El Pecado Oculto

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

"Oh Señor, en soledad, te confieso mis pensamientos y deseos. Reconozco mis faltas, mis anhelos que no deberían ser. Perdóname por el amor que siento hacia ella. Es una llama que arde en mi corazón, una fuerza que no puedo controlar. Te pido perdón por mis deseos impuros, por mis pensamientos que no honran tu camino. Sé que debo apartar de mí estas emociones prohibidas, pero me encuentro débil ante ellas. Guíame, Señor, fortaléceme en tú Espíritu para resistir esta tentación. Que mi corazón busque tu gracia y pureza, alejándose de todo lo que me aparta de ti. Concede que mi amor y respeto hacia ella sean puros y santos, como tú lo deseas. Amén."


Capítulo 2

San Benito era un punto insignificante en el mapa de Santiago del Estero, y lamentablemente, mi destino. Aunque estaba segura de que yo era lo mejor que le había pasado a ese maldito pueblo. Estaba ubicado entre la frontera de Santiago del Estero y Loreto. Pero, San Benito no podía estar más alejado del fervor religioso que impregnaba cada rincón de Loreto. Mientras este último celebraba a la Virgen de Loreto con devoción y fanatismo, San Benito era un lugar donde las festividades religiosas eran tan raras como un día soleado en el infierno. Allí, la gente —si se le podía llamar así— no era dada a rezos ni a rituales. No había iglesias que marcaran el paisaje, ni campanas que rompieran el silencio con su repique. La ausencia de fe y tradición lo convertía en un lugar desprovisto de alma, un verdadero paraíso para los incrédulos como yo.

El orfanato Manuel Antonio, en las afueras de San Benito, era un lugar aislado y olvidado, tanto por Dios como por los hombres. Dependía de San Benito, cuyas actividades económicas eran tan insípidas como su paisaje, basadas en la ganadería y la agricultura como en Loreto, lo único que compartían en realidad, pero en San Benito todo se movía a paso de tortuga. Sí, era tan desesperante como hilarante, pero Tomás y Fabián tenían algo de razón, San Benito tenía abundancia.

Y pese a mi desagrado, aquí estábamos, buscando el registro estatal para encontrar las fichas de todos los que habitaban de allí, básicamente un testamento de la nimiedad de la gente. ¿Cómo si alguien le importara la vida de quienes allí nacieron? Los mismos huérfanos que cuidaba —si se le puede llamar así—, eran un reflejo de la desesperanza que impregnaba el aire. Eran niños sin futuro, sin perspectivas, y sin la más mínima chispa de vida. No me causaba ningún placer estar rodeada de esos pequeños parásitos, pero alguien tenía que hacer el trabajo sucio.

El taxista del día anterior había llegado puntual como le había indicado. Aquella mañana había amanecido gris y opaco. Tomás y Fabián, mis pequeños insulsos, estaban en la parte trasera, con los ojos abiertos de par en par, casi como si esperaran que este recorrido les trajera alguna emoción. Pobres ilusos. Salma, la otra madre, se había quedado a cargo del orfanato mientras yo realizaba esta tediosa, pero importante tarea.

El auto avanzaba lentamente por las calles. Como siempre, mi impresión del lugar fue de desolación. Las casas eran simples estructuras de ladrillo y cemento, sin ninguna pretensión estética. Algunas ventanas estaban rotas y las puertas, desvencijadas. Algunas no tenían jardines, solo parcelas de tierra seca y descuidada, y la vegetación era escasa y la poca que había, estaba marchita y polvorienta. Lo típico del pueblo al ser verano. Era como si el mismo pueblo estuviera muriendo de aburrimiento.

Los caminos eran de tierra y en algunos tramos, de ripio. El polvo se levantaba con cada avance del taxi, y se pegaba a los cristales, creando una capa opaca. Pasamos por lo que debía ser la plaza central, un espacio sin vida con un par de bancos de madera desvencijados y una fuente seca en el centro. No había niños jugando, ni ancianos sentados disfrutando del día.

Y otra maldita vez, no pude evitar recordar lo que había perdido por mi propia fe. Y era un problema que tenía sobre ese pueblo de mierda, cada rincón me traía a la memoria mi agonía.

Fue en 1922, tenía apenas 19 años de edad cuando llegué al orfanato por primera vez. Era una versión más joven de mí, pero ya con una frialdad que se hacía notar. Mi cabello era largo y oscuro, solía llevarlo suelto o en una trenza cuando no contaba con el velo. Me recuerdo a misma escudriñando con mis ojos marrones a las almas con la misma intensidad que lo harían años después. Sí, mi presencia imponente ya se perfilaba, aunque aún estaba en proceso de perfeccionamiento. Me enviaron allí con un propósito único. Uno que seguía manteniendo.

Ese día que llegué al orfanato por primera vez, el sol se ocultaba tras una capa de nubes grises, como si incluso el clima se apiadara de la desdicha de aquel lugar. El aire tenía un olor rancio y húmedo, una combinación de moho y desesperación que parecía incrustarse en cada rincón del orfanato Manuel Antonio.

Me recibió el Padre Jofenicio Salmeida, un anciano de unos cien años de edad que, sorprendentemente, se mantenía firme como alguien de sesenta. Sus ojos, aunque rodeados de arrugas profundas, brillaban con una lucidez inquietante.

—Bienvenida, Ann María —dijo el Padre, con una voz que resonaba en los pasillos vacíos como un eco de tiempos mejores—. Le mostraré a los niños.

—Gracias, Padre —respondí con un tono cálido y una sonrisa, propio de lo que esperaban de mi ante alguien con autoridad. Una hipocresía, pero necesaria.

Estábamos en el salón principal, y los huérfanos estaban alineados en el comedor: una fila de rostros pálidos, miradas curiosas y temerosas. La escena era patética, como un desfile de almas perdidas esperando ser redimidas por una fe que no les ofrecía nada más que promesas vacías.

La madre anterior, Regina López, había muerto después de un servicio de ochenta años, pero que pareció un milenio entre los que la conocían. Algunos, incluso, me pareció que habían disfrutado de que la pulmonía la consumiera. Sin embargo, entre esa masa de desesperanza, hubo uno que destacó para mí de inmediato.

Daniel Ortega.

Su cabello era castaño claro y ondulado, siempre lo llevaba bien arreglado; sus ojos verdes eran profundos y llenos de vida, contrastaban con brutalidad con el ambiente sombrío del orfanato. Era delgado pero fuerte, con una postura que denotaba seguridad y determinación. Su presencia cálida inspiraba confianza, algo que me resultaba casi irritante.

—Este es Daniel —dijo el Padre Salmeida, señalando al joven con un gesto casi reverente—. Está a punto de cumplir los dieciocho.

—Un placer, Daniel —dije, con una sonrisa que no alcanzaba mis ojos.

—El placer es mío, Madre Anna —respondió él, con una voz que exudaba una serenidad y confianza que me desconcertaron.

Ese había sido la primera vez que me llamaron Anna, no pude evitar ver al padre Salmeida, pero este me hizo un gesto con la mirada, que solo decía que, aquel había sido mi bautizo de identidad. No lo negaré, repudié de inmediato el nombre porque significaba perder más de lo que mi propia esencia ya había perdido. ¿Pero quién era yo para decirle al padre Salmeida que quería que me llamaran por mi verdadero nombre? Si iba a servir, debía llevarme la gloria con mi verdadera identidad, pero estaba segura que no había forma mediática en aquellas políticas que apenas conocía.

Mientras el Padre Salmeida continuaba presentando a los demás niños, no pude evitar seguir observando a Daniel. Su tranquilidad y la forma en que me miraba sin miedo ni servilismo me intrigaron. Una parte de mí, una muy pequeña y casi enterrada, sintió una punzada de algo que podría haber sido compasión, o quizás curiosidad.

Mientras me alejaba del comedor, no pude evitar volver la vista hacia Daniel una vez más. Sus ojos me seguían llenos de una emoción que no podía comprender. Era solo el comienzo, y ya sabía que este joven sería un maldito problema. No por sus circunstancias, sino porque su espíritu no estaba quebrado, al menos no todavía. 

Y en ese desafío silencioso, encontré un extraño placer, una anticipación de lo que estaba por venir.

Después de haberme presentado las instalaciones, los niños, y la vieja y regordeta mujer que servía en la cocina, llamada Nora, la cual moriría dos años después por tuberculosis, el Padre Salmeida me llevó a lo que sería mi nuevo despacho. Era un lugar oscuro y austero, con las paredes cubiertas de estanterías llenas de libros polvorientos y documentos amarillentos. La única fuente de luz era una lámpara de escritorio, cuya débil llama parpadeaba, proyectando sombras inquietantes en la habitación.

El Padre Salmeida se sentó detrás de mi escritorio, con una postura encorvada, pero sus ojos brillaban con una intensidad que desmentía su edad. Allí, por primera vez, lo vi como el vejete que era. Recuero que me indicó que tomara asiento frente a él, y obedecí sin pronunciar palabra, como si fuera una más de los niños desgraciados.

—Ann María, tu rol aquí es crucial para nuestros propósitos —comenzó el Padre, su voz firme y segura—. Los niños necesitan ser preparados, moldeados. La hipocresía y crueldad de las religiones deben ser algo evidente para ellos, esos pobres niños deben rechazar a Dios y abrazar una verdad más profunda.

—Entiendo, Padre, pero... ¿Cómo debo proceder exactamente? —pregunté, manteniendo una fachada de sumisión mientras mi mente registraba cada palabra con precisión.

—Primero, debes ganarte su confianza. Deben verte como una figura de autoridad, pero también como alguien que puede ofrecerles algo que el resto del mundo les ha negado. Luego, lentamente, les mostrarás las hipocresías de la fe que han sido forzados a aceptar —explicó, sus palabras cargadas de un significado que solo nosotros comprendíamos.

—¿Y qué hay de las... prácticas? —pregunté, permitiendo que la elipsis de mis palabras insinuara más de lo que decía.

El Padre Salmeida me miró fijamente, evaluándome.

—Las prácticas son esenciales. Deben entender que tiene un valor inmenso, no solo para ellos, sino para todos nosotros. La abundancia y la riqueza que obtenemos no son meras recompensas; son la prueba de que nuestra fe es la verdadera —dijo, su voz adquiriendo un tono casi reverente.

Asentí lentamente, dejando que sus palabras se asentaran en mi mente. Sabía que el camino por delante sería arduo, pero también sabía que estaba preparada. Mi entrenamiento me había llevado hasta aquí, y no tenía intención de fallar.

—¿Hay algo más que deba saber, señor? —pregunté, mi tono era firme y decidido.

El Padre Salmeida hizo una pausa, sus ojos parecían atravesarme.

—Recuerda siempre mantener el equilibrio entre el temor y la esperanza. Los niños deben sentir que hay una salida, una posibilidad de redención, aunque nunca la alcancen. Eso es lo que los mantendrá bajo nuestro control.

—Lo haré, Padre —respondí, casi en una súplica ferviente de devoción.

Un silencio incómodo se instaló entre nosotros, roto solo por el crujido ocasional de la madera vieja del despacho. Cuando se levantó de la silla, sabiendo que estaba dispuesto a irse finalmente, como una joven impertinente y poco madura, decidí plantear una cuestión que me había estado molestando desde mi llegada.

—Padre, hay algo que no entiendo. ¿Por qué debo cambiar mi nombre? Yo soy Ann, no Anna —dije, intentando mantener mi tono neutral.

El Padre Salmeida esbozó una sonrisa enigmática.

—Querida Ann María, es por tu propia protección y la nuestra. Al cambiar tu nombre, te desvinculas de cualquier registro previo. No existirás para el mundo exterior, solo para aquellos que importan, los miembros de nuestra fe. Así, estarás completamente comprometida con nuestra causa sin dejar rastro alguno.

Sus palabras resonaron en mi mente, y comprendí que este cambio de nombre era más que una simple formalidad. Era un símbolo de mi total inmersión en la fe, un paso definitivo hacia mi verdadero propósito.

—Lo entiendo, Padre. A partir de ahora, seré Anna —respondí, aceptando mi nuevo nombre y el peso que venía con él, pero sin la gentileza y la hipocresía que tenía al inicio. Lo aceptaba, pero no me gustaba.

El padre Salmeida me volvió a evaluar, esa vez de arriba abajo y sonrió. Era como si hubiera descubierto algo que yo no. Continuó su perorata sobre el estado del orfanato y las penurias de los niños mientras lo acompañaba hacia la salida, pero yo apenas escuchaba. Me tenía hastiada.

—Ann María, confío en que te encargarás de estos niños con la misma devoción que siempre has mostrado —dijo el Padre Salmeida, interrumpiendo mis pensamientos.

—Por supuesto, Padre. Haré lo necesario —respondí, con una sonrisa. Un poco más, y quedaría enmarcada como La Gioconda o también llamada Monna Lisa por la eternidad, con aquella estúpida sonrisa, como si se tratara de mi propio infierno.

Como fuese, me fue un alivio que se fuera y que muriera cinco años después por la diabetes y un fallo renal. Aunque, con esa declaración, sentí que un nuevo capítulo de mi vida comenzaba. Estaba lista para cumplir mi rol, para moldear a esos niños según los dictados de nuestra fe, y para asegurar que nuestra verdad surgiera como un estandarte sobre todas las demás.

Aquella primera semana, comprendí que había valor en que chicos más grandes, como la jovencita Laura de unos quince años y Daniel que estaba a punto de cumplir dieciocho años, tenía un valor especial en la casa. Eran perfectos para ayudarme en las tareas que no quería hacer, y que no podía hacer en ciertas circunstancias. Y, sabiendo que no derrocharía el dinero que entraba en el orfanato para más personal, comprendí el valor de enseñarles las tareas necesarias para preservar, no solo el orfanato, sino el cuidado de los niños más pequeños.

No mentiré, quería que mis tareas asignadas le fueran una tortura. Para Laura, el objetivo estaba siendo cumplido, pero para Daniel no. Ese día estaba tan irritada de su actitud abnegada y positiva que me fue imposible resistir la tentación de mandarlo a llamar a mi despacho.

—¿Por qué estás aquí, Daniel? —pregunté, sabiendo bien que la respuesta no importaba realmente, pero me intrigaba.

—Mis padres murieron cuando era pequeño —respondió, sin rastro de autocompasión—. Este orfanato ha sido mi hogar desde entonces.

—Entiendo —dije, aunque no lo hacía, ni siquiera me importaba su pasado desgraciado—. ¿Y qué esperas lograr aquí?

—Espero poder ayudar a los demás —contestó con una sinceridad que me resultó casi ofensiva—. Quiero devolver algo de lo que he recibido.

—Qué noble de tu parte —repuse con sarcasmo apenas disimulado—. Pero dime, ¿no te cansas de ser tan... bueno?

Daniel me miró con esos malditos ojos verdes, llenos de una vida que no tenía cabida en este lugar.

—No se trata de ser bueno, Madre Anna —respondió tranquilamente—. Se trata de hacer lo correcto.

—¿Lo correcto? —repetí, saboreando la palabra como si fuera una fruta podrida—. Aquí, lo correcto es sobrevivir. Y a veces, para sobrevivir, uno tiene que hacer cosas que no son tan... nobles. El mundo allá afuera es más cruel de lo que parece, Daniel, con esa aptitud no durarías ni un segundo.

Daniel me sostuvo la mirada sin inmutarse.

—Si eso es lo que se necesita, entonces lo haré. Pero mientras pueda, preferiré seguir haciendo lo que creo que es correcto.

Su serenidad era exasperante. Quería sacudir esa fachada de bondad, ver si debajo había algo más. Algo oscuro, algo que pudiera usar. Pero no, él permanecía imperturbable, una roca de integridad en medio de un mar de corrupción.

—Muy bien, Daniel —dije finalmente, cansada de la farsa—. Puedes irte. Por favor, trata de trabajar en el jardín, el tejado y la pintura del exterior, me enferma cada que llego del pueblo o cuando llueve y una gota me cae, sin mencionar lo difícil que es caminar entre la maleza con estas túnicas.

—Lo entiendo, Madre Anna —contestó, con una calma que solo aumentaba mi irritación—. Gracias por su tiempo y entre hoy y mañana verá que tendrá esos problemas solucionado.

Días y meses pasaron, y Daniel, a diferencia de los otros, no parecía temerme. Su mirada, a pesar de ser respetuosa, no evitaba la mía. Había algo en él que me desconcertaba, una chispa de rebeldía silenciosa que se fue haciendo más evidente con el tiempo y que me recordaban a Fabián. Su inteligencia y carisma lo hacían destacar, pero no entendía, cómo habiendo cumplido la mayoría de edad, seguía siendo parte del orfanato.

Fue en un verano caluroso en el que se llevó acabo la adopción de Laura por una pareja que vivía en uno de los pueblos más prósperos del sur de Santiago de Estero, cuando Daniel apareció a la medianoche en mi despacho. Estaba terminando de comprobar el papeleo legal y las nuevas visitas de la semana siguiente, sobre todo el tipo de niños que deseaban adoptar, según los registros de cada uno de ellos. Era importante que, a las familias, se les diera el mejor candidato que necesitaban.

Lo escuché antes de verlo. El rugido del motor desgastado resonaba a través de la noche silenciosa, anunciando su llegada como un presagio de problemas. Recuerdo que me alarmé, porque no esperaba a nadie esa noche. Dejé lo que estaba haciendo para asomarme por la ventana, y vi a Daniel, el incorregible, el eterno desafío a mi autoridad, el mismo que había jurado mantener bajo control en el orfanato, presentándose a esas horas; escuché risas cuando bajó del auto, como si celebraran. ¿Dónde había estado?

Comencé a apilar toda la documentación lo más rápido que podía. Luego me encargaría de terminar, pero necesitaba hablar con ese jovencito. Pero, mi premura no fue suficiente. Levanté la vista de los papeles dispersos sobre mi escritorio, y mis ojos cansados encontraron la figura de Daniel en la puerta, tambaleándose ligeramente.

Lo observé mientras cerraba la puerta detrás de sí, con la misma torpeza con la que solía manejar los problemas cotidianos. Esa noche, sin embargo, su desaliño era más pronunciado, y el aroma a licor impregnaba el aire viciado del despacho.

—¿Qué demonios haces aquí a esta hora, Daniel? —mi voz emergió fría y cortante, apenas contenida por la sorpresa y la indignación.

Daniel se enderezó con una mueca que pretendía ser una sonrisa, pero sólo logró un gesto torcido que revelaba su estado. Sus ojos vivaces con picardía, ahora brillaban con un matiz de confusión y arrepentimiento, como si supiera que había cruzado un límite del cual no había vuelta atrás.

—Lo siento, Anna —sus palabras salieron entre dientes, arrastradas por la pesadez del alcohol. No me fue desapercibido que no me llamara como de costumbre, "Madre Anna."—. No quería molestarla.

«Demasiado tarde», pensé, mientras mi ceño fruncido se enmarcaba. Me repugnaba ver esos movimientos vacilantes.

—¿Dónde estabas? —mi voz mantuvo la dureza, aunque por un momento me pregunté si había algún indicio de preocupación en ella.

—Salí a San Benito —respondió con una sinceridad que me tomó por sorpresa—. Por primera vez. Descubrí que venden algo que hace olvidar el dolor por un rato.

Bueno, mientras hubiera estado en San Benito no habría problemas. Pero una de las reglas que tenían todos, y yo misma, era que ningún huérfano debía salir del orfanato. Razón por la que yo, o Salma o Nora, solíamos hacer las compras o hacer cualquier cosa que se necesitara fuera del orfanato.

—Los huérfanos no pueden salir del orfanato, Daniel. Lo sabes mejor que nadie —mi tono era severo, aunque una parte de mí se preguntaba qué tanto había descubierto—. ¿Desde que ahora has estado en el pueblo?

—Estuve desde esta tarde, necesitaba respirar aire. No quería que Laura nos abandonara, pero no podía ser egoísta con ella, sé la ilusión que representa para todos el ser adoptados y sentir que tienen una nueva oportunidad para saber lo que es tener familia, una que no llegó para mí —murmuró, casi con una tristeza palpable y desconocida para mí, porque no era el Daniel que solía ver.

—Me fui caminando al pueblo, es un lugar bonito —continuó; algo que no creí del todo, pero sabiendo que nunca salían del orfanato, era fácil impresionarse hasta por lo más horrendo como San Benito—. En la plaza, me abordó un montón de gente preguntándome si venía del orfanato. Les dije que sí, y que solo quería respirar un poco de aire. Me inquirieron si deseaba huir, les dije que no, que era fiel al orfanato y a usted, que solo quería despejar mi cabeza porque había perdido una gran amiga que había sido adoptada.

»Creo que se relajaron cuando les dije eso porque me dijeron que no había nada mejor para las penas y pérdidas que un buen trago. Y hasta ahora estuve bebiendo —se detuvo un momento, con un pequeño hipo, y se señaló a sí mismo con lástima. Se suponía que era una situación que tuvo que agradarme. Lo veía quebrantado por primera vez, roto, pero no fue así—. Míreme, dieciocho años aquí y nadie sin inmutó en seleccionarme. ¿Hay algo malo conmigo, Madre Anna?

Todo estaba mal con él, tenía muchas razones para decirle por qué no podía ser adoptado, pero no pude hacerlo porque comencé a ver como Daniel se acercaba con pasos decididos, desafiándome con la mirada. Por primera vez, me percaté de lo alto que se había vuelto, de la fuerza que ahora parecía emanar de él, quizás cultivada por los trabajos duros que le había asignado.

—Anna, lo siento. No quería causar problemas. —Sus ojos buscaban los míos con una intensidad que no había visto antes, mientras me tomaba de los brazos con fuerza.

—Suéltame, Daniel. —Mis palabras salieron más duras de lo que pretendía, pero su cercanía me hacía sentir vulnerable, expuesta.

En lugar de soltarme, Daniel me tomó con firmeza y me miró fijamente. Un destello travieso brillaba en sus ojos, la misma chispa de desafío que había visto antes, pero había algo más primitivo y dulce al mismo tiempo.

—No deberías haber hecho esto. —Mi voz intentaba mantenerse firme, aunque la proximidad de Daniel me desconcertaba.

Y entonces, antes de que pudiera apartarme, sus labios encontraron los míos en un gesto que me tomó completamente por sorpresa. El beso fue breve pero cargado de un deseo que no esperaba, un deseo que parecía nacer del caos de esa noche tumultuosa.

Me aparté con brusquedad, mi pecho latía con una mezcla de confusión y furia contenida. Daniel retrocedió con una expresión que se mezclaba con un pesar y una disculpa.

—Lo siento, Anna. No quise...

—Fuera. Ahora. —Mi voz temblaba apenas, traicionando la confusión que sentía por dentro.

Daniel asintió, recuerdo sus ojos bajando en una mueca de resignación. Salió del despacho tan abruptamente como había entrado, dejándome con el eco de sus palabras y la sombra de un beso que había desafiado todas las reglas.

Cerré los ojos por un momento, intentando recuperar la compostura que había perdido ante el caos repentino de esa noche. «Daniel», pensé con un rastro de ironía, «nunca dejas de sorprenderme», fue lo que pensé. Y los días después entendí algo, Daniel tenía amor por la justicia, su abnegación era genuina, y la verdad lo hacía peligroso, pero también fascinante.

Mientras el taxi seguía su camino hacia el registro estatal, con Tomás y Fabián en la parte trasera, con ojos abiertos y curiosos todavía, solo pensé en el fantasma del pasado que nunca podía dejar atrás y San Benito siempre me lo recordaba. Todos esos niños no tenían idea de lo que era la vida real, como Daniel, ni de las verdaderas desilusiones que los aguardaban. Eran tan solo pequeños gorriones, alimentándose de la caridad de otros, sin saber que la vida nunca les ofrecería nada mejor.

El taxi finalmente llegó al edificio del registro estatal: una construcción tan anodina como el resto del pueblo. La fachada era gris y aburrida, sin ningún adorno que indicara que allí se realizaba alguna actividad importante. Bajé del taxi con una sensación de pesadez en el pecho, dándole las gracias otra vez al señor.

Tomás y Fabián bajaron del taxi, con los mismos ojos abiertos, como si no pudieran creer que los hubieran sacado del maldito orfanato. Los miré con desdén. No eran más que dos bocas más que alimentar, dos seres insignificantes en un mundo que ya había dejado de importarme.

—Bien, aquí es donde se decidirá si lo que dicen sobre esa huérfana, Teresa, es real. Y si no lo es, deberán prepararse para las severas consecuencias —miré a Fabián, lo vi frotarse el vendaje de sus manos, y sonreí. 

Era bueno que recordara que cumplía mis promesas. 

Nota:

Hola, espero estén muy bien. Les comento que me llevó todo el fin de semana plantearme como construir este capítulo. Es que, ser Ann María, alias Anna, no está tan sencillo. Me toca intentar meterme en su piel y admito que me causa un poco de repugnancia. No sé como observen la voz narrativa de Anna, pero espero que tenga la misma fuerza del capítulo 1. No obstante, les aseguro que no perderé ánimo.

Ahora, también quiero recordarles que si quieren ver más sobre el orfanato Manuel Antonio de Santiago de Estero, vayan a visitar el perfil de mi amigo Novelnewbie, de donde nació esta historia y descúbranla. Les puedo asegurar que, si logran llegar al capítulo 5, no podrán detenerse. Pero, para esa historia La Madre Anna ya es una señora de 74 años, pues data en la fecha de 1991. Esta historia está enmarcada en 1941, y el recuerdo en 1922. 

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro