La Devoción de los Santos

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"Oh, señor de la luz y la verdad, en estos día de cosecha, de purificación, de verdad y ofrenda, te imploramos con humildad. Guíanos por el camino de la redención. Fortalece nuestros corazones para resistir los pecados y las tentaciones del mundo. Que nuestro ayuno, la declaración de tu verdad y nuestros corderos como ofrenda, sean un sacrificio digno ante tus ojos, un acto de entrega total para alcanzar tu benignidad y favor. Zroth'varoth."


Capítulo 4

El primer día de la Cosecha siempre había sido un momento de purificación. Un día de ayuno, de entrega total. Era un día donde no solo nos absteníamos de comer, sino que también nos liberábamos de nuestros hábitos pecaminosos. Era un sacrificio necesario, un recordatorio de nuestra insignificancia y de nuestra necesidad de redención. Ese día, todos los habitantes de San Benito se encerraban en sus casas, enfrentándose a sus demonios internos, orando por el perdón y la purificación de sus almas.

No mentiré, mientras estaba en mi despacho ayunando, aquel momento me llevó a un recuerdo vago de 1922:

Mi oficina estaba sumida en una penumbra casi sagrada. Las cortinas estaban cerradas, apenas permitiendo que la luz del sol se filtrara, creando un ambiente de solemne recogimiento. Daniel y yo estábamos sentados en el suelo, frente a una pequeña mesa donde reposaba una jarra y un vaso de agua, el único sustento permitido en este día de purificación. El ayuno era una práctica antigua, un medio de acercarse a dios a través del sacrificio y la negación de los placeres mundanos.

Miré a Daniel, su rostro reflejaba una mezcla de concentración y penitencia. Me complacía verlo así, tan entregado, tan dispuesto a purificarse. Aunque, en el fondo, sabía que sus pecados eran muchos y variados, y su arrepentimiento, por genuino que fuera, nunca sería suficiente. Sin embargo, verlo intentar era un placer perverso, una especie de justicia divina en acción.

—Daniel —interrumpí sus murmuraciones, con una voz llena de fervor. El chico me miró de inmediato—, como podrás ver, el ayuno es más que una simple abstinencia de comida. Es una entrega total, una renuncia de quienes somos y hemos sido. Es un acto de devoción pura, una demostración de nuestra voluntad de sacrificar todo por la gloria de dios.

Él asintió. En aquella mirada verduzca, vi que parecía complacido y sincero ante el acto. Me llenaba de satisfacción saber que, en ese momento, era yo quien tenía el control, quien guiaba su alma perdida hacia la redención.

—Debemos orar —continué, él asintió y nos arrodillamos juntos con nuestras cabezas inclinadas—. Señor, —sentí una oleada de fervor recorrer mi cuerpo, una conexión profunda con el divino. Mi voz estaba llena de una devoción casi teatral—. Perdona mis transgresiones, mis pensamientos oscuros y mis deseos impuros. Perdona mis mentiras y mis manipulaciones, y guíame hacia la pureza de tu amor.

Podía sentir a Daniel a mi lado, con voz temblorosa uniéndose a la mía:

—Dios misericordioso —oró él—, perdona mis pecados, mis debilidades y mis fallos. Ayúdame a encontrar el camino hacia la redención, a través de este ayuno y esta entrega total.

Era casi irónica esa imagen de devoción y pureza, sabiendo todo lo que había entre nosotros. Pero en ese momento, estaba encantada con él. Su dedicación, su esfuerzo, todo me llenaba de una satisfacción que apenas podía disimular.

—Este ayuno —le expliqué, cuando acabamos nuestra letanía de oración, con una sonrisa—, es nuestra forma de mostrarle a dios que estamos dispuestos a renunciar a todo por su gloria. Es un sacrificio, sí, pero también es un camino hacia la verdadera pureza y redención.

Tomé el vaso de agua y bebí un sorbo, sintiendo el líquido frío recorrer mi garganta.

—Solo agua —dije, pasándole el vaso—, para recordarnos nuestra necesidad constante de purificación. Y hoy, Daniel, estoy feliz de que estés aquí, compartiendo este ayuno conmigo. Juntos, encontraremos la redención que tanto buscamos.

Mientras él bebía, lo observé con una mezcla de satisfacción. Sabía que, en el fondo, su penitencia sería suficiente, lo mejor de lo mejor del rebaño, pero verlo intentarlo, verlo aguantar, me llenaba de una extraña alegría. Porque en ese martirio, en esa entrega, veía la justicia divina en acción. Y eso, al final, era todo lo que importaba.

Por eso, no me sorprendería que el pueblo entero permaneciera en silencio, como una tumba colectiva, enfrentando sus horrores en el primer día de la cosecha. De hecho, yo también di el día libre a los niños del orfanato. A veces creía que debía inculcarles que también debían enfrentar sus propios demonios, aunque sabía que sus pequeños corazones aún no comprendían la magnitud de sus pecados. Pero no, no era la forma ni la manera de entregarles a nuestra fe. Así que, en mi despacho permanecía en silencio, aguantando las risas de ellos, el correteo en los pasillos, las sonrisas que se desplegaban desde mi ventana hacia el maldito jardín, y el algarabío de sus peroratas banales.

Sí, me había encerrado allí como cuando lo hice con Daniel, hasta muy tarde. Después fui a mi habitación para seguir sumida en una meditación profunda y una oración ferviente. Incluso sentí un extraño consuelo al saber que Salma, la otra madre que me acompañaba en esta misión divina, compartía mi devoción. Ella también se encerró en su habitación, entregándose a la fe con una fervorosa intensidad que casi igualaba la mía. Habíamos dejado a cargo de los niños a Nadia, la pequeña niña de unos catorce años que sería una de las mejores candidatas para la siguiente adopción, al menos, eso esperaba para el año entrante. Así como Fabián y Tomás.

Toda esa galerna en mi cabeza estaba presente, justo en el segundo día de la cosecha, cuando estábamos en la plaza, reunidos como una congregación devota, escuchando las palabras del Padre Pedro Antonio, sucesor del Padre Salmeida cuando murió. A diferencia de este, tenía solo cuarentaicinco años de edad. 

Se suponía que este día era de meditación, un día de culto donde hablamos de la palabra y las enseñanzas de nuestro credo. Miraba a la multitud con una mezcla de orgullo y desdén, sabiendo que, aunque muchos de ellos eran débiles y fácilmente influenciables, estaban aquí, intentando purgar sus almas, intentando alcanzar una pureza que pocos realmente entendían.

El Padre Pedro Antonio hablaba con una voz que resonaba en el aire, sus palabras llenas de la sabiduría y la severidad que nuestra fe requería. Cada palabra era como un latigazo, una llamada a la reflexión y al arrepentimiento. Veía cómo los rostros de la gente se torcían en expresiones de devoción y penitencia, con ojos llenos de una mezcla de miedo y esperanza.

Debía admitir algo, en mi interior, sentía una mezcla de satisfacción y suficiencia. Sabía que mi fe era más fuerte, más pura que la de ellos, ¿y para qué negarlo? Me daba una sensación de superioridad. Esta era mi misión, mi propósito. Dar la ofrenda perfecta para que estos pobres pecadores caminaran hacia la redención, aunque significara quebrantarlos en el proceso. Porque al final, la verdadera pureza solo se alcanzaba a través del sufrimiento y la entrega total.

Así es como debía ser. Cada ayuno, cada meditación, cada sacrificio, era un paso más hacia la salvación. Un paso más hacia el cumplimiento de nuestra fe.

Por eso, en aquella plaza de San Benito, con la estatua de él enfrente de todos nosotros, a espalda del Padre Pedro Antonio, llenaba el lugar de solemnidad. La figura jovial del Padre irradiaba vitalidad y autoridad, mientras estaba de pie frente a nosotros, con aquellos ojos oscuros paseándose por los rostros de los fieles del culto.

—Hermanos y hermanas, recordemos hoy quién fue el Padre Manuel Antonio, aquel que fundó este sagrado refugio bajo la guía de San Benito, mi antecesor —proclamó el Padre Pedro Antonio, con aquellos ojos entrecerrados, brillando con un resplandor inquietante bajo el sol del mediodía—. Un hombre de fe inquebrantable, pero también un receptor de la verdad oculta, revelada solo a aquellos que se atreven a desafiar las convenciones terrenales.

Desde mi posición al borde de la plaza, observaba a los niños y a los devotos que escuchaban atentamente cada palabra, algunos con los ojos llenos de admiración y felicidad, otros con una mezcla de temor y fascinación.

—El libro de Manuel Antonio, nuestra puerta hacia 'él', nos guía con sus enseñanzas sagradas. Solo a través de su conocimiento prohibido podemos encontrar la verdadera redención, no las ilusiones vacías de la fe convencional que solo sirven para atar nuestras almas.

Aquellas palabras resonaron entre la multitud, mientras él hacía referencia al libro sagrado que, según nuestra fe, solo los sacerdotes podían descifrar. Era un artefacto sagrado de poder, el núcleo de nuestra fe clandestina que había resistido las pruebas del tiempo y la persecución.

—Nosotros, los elegidos, los guardianes de la verdad, debemos enseñar a estos niños el camino hacia la luz verdadera —continuó, señalando a los hijos de los fieles, con una intensidad casi mesiánica—. Cada uno de ustedes, ha sido llamado a abrazar este legado, a despojarse de las cadenas de la mentira y caminar hacia la verdadera iluminación.

Mientras observaba al Padre Pedro Antonio, su postura encorvada pero su mirada firme, recordé cómo el Padre Salmeida había moldeado mi propia identidad, cambiándome el nombre como un rito de paso hacia la completa sumisión a los designios del culto. Me preguntaba si todos eran así como el Padre Salmeida, astuto y calculador, capaz de usar tanto la devoción como el miedo para mantenernos a todos bajo su influencia, pero una que no incomodaba, sino que nos llevaba a la verdad.

—Pero, ¿qué fue lo que hizo el Padre Manuel Antonio? ¿Cómo llegamos hoy al conocimiento de esta verdad? Una historia que la mayoría conocemos, pero que es necesaria recordar y enseñar a los más pequeños que no la han oído —Claro, ningún niño podía ser influenciado desde temprana edad por sus padres, sino, solo por el sacerdote en cuestión o cuando cumpliera con la edad suficiente para adoptar nuestra fe—. Hace muchos siglos, en los campos fértiles de Argentina, vivía un hombre de fe profunda llamado Manuel Antonio. Era un eclesiástico respetado por su devoción y conocimiento de las escrituras de la religión pagana a las que muchos hace devoción en la actualidad, pero también era un hombre que veía con tristeza cómo la corrupción y la avaricia habían corrompido los corazones de muchos de sus hermanos de fe. Una acción que la Iglesia No Verdadera ha mostrado por mucho tiempo, justificando sus acciones en nombre de una fe vana.

»Manuel Antonio pasaba horas en la quietud de la capilla, buscando respuestas a sus dudas , aflicciones y sus propios cuestionamientos. Una noche, mientras meditaba en soledad, un hombre elegante se le apareció, lo señalaba como alguien de linaje aristócrata, con la piel tan clara como la nieve, y ojos oscuros que trascendían su propia alma. Aquel hombre le dijo que, si quería respuesta, debía orar a quién podría dársela, y le entregó este libro antiguo —señaló el mismo que estaba reposando sobre el atril delante de él, uno de aspecto oscuro y mortecino—. Bastó con abrirlo y solo hablarle para ver las respuestas reflejadas en sus páginas. El problema era que sus páginas estaban escritas en un idioma antiguo y desconocido. Pero sintió una fuerza irresistible lo atrajo hacia él.

»Cuando le dijo al hombre que no podía entenderlo, aquel aristócrata sacó una daga y se cortó su mano derecha y le dio de beber de su sangre, indicándole que solo así podría entender la sabiduría del libro. El Padre Manuel Antonio lo aceptó, y cuando volvió a abrirlo, encontró todas sus respuestas a preguntas que había llevado en su corazón durante años. Le hablaba de un conocimiento más allá de lo terrenal, de una conexión directa con los misterios del universo. Y sin saberlo, había sido elegido para recibir el legado de antiguos saberes que habían sido ocultados del mundo. Lengua y conocimiento que hoy tenemos todos nosotros.

»En las páginas del libro, en aquellas letras doradas, el Padre encontró instrucciones sobre cómo purificar el alma y elevar el espíritu, de cómo vivir una buena vida y cómo bendecir el fruto de sus manos y de su esencia en este plano de nuestro ser. Cada palabra resonó en él con una verdad profunda y una promesa de poder divino. Comprendió que había sido tocado por una fuerza más allá de la comprensión humana, una presencia que lo guiaba hacia un propósito más alto.

»Con el tiempo, Manuel Antonio fundó el orfanato que llevaría su nombre en honor a San Benito en 1791, el mismo donde labora nuestra Madre Anna actualmente; San Benito era el santo nombre de aquel aristócrata que había inspirado su vida de devoción. Desde entonces, nuestro orfanato se convirtió en un refugio para los desamparados, donde la caridad y la enseñanza moral se combinaban con una devoción ardiente hacia el misterioso conocimiento que hoy tenemos. Las ofrendas preciosas que 'él' desea.

»Bajo la guía del Padre Manuel Antonio, otros orfanatos se establecieron en diferentes partes de Argentina y más allá, cada uno guiado por el mismo espíritu de compasión y conocimiento espiritual, así que no estamos solos, somos una gran y valiosa comunidad, los cuales nos atenderemos la mano siempre. Con el tiempo, el Padre Manuel Antonio enseñó a sus seguidores el arte de la meditación profunda, la purificación del alma y la búsqueda de la verdad divina que residía en lo más profundo de cada ser humano y que durante estos tres días hemos estado practicando.

»Este libro —lo alzó con orgullo—, es un vínculo sagrado, una puerta entre el mundo terrenal y el mundo espiritual, donde las respuestas a los enigmas más antiguos y las decisiones más difíciles son reveladas, una que hoy todos disfrutan a quienes adoramos a 'él', la esencia misma de quien está tras el velo de las páginas de este libro y que tú y yo hoy adoramos.

»¿Para qué negarlo? La historia del Padre Manuel Antonio perdura a través de los siglos, siendo recordado como un hombre de fe inquebrantable que desafió las convenciones de su tiempo para seguir una verdad más profunda y trascendental. Su legado sigue vivo en los corazones de aquellos que buscan la luz en medio de las sombras, y sus orfanatos, aquí, en Argentina y el resto del mundo, continúa siendo un faro de esperanza para los más necesitados.

»Que la luz de 'él' brille sobre nosotros, y que su conocimiento oculto nos guíe hacia la victoria sobre la verdadera oscuridad —concluyó, con un fervor que envolvía a todos en un aura ceremonial y expectación.

—¡Bravo! —chillé, con los ojos al borde de las lágrimas. De inmediato, todos nos levantamos aplaudiendo al Padre Pedro Antonio, con murmullos de aprobación. Ese hombre que detestaba la mayoría del tiempo, en momentos como ese, me hacía admirarlo por el poder que ejercía sobre la comunidad que había cultivado.

Y era que, su habilidad para mezclar la fe con el conocimiento ancestral para guiar a los demás hacia lo desconocido, tenía una mezcla de carisma y manipulación, una muestra de su verdadero dominio sobre la mente y el alma de aquellos que seguían su liderazgo. Era un escenario donde el Padre Pedro Antonio demostraba su posición como un profeta de fe, donde cada palabra que pronunciaba hacía ecos de una verdad absoluta para aquellos que habían abrazado el culto al que él y yo dedicamos nuestra vida.

Todavía recordaba el segundo día de la cosecha de 1922. Al igual que ese día que vivía, la Plaza del San Benito bullía con la ferviente predicación del Padre Salmeida. Daniel y yo estábamos sentados juntos, pero él estaba inquieto, sus ojos fijos en la enorme estatua que se alzaba detrás del padre. Sus cabellos de punta y su constante murmullo me indicaban que algo lo perturbaba profundamente.

—Anna, ¿a qué dios sirves? Creí que era al cristianismo que nos enseñaron en el orfanato —me preguntó Daniel en un susurro tenso. Aquellas palabras casi perdidas entre la predicación del padre Salmeida.

Le sonreí con indulgencia, sabiendo que su cuestionamiento era legítimo pero ingenuo.

—Oh, Daniel, ¿crees realmente en ese dios de bondad y perdón que venden en el orfanato? —repliqué, mi tono mezclando sarcasmo con convicción fanática—. Nosotros servimos a 'él', al verdadero y genuino —señalé hacia la estatua imponente detrás del Padre Salmeida, la misma figura oscura y majestuosa que Fabián y Tomás habían visto.

Lo que fue cierto, es que mi respuesta en aquella oportunidad hizo que tuviéramos una discusión que mezclaba filosofía, psicología y teología. Era una forma de explorar y asegurar los límites de su creencia, divergente para mí, sobre lo que se necesitaba que estuviera en su mente. Debía confirmarlo, era mi trabajo.

—¿Por qué enseñaban la Biblia en el orfanato, si al final tú y el Padre Salmeida no creían en ese dios? —me preguntó Daniel, tajante, con una voz llena de curiosidad, bajito, intentando alejarse de las miradas y oídos curiosos.

Le dirigí una sonrisa, sabiendo que esta conversación podía desviarse por caminos tortuosos.

—Daniel, la Biblia es un libro lleno de historias fascinantes y moralejas útiles para los débiles de corazón —respondí, goteando sarcasmo y una pizca de verdad entremezclada—. Se les enseña para mantenerlos entretenidos, mientras desarrollan su psiquis y puedan buscar y elegir la verdadera esencia de la divinidad. Así cómo lo has hecho conmigo estos dos días. Además, la Biblia es un libro lleno de historias y metáforas que han moldeado nuestra cultura y moralidad por siglos. No es necesario creer en su Dios para apreciar las lecciones de vida que contiene.

Él frunció el ceño, tratando de comprender mi perspectiva desde su marco de referencia cristiano.

—Ok, puedo entender eso... Pero... pero si no crees en ese dios cristiano, ¿por qué te hiciste monja? ¿Por qué preferirías vivir en celibato en lugar de tener una vida común y corriente?

Miré a mis costados, confirmando que nadie nos ponía atención del todo. Lo que mencionaba era lógico, peor había una delgada línea entre lo que estaba preguntando y lo que realmente quería decir. Y no podía hacerlo, era inaceptable en estos días que hablara, incluso, de pecados como el que habíamos cometido.

—Porque, Daniel —comencé, tomando su mano con una ternura teatral que contrastaba con mis palabras afiladas—, el celibato es una forma de pureza y devoción completa hacia 'él', un sacrificio que purifica nuestro camino hacia la verdadera iluminación.

Él asintió lentamente, pero su expresión era un torbellino de emociones que no lograba ocultar completamente.

—Pero no entiendo. Hay algo que no me convence —expone, ahora martirizado—. Si seguimos religiones diferentes, ¿por qué no podemos estar juntos tú y yo? Entiendo lo del celibato, pero ¿por qué habría que seguir con los cuestionamientos del cristianismo cuando mira nuestro entorno? —Señaló, haciéndome ver los niños sentados entre sus familiares, sus esposos y esposas.

Suspiré. Ese era el tema que, en realidad, siempre quiso discutir al descubrir que no seguíamos la religión que creía. Un absurdo. Mis ojos encontraron los suyos con una mezcla de cariño y superioridad sutil.

—Daniel —susurré, acariciando su mejilla con gesto maternal—, nuestro amor podría ser tan grandioso como las tormentas que azotan los mares, pero nuestras almas pertenecen a mundos diferentes. Mis lealtades son hacia 'él', y las tuyas ¿hacia dónde están?

—¿Acaso no lo has visto? —preguntó él, ahora con una indignación que reflejaba su escepticismo—. Verás, yo en este punto no sé en qué creer. Había creído en Dios, pero... estoy seguro de que en algún punto dejé de hacerlo. Nunca fui adoptado, Anna, nunca tuve oportunidades en el orfanato y la crueldad de la Madre Regina López, superaba con creces tu disciplina y tus castigos. Por eso, mi lealtad está es contigo, ¿no lo ves? ¿Tan difícil es poder creerlo?

—Daniel, nuestras creencias son el núcleo de quiénes somos. No se trata solo de rituales y dogmas, sino de cómo vemos el mundo y nuestro propósito en él —le respondí, sintiendo una pena indescriptible de que aquel joven insulso no comprendiera nada—. Podemos ser amigos, podemos incluso compartir debates como este, pero nuestras vidas están dedicadas a caminos muy diferentes. Sería una contradicción profunda intentar forzar una unión que nuestras almas no comparten.

Él iba a replicar, y estaba segura que, si su boca vomitaba algo más que pusiera en peligro mi pureza delante de todos mis hermanos, iba a degollarlo allí mismo. Pero entonces, justo en ese momento, el Padre Salmeida pronunció: "Que la luz de 'él' brille sobre nosotros, y que su conocimiento oculto nos guíe hacia la victoria sobre la verdadera oscuridad."

Los aplausos y los vitoreos estallaron a nuestro alrededor, pero noté que Daniel permanecía tenso, siguiendo las formas por educación y por seguirme a mí, aunque no compartiera completamente mis creencias. Nuestras miradas se encontraron y le dirigí una sonrisa cómplice, una sonrisa que parecía calmarlo por un momento.

Pero entonces, el pánico se apoderó de su rostro cuando alguien en la multitud, movido por quién sabe qué miedo o fanatismo, colocó un trapo sobre su boca y nariz. Vi cómo luchaba por respirar, sus ojos desesperados buscando auxilio mientras se tambaleaba y finalmente caía desmayado.

Miré desconcertada a mi alrededor, pero mis oídos se aturdieron cuando dijeron en un coro lacónico: «Gron'ak'ahoth ne'lah'zul kroth-vel, kroth anoth-kaloth vel'nahoth», él ha seleccionado al cordero para su incienso, él es el elegido para él, era lo que significaba.

Fue entonces cuando supe que nuestro camino juntos había llegado a un punto crítico, donde la realidad de mis creencias chocaba con la brutalidad de nuestras acciones hacia alguien como Daniel. Pero para mí, debía significar otro sacrificio necesario en el camino hacia la iluminación que 'él' nos prometía. Algo que lo entendía y creía, pero que me hizo ver una realidad oculta: ¿por qué él debía seleccionar a Daniel?

Nota: 

Bueno, después de haber meditado mucho este capítulo y haber acosado al autor en whatsapp, logré hacerlo. Estaba temeroso porque hasta ayer no sabía como continuarlo. Tengo todo planificado, pero el resumen de la historia ha cambiado mucho, ahora que he adquirido datos que antes no tenía. Creo que esta historia tampoco es un mero fanfic, porque me he intentado basar en todo lo canónico del autor. Ha sido, más bien, un trabajo colaborativo. Una idea interesante que me ha permitido explorar un concepto nuevo, en cuanto elementos del terror psicológico - paranormal. Espero les esté gustando. En definitiva el siguiente capítulo es el fin. 

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