Piedad Inmaculada

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"Padre celestial, sé que no soy el más devoto, y que mi rebeldía a menudo me ha alejado de tus caminos. Pero hoy te suplico desde lo más profundo de mi ser: protégenos, a mí y a Tomás, de la oscuridad que nos rodea. Dame la fuerza para enfrentar lo que viene, el coraje para desafiar a aquellos que nos oprimen, y la sabiduría para encontrar la verdad. Si este es el final, que no sea en vano. Que nuestros cuerpos iluminen el camino de otros, y que tu justicia prevalezca sobre el mal que nos acecha. Te ruego que no nos abandones en esta hora de necesidad... Amén."

Capítulo 3

—Lo siento, lo siento mucho —La voz de Daniel podía oírla en mi oído, como un susurro grave y embriagante que me erizaba todo el cuerpo.

Emití un gemido cuando sentí una pequeña embestida dentro de mí. Los brazos de aquel chico me envolvían como en un abrazo mortal, como si fuera lo único que necesitaba para aferrarse a la vida, me abrazaba como lo que era: un chico desamparado que apenas tenía una cucharada de miel de los placeres de la vida.

¡Pobre, pobre Daniel! ¿Creía que sus palabras significaban algo para mí? ¿Sus lamentos? Me parecía repudiables por completo.

Sin embargo, allí estaba, con mi espalda desnuda pegada sobre su pecho, también desnudo. Podía sentir el cosquilleo de sus vellos, mientras sus manos recorrían mis pechos con sutileza, hasta mi abdomen. La tenue luz en aquella habitación oscura, traía consigo una sensación de añoranza, anhelo, deseo y algo más que no podía determinar.

Volví mi rostro para mirar aquellos ojos verdes, quería verlo con desprecio, pero estaba segura, era mera curiosidad porque noté el deseo en sus ojos. Él, luego, deslizó sus manos hacia mi cuello para alzarlo y tener la abertura perfecta. Y lo devoró como si intentara succionar mi vida, como si fuera un estandarte, una ofrenda religiosa o un maldito vampiro.

—Te amo, Anna —dijo sin miedos, sin prejuicios y con una libertad que me recordó la primera vez que lo vi.

Quería decirle que yo no, que yo lo odiaba, que era el peor ser que había podido existir en el mundo. Pero no pude. Sus caderas me presionaban con tanta fuerza que enviaban dentro de mis sensaciones electrizantes, con un toque de dolor que me causaban placer. ¡Maldita sea! ¡Necesitaba decirle que su amor no era más que una trampa! Sentía, que lo único que quería era la sensación de que él podía conmigo, cuando en realidad, era yo la que lo controlaba, era yo quién lo tenía a mi merced, fui yo quien lo atrajo a mi cama la primera vez. ¡Él simplemente no podía ni iba a poder librarse de mí!

—Daniel, no creo...

Me callé cuando lo sentí apartarse de mí. Sintiéndome desolada, confundida y atemorizada por primera vez de que hubiera arruinado el momento, pero fueron solo unos segundos.

El chico me permitió tumbarme en la cama. En ese momento podía verlo de frente, sus ojos recorrían mi cuerpo como si fuera lo único que importara. Separó mis piernas, se posicionó con maestría, como si fuera su propio instinto llevándole a un acto tan natural como ese, y adentrándose en mí, una vez más, comenzó a moverse.

Gemí, gemí como nunca lo había hecho. Dejé que me poseyera, que me hiciera suya, y alejé mis pensamientos oscuros para sujetarme a su espalda, apretarle con fuerza, encajar mis uñas, como si fuera un arrebato del placer que no podía controlar. Y con un grito fuerte por parte de ambos, con las piernas temblando, cayó a un lado. Solo se podía oír el ritmo de nuestra respiración errática.

La oscuridad de la habitación luchaba contra la luz de lámpara que seguía consumiéndose, y el olor de aceite de esta, se mezcló con el vendaval de nuestros cuerpos sudando, de los fluidos de nuestro sexo y nuestro propio aliento.

—Anna...

Lo escuché hablar cuando decidí sentarme en el filo de la cama, tomando el pequeño reloj de bolsillo que estaba sobre la mesa de noche, justo donde la lámpara estaba. ¡Tal vez, Daniel pensaba que me tenía, pero en realidad, era yo la que lo controlaba! Era gracioso verlo luchar por mostrarse fuerte y valiente conmigo, cuando era tan débil y vulnerable. Sí, podía ser más grande y más fuerte físicamente, pero ese no era el verdadero poder. El verdadero poder lo tenía yo entre mis piernas. Y sí, estaba enamorada, pero del control que sentía sobre él. ¡Él no podía resistirme! ¡Y no podría negar que él solo era una pieza más en mi propio juego!

—Es tarde y debes irte a tu cuarto, mañana hay mucho por hacer —contesté con frialdad, pero como la caricia de los copos de nieve en invierno, una soportable y refrescante.

—Quiero pasar la noche contigo, déjame dormir contigo. Prometo levantarme antes de que los niños se despierten, nadie acá se ha enterado de nosotros...

—¿Nosotros? —cuestioné de inmediato, sin verle—. Daniel, no quiero que te confundas. Ya sabes que no puede haber nada más que esto, ya lo hemos conversado.

Sentí la cama removerse, y segundos después, todo el cuerpo de Daniel arropándome: su pecho estaba contra mi espalda, sus muslos en contacto con los míos, al igual que su sexo y sus caderas, mientras sus brazos me envolvían mis senos y mi abdomen. Allí, me sentía realmente pequeña ante él, y cálida, como si fuera una manta en una noche fría.

—Vamos, yo no estoy confundido, créeme que sé y entiendo la situación en la que estamos. Solo te estoy pidiendo que, por primera vez, nos permitas disfrutarnos hasta antes del amanecer. Sé que la oscuridad es nuestra aliada en este momento y que nadie puede vernos.

Me vi a mi misma cerrando los ojos, disfrutando de su cercanía, de su aliento y su voz, como si fuera una niña común y cualquiera. Debía decirle que se largara y se pudriera en el infierno. Pero en cambio, suspiré, y dejé que mi propio peso corporal descansara sobre él. No necesitaba mirarle para saber que estaba sonriendo, seguro, como aquellas sonrisas que siempre había emitido ante mi severidad.

Daniel era tan predecible. Podía parecer que él estaba aprovechándose de mí, pero en realidad era él quien me está dando más poder al quedarse por la noche. Se conectaría más y crearía más vínculos de lo que ya poseía. Era un suicidio y no se daba cuenta.

Esa noche no solo se arropó conmigo bajo mis sábanas por primera vez, sino que sucumbimos varias veces al placer. Y, antes del amanecer como lo había prometido, se había ido.

Me había insertado en aquel recuerdo, debido a la lámpara de aceite que estaba encendida en el archivador del registro estatal del pueblo. Era un lugar oscuro y polvoriento, con una sensación claustrofóbica, como si las paredes mismas estuvieran conspirando para asfixiarnos. El olor del aceite de la lámpara, fue lo que me llevó a aquellas memorias.

Tomás y Fabián buscaban con fervor entre las cajas en una década de 1915 hasta 1925, según las indicaciones del diario de Teresa que existió. Ya yo les había mostrado los registros de los que habían ingresado en el orfanato desde su fundación en 1815, pero no aparecía ninguna Teresa en ellos. La única que podría haberse acercado era una tal Eresa, una niña que ingresó en 1900 y murió de neumonía seis años después. Sin embargo, esos dos idiotas no se rendían y continuaban revisando los registros año por año. Una tarea ridículamente fastidiosa porque databan, incluso, los nacidos en el pueblo de San Benito.

—No puedo creer que sigamos aquí, buscando una aguja en un pajar —dije con severidad, mirando a los dos con desprecio—. Si no encuentran nada en los próximos minutos, les aseguro que el castigo será memorable.

Tomás, temblando con ligereza, respondió sin apartar la vista de los papeles:

—Madre Anna, estamos haciendo lo mejor que podemos. Solo necesitamos un poco más de tiempo.

—Tiempo es lo que no tengo para desperdiciar en estupideces —respondí fríamente—. Cada minuto aquí es una ofensa a mi paciencia.

Néstor, el encargado del registro y un viejo amigo mío, entró. Por supuesto, mi gestó se aflojó y le sonreí con simpatía.

—Lamento mucho que le hagamos perder el tiempo, pero es que necesitamos resolver un misterio que ha causado un problema a los Moreno. El señor Santos y su hijo Facundo me fueron a visitar ayer, porque descubrieron la noche anterior, a estos dos hurgando en los cultivos y los corrales.

—No se haga problema, Madre Anna, está todo bien —declaró el viejito de ojos oscuros y ropa grisácea, con una sonrisa—. Lo que me preocupa es que se nos acabe el aceite de la lámpara antes de que encuentren lo que buscan. Esta parte, como es solo un depósito, no tiene luz.

—Lo siento, Néstor, de verdad me apena que le estemos molestando —añadí, con una amabilidad que pocas veces decidía usar. Pero era importante con los adultos.

—Me gustaría que charlemos más sobre los próximos que van a ser adoptados. Necesito que la documentación esté lista para los que van a salir del orfanato. ¿Me hace el favor de acompañarme?

—Por supuesto —dije con gracia, girándome hacia Tomás y Fabián—. Y ustedes, no se irán de aquí hasta que todo esté en perfecto orden. Ni un solo papel fuera de lugar, el señor Néstor ha sido demasiado amable con nosotros, como para dejarle trabajo de más por sus mentiras.

Los dos asintieron, pálidos y aterrados, mientras Néstor y yo nos dirigíamos hacia la puerta. Al salir, la frescura del aire exterior fue un alivio bienvenido después de la atmósfera opresiva del archivo.

—Los wachines son así, no se ponga tan severa, Madre Anna —declaró el hombre, con una sonrisa—. A veces me pregunto cómo harán para vestirse solos por la mañana —añadió con un toque de ironía en la voz, soltando una risa seca—. Tiene una paciencia admirable, Anna.

—Admirable, tal vez. Limitada, definitivamente —contesté, sin poder contenerme más, pero con una falsa amabilidad como esas que las madres suelen usar cuando están obstinada, pero que deben aparentar bondad y amor a sus malditos hijos.

Entramos en la oficina de Néstor, un espacio miserablemente pequeño y sombrío que olía a papel viejo y tinta rancia. Había un foco sobre el escritorio encendido, proyectaba sombras alargadas en las paredes, haciendo que los archivos amontonados parecieran aún más ominosos. Y no pude parar en pensar en cuánta poesía podía encontrarse en el abandono y la desidia.

Sobre el escritorio, noté inmediatamente los archivos de Fabián y Tomás, abiertos de par en par. Mis ojos se entrecerraron y mi voz se volvió helada.

—Ahora veo que no fue cierto que querías hablar sobre la documentación de los chicos candidatos a la pronta adopción —dije, con una amabilidad tan cortante que podría haber destrozado el alma de un santo.

Néstor, esa pobre alma patética, asintió lentamente y colocó su semblante serio.

—Tenés razón, Anna. Lo que hicieron los wachines con los Moreno es algo que no puede volver a pasar. No te olvides que los huérfanos no pueden salir del orfanato, no podemos permitirnos perder el control sobre ellos. Sabés lo valioso que es eso, y sabés lo que pasó la última vez.

Aquellas palabras tan llenas de obviedades, me hicieron soltar un suspiro exasperado. ¿Creía que necesitaba una lección de sentido común?

—¿Crees que no lo sé, Néstor? He dedicado años a mantener el orden y el control en ese lugar. No necesito que me recuerdes lo que está en juego. Pero esos chicos... —dejé que mi voz se volviera más baja, más amenazante—. Esos chicos necesitan aprender que la desobediencia tiene consecuencias graves.

Néstor me miró fijamente, con esa mezcla de preocupación y resolución que tan bien conocía. Siempre preocupado, siempre dubitativo.

—Lo que sea necesario para mantener el control, Anna. Pero recordá, la disciplina tiene que ser firme y a veces hasta dura, pero otras veces, la amabilidad hace más que todo. Sé que me entendés, porque lo he visto en vos con los adultos. No podemos permitirnos otra situación como la de los Moreno.

Qué conmovedor su preocupación por la crueldad. Hice un gesto despectivo con la mano, como si espantara una mosca molesta.

—No te preocupes, Néstor. Sé exactamente cómo manejar a esos chicos. No volverán a desobedecerme.

Néstor asintió, pero la preocupación en sus ojos no desapareció. Patético. Con una última mirada a los archivos abiertos, me volví hacia la puerta:

—Dejemos esto por ahora. Tenemos que asegurarnos de que todo esté en orden en los registros. No quiero que se diga que no hacemos nuestro trabajo correctamente.

Salí de la oficina, con Néstor siguiéndome como un perro fiel, ambos sumidos en nuestros propios pensamientos sobre el delicado equilibrio que debíamos mantener. Volví a abrir la puerta del archivador, los chicos parecían a punto de terminar de arreglar las cajas y archiveros.

Fabián y Tomás me miraron con un miedo en sus ojos que sólo logró envalentonarme más. A pesar de eso, vi negación en sus gestos, sus cabezas se movieron en señal de que no. Pero al ver cómo mi mirada siguió implacable, sus ojos se desviaron hacia los zapatos y los guantes, y se torcieron con evidente malestar.

—Y bien, ¿consiguieron algo? —pregunté con una calma fingida que sólo aumentaba su incomodidad.

Fabián y Tomás intercambiaron una mirada nerviosa.

—Madre Anna, nosotros...

—No lo entiendo, Madre Anna —interrumpió Tomás a Fabián con un tono ansioso—. Usted misma vio el diario. Las pruebas estaban allí en los cultivos.

Mi mirada se volvió fulminante, y mis palabras brotaron con un frío cortante.

—Lo único que he visto es un diario viejo de dudosa procedencia, Tomás. Podría ser inventado por alguna huérfana que pasó por el orfanato. ¿Acaso esperan que crea en cuentos de hadas y fantasías?

Ambos chicos tragaron saliva. Pude ver en sus ojos como buscaban respuestas que no tenían.

—Como les prometí —continué, mi voz ahora más amenazadora—, deben pagar las consecuencias por perder mi tiempo de esta manera.

Sonreí con hipocresía hacia Néstor, aunque mis ojos brillaban con desprecio.

—Lamento mucho haberle hecho perder el tiempo, señor Néstor. De verdad me apena. Los muchachos a veces pueden ser... tan ineficaces.

El anciano asintió con una expresión comprensiva, aunque no pudo ocultar su propio desprecio.

—No se preocupe, Madre Anna. Estoy aquí para lo que haga falta.

Asentí con gracia, girándome hacia Fabián y Tomás con una mirada de última advertencia.

—Y ustedes, no se irán de aquí hasta que todo esté en perfecto orden. Ni un solo papel fuera de lugar.

Los dos asintieron, pálidos y temerosos.

Al salir fuera del registro, los chicos parecían abatidos y derrotados, por completo desarmados por la falta de pruebas de la existencia de Teresa. Sus expresiones de desaliento eran casi dramáticas, como si hubieran perdido una batalla que ni siquiera habían tenido el coraje de librar. Me limité a observarlos con una mezcla de desdén y satisfacción, saboreando el momento en que mi autoridad y mi perspicacia habían vuelto a prevalecer sobre ellos.

Mientras avanzábamos por las calles del pueblo, la atmósfera había cambiado notablemente desde nuestra llegada inicial. No pude evitar sonreír con lo que veía: Los comercios estaban abiertos y activos, y las casas mostraban señales de vida con puertas abiertas y ventanas adornadas con detalles dorados y rosas negras con rojo. Era obvio que estaba siendo meticulosamente decorado, pero no con la alegría típica de una celebración común. Más bien, tenían un aire ceremonial y misterioso, reflejaban una devoción profunda, un tributo adecuado a las fuerzas superiores que guiaban nuestras vidas; era una muestra de que su fe era tan firme como la mía.

Las puertas tenían un extraño símbolo de color rojizo, mientras las telas que se entrelazaban por el camino, por encima de ellos, del mismo color rojo y negro, telas contrastaban con las piedras grises de las calles. Algunas casas tenían figuras talladas en madera en sus puertas, representaciones estilizadas de animales y figuras humanas en poses que evocaban un sentido de antigua veneración.

Los lugareños, ocupados en sus quehaceres, parecían estar inmersos en una preparación cuidadosa y ritualística. Movimientos precisos y gestos simbólicos acompañaban cada tarea, desde la colocación de ofrendas en pequeños altares improvisados hasta la disposición meticulosa de las flores en arreglos circulares en el suelo. Era reconfortante ver cómo preservaban estas tradiciones, aunque sus significados podían estar velados para los incrédulos.

En eso, Fabián, como siempre el más curioso, rompió el silencio con una pregunta inocente:

—¿Qué se celebra aquí, Madre Anna?

Una sonrisa genuina se dibujó en mis labios por un instante, con un raro destello de alegría en mi voz:

—Están preparando la celebración de la cosecha que se llevará a cabo dentro de unos tres días aproximadamente. Cuando lleguemos a la plaza, lo entenderán.

Seguimos avanzando por las calles, y noté cómo la gente nos observaba con sonrisas alegres. Saludaban a Fabián y a Tomás con gestos amables y reverentes, como si fueran visitantes bienvenidos y admirados. Los dos chicos miraban hacia los lados como idiotas, creyendo que se habían confundidos o que saludaban a alguien más detrás de ellos. Eran tan insignificantes, que la mínima bondad y atención, les parecía un acto milagroso.

—¡Madre Anna! ¡Qué gusto verla por acá! —exclamó Doña Rosa, la dueña de la tienda de comestibles, con una amplia sonrisa y una ligera reverencia. La acompañaba un joven que también inclinó la cabeza en señal de respeto.

—Buenos días, Doña Rosa, Pedro. Un placer encontrarme con ustedes en este día tan especial —respondí con una sonrisa matizada por la seriedad que me caracterizaba.

—Qué gusto verla tan temprano, feliz cosecha, Madre —agregó Doña Rosa—. Supongo que va a la plaza, ¿no?

Asentí, pero no le respondí devuelta, no teníamos mucho tiempo.

—Tomás, Fabián, andando, no se distraigan demasiado —comenté, haciéndole señas para que se apresuraran—. Lo siento mucho Doña Rosa, pero no tenemos mucho tiempo.

La mujer asintió, pero con ojos curiosos sobre los chicos. A medida que avanzábamos por las calles del pueblo, los saludos amistosos y los gestos respetuosos seguían acompañando nuestro camino. Algunos lugareños, curiosos, se acercaban para saludar a Fabián y a Tomás, quienes se veían sorprendidos por la acogida cálida y respetuosa que recibían.

—¿Son ustedes los wachines del orfanato? —preguntó Don Esteban, el herrero del pueblo, mientras ajustaba unas herramientas en su banco de trabajo.

—Sí, señor. La Madre Anna nos trajo al registro estatal, pero ahora nos está enseñando lo que se conmemora en San Benito —respondió Fabián con una mezcla de sorpresa y gratitud.

—Ah, sí, la Madre Anna, siempre tan atenta. Espero que disfruten de nuestra fiesta, es un honor tenerlos con nosotros, Fabián, Tomás —añadió Don Esteban con una sonrisa franca.

—Disculpe, señor, ¿cómo es que conoce nuestros nombres? —preguntó Tomás con una inocencia que me pareció una estupidez.

—Créame que la Madre Anna se ha encargado de que los wachines del orfanato sean bien conocidos en el pueblo. Es importante saber quiénes son parte de San Benito, me alegra mucho haberlos visto por primera vez —respondió Don Esteban.

Los chicos sonrieron, y con una pequeña sonrisa entusiasta continuamos nuestro recorrido entre las callejuelas adornadas, mientras los preparativos para la ceremonia parecían intensificarse con cada paso. La comunidad trabajaba con un celo meticuloso.

—Pronto llegarán a la plaza y comprenderán el significado de todo esto —les comenté a Fabián y Tomás, dejando que mi voz reflejara una genuina satisfacción por compartir estos momentos con ellos.

El reconocimiento implícito de mi autoridad y posición en San Benito, más el solsticio de la cosecha, aunque solía ser breve y efímero, llenó un pequeño rincón de mi ser con una satisfacción que raramente permitía aflorar.

Finalmente, llegamos a la plaza central del pueblo. Una masa de gente se había congregado, todos con rostros de devoción y una intensidad casi frenética en sus ojos. En el centro, alzaban una estatua monstruosa que parecía salida de las profundidades más oscuras del infierno. La figura, tallada con una precisión espeluznante, mostraba una amalgama de cuerpos retorcidos y rostros contorsionados en expresiones de sufrimiento eterno. Alas de murciélago emergían de su espalda, mientras cuernos afilados coronaban su cabeza bestial, curvados hacia el cielo en una pose desafiante y malévola.

La superficie de la estatua parecía moverse con una textura casi orgánica, como si las almas atrapadas en su interior estuvieran intentando liberarse. Los ojos de la criatura eran vacíos y oscuros, parecían seguirte sin importar dónde te pararas, emanando una presencia siniestra y vigilante. Desde su boca abierta en un grito eterno, emergían colmillos afilados que goteaban un líquido oscuro, añadiendo una dimensión aterradora a su apariencia.

A sus pies, esculpidas en un tormento eterno, había figuras humanas en miniatura, retorciéndose y luchando en vano, atrapadas en un mar de llamas estilizadas que lamían la base de la estatua. Los detalles meticulosos de cada rostro, cada músculo tensionado y cada gota de sudor perpetuo, capturaban la esencia de un sufrimiento indescriptible.

Antorchas y velas negras se instalaban alrededor de la estatua. Un olor acre a azufre y creolina impregnaba el aire, y un cántico demoníaco se alzaba en un coro unificado que resonaba como una sinfonía cacofónica y chirriante. Aquel canto, helaba los huesos y resonaba en lo más profundo de la mente, despertando terrores primordiales. ¡Una maravilla! Una verdadera muestra de devoción y sacrificio.

Me volví a Fabián y Tomás, y me di cuenta que comenzaron a mostrar señales de verdadero pavor. Sus rostros se tornaron pálidos, los ojos abiertos de par en par y los cuerpos temblaban como hojas en una tormenta, un espectáculo que me llenaba de un deleite cruel y bestial. Podía sentir su miedo palpitar en el aire, casi podía saborearlo. Ah, era la armonía del temor reverencial.

Sonreí, una sonrisa que rara vez adornaba mi rostro de forma tan genuina y llena de un placer al ver el terror absoluto en sus ojos. Era como si pudiera leer sus pensamientos, sentir el pánico que les invadía. Esta era la verdadera belleza de la fe: el temor y la reverencia que se combinaban en una danza macabra.

—¡Madre Anna! —Habló Don Esteban, apareciendo repentinamente detrás de Tomás y Fabián, con Doña Rosa y el joven Pedro.

Los chicos se volvieron sobre sus pies, asustados, y sin previo aviso colocaron trapos empapados con algún tipo de químico sobre las narices y bocas de Fabián y Tomás. Aquello fue una coreografía perfectamente ejecutada.

Los chicos comenzaron a luchar, mientras sus gritos eran amortiguados por la tela, con movimientos frenéticos y desesperados, y con los ojos suplicantes mirándome. Pero la fuerza de los adultos era demasiado. Vi con deleite cómo sus cuerpos finalmente cedían, sus ojos cerrándose y sus cuerpos desplomándose al suelo.

Miré los cuerpos desmayados con una satisfacción fría y calculadora. Era el momento de iniciar con la cosecha. 

Nota:

Gracias por leer hasta aquí. Prometo que todas las piezas del rompecabezas encajarán al final, revelando grandes secretos y verdades sorprendentes. Díganme ¿Qué les pareció al capítulo?

Lo más difícil ha sido el coloquialismo santiagueño, incluso con argentinos a la mano, no estuvo tan sencillo. Todavía tengo mis duda, de hecho. 

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