soluciones. No tardó en encontrar una estrategia para salir de allí.

Subió despacio los escalones que había descendido, procurando no hacer ruido. Sabía que la cautela era su mejor aliada, lo fue en el interior del Sector Nueve cuando el solo tuvo que lidiar con su desastrosa decisión. Al llegar, todos le miraron con ojos expectantes en búsqueda de alguna esperanza de salir de aquel lugar.

—Como dije anteriormente se han ido de la reja. —Una sonrisa pequeña se esbozó en el rostro de sus tres acompañantes—. Pero, tal como dije, siguen ahí. Están centrados ahora sobre la puerta de la iglesia e incluso algunos en las ventanas golpeándolas como dementes para salir hacia los disparos.

—Es peligroso salir entonces —musitó Alberto.

—Aunque no estuvieran ahí sería peligroso de igual forma —advirtió la enfermera.

La Madre Lucía movía sus labios de un lado a otro dando pequeñas mordidas en sus carrillos, estaba nerviosa, algo en su interior sabía que todo iría mal. Alberto, por su parte, alternaba la vista incrédulo entre el cadáver en el medio de la calle con el fusil y el Dr. Méndez. Miles de preguntas acosaban su mente, ¿verdaderamente sería capaz aquel hombre de manejar un arma? De ser así, ¿qué tan peligroso podía ser una persona como él con un fusil en mano?

Le había visto dejar fuera a quien tocó con desesperación la puerta de su iglesia en busca de ayuda. Para Alberto una persona que no brinda ayuda a quien le necesita no es digna de confianza. ¿Qué pasaría si se encontrasen en una situación peligrosa y alguno de ellos dependiera de aquel hombre? ¿Este les ayudaría o simplemente les cerraría la puerta en la cara para protegerse a sí mismo?

—Tengo un plan —dijo Méndez haciendo que la línea de pensamientos del Padre Alberto se interrumpiera—. Tenemos que ser sumamente silenciosos, bajaremos las escaleras sin hacer ruido, yo iré primero y retiraré la cadena, saldremos sin hacer ruido por la puerta de atrás del altar.

—Eso está lleno de esas cosas —advirtió la monja.

—No lo creo, tal como dije, están distraídos con los disparos—. Méndez llevó su dedo índice a su oído y le hizo una señal para que prestara atención, aún sonaban disparos en la calle, eran menos, pero aún estaban presentes—. Mientras no hagamos ruido no tendremos su atención.

—Está bien —dijo Reina—. ¿Una vez que bajemos qué haremos?

—Iremos a por el arma y buscaremos un lugar seguro donde podamos tener alimentos y agua, no sabemos qué tiempo va a durar esta situación.

—Tiene sentido —dijo Lucía—. Tarde o temprano teníamos que salir de aquí, en busca de esos recursos.

Méndez asintió y comenzó a bajar nuevamente los peldaños de la escalera, Reina le secundó. Trataban de hacer el menor ruido posible. Alberto y Lucía se quedaron unos instantes atrás.

—No confío en él —susurró Alberto.

—Tampoco yo. —La monja chasqueó la lengua y negó con la cabeza, levantó su túnica café que casi rozaba el suelo para que se le facilitara el andar y comenzó a descender—. Sin embargo, no nos queda de otra susurró.

Méndez abrió el candado y retiró la cadena con sumo cuidado. La sopesó en sus manos y se enrolló un extremo de la misma en la mano derecha. Abrió la reja sin que esta hiciera gota de ruido. Sus ojos estaban fijos en los zombis más cercanos. Estaba consciente de que, si solo uno de ellos se percataba de que estaban ahí, todo su plan se vendría abajo.

Avanzó hacia la puerta que había dicho, le secundaron Reina, Lucía y Alberto por ese orden. Pasaron inadvertidos, su plan estaba funcionado. Entraron apresuradamente a la casa parroquial. Se sorprendieron al ver la puerta derribada. Los recuerdos de los momentos de terror que vivió Lucía allá dentro la abrazaron con fuerza. Allí vio caer a sus compañeras, allí casi es mordida por uno de esos seres, allí había mirado por primera vez los ojos de la muerte. Una lágrima escapó de sus ojos mientras recorría el lugar siguiendo al resto en busca de la salida.

Un ataque de tos repentino proveniente del Padre quebrantó el silencio inmaculado en el que se encontraban. Acto seguido se dejó escuchar el alarido de los muertos seguido de un sinfín de pasos enloquecidos que, sin duda, avanzaban hacia ellos.

—Mierda —susurró Méndez—. ¡Para hombre, para ya! —Le ordenó, su voz denotaba la verdadera molestia que sentía ante la quintosa tos del cura—. Los vas a atraer.

Ambas mujeres le miraron con cara de pocos amigos. Alberto, por su parte, estaba casi ahogado, se había atorado con su propia saliva, estaba boqueando por oxígeno mientras la tos salía a intervalos como mecanismo de defensa ante la entrada de agua a sus vías respiratorias.

—¿No ves que está atorado? —Le espetó Lucía.

—Los está atrayendo. —Méndez apretó la cadena en sus manos, esperaba la aparición de los seres de su creación fallida en cualquier momento.

Los muertos irrumpieron en el local con su alarido característico. El miedo se infundió en las almas de los presentes una vez más. Alberto se recompuso de inmediato, se olvidó por completo de la tos, la amenaza que tenía en frente era mayor. Los zombis se lanzaron a la carrera hacia ellos.

Sucedieron varias cosas al mismo tiempo, por una parte, Reina salió corriendo desesperada mientras uno de los muertos le perseguía. A su vez Lucía y Alberto luchaban cada uno contra un zombi. Lucía, por su parte, intentaba mantenerlo a raya con una silla, le empujaba mientras él arremetía con todas sus fuerzas para acabar con su existencia.

Alberto la estaba pasando mal, estaba luchando cuerpo a cuerpo contra el zombi. Este lo tenía atrabancado contra la pared, daba dentelladas que se cerraban a escasos centímetros de su cara. El cura lo único que podía hacer era ver que donde debería estar la ceja del muerto no había más que hueso y piel desgarrada mientras lo aguantaba por los hombros para contenerlo.

Los brazos le empezaban a fallar y el secuaz de Macrófago vitae ganaba terreno. Tuvo que pasar sus manos rápidamente al cuello del zombi, esto le hizo, en parte, controlar la cabeza del mismo. El contacto con la piel fría del muerto hizo que el estómago se le revolviera. Estaba flaqueando, se sentía débil. No sabía por cuanto tiempo lograría sobreponerse a eso, pero estaba seguro de que no sería por mucho.

Lucía desesperada por la situación a la que se estaba enfrentando, sumado a que vio cómo su Pastor estaba siendo reducido por aquel ser espeluznante y que empezaban a entrar más muertos por el acceso de la casa parroquial a la iglesia, tuvo que salir corriendo. Dejó a Alberto abandonado a su suerte, el instinto de autopreservación pudo más que ella y la llevó a correr tras darle un último empujón al zombi que le atacaba. Sabía que si los que acababan de entrar llegaban a ella no tendría oportunidad de salir con vida de aquel lugar.

A penas salió por la puerta de salida de la casa parroquial sintió un fuerte golpe en su cara. El golpe la tumbó en sentido contrario a su trayectoria. En su rostro estalló un dolor indescriptible, su párpado izquierdo al momento se hinchó y se enmoreció, de él salió un hilo de sangre. El tabique, del golpe recibido, se hundió dejando una sensación de vacío en el rostro. El labio inferior también fue participe del golpe recibido y de él, brotó la sangre a por botones. Lucía cayó retorcida de dolor, nunca antes había sentido algo igual.

—Madre, sé que va a odiarme por esto, pero tenía que crear una distracción si quería salir con vida de esta —dijo Méndez acomodando la cadena en su mano que, tras usarla como un látigo, se le había aflojado, luego salió corriendo tras Reina.

El Padre Alberto vio como los zombis se lanzaron encima de Lucía y empezaron a desgarrarle la piel mordida a mordida. Sus gritos se entremezclaron con los de él. Sus manos cedieron y el zombi que tenía encima le mordió irremediablemente el cuello sentenciándolo a una muerte lenta y dolorosa.

Reina corría sin mirar atrás, estaba siendo perseguida por Méndez que, tras asestarle el golpe con la cadena en el rostro a Lucía, se escapaba una vez más de los muertos. Ambos corrían sigilosamente tratando de no hacer ruido. Tenían claro lo que tenían que hacer, llegar al fusil era su principal objetivo.

Doblaron por una cuadra que los llevaría directamente a la posición del soldado caído con el arma. Tuvieron que parar bruscamente para no ser detectado por una masa de zombis que se encontraban atestados contra la casa envuelta en llamas, como si el fuego los atrajese.

—Ven, por aquí —susurró el doctor adentrándose en una de las casa que se encontraba abierta y tirando de la mano de la enfermera.

Una vez dentro cerraron la puerta y se cercioraron de que todo estuviera en orden, que no hubiera ningún muerto allí dentro. Registrar la casa les costó menos tiempo del que pensaron, la vivienda era pequeña y la tarea resultó extremadamente sencilla. La misma, solo contaba de una sala con pocos muebles adentro, de la cual, se accedía a una cocina en cuya meseta había preparado un desayuno a medio comer.

Un vaso de yogurt estaba derramado sobre la superficie de la maceta formando un charco que se llenaba de pequeñas hormigas en los bordes. Un trozo de pan mordisqueado también estaba siendo asaltado por estos insectos. La cocina daba paso al único cuarto de la vivienda. La puerta de este estaba rota, sin duda, era una huella de que allí también los muertos habían hecho de las suyas. En el interior la sangre abundaba, todo estaba manchado en ella; sin embargo, no había ningún zombi dentro.

—¿Dónde están el Padre y la Monja? —Quiso saber Reina que por haber salido corriendo de primera no logró ver lo sucedido.

—Habla bajo. —Le espetó en susurros Méndez—. No queremos que se den cuenta de que estamos aquí dijo mientras cogía el pan en la mano, al tiempo que le sacudía las hormigas para luego darle un bocado.

—Vale —susurró—. ¿Dónde están los demás? —Repitió la pregunta con un tono de voz mucho más bajo, pero cargado de ira—. ¿Qué haces? Deja eso ahí.

—Tengo hambre —informó mientras miraba hacia ambos lados como buscando a alguien—. No creo que alguien venga a reclamarlo. —Se encogió de hombros y proporcionó una nueva mordida al pan, Reina frunció el ceño y se le posicionó delante.

—No evadas la pregunta. —La enfermera elevó su tono de voz.

—Habla bajo, nos van a detectar si sigues gritando. —Le dio una nueva mordida al pan, masticó par de veces y tragó—. No sé dónde están —dijo al fin, sus palabras salieron tan sinceras que por un momento hasta él creyó estar diciendo la verdad—. Escuché gritos y golpes detrás de mí, pero al igual que usted, seguí corriendo.

Se hizo un silencio en la habitación donde estaban, sus miradas se cruzaban fijamente mientras la tensión en el ambiente crecía. Reina recordaba muy bien las palabras del Padre Alberto y de la Madre Lucía en el campanario justo antes de bajar las escaleras y adentrarse en aquella arriesgada aventura. Una voz dentro de ella le decía que aquel hombre era una amenaza para todo el que se le acercara.

—Todo salió mal —dijo en susurros maldiciendo el haber salido de su escondite, llevó ambas manos a su cabeza en un vano intento por acomodar su cabello—. Lo único que conseguimos fue que ellos murieran. —Una lágrima resbaló por sus mejillas.

—Todo salió como tenía que salir —dijo Méndez tras acabarse el pan.

—Ni siquiera conseguimos acercarnos al arma —expresó frustrada, se agachó en un rincón con la cabeza metida entre los muslos mientras sus brazos abrazaban sus piernas, estaba rota en llanto—. ¿Qué haremos ahora?

Méndez la miraba con indiferencia, sabía que en ese estado ella no le sería de mucha ayuda. Estaba entrando en pánico, estaba consciente que en ese estado podría hacer cualquier cosa, incluso atentar contra su vida, lo cual lo pondría también a él en serios problemas.

El doctor posicionó una de las sillas del local junto delante de ella y se sentó. Le alzó la cabeza tomándola delicadamente entre sus manos. Le volvió a mirar fijo a los ojos buscando la serenidad que le había caracterizado hasta el momento; en cambio, lo único que encontró fue un vacío imposible de explicar.

—Como había dicho en la iglesia... —Reina le miró confundida, como si le costase trabajo entender lo que decía Méndez—. Tengo un plan. —Le dedicó una pequeña sonrisa a la mujer frente de él, los ojos de ella se abrieron tanto como pudieron, al saber que aún tenía una mínima esperanza.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro