Unidad Militar

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Recién se ocultaba el sol y la noche ganaba ímpetu con una luna llena que se encontraba más brillante que nunca. Hacía ya varios meses que no se presenciaba el satélite natural de la Tierra tan grande y brilloso como el que hoy, deslumbraba los edificios y calles de La Habana. Daba la sensación de una bola de discoteca. Se podría decir que tenía luz propia. En el firmamento, no figuraba ni una sola nube, por lo que una alta gama de estrellas adornaba el cielo dejando un paisaje digno de admiración, propio del campo donde las luces de las ciudades no interfieren. Una verdadera obra de arte diría José, un joven de unos dieciocho años que se encontraba pasando el Servicio Militar Obligatorio, en una unidad militar en las afueras de la Habana, cerca de un pequeño pueblo llamado El Guatao en el municipio La Lisa.

Dicha unidad se encontraba aislada de la sociedad, solo una larga carretera de tres kilómetros y en pésimas condiciones estructurales la conectaban con el pueblo. Era un área de aproximadamente mil quinientos metros cuadrados, en sus alrededores había una llanura donde, en el día, el ganado vacuno abundaba. Dentro de la unidad, hacia el Este, se encuentra el albergue donde duermen los reclutas y los oficiales que no les tocase guardia ni estuviesen de pase; cerca de este, varios metros al Sur, está ubicada la enfermería, la cual ahora permanece cerrada por el horario, aunque dentro de ella se encuentra un enfermero de guardia.

Llegando casi a los confines del Sur de la unidad, se encuentra un garaje donde se estacionan los autos propios del lugar, en su mayoría son Jeeps. En frente de este, se halla ubicado una plazoleta donde se realizan todos los eventos políticos y matutinos cada día religiosamente, un área lo suficientemente grande para acoger, con espacio de sobra, a todos los militares del lugar.

Al Oeste de la plazoleta encontramos el área de la cocina, la cual consta de dos secciones, una nave bastante amplia para el comedor y otra un poco más pequeña para la cocina propiamente dicha. En estos momentos la actividad en ella es mínima, sólo los encargados de preparar el desayuno del día siguiente se encuentran en ella. Varias calles al Norte, desde la cocina, se encuentra la gaceta donde se encuentra José en estos momentos, lugar donde comienza el Sector Nueve.

Justo en el centro de la unidad militar, nace una edificación de dos plantas donde se sitúan la mayoría de las oficinas directivas del recinto. Es el área más transitada de todas durante el día, se podría decir que cada persona pasa por sus alrededores en más de tres ocasiones al día, ya sea por una causa u otra.

José ya había cumplido gran parte de su estancia en el Servicio Militar y, como ya era costumbre, se encontraba de guardia. Una larga y aburrida jornada le esperaba. Prefería los turnos de posta interna como el que hacía hoy, aunque se aburriera un mundo los prefería a tener que estar de pie toda la noche dando vueltas por ahí. Al menos en ese lugar podía sentarse.

Por lo general no tenía que hacer más que vigilar una puerta por la cual no se acercaba casi nadie en la noche. Le habían designado el Sector Nueve, un área donde la entrada era muy limitada, sólo un grupo muy reducido de personas tenían acceso al mismo y cuando lo hacían, por lo general era de día. Aunque hoy había visto mucho flujo de personas entrando y saliendo. Sin duda, más de lo habitual.

Le resultó algo inusual, pero no le preocupaba de nada, al menos así no se quedaba dormido en su turno. Sólo le faltaban días para recoger su baja y largarse de una vez y por todas de aquel infierno de vida militar. No podía arriesgarse a que, por quedarse dormido en su turno de guardia, le extendieran el plazo de su baja como castigo.

No tenía ni la más mínima idea de lo que pudiera haber detrás de la puerta metálica que custodiaba. Sólo conocía que detrás de ella, unas escaleras descendían para dar paso a una especie de sótano, donde se desenlazaba el Sector Nueve. Mucho menos podía imaginar lo que estaba sucediendo justo debajo de él en el día de hoy. De haberlo sabido hubiera salido corriendo de su puesto sin importar las consecuencias.

Del lugar no se hablaba mucho, se podría decir que estaba prohibida su mención de cierta manera. Por lo poco que había visto en sus meses de guardia conocía que, además del teniente de la unidad, las personas que tenían acceso vestían largas batas sanitarias y muchos ya peinaban canas.

Le gustaba fantasear con que la puerta que tanto le mandaban a custodiar era la entrada a un laboratorio secreto, de donde algún día saldría la cura para el cáncer, el VIH-SIDA o algo similar. Incluso en ocasiones se decía a sí mismo que esa zona era como el Área 51 en los Estados Unidos, pero que los ¨comunistas¨, como él les decía a los militares de su país, eran mucho más inteligentes y no iban especulando sobre sus avances científicos; sino, ¿por qué tener tanto sigilo con un simple sótano?

Pasaba horas meditando en las noches, ¿qué más podía hacer? Al fin y al cabo, estaba atado al lugar. No podía moverse de esa pequeña cabina de dos por dos, donde sólo tenía una endeble mesa de madera, sobre la que descansaba una libreta trabajosamente acomodada en el borde, en la cual, se apuntaban a cada uno de los que tenían acceso al lugar cada vez que entraran o salieran, sin importar cuántas veces en el día fuesen. Un ordenador antiguo, que lo único que proyectaba eran las imágenes captadas por la cámara de vigilancia que, para variar, apuntaba a la solitaria puerta de hierro. Una silla escolar, verdaderamente incómoda para que pudiera sentarse y un interruptor que solo servía para abrir la puerta del Sector Nueve.

En una ocasión intentó salir y dar una vuelta por los alrededores. No resultó muy bien, terminó sin pase por casi dos meses y limpiando los establos, desde que salía el sol, hasta que se ocultaba por el Oeste. Dos cosas le habían quedado sumamente claras, la primera era que no lo volvería hacer, no volvería a ¨violar¨ en una guardia, como le llamaban ellos y la segunda que las vacas cagaban como diablo, no entendía de dónde sacaban tantas heces en tan solo una noche, quizás por el hecho de estar siempre masticando, se decía a sí mismo.

Pasaba ya la medianoche, notaba el ambiente algo tenso, cuestión que, de cierta forma, lo incomodaba. En más de una ocasión había entrado y salido el teniente coronel Adolfo, un hombre que de tan sólo mirarlo inspiraba, más que respeto, miedo; pues se decía que imponía los más severos castigos a los reclutas como él.

José por su parte trataba de pasar desapercibido, aunque a veces no fuese tan sencillo. Afirmaba que mientras menos supieran sus superiores de su existencia, mucho mejor. Por tanto, mantenía un perfil bajo para no sobresaltar, pues a los que lo hacían, no les iba muy bien en aquel lugar.

Ahí iba de nuevo, el teniente por cuarta vez en lo que transcurría de noche, se acercaba a la puerta metálica y solicitaba el pase. Bien podía pasar sin necesidad de enseñar su solapín, pero si algo José había aprendido bien en ese puesto es que, no importaba la prisa que tuviera la persona, los protocolos son los protocolos y están hechos para ser cumplidos.

El teniente se posicionó justo al frente de la ventana de cristal y apoyó su identificación en la misma. José sacó el bolígrafo de su bolsillo y se apresuró a inscribirlo, una vez más, en el libro de pase. Notó como unas gruesas gotas de sudor recorrían la frente de su superior. Su cara, más que cansancio, denotaba preocupación. Su labio inferior temblaba tan finamente que era casi imperceptible, incluso pasó desapercibido para José, el cual se fijaba siempre en el más mínimo detalle de todo cuanto acontecía a su alrededor.

—Una noche algo agitada, ¿no? —Se atrevió a decir el recluta pese a todo pronóstico.

El teniente sólo le dedicó una mirada gélida de desagrado y se retiró con paso apresurado hacia la puerta que recién comenzaba a abrirse.

‹‹Maldito zoquete malhumorado›› pensó para sí mismo mas no dijo nada.

Se limitó a ver como desaparecía entre la oscuridad del interior del local y empezaba el descenso de las escaleras, mientras las puertas se cerraban por el interruptor que el teniente presionó dentro del lugar.

El sistema de acceso era algo complicado, desde afuera sólo podía abrirse; sin embargo, desde el interior, sí podía abrirse y cerrarse. José no entendía el punto de aquello, era un sistema algo absurdo a su parecer, pero le importaba un comino, sólo quería que los días pasasen rápido para salir de aquel infierno de unidad.

La noche como de costumbre prosiguió tranquila, para José estaba siendo, pese a todo, muy aburrida. Ni siquiera tenía en qué entretenerse en los momentos que estaba a solas.

Otro de los reclutas de guardia, un joven llamado Marcos, pasó por la garita de José. El joven había ingresado hacía poco menos de dos semanas. Su uniforme le quedaba holgado, pues no había tenido tiempo aún de arreglarlo, ya que perdió su primer pase por no saber tender su cama. Hoy en día, a dos semanas de haberse incorporado, tampoco sabe hacerlo, pero ha encontrado otros métodos para no destenderla: como no dormir en la cama de él, sino en otra de algún compañero de guardia o simplemente dormir con ella tendida y tratar de no moverse para destenderla lo menos posible. En los últimos días, optó por sujetar las sábanas a cada esquina con alfileres, eso sin duda era una buena estrategia, podía moverse cuanto quisiera que, si se aflojaban los alfileres, era cuestión de volverlos a apretar y listo, por lo que se sentía más que agradecido de que le compartieran semejante técnica. Lo que para algunos era una bobería, para él se había convertido en su salvación, en un salvoconducto a su próximo pase.

Marcos pasaba de recorrido, su guardia consistía en recorrer el perímetro varias veces en la noche, vigilando que todo estuviera en orden. Llevaba una linterna que dibujaba unos haces de luces perfectos que iluminaban todo cuanto tocaban. Las sombras de los objetos salían alargadas y distorsionadas en ocasiones al proyectarse en una pared. La luz de la linterna, iban de un lado a otro sin hacer énfasis en nada en especial, simplemente estaba haciendo lo que le tocaba por obligación.

Lo hacía con desdén puesto que, a él, no lo motivaba nada de aquel lugar, ni las reglas, ni los horarios, ni las guardias que tenía que hacer, ni la comida que ni siquiera se podía comparar a la que tanto estaba acostumbrado a comer en casa y mucho menos le gustaba estar lejos de su X-box, era lo que más añoraba de su casa. Como todos, extrañaba a la familia, pero era más importante para él su consola, esta le proporcionaba mucho placer, podía pasar horas sentado ante ella jugando sin sentir el tiempo pasar; sin embargo, el Servicio Militar Obligatorio, le había arrancado ese placer de su vida.

Se acercó curioso a la gaceta de José procurando no hacer ruido, sabía que le estaba prohibido acercarse al lugar, pero no le interesó. Estaba aburrido y hacer algo para cambiar su condición, era lo único que le llamaba la atención. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, tocó el cristal con ímpetu haciendo que José se sobresaltara, pues no había notado la presencia del joven.

—¿Tienes un cigarro? —preguntó casi en susurro, tratando de contener la risa del salto que había dado aquel muchacho.

José, extrañado por la presencia del recluta y aún con la sensación de sus latidos cardíacos en su garganta, sumado a su pecho bamboleante por el calor del momento, se llevó una mano al oído para indicarle que no le escuchaba en lo absoluto. Marcos hizo como si estuviera fumando y él comprendió de inmediato, al unísono negó con la cabeza, pues él, no fumaba, de hecho, detestaba a los fumadores, de sólo pensar en el aroma inconfundible del tabaco, le entraban náuseas.

—¿Qué más da? —Dejó escapar un bufido de reproche, ahogó su risa en una mueca, negó con la cabeza y continuó con su recorrido riendo en silencio.

Marcos no se había alejado ni cinco metros tan si quiera del lugar, cuando la puerta metálica comenzó a abrirse dejando salir, a un hombre de piel morena de unos cincuenta años que llevaba verdadera prisa. Se trataba del Dr. Méndez, uno de los científicos más prestigiosos del lugar, sin duda, era uno de los que más destacaba del grupo.

José siempre le veía rodeado de varios doctores más jóvenes que le trataban con mucho respeto. La impresión que causaba en José, era de una persona de carácter fuerte, seguro de sí mismo, pero lo que lograba ver en él, en la noche de hoy, pese a la poca claridad del lugar, era algo totalmente diferente. Su rostro desencajado denotaba preocupación, incluso José podría jurar, que hasta miedo.

Se apresuró hacia el ventanal de la gaceta y tocó con desmedida fuerza el cristal. Se encontraba agitado, tal pareciera que había acabado de correr una maratón. José se acercó algo impresionado. El doctor había dejado una mancha en el cristal de una sustancia viscosa que en la oscuridad de la noche se veía negruzca. Le impresionó a primera vista aguas albañales, pero no podía serlo, no se imaginaba al doctor sumergiendo sus manos en la fosa, por nada del mundo lo lograba conjeturar en tal situación y menos usando aún su bata blanca.

—¡¡¡Cierra la puerta!!! —gritaba el Dr. Méndez a todo pulmón mientras zarandeaba con fuerza una vez más el cristal—. ¡Cierra la maldita puerta de una vez soldado, es una orden! —Hizo énfasis en las palabras finales, en su rostro cruzaba la desesperación.

Marcos, que había sentido el bullicio iluminó la escena con su linterna y quedó petrificado al instante con lo que descubrió. De la puerta del Sector Nueve, que ya estaba abierta a su máxima capacidad, salía un hombre vestido con un uniforme verde olivo. Poseía una fea herida en el cuello que dejaba ver, a la luz de la linterna, cómo emanaba la sangre aún, la cual manchaba toda su ropa. Pese a esto y contra todas las leyes de la humanidad, se mantenía en pie.

«Tal vez por la adrenalina del momento» intuyó.

Marcos, con manos temblorosas hizo un barrido por el cuerpo del militar con el haz de luz. Descubrió que tenía la manga de su uniforme hecha jirones, tal como si un gato hubiese jugado a rasgar con sus garras la camisa, la cual se encontraba muy pegada a la piel por estar enchumbada en sangre. La escena horrorizó a Marcos de tal manera que sintió por un instante que no podía respirar.

—¿Qué mierda es eso? —susurró más para sí mismo que para que fuera escuchado por alguien.

El hombre de la herida en el cuello parecía excitado por los constantes golpes del Dr. Méndez. Abrió la boca de una forma casi inhumana dejando escapar un estertor que le heló la piel a Marcos. Al instante se lanzó a la carrera con movimientos torpes. Su andar era como el de una persona que lleva mucho tiempo en una misma posición y comienza a moverse de repente con todo el cuerpo entumecido.

Se avalanchó sobre el Dr. Méndez, pero este le recibió con un fuerte golpe en el centro del pecho que le hizo retroceder varios pasos; sin embargo, no cayó, en el último momento logró estabilizarse. Marcos miraba desconcertado.

—¡Cierra la puerta de una maldita vez! — Las palabras del doctor sonaban más a súplica que a una orden.

José no lograba atinar a nada, estaba petrificado en el lugar. Se encontraba tan centrado en lo que sucedía y ahora, que lograba ver con claridad gracias a la luz proveniente de la linterna de Marcos, se daba cuenta que la bata del Dr. Méndez estaba embarrada en un líquido rojo que, sin duda, era sangre. Él no parecía estar herido, pero ese hombre que lo atacaba con énfasis, sí que lo estaba. La fea herida en su cuello provocó en José arqueadas que no llegaron al vómito, nunca había visto algo similar.

Méndez trató de hacerle entender que era necesario cerrar la puerta, pero tenía sus propios problemas. El militar del cuello destrozado volvía a por él con más furia aún. Extendía los brazos hacia delante en un gesto tórpido de agarrarlo, sus manos como garras amenazaban con destrozar lo que encontraran. Sin duda, desgarrarían el pecho del doctor sin esfuerzo.

De la puerta salía ahora a la carrera una mujer joven, trastabilló en el último escalón y casi cae al suelo. José la conocía bien, no sabía su nombre, pero sí la había visto en más de una ocasión y se había fijado bien en ella. Era sin duda una de las mujeres más guapa que había visto en su corta vida y, aunque tardó par de segundos en reconocerla, no le quedaban dudas de que era ella.

Hasta hace par de horas atrás, había sido una joven apuesta, sus rizos dorados resaltaban con sus brillantes ojos azules y esa sonrisa que siempre le esbozaba cuando pasaba por el punto de control le revolvían las hormonas a José. Pero esta noche estaba irreconocible, su cabello estaba desaliñado y empegostado. Su cara, por sí sola, daba pavor, le faltaba un pedazo del labio superior dejando ver su dentadura, una baba negra le corría por el agujero de la cara y caía de forma continua sobre sus pechos.

Al verla, José no pudo aguantar más la revoltura de su estómago, le sobrevino un buche amargo que acabó expulsando en un pequeña explosión por su boca. Embarró todo cuanto alcanzó con el contenido de su estómago. Se recostó a la pared para tomar aliento.

No era todo, a la joven le faltaba el brazo derecho, el vestido que en la mañana llevaba por debajo de la bata, estaba rasgado y manchado de sangre en toda su extensión. Emitió un alarido incapaz de salir de la garganta de un humano. Se giró lentamente a la izquierda, en busca de la señal luminosa que la alumbraba dejando ver, a la perfección, las atrocidades de su cuerpo mutilado. Se lanzó a la carrera tras la luz que provenía de la linterna de Marcos.

Para Marcos, que aguardaba sólo a unos escasos cinco metros de donde estaban aconteciendo los hechos, ver aquella mujer salir en tal estado, fue más que suficiente para darse cuenta que tenía que poner tierra de por medio entre esas personas y él.

Así que, sin pensarlo dos veces, echó a correr en sentido contrario. Al principio, sintió que sus piernas pesaban una tonelada, moverlas estaba resultando una tarea sumamente difícil, pero poco a poco, fue recuperando la soltura en ellas. No se quedaría a esperar a que aquella joven le alcanzara, estaba bastante cerca y eso le ponía los pelos de punta.

No tenía ni la más mínima idea de lo que estaba sucediendo, no podía tan siquiera imaginárselo. No estaba seguro de si aquella joven con heridas atroces corría hacia él con el fin de que la ayudara o para acabar con él. De lo único que estaba seguro era que una señal de peligro inminente se había encendido en lo más profundo de su cerebelo y la única orden que este daba era correr, correr y seguir corriendo, sin importar lo que sucediera después.

José hasta ahora había pasado desapercibido por ellos. Vio como el Dr. Méndez había vuelto a golpear al militar que lo atacaba sin freno. Observó también que la mujer que, hasta hace unas horas atrás, había sido una hermosa rubia, estaba totalmente desfigurada y salía tras el haz luminoso que se alejaba cada vez más del lugar.

Presenció, además, como el Dr. Méndez lograba estampar al militar contra la ventana de cristal, no una sino dos veces. La misma con el primer enviste aguantó sin problemas, solo una marca de sangre quedó plasmada en el vidrio formando una mancha sin forma específica. Pero en el segundo impacto hizo un estruendo terrible al quebrarse y caer sobre el militar.

Todo parecía indicar que no acusaba dolor alguno, pues se puso más eufórico. Abría y cerraba la boca como una bestia salvaje, aleteaba los brazos como si estuviese nadando mientras el doctor le mantenía sujeto por el cuello. Fue entonces cuando le miró a los ojos, no encontró pupilas ni iris, solo una capa blanca que se fusionaba a la perfección con la esclera, daba la impresión de estar viendo a un ciego.

—¡Sale y dame tu arma! —gritó entre jadeos el doctor.

Estaba haciendo un verdadero esfuerzo para mantenerse fuera del alcance de las fauces de aquel hombre que amenazaban con morderle.

—Vamos date prisa no tenemos toda la maldita noche.

—No servirá de mucho, está descargada —dijo José mientras salía de la cabina.

—Entonces cierra la puñetera puerta de una vez.

—No puedo —dijo nervioso José—, este interruptor sólo sirve para abrirla, ustedes son los que la cierran al entrar.

El militar se revolvía como un toro de feria, el Dr. Méndez resistía a duras penas, sus fuerzas comenzaban a flaquear, era cuestión de momentos que cediera ante una nueva sacudida.

La situación se tornaba cada vez más peligrosa, por el umbral del Sector Nueve acababa de salir el teniente coronel Adolfo junto a dos compañeros de trabajo del Dr. Méndez, se trataba del Dr. Rey y del Dr. Matías.

Por unos instantes José tuvo una sensación de alivio, de que todo había acabado ya, que había sido una mala broma y que era solo una patraña del teniente para retenerle la baja.

Su teoría se desmoronó cuando pudo definirlos bien. El teniente Adolfo llevaba la manga de su camisa verde olivo suelta, la camisa enchumbada de sangre se encontraba desbrochada completamente. La piel de su abdomen había desaparecido casi en su totalidad y de la herida colgaban, casi rozando el suelo, las asas intestinales.

El Dr. Rey se encontraba con el torso desnudo, la piel desgarrada en el centro del pecho dejaba a la vista varias costillas, su piel había pasado a ser totalmente roja por la sangre incrustada en ella. Pero sin duda, lo más traumatizante para José, era ver cómo al Dr. Matías le faltaba la mitad de la mandíbula y su lengua, algo hinchada, se asomaba de vez en vez por el orificio. Los tres monstruos al unísono comenzaron su avance sin freno hacia sus presas.

—Doctor tene... tene... tenemos compañía —tartamudeó nerviosamente.

Méndez apartó la mirada del militar que él tenía obligado con casi la mitad del cuerpo dentro de la gaceta de control de pase. Fue sólo un instante, pero entendió la magnitud del problema, era peor de lo que había imaginado. Le dedicó una pequeña mirada a José que daba pequeños pasos dubitativos hacia atrás y se encontraba tan pálido que dudaba que la sangre aún corriera por debajo de su piel.

Entendió a la perfección que no le serviría de mucho el recluta, se encontraba en shock y no era para menos, la situación lo ameritaba. No todos eran capaces de ver a personas con heridas de muerte correr hacia uno, como si fueran depredadores. Así que, sacó fuerzas de lo más profundo de su ser, tal vez impulsado por las ganas de vivir y de aferrarse a la vida.

Jaló de un sólo tirón al militar por la camisa del uniforme para sacarlo del interior de la gaceta y de un empujón, hizo que chocara contra el teniente y sus colegas que ya se encontraban a sólo dos pasos de darle alcance. Cayeron enredados en una maraña de brazos y piernas. De ser personas normales y, por tanto, tener conciencia, no les hubiera costado ni medio segundo en levantarse.

Méndez sabía que carecían de esa habilidad, lo había vivido dentro de los laboratorios del Sector Nueve, no eran capaces de pensar, actuaban por puro instinto, eso de cierta forma les daba algo de ventaja.

Méndez agarró a José por el brazo y tiró de él con brusquedad. Encontró resistencia haciéndolo perder tres valiosos segundos. Ya para entonces sus perseguidores comenzaban a intentar levantarse. No importaba si para ello tenían que pisar la cabeza de uno o el brazo de otro, lo que los hacía de cierta forma algo torpes y les provocaba más de una caída.

—Si quieres vivir, aunque sea sólo por esta noche —dijo el científico tras darle un golpe considerable al recluta en el rostro sacándolo de su ensimismamiento—. ¡¡¡Corre!!! —le gritó a todo pulmón, sin más, comenzaron una carrera por sus vidas.

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