El Infierno de los Santos

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"Oh, Señor bendito y misericordioso, en esta hora de tribulación, elevo mi plegaria hacia ti. Guía nuestros pasos y danos fortaleza para enfrentar los desafíos que nos acechan en la oscuridad y el desconcierto. Cuida de nosotros, de Fabián, y de estos inocentes niños que, aunque a veces me colman de desesperación, también son parte de Tu creación. Te ruego que alivies esta sensación siniestra y antinatural que nos rodea, y que nos concedas paz y claridad en medio de este ambiente oscuro y opresivo. Y si algo habita en la oscuridad, hazlo relucir para tu juicio divino. Amén."

Capítulo 1

¿Cómo saber qué tan fragmentada tenía el alma? Era una pregunta que me atormentaba cada vez que observaba los rostros desdichados de aquellos niños. Los odiaba. Odiaba sus miradas implorantes, su patética dependencia, su constante recordatorio de la miseria en la que yo misma estaba atrapada. Cada día en ese orfanato era un infierno del que no podía escapar, una ironía cruel para alguien que se suponía debía ofrecer consuelo y amor.

El camino hacia el orfanato se extendía como un sendero de tierra compacta, flanqueado por altos árboles cuyas ramas nudosas formaban un dosel natural. Ofrecían una sombra acogedora y un aire de melancolía, una perfecta metáfora de mi existencia. El terreno variaba entre sectores cubiertos de hierba seca y maleza, y claros donde florecían arbustos robustos y flores silvestres, con destellos de color en un paisaje apagado. El sonido de los neumáticos del auto sobre el terreno era lo único que nos acompañaba en aquel silencio tormentoso. Incluso el paisaje parecía burlarse de mí, con su falsa promesa de belleza en medio de tanta desolación.

Más allá, después del letrero de bienvenida "Orfanato Manuel Antonio en San Benito", la estructura se alzaba solitaria como una gárgola en medio del paisaje. Su estructura victoriana de ladrillo desgastado resistía el paso del tiempo. Las ventanas altas y estrechas, enmarcadas por postigos de madera verde desvaída, mostraban los años de intemperie. El tejado inclinado de tejas rojizas, algunas nuevas y otras desgastadas, reflejaba el esfuerzo por mantener el lugar habitable. Y la pesada puerta de madera maciza, con herrajes de hierro forjado, daba la bienvenida, aunque su aspecto rústico sugería que rara vez se abría. Todo en este lugar era una fachada, una mascarada para ocultar la verdad amarga de la desesperación que lo impregnaba. Un maldito infierno que me asqueaba y me repugnaba hasta darme arcadas.

A pesar de su antigüedad, el orfanato era limpio y bien cuidado. Las paredes exteriores recién lavadas y los jardines simples, pero ordenados, tenían senderos definidos y bancos de madera estratégicamente ubicados para la contemplación. Un columpio oxidado se balanceaba con el viento y su chirrido ocasional era lo único que rompía el silencio del entorno. Era un intento desesperado de dar una apariencia de normalidad, de ofrecer una ilusión de cuidado en un lugar donde la esperanza estaba tan muerta como los sueños de estos niños.

—Gracias. Asegúrese de estar disponible a esta misma hora mañana. —Le miré fijamente desde el retrovisor. El conductor asintió respetuosamente sin perder detalle de mis facciones. Tenía un pequeño aire de complicidad en sus ojos.

Al bajar del vehículo, el aire en mi rostro trajo consigo una mezcla de aromas familiares: el olor terroso de la madera antigua, la frescura del bosque cercano y el perfume seco de las plantas nativas. Los sonidos naturales, como el canto de pájaros y el susurro de hojas, se entremezclaban con risas infantiles que, sabía, se desvanecerían rápidamente al verme. Era evidente que, aunque los niños disfrutaban momentos de alegría, mi llegada marcaba el fin de ese comportamiento. ¿Qué otra cosa podían esperar de alguien que compartía su odio por este lugar y por ellos? Porque, al final del día, todos éramos prisioneros en esta miserable comedia llamada orfanato.

Al entrar, el vestíbulo me recibió como siempre, un espacio oscuro que se extendía ante mí y que parecía absorber la luz misma. Era como si el mismo edificio compartiera mi aversión por todo lo que albergaba. Mis pasos resonaron en el suelo de madera gastada, mientras avanzaba hacia el largo pasillo principal. Los niños, al verme, comenzaron a dispersarse como sombras, huyendo hacia sus escondites con la velocidad del miedo que yo misma les había inculcado. 

Patéticos. 

Me provocaban náuseas, y un recuerdo tortuoso de la miseria de mi existencia. El silencio, que había sido mi aliado durante años, se hizo ensordecedor de inmediato, como un eco constante de mi odio.

—Al fin llega —habló la joven Salma, una chica recién trasladada para ayudarme en el orfanato.

Ella era una mujer de complexión delgada y estatura media, con ojos oscuros que observaban con atención. Su cabello castaño se asomaba apenas por el velo color salmón que enmarcaba su rostro recto y su piel clara, que denotaba disciplina y respeto. Pero a mí, su presencia me resultaba irritante, otra hipócrita que pretendía entender este infierno. 

Al igual que yo, vestía una túnica larga y holgada de color salmón, ceñida con un cíngulo blanco alrededor de la cintura, con la misma gracia y dignidad que se podía demostrar en devoción y compromiso con la vida monástica. Qué farsa tan ridícula era.

Salma estaba nerviosa. Bajó su rostro por mi mirada implacable, y su voz temblorosa apenas logró articular las palabras, sabedora de mi fama entre los niños y algunas personas como ella:

—Madre Anna, los jóvenes Tomás y Fabián están en su despacho. Los encontraron escapando por una parcela cercana —informó, evitando todavía mi mirada directa, pero sosteniendo su postura.

Mis ojos se abrieron, y luego se dirigieron afiladamente como una navaja hacia los niños curiosos, recorriéndolos, porque aún permanecían en el pasillo. Eran cobardes y miserables criaturas, incapaces de hacer algo bien, incluso cuando intentaban escapar.

—Espero que todos estén en sus salones para cuando regrese —dije con voz firme, dejando que mis palabras resonaran en el pasillo vacío con frialdad. Luego me volví a Salma—. Ponles quehaceres y que nadie se acerque a mi despacho —sentencié.

Vi a Salma asentir, y con pasos decididos y una postura rígida que hablaba de mi disciplina implacable, me dirigí hacia mi oficina. Cada paso era un recordatorio de la prisión en la que estaba atrapada, rodeada de seres que despreciaba y de un deber que aborrecía. Al abrir la pesada puerta, me encontré con una escena que confirmaba mis peores temores. Tomás y Fabián, con sus rostros sucios y ojos llenos de miedo, eran un espectáculo de patetismo y fracaso. ¿Cómo podía alguien encontrar valor o propósito en este lugar infecto?

Santos, el gaucho de aspecto robusto y mal bañado, y su hijo Facundo, un joven musculoso y fuerte, pero que con los años se volvería tan asqueroso como su padre, custodiaban a Tomás y Fabián. La repulsión que me causaban esos dos, era casi equiparable a la que sentía por los niños. Los chicos estaban sentados en el centro; parecían asustados y temblorosos bajo la mirada severa de ellos. Un espectáculo lamentable.

—Qué bueno que ha llegao', Madre Anna —dijo Santos con voz grave y un leve atisbo de alivio en sus ojos cansados. Pobres diablos que creían que mi presencia era una bendición.

—¿Y bien, señor Santos? ¿Qué es lo que han descubierto? —pregunté de inmediato, mirando directamente al viejo gaucho, mientras caminaba hasta colocarme delante de los chicos. Estos tenían la mirada sobre el suelo, cómo si temieran mirarme. Y con razón. No había lugar para la clemencia en esta cloaca.

—Vea, Madre Anna, anoche nos dimos cuenta de que algo andaba mal en la estancia. Escuchamos unos ruidos raros, así que desperté a mi chango, y salimos con la escopeta en mano, usté ya sabe, a una buena presa se le da una buena caza con los perros. Ahí los vimos a estos dos en los cultivos, estaban como rondando, investigando. No parecían estar ahí pa' robá.

—¿Investigando, dices? —Me pareció curioso oír lo que decía—. ¿Qué saben estos chicos sobre lo que es correcto hacer?

—Son wuachines... y por las pilchas supimos que debían ser del orfanato, así que los amarramos hasta el amanecer pa' traerlos de vuelta. Sabíamos que no tenían permiso pa' andar por ahí —intervino Facundo, con una sonrisa maliciosa. Por supuesto, el idiota disfrutaba de su pequeña cuota de poder. Le entendía.

Miré a los chicos, y con mucha parsimonia alcé sus mentones. La mirada que les di fue suficiente para ver el horror en ellos. Era como si en mis ojos pudieran ver el pozo sin fondo de mi desprecio.

Me centré en Fabián. Era un joven delgado, con una mirada oscura, determinada y desafiante, aunque había un atisbo de dudas en ese momento; su cabello era negro, corto y desordenado que hacía resonar su rebeldía. Una imagen de desafío inútil, una chispa que yo misma me encargaría de extinguir, pero que me recordaba a mi viejo amigo Daniel.

—Siempre has sido un alma desafiante, Fabián. ¿Qué creías que encontrarías en la parcela del señor Santos? ¿Una respuesta que justifique tu desobediencia?

Hubo silencio. Claro que lo hubo. Sus pequeñas mentes no podían ni siquiera concebir una respuesta adecuada. Solo miradas vacías y temerosas. La obediencia era lo único que podía salvarlos, y aún así, ni siquiera podían hacer eso bien.

Ese mutismo que siguió a mi pregunta resonó en mis oídos, como un eco ominoso lleno de advertencias no dichas y consecuencias inminentes. Y lo peor, es que estaba allí, aquella ferocidad en sus ojos, sin dudas, que solía mostrarme desde que era un niño.

Fabián siempre fue así, desde pequeño. Un espíritu indomable que desafiaba mi autoridad con una determinación que rozaba lo insensato. Cada mirada provocadora, cada gesto de rebeldía, era como una bravata personal hacia mí. A menudo me preguntaba cómo un niño podía mantener esa firmeza frente a mis castigos severos y mi implacable disciplina.

Sabía que me temía, lo veía en sus ojos cuando enfrentaba mis decisiones. Sin embargo, su orgullo siempre encontraba una manera de superar ese miedo, de plantar cara mis límites y poner a prueba mis reglas. Era como si cada castigo fortaleciera su determinación en vez de doblegarla.

Recuerdo las primeras veces que tuve que enseñarle quién mandaba aquí, lo castigaba con una severidad que a veces me sorprendía a mí misma. Pero él nunca cedía fácilmente. Su resistencia era una fanfarronada constante, una prueba de fuego que me quemaba por dentro. Y ahí estaba de nuevo, frente a mí, con esos ojos que ardían con una intensidad que no podía ignorar. No había miedo en ellos. Pero ese día, haría que entendiera la gravedad de su transgresión.

—Voy a disfrutar esto —siseé, mientras que, con lentitud, como si fuera un espectro, me dirigí a mi escritorio—. Señor Santos, quiero darles las gracias por traerme a los chicos, puedo asegurarle que ellos no volverán a irrumpir en su granja ni mucho menos volverá a pasar —añadí, mientras sacaba una regla de 60 centímetros de acero, el peso y el frío de esta en mi mano me reconfortaba, era un recordatorio del control absoluto que debía mantener en este lugar—. Por favor, ¿podrían dejarme con los chicos y cerrar la puerta al salir? Estoy segura de que ya conocen el camino hacia la salida.

—Vamos, chango. —Asintió Santos, dándole unos golpecitos a Facundo, mientras caminaba hacia la puerta. Escuché el "click" del cerradero y sonreí.

Miré a Tomás primero, al lado de Fabián, mantenía la compostura, aunque su nerviosismo era palpable; a diferencia de Fabián, el chico tenía una apariencia frágil, con ojos amarronados, llenos de una curiosidad e inteligencia que sabía que poseía; era un castaño, pero al igual que Fabián, con el cabello corto y desordenado, como un intento de copiar la rebeldía del otro, pero no ayudaba que fuera mucho más delgado. Eso era lo que era "un intento", un intento patético de aparentar fuerza que solo servía para hacer su vulnerabilidad más evidente.

Lo peor también, era que me hacían recordar y recordar. Cada uno de esos niños, con esas pequeñas muestras de desafío y esos inútiles intentos de independencia, que debía llevar sobre mí; cada vez que alguno de ellos intentaba alzar la voz, mostrar un atisbo de resistencia, no podía evitar sentir más que un asco profundo. Ese lugar, esa miserable cueva de desesperanza y miseria, era un reflejo de todo lo que detestaba. Y, sin embargo, aquí estaba, encargada de moldear a estos seres insignificantes, de imponerles una obediencia que solo ellos veían como salvación.

—Ven Fabián, acércate. Y más vale que lo hagas pronto o será mucho peor —Me volví al otro, cortando mi sonrisa en seco.

Fabián vaciló por un instante, vi sus ojos oscilando entre el odio y el temor, pero, como esperaba, alzó el mentón y se acercó al escritorio. Sabía lo que le venía porque colocó sus manos temblorosas en la superficie de madera del escritorio en una posición sumisa.

—No estábamos haciendo nada malo —respondió entre dientes—. Solo queríamos saber por qué las cosas aquí son tan... tan extrañas.

—¿Extrañas, dices? —lo corté en seco—. ¿Crees que la curiosidad justifica tu conducta?

Acabé de decir la pregunta, cuando di el primer reglazo contra sus dedos. Fabián emitió gemido, apretó los dientes y aguantó. Vi sus nudillos cambiar de color; faltaría muy poco para que la hinchazón iniciara. Tomé un momento para saborear la tensión en la habitación. La regla de acero en mi mano era una extensión de mi voluntad, una herramienta para recordarles su lugar.

—No escuché la respuesta, Fabián ¿Crees que la curiosidad justifica tu conducta?

Levanté la regla otra vez y la dejé caer con fuerza sobre sus dedos extendidos. El sonido metálico del golpe reverberó en la habitación, seguido del grito ahogado de Fabián.

—No te oigo, Fabián —agregué con hilo de orgullo, viendo como la capa de su piel comenzaba a enrojecerse y escarapelarse—. Vamos, respóndeme niño, estoy segura que de la misma manera en la que me ves, puedes tener el valor de hablarme —un tercer reglazo, y vi el arrepentimiento gustoso sobre su rostro.

Fabián trataba de mantenerse firme, pero el dolor se reflejaba claramente en sus ojos. Continué, golpe tras golpe, viendo cómo su resistencia se quebraba lentamente. Su piel no solo estaba hinchada y enrojecida, comenzaba a sangrar y a adquirir un tono oliváceo, los dedos temblaban convulsivamente con cada impacto. No me detenía; sabía que debía hacerle entender la gravedad de sus actos, y que cualquier compasión solo lo llevaría a desafiarme nuevamente en el futuro inexistente que tenía ese maldito niño.

¡Ha! La ironía de mi situación no se me escapaba. Así que debía soltar toda mi frustración en aquel infierno de rutina y disciplina, perpetuando un ciclo de sufrimiento que me deleitaba cómo me enfermaba. Pero alguien tenía que hacerlo. Alguien tenía que recordarles a estos huérfanos su insignificancia. ¿Y quién mejor que yo para esa tarea? Entendía porque estaba en aquel orfanato.

Entonces, ocurrió algo delicioso: Fabián miró a Tomás, con un odio culposo. Casi podía leer sus pensamientos. "¿Por qué él no estaba sufriendo las mismas consecuencias?" Tomás, en cambio, estaba sentado en silencio, sus ojos fijos en Fabián, incapaz de intervenir. "Lo siento, voy a confesar". Era lo que seguramente iba a gritar Fabián. Y con otro impacto en sus manos y el alarido parecido al de un perro, con lágrimas en los ojos, dijo:

—Estábamos investigando... —detuve mi castigo y lo miré con una pizca de victoria y complacencia. No lo negaría, internamente, disfrutaba verlos nerviosos, pensando en cuán fácil era manipular su miedo.

—¿Qué es lo que investigaban, Fabián? —pregunté con un tono gélido, mientras tomaba la regla de acero amenazando con volver a golpear.

Fabián tragó saliva, vi su orgullo luchar contra el miedo. Él sabía que cualquier respuesta podría agravar su castigo.

—Los animales... —empezó, pero su voz temblaba al principio; aunque ganaba firmeza a medida que hablaba—. Los animales del pueblo daban el doble de producción, y los cultivos prosperaban fuera de temporada.

—Madre Anna, los libros nos enseñaron sobre los ciclos naturales, pero lo que vimos en las parcelas contradice todo eso —respondió Tomás—. Las vacas dan más leche de la que deberían, las gallinas ponen más huevos, y hasta uno de tamaños inusuales... y... y los cultivos crecen y florecen cuando no es su tiempo, como las alfalfas, el maíz y el pasto llorón del señor Santos, deberían crecer en temporadas diferentes, pero todas crecen por igual en cualquier época del año... Parece antinatural, como si algo oscuro estuviera ocurriendo.

—¿Los ciclos naturales? ¿Misterios antinaturales?... —cuestioné escéptica, cómo si estos intentaran ridiculizarme—. ¿Y qué sugieren ustedes con todo esto? ¿Qué creen que significa? —clavé mis ojos en ambos, manteniendo mi fría compostura y aquel tono de incredulidad y burla.

Tomás, con un aire de resignación, miró a Fabián antes de hablar.

—Encontramos el diario de Teresa, la chica que desapareció hace 13 años. Está registrado en los documentos del pueblo —confesó, sus palabras apenas eran un susurro.

Mi sonrisa se desvaneció por un instante.

—¿Teresa? —ambos chicos asintieron—. Nunca había oído hablar de una chica llamada así. Muy bien, muéstrenme el diario —solicité de inmediato, mientras regresaba a mi escritorio para guardar la regla, ni siquiera me preocupé por limpiar la sangre.

Vi a Tomás, con una mezcla de alivio y temor, correr fuera del despacho. Mientras esperaba su regreso, me mantuve en silencio. ¿Qué era lo que habían descubierto?

Cuando Tomás regresó, me entregó el diario con manos temblorosas. Lo abrí con curiosidad, mis dedos recorriendo las páginas amarillentas. Entre ellas, encontré un documento de registro estatal pegado a una hoja, doblado para que fuera parte del diario. Mis ojos recorrieron el documento, reconociendo los sellos oficiales y las fechas que corroboraban la existencia de Teresa. Fruncí el ceño, y les di una mirada a ambos:

—Debo hacer unas llamadas para pedir una cita en el registro estatal y corroborar esto, me acompañarán los dos —dije de inmediato, con una calma que pareció sorprenderlos. Me complacía ver cómo sus intentos por desafiarme solo los llevaban a meterse en más problemas.

—Vayan con Salma para que cure tus heridas, Fabián —dije, señalando la puerta—. Pero recuerden esto, y recuerden bien. Aquí, la obediencia es la única opción. ¿Me han oído, Fabián, Tomás?

Ambos chicos asintieron con rapidez, sin atreverse a mirarme directamente. Salieron del despacho, sabiendo que se llevarían el peso de mi advertencia sobre ellos.

Mientras se dirigían hacia Salma, sabía que, a pesar de mi aparente amabilidad, el peligro estaba lejos de haber terminado. La curiosidad había abierto una puerta que no podían cerrar, y la búsqueda de la verdad apenas comenzaba. Volví a contemplar el diario con una mezcla de interés y desdén, y lo arrojé a un lado del escritorio.

—Malditos, niños. 

Nota: 

En el club de lectores al que pertenezco, hemos acordado hacer una dinámica en la que escribamos fanfics o crossovers de las historias de los autores que hemos leído en el grupo. Ha sido una experiencia muy interesante, ya que nos ha motivado a conocer mejor los mundos y contextos detrás de cada autor y de cada historia.

Bueno, "No todos los Huérfanos van al Cielo" de @Novelnewbie es una de esas historias de terror psicológico y paranormal que más me han gustado. Este escrito es, básicamente, un tributo a su obra y a él como mi amigo. Espero que este primer capítulo les interese. ¡Estaré encantado de leer sus comentarios! :)

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