Capítulo 3: Despertar de la Muerte

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A unos dos kilómetros de donde había acontecido el accidente, se encuentra un pueblo llamado El Guatao. Se trata de un pequeño pueblo de campo ubicado en la periferia de la capital cubana. Por lo general es una localidad bastante tranquila, en donde nunca sucede nada relevante y todos sus habitantes se conocen. Aunque antaño se ganó la fama de ser un barrio bastante intranquilo, reconocido por sus fiestas conflictivas de donde derivó la popular frase cubana: "Terminó como la fiesta del Guatao". La cual hace alusión a los disímiles pleitos que tenían lugar en ellas y que por lo general terminaban en broncas tumultuarias. Pero en estos tiempos el poblado ya no es lo que solía ser otrora. En los últimos años, en él, se respira la tranquilidad.

El lugar en sí es bastante pequeño. Consta de una carretera principal, la Calle cuarenta y cuatro, por donde transitan los autos y sirve de enlace a otros pueblos, como el de Punta Brava, al Norte de su ubicación, a la cual se enlaza la Carretera Hacia el Guatao, lugar por el cual corren desesperadamente los sobrevivientes del accidente.

Mientras que al Sur se llega al poblado de Estrella Roja mediante la Carretera del Guatao propiamente dicha. La avenida principal, solo tiene dos calles paralelas a ella, las cuales son cortadas por cinco intersecciones pequeñas que conforman el pueblo.
En el Norte del pueblo, a una cuadra de distancia de la entrada, se encuentra ubicada la iglesia del Guatao. Se trata de una edificación antigua con grandes ventanales y puerta grande de cedro. Además de la entrada principal, posee una salida que comunica a la casa del Padre Alberto. El acceso es mediante una puerta pequeña que está ubicada justo detrás del altar donde el pastor se posiciona para dar la misa cada Domingo.

El templo religioso es de los más pequeños del país; sin embargo, posee un campanario que resuena cada día religiosamente al mediodía. La fachada está algo deteriorada por los azotes de la naturaleza con el devenir de los años. Nada que ver con el interior que sí está bien cuidado, las paredes totalmente pintadas, las estatuillas de los santos bien arregladas y restauradas, los pasillos poseen adornos florales que le dan vida al lugar. Sin duda, el Padre Alberto junto a las tres monjas que moran en la institución religiosa del pueblo, habían hecho un gran trabajo en el local.

El Pastor siempre se levantaba temprano y luego de dar las gracias a su Dios por permitirle vivir un día más para continuar con la misión que le habían encomendado en la vida, abría las puertas de la iglesia metódicamente apenas empezaban a asomarse los primeros rayos del Sol. Decía que a pesar de que la misa no empezaba hasta las 8:30 am, la casa de Dios siempre tenía que estar abierta a sus ovejas.

Por tanto, mientras los sobrevivientes del accidente avanzaban hacia el pueblo perseguidos por una horda de muertos vivientes, el Padre realizaba la apertura de la iglesia y se arrodillaba tranquilamente en los primeros asientos a orar.

Justo a una cuadra detrás de la iglesia se encuentra un pequeño cementerio. Lugar donde descansaban los ancestros de los moradores del pueblo e incluso de los pueblos aledaños, pues son tan pequeños que el Guatao centraliza ese tipo de servicios por ser el único que posee un cementerio.

Dos esquinas más al sur, se encuentra uno de los centros recreativos más importante de los alrededores, un bar llamado El Lazo de Oro. En él, había cinco personas recogiendo los desastres del día anterior. Estaban cansados de haber pasado la noche entera trabajando, pero tenían que limpiar, formaba parte del contrato de trabajo por el cual le pagaban una suma decorativa. El centro nocturno era uno de los más acogedores de los vecindarios. Cada noche asistían personas de los pueblos aledaños a pasar el rato y divertirse. Era la elección de la mayoría a pesar de no ser el único lugar para pasarla bien en los alrededores.

La puerta de entrada era una doble hojas de cristal esmerilado en la mitad inferior, la cual daba a un pequeño recibidor donde había un letrero que anunciaba el nombre del local en luces de neón amarillas dejándose ver desde la calle. Otra puerta a la izquierda, preparada para que el sonido no saliera del interior, daba paso a un salón espacioso donde varias mesas dispersas y una barra con varias butacas junto a ella, dan un confort único al lugar.

Tras la barra una vidriera empotrada a la pared cargaba cientos de botellas que, además de adornar el lugar, eran empleadas para preparar los tragos del menú. Al fondo del local una pequeña tarima con un solo micrófono y varias luces había sido por meses el escenario preferido de los artistas locales. A cada lado de esta, se encuentran dos puertas, la ubicada a la izquierda era la entrada del baño y la otra daba a unas escaleras que ascendían al piso superior donde se encontraba el almacén del local junto a la cocina.

En el bar se encontraban Verónica y Pedro, los cuales estaban realizando cuentas y contando la recaudación de la anterior noche, para cuando llegara el propietario del lugar que todo fluyera rápido y poder ir a descansar lo antes posible. Llevaban puesto el uniforme pertinente del local, unos pantalones negros y unos pullovers de rayas blancas y azules. Ella era la cajera y él, se desempeñaba como bar tender, pero por los años que llevaba trabajando allí y por la confianza que su jefe tenía en él, era quien siempre ayudaba a contar el efectivo.

Por otra parte, poniendo el orden al reguero del salón, se encontraban Sofía, Alicia y Dairon. Mientras las delgadas jóvenes limpiaban, él era el encargado de cargar los cubos de agua y levantar los pesados asientos de madera para que a ellas les resultara más fácil la limpieza. Las dos jóvenes trabajaban como camareras en ese turno y se desempeñaban con soltura en su labor.

Dairon, por su parte, era el más veterano de todos los presentes, sus huesos cargaban ya unos cuarenta años; sin embargo, su blanca y cuidada piel no delataba su edad y en ocasiones podía pasar como una persona mucho más joven. Era un hombre alto y robusto, por lo que no le costó ningún trabajo conseguir el puesto de seguridad cuando se postuló.

Las casas del vecindario eran por lo general bastante amplias, algunas más que otras, pero en la gran mayoría contaban con amplios jardines, dándole una bella vista a la comunidad. La mayor actividad del pueblo se focalizaba, sin duda, en la avenida principal. Las calles colaterales eran muy poco transitadas incluso por sus habitantes.

Frente al bar, se encontraba una pequeña bodega en donde los inquilinos del pueblo recibían los productos que el Estado Cubano les hacía llegar todos los meses por la libreta de abastecimiento. Esta era un área bastante reducida, apenas una pequeña habitación de cuatro por cuatro donde además de servir de local para almacenar los productos, tenía un muro de apenas un metro de altura que servía como mostrador. El mismo estaba ubicado en la entrada, separado de la puerta por tan solo un metro y medio. La puerta del local, era de metal y se cerraba de arriba hacia abajo, fijándose con un candado en el suelo para que no pudiera abrirse.

El bodeguero, un hombre de sesenta años llamado Roberto, el día de hoy se había levantado más temprano que nunca y estaba abriendo la misma. Pues, además de estar esperando mercancía, debía entregar un inventario con lo que poseía para terminar el mes.

Casi al salir del pueblo estaba ubicada una escuela primaria no muy grande. Esta centralizaba los escolares de los pueblos más cercanos. Por la hora, solo habían llegado al recinto por la parte del personal que allí trabajaba la directora y dos profesores. Eran pocos los alumnos que habían llegado, estos, correteaban por el patio esperando a que sonara el timbre para ir a formar y empezar el matutino, luego del cual un tedioso día de estudios comenzaría; sin embargo, hoy no tendría lugar.

El Guatao recién comenzaba a despertar en lo que prometía ser un caluroso día tras una larga noche. En sus calles se podía apreciar, pese a lo temprano que era, varias personas. Algunos en búsqueda del pan para el desayuno, otros simplemente asomándose al portal de su vivienda con una taza de café para recibir los primeros rayos solares y despojar todo rastro de sueño. En cambio, había quienes aún dormían plácidamente, ajenos a todo lo que acontecía a kilómetros de ellos.

El Padre Alberto sintió alboroto en la calle lo cual le interrumpió sus oraciones. Extrañado, se paró de su posición y avanzó dubitativo hacia la entrada, no sin antes subir el hincadero. Al llegar a la puerta recibió un fuerte golpe que le hizo perder el equilibrio, dio varios pasos apresurados hacia atrás y cayó de espalda con un hombre encima.
—¡Quítese viejo! —Exclamó Méndez levantándose tan rápido como pudo.

Sin perder tiempo, movilizó una de las puertas lográndola cerrar. Mover una hoja de madera maciza y de casi tres metros de altura fue más difícil de lo que imaginó. Se dispuso a cerrar la otra parte de la puerta cuando entraron, a la carrera, Alejandro y María junto al pequeño Yerandy.

En la maratón hacia el pueblo, Alejandro corrió como nunca, María era casi arrastrada por las fuertes manos de aquel hombre. Poco a poco, había logrado pasarle a cada uno de los corredores, él tenía algo que ellos no, su condición física excepcional le daba la ventaja.

Tras ellos iba Reina, había perdido su bolso en algún lugar del camino. Se le había caído y al intentar recogerlo, vio lo cerca que estaban aquellos horrendos seres y echó a correr dejando sus pertenencias en el medio de la calle.

Roger seguía de cerca a la enfermera, a pesar de su condición física había logrado mantener un buen ritmo. Detrás de este, venía corriendo Marcos, se encontraba muy agitado, el esfuerzo realizado y la distancia recorrida habían sido en demasía para el joven asmático. Tras de él, venía Julio y como hombre más retrasado se encontraba Tomás, el dolor en su costado le comenzaba a pasar factura y hacía que perdiera velocidad a cada paso que daba.
—No cierres, los demás vienen cerca —dijo jadeando Alejandro, el esfuerzo de correr con él en brazos había sido mucho incluso para él.

EL joven dejó al pequeño al lado de su madre, esta le abrazaba con fuerzas. Las lágrimas amenazaban con salir, estuvo cerca de la muerte y el pensar que pudo haber abandonado a su hijo a merced de aquellas aberraciones, le helaba la sangre.

—No voy a arriesgar —dijo secamente intentando movilizar la hoja que le faltaba.

—Pero los que faltan morirán si los dejamos fuera —expresó azorada María.

—No hay peros que valgan, no quiero morir.

—Pero condenarás a los otros —insistió la Alejandro.

—¡Qué se jodan coño! —gritó Méndez mientras gastaba las pocas energías que le quedaban en cerrar la puerta, la misma, estaba más pesada que la anterior.

—Pero, ¿qué hacen, de qué hablan? —El Padre se levantaba confundido—. ¡La casa de Dios no se puede cerrar!
—Hizo el intento de abrir la parte de la puerta que estaba cerrada, pero Alejando se interpuso en su camino cortándole el paso.

—Padre, es necesario… Créame. —Las palabras del joven solo hicieron que el Padre Alberto quedará más confundido aún.

—¡No, no pueden hacer eso! ¡No tienen derecho! —Intentó bordear al joven musculoso que tenía enfrente.

Alejandro le sujetó por los hombros y lo retuvo sin esfuerzos, el sacerdote era, por mucho, más delgado. La vida que llevaba, llena de estudios y lecturas de las palabras del Señor, le imposibilitaron tener un físico cuidado.

—No me obligue a retenerlo por la fuerza.

Se miraron a los ojos, los del sacerdote demostraban confusión, miedo, pero, sobre todo, una gran impotencia ante no poder hacer nada contra aquellas personas que acababan de interrumpir su paz espiritual.

Reina entró en el último instante. Luego de ella, Méndez logró cerrar la puerta. Se encontraba totalmente sofocada, en su vida había tenido que correr tanto y a un ritmo tan exigente. Se sentó en uno de los bancos de la última fila y se recostó un instante para retomar las fuerzas.

Mientras tanto, entre Méndez y Alejandro, aseguraban la puerta con los pestillos que esta tenía. Se llevaron un buen susto todos adentro cuando la puerta fue sacudida por unos golpes intermitentes que resonaron en el local.
—¡Abran! ¡Cojone abran que nos cogen! —Roger tocó la puerta fuertemente y trató de abrirla.

Los del interior aguardaron tranquilos, los golpes de la puerta continuaron por unos segundos más. Se escucharon par de disparos a lo lejos y los golpes cesaron para luego sentir una nueva oleada de golpes. Esta vez, más furiosos y acompañados de alaridos inhumanos. La iglesia estaba comenzando a ser rodeada por los muertos.

—Tenemos que cerrar las ventanas —dijo Méndez mientras entraba en acción acompañado de Alejandro.

—¿Qué sucede allá afuera? —preguntó confundido el Padre Alberto, en su voz se comenzaba a notar el miedo.

—Allá afuera… —Reina hizo una pausa para buscar las palabras adecuadas—. Allá afuera solo hay muerte Padre.

El Padre Alberto, tras escuchar las palabras de la enfermera, dudó un segundo entre volver a abrir la puerta o dejarla cerrada. Por una parte, la idea de cerrar la casa de Dios a quienes lo necesitaban no le hacía mucha gracia. Por otro lado, si lo recién escuchado era verdad y estaban realmente en peligro, quería mantenerse a salvo, tanto a él, como a las tres monjas que estaban aún en la casa parroquial. Al mismo tiempo, estaba consciente de que, si intentaba abrir la iglesia nuevamente, aquellos dos hombres usarían la violencia contra él y eso era algo que no deseaba.

Roger había tocado la puerta de la iglesia desesperadamente, pero los que habían logrado entrar antes de él, la habían cerrado y no pretendían abrirla. Escuchó unos disparos a sus espaldas que le helaron la sangre. Miró hacia atrás y observó como uno de aquellos horrendos seres caía al suelo para no volver a levantarse jamás.

Desistió de la idea de entrar a la iglesia tras varios golpes a la puerta. Siguió corriendo por la calle, en búsqueda de dónde esconderse. Observo que el joven militar le pasó por el lado sin ni siquiera hacer el intento por entrar a la iglesia. Corrió como loco detrás del militar, tras ellos iban a la carrera Julio y más rezagado aún Tomás, los muertos les perseguían a unos escasos cincuenta metros.

Marcos, entre jadeos, vio el bar Lazo de Oro y enfrente de este, una bodega que recién comenzaba a abrir Roberto el bodeguero. Dudó un instante, pero tomó una decisión importante para él. Apresuró el paso y se deslizó por el lado de Roberto, pasando por debajo de la puerta para entrar al local. El bodeguero se dio un susto como nunca, quedó atónito por lo que acababa de suceder, en sus manos sostenía el portón metálico a nivel de la cintura.

—Si vas a entrar, acaba de hacerlo, pero cierra la maldita puerta —expresó Marcos con voz entrecortada y apuntando con la pistola hacia afuera, su pecho subía y bajaba rápidamente. Roberto le miró confundido.

Miró un instante hacia atrás y vio que se acercaban corriendo tres personas y detrás de ellos una multitud, que sin duda eran humanos, pero tenían serias heridas en todo el cuerpo. Le dio tiempo a observar como a uno de los primeros le faltaba un brazo y, sin embargo, actuaba como si no le importara. Otro, en cambio, la única herida que parecía tener, al menos desde el frente, era en su rostro, le faltaba el labio inferior en su totalidad dejando ver toda la dentadura.

Roberto sintió como un escalofrío le recorrió cada centímetro de su cuerpo. En su vida había sentido tanto miedo, quedó paralizado al ver aquellas escenas de horror.

—O entras o te pego un tiro para que sueltes la maldita puerta —dijo Marcos entrando en estado de cólera al ver a los muertos cada vez más cerca.

Roberto entró y cerró la puerta tras de sí. Su mente era una tormenta de preguntas. Estaba paralizado en el lugar y todo su cuerpo temblaba visiblemente. Cuando llegó Roger a la puerta, intentó abrirla para pasar. Marcos reaccionó disparando contra el suelo, la explosión retumbó en el local dejándolos por unos segundos sordos. La bala impactó en el suelo entre los pies del chofer de la guagua haciendo que este volviera a soltar la puerta.

—Fue una advertencia, si la intentas abrir de nuevo dispararé más arriba —gritó Marcos.

Roger quedó confuso por lo que acababa de ocurrir. Aquel muchacho le había disparado sin ni siquiera pensárselo dos veces. Entró en pánico, su respiración comenzó a ser pesada y su pecho subía y bajaba a toda prisa. Consideraba que era un buen refugio y ahora se lo había arrebatado de las manos ante sus ojos.

—Pero, ¿qué has hecho? —preguntó tembloroso Roberto, estaba totalmente asustado. Déjalo entrar.

—Si abrimos la puerta esos zombis sabrán que estamos aquí y harán hasta lo imposible por entrar.

—¿De qué hablas? ¿Zombis? inquirió confundido.

—Sí, zombis, eso que viste que viene allá atrás son zombis, putos zombis que quieren devorarnos en vida. He visto con mis propios ojos como se comen a las personas y créame, no quisieras ser comida de ellos.

Roberto se llevó ambas manos a la cabeza, toda aquella información era demasiado para asimilar así de golpe y a la primera. Si no fuera porque lo acababa de presenciar con sus propios ojos, no le creería.

Roger estaba acurrucado ante la puerta cerrada de la bodega, solo veía avanzar a los muertos hacia él. Observó como Tomás pasó por su lado corriendo sin dedicarle una mirada. Pudo ver como la horda de zombis arremetió contra un hombre del pueblo que salía de su casa tratando de averiguar por qué había tanto alboroto en la calle a tan temprana hora. Cayó confundido con varios zombis encima que le desgarraron la piel despojándolo de toda vida. Otra señora al ver lo que sucedía echó a correr, pero tropezó con sus propios pies y los muertos le dieron alcance. Para entonces la situación en la calle era un caos, los zombis estaban cada vez más cerca y él solo podía mirar, su cuerpo no reaccionaba.

Julio le cogió por un brazo y lo intentó levantar. Sabía que no contaban con mucho tiempo. Roger, por su parte, le miró confundido y a la misma vez sorprendido de que fuera precisamente él, aquel borracho con el que discutía casi a diario, el que le intentara salvar la vida. Podía esperar el gesto de cualquiera, incluso de alguien del pueblo que no conociera, de todos, menos de él.

—¡Vamos, mueve es culo gordo que no tenemos tiempo!

Roger logró reaccionar a tiempo, ya casi los zombis se le habían echado encima. Salieron corriendo los dos hacia el bar Lazo de Oro que les quedaba en la acera de enfrente. Los muertos se abalanzaron contra la puerta metálica de la bodega provocando un estruendo parecido al de un trueno que hizo que los dos inquilinos de adentro gritaran. Sin querer habían delatado su posición y parte de los muertos se quedaron golpeando la puerta con el objetivo de alcanzar a sus presas, los otros siguieron a Roger y Julio hacia el bar

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