Mi abuelo vs La melancolía (en el pueblo)

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Alrededor de una cabeza cercenada de un macho cabrío, cinco hombres y mujeres, vestidos con largas túnicas negras, se ubicaban en las puntas de un pentagrama pintado sobre el suelo con sangre y restos de carne, sosteniendo entre sus manos velas negras, cuya flama parecía inmutable ante el movimiento del viento.

Los participantes del hórrido ritual, murmuraban rezos mientras una mujer, cargando contra su pecho desnudo a una niña que ese mismo día había cumplido seis años, quemaba algunas hierbas junto a los restos del animal y que, levantando un cuchillo hacia la luna, exclamó:

—¡Oh, gran señor de las tinieblas! ¡Rey de la maldad, castigo de Dios! ¡Recibe esta ofrenda de sangre y carne, y acepta a esta niña como una de tus mujeres y como parte de nuestro aquelarre!

Los murmullos se convirtieron en cantos imperiosos y graves, provocando que la niña escondiera su rostro en el pecho de su madre y se soltara a llorar, llena de miedo. Pero entonces la mujer la separó de su piel, y con el cuchillo comenzó a cortar el dedo anular izquierdo de la pequeña.

La niña gritó de dolor cuando sintió el frío metal cortando sus tendones y serruchando su hueso, e hizo el intento de apartarse, pero su madre no se lo permitió. La tiró al suelo, se subió encima de ella, sometiéndola, y continuó mutilándola.

—¡Mamá, detente! ¡Por favor, mamá, yo te amo, no me lastimes!

El dedo cayó sobre un cuenco hecho de hueso, donde se encontraban hierbas, sangre y carne mezcladas...

El recuerdo del sonido de su extremidad zambulléndose en el negro y espeso caldo, resonó como eco dentro de la memoria de Soledad y la sacó de sus cavilaciones.

Habían pasado 16 años desde aquel trágico suceso, pero todavía podía sentir el dolor de su falange amputada y, con la vista perdida en el cielo nocturno que podía apreciar a través de su ventana, acariciaba su muñón intentando aliviar su pena.

—¿En qué tanto piensas, mujer? —la cuestionó su esposo, mi abuelo.

—En nada importante, viejo. Solo tengo un mal presentimiento.

Mi abuelo se acercó a ella y le dio un suave beso en la frente, a la par que le colocaba una mano sobre el vientre con gentileza, pues ya llevaba varios meses gestando a su hija. Luego le dedicó una mirada de amor y comprensión, acariciándole la mejilla.

—No te preocupes, mi Sol. Nada ni nadie te hará daño mientras yo esté aquí para defenderte. Sabes que daría mi vida por ti.

En ese instante, alguien llamó a la puerta y mi abuelo le dedicó una sonrisa a Soledad, antes de ir a atender. Pero la calma que habían instaurado con su bella interacción pronto se transformó en miedo e incertidumbre, e incluso la temperatura del ambiente descendió, pues al abrir la puerta, mi viejo se encontró cara a cara con el mismísimo Charro Negro.

—Hola, Soledad. Te has convertido en una mujer muy hermosa.

La aparición ignoró a mi abuelo y posó su mirada infernal en su esposa, como si estuviera ansioso por devorarla. Se quitó su sombrero, revelando un rostro carente de piel y órganos, y un aliento frío, envuelto en las llamas del infierno. Estuvo a punto de dar un paso hacia el interior de la morada, cuando la fornida mano de mi viejo se posó sobre su pecho y lo frenó en seco.

—¿Y a ti quién te dio permiso de entrar a mi casa? Y más aún, de hablarle así a mi mujer.

El tono en la voz de mi abuelo era firme, pues hacía años que su temor a la muerte se había ido y estaba dispuesto a enfrentarse a cualquier cosa con tal de defender aquello que amaba. La mirada del Charro Negro por fin se dignó a prestar atención al hombre y burlonamente, le respondió:

—¿Tu mujer? Ella me entregó cuerpo y alma antes de siquiera conocerte. Apártate mortal, que no tengo ningún interés en ti, solo vengo a reclamar lo que es mío.

Apenas el ente terminó su oración y se dispuso a continuar avanzando, cuando mi abuelo le propinó un golpe con el puño cerrado, que fue a dar contra los ásperos huesos de su mandíbula, haciéndolo retroceder. Antes de que el Charro Negro pudiera reaccionar, Soledad se apresuró a sacar de su habitación una rosa de Jericó que tenía guardada y, con ella, comenzó a conjurar un hechizo de protección.

Pero el ser infernal solo se echó a reír y, antes de marcharse, sentenció:

—Sabes que todos tus esfuerzos por huir de tu destino son inútiles. Pero te daré la oportunidad de que disfrutes tu vida mientras puedas. Soy alguien paciente y tarde o temprano obtendré lo que quiero.

El Charro Negro volvió a ponerse su sombrero, se despidió inclinándolo ligeramente y dedicó una siniestra sonrisa al par de enamorados. Entonces se subió en un caballo negro y se alejó tranquilo, perdiéndose en la oscuridad de la noche.

●●●

Los gritos de dolor que emitía Soledad solo lograban poner más nervioso a mi abuelo, quien se encontraba a su lado, tomándola de la mano en medio del parto, intentando aligerar su labor.

—Sigue pujando, mi amor, solo un poco más. Ya casi, ya casi.

La pequeña bebé, luego de horas de parto, por fin salió, y fue recibida por una de las parteras que mi abuelo había contratado para la ocasión. Pero la cara de la mujer, lejos de mostrar alegría, se deformó en un gesto de desconsuelo y la mirada compasiva que le dedicó al hombre solo logró alarmarlo. Él le arrebató de las manos el pequeño cuerpo de su hija y fue ahí cuando se dio cuenta de que había nacido sin vida.

Mi abuelo abrazó a su niña contra su pecho y las lágrimas comenzaron a correr por su rostro, destrozado, meciéndola entre sus brazos por primera vez, como si con ello intentara convencerse de que solo estaba dormida y que en cualquier momento despertaría.

—Viejo, ¿qué pasa? ¿Qué le pasa a Abi? —preguntó Soledad, alarmada, aunque aún exhausta.

El hombre miró a su esposa y el dolor expresado en sus pupilas fue suficiente para comunicar la trágica noticia. Los gritos de dolor y el llanto de Soledad inundaron la casa, e incluso fueron escuchados por algunos habitantes del pueblo.

Al cabo de unos días, enterraron el cadáver en el viejo cementerio, compartiendo aquel dolor con muchas otras parejas que habían sufrido la misma pérdida recientemente: el camposanto de pronto se vio lleno de pequeñas cruces y tumbas diminutas.

Volvieron a su casa, envueltos en una profunda tristeza que pronto, por el lado de mi viejo, se convirtió en frustración y enojo, mientras a Soledad la abrumaba la culpa.

—Todo esto es obra de ese charro malparido, ¿qué tan hijueputa hay que ser para desquitarse con almas tan inocentes? Ni siquiera tuvieron la oportunidad de ver aunque fuera un poco de este mundo —comenzó a vociferar mi abuelo.

—No, es culpa mía y de mi asqueroso linaje —reconoció Soledad, quien de nuevo se encontraba sollozando—. Te dije que casarte conmigo no era buena idea.

Mi viejo, al ver las copiosas lágrimas que fluían por el rostro de su esposa sintió la necesidad de consolarla, de aliviar su dolor y ayudar a sanar esa vieja herida que por tantos años arrastró y que sabía cuánto sufrimiento le había provocado.

Pero el propio dolor lo contrarió, pues en su mente las palabras de su mujer cobraban cierto sentido: reprimió un grito de frustración y salió de su hogar en silencio, pues no quería lastimar aún más el maltrecho corazón de su esposa y no sabía de qué otra forma podía manejar sus emociones.

No volvió a la casa durante días y Soledad, desesperada, e intentando remediar el daño del que se creía culpable, recurrió al viejo libro de hechizos de la familia. En sus páginas recordaba haber leído un ritual para revivir a los muertos y, con el tomo y una pala en manos, emprendió su viaje hacia el cementerio, cobijada por el oscuro manto de la noche.

Eran las dos de la madrugada cuando terminó de desenterrar los cuerpos de todos los niños que habían muerto la misma semana que su Abi y, para las tres, ya los había colocado alrededor de un pentagrama atravesado por una cruz, dibujado en la tierra con su propia sangre.

Pero antes de que pudiera pronunciar las primeras palabras que daban inicio al ritual, la luz de varias antorchas empezó a acercarse, iluminando la escena.

—¡Les dije que estaba haciendo algo raro esta maldita mulata! —gritó una mujer, histérica, con una antorcha en una mano y un trinche en la otra.

—¡Así que fuiste tú quien nos arrebató a nuestros hijos! ¿No te bastó con matar a la tuya? —acusó otra voz, esta vez de un hombre, proveniente de alguna parte de la turba.

—¡Maten a la bruja! ¡Maten a la bruja! ¡Maten a la bruja! —comenzó a exigir la muchedumbre, rodeando a la mujer.

—¡No, ustedes no lo entienden! —intentó explicar Soledad y su voz empezó a quebrarse—. ¡Yo solo quería ayudar, yo solo quería que volvieran!

El golpe contundente de un metal en su nuca fue lo último que alcanzó a sentir antes de perder el conocimiento. Su cuerpo cayó convulsionando violentamente y un charco de sangre pronto desdibujó el pentagrama. En unos pocos minutos dejó de respirar y la gente del pueblo solo se quedó mirando su cadáver, incrédulos ante todo lo que acababa de suceder frente a sus ojos.

—¿Deberíamos enterrarla? —cuestionó uno de ellos cuando el frenesí de la furia colectiva se hubo apagado.

—Quizá podamos usar su cuerpo como advertencia, para que las de su calaña se lo piensen dos veces antes de entrar a este pueblo —sugirió el alguacil, acercándose al cadáver.

—¿Pero entonces solo colgaremos su cuerpo en la entrada del pueblo y dejaremos que se la coman los buitres? —preguntó la panadera.

—No, era muy bonita para ser bruja. Se la daremos al embalsamador y que él decida dónde exhibirla.

—¿Y qué pasará cuando su esposo se entere?

—Le mostraremos las pruebas de los pecados de su esposa y si aún así no lo acepta, siempre tiene la opción de hacerle compañía en el más allá.

●●●

Era el tercer día que mi abuelo pasaba sumergido en alcohol, metido en una cantina del pueblo vecino, cuando una mujer se le acercó e intentó seducirlo, ofreciéndole sus servicios. Pero el hombre la rechazó empujándola, alegando que solo había una mujer en todo el mundo que podía tocarlo de esa forma, y aquella situación fue suficiente para que el dueño del lugar lo sacara a patadas.

Ebrio y, aún con el dolor originado por la pérdida de Abi, vagó sin rumbo por los sinuosos caminos que serpenteaban a través de los montes. Hasta que, en medio de sus delirios, creyó escuchar un llanto infantil que inmediatamente asoció con el de su hija, aunque nunca hubiese tenido la oportunidad de escucharla.

Desesperado, intentó buscar con la mirada el origen de aquél sonido, pero sólo se encontró con maleza y oscuridad.

Los sollozos se hicieron más intensos y a ellos se unieron otros sonidos creados por su propia mente, alucinaciones auditivas alimentadas por sus memorias: oyó a lo lejos la risa de su mujer, evocando los momentos que compartieron juntos en la revolución, cuando recién estaban conociéndose y no sabían que terminarían enamorándose; también la escuchó relatándole su vida, regalándole una parte de sí que con nadie antes había querido expresar.

La culpa comenzó a envolverlo y a marearlo, hasta terminar con los pies sumergidos en el río que separaba al otro pueblo del suyo. El frío del agua lo hizo recobrar la cordura y los sonidos se silenciaron, hundiéndolo en un profundo y doloroso sentimiento de soledad. Pero entonces escuchó a lo lejos un lamento largo y cargado de dolor:

—Ay, mi hija... ¿Qué será de mi niña?

Mi abuelo sintió como si estuviera enloqueciendo, pero pronto cayó en la cuenta de que lo que estaba escuchando ya no se trataba de algún truco autodestructivo de su mente: a lo lejos pudo reconocer la larga cabellera negra de Sol, de su Sol.

Ella se encontraba sentada a la orilla del río, con la mirada perdida en el correr de las aguas, que reflejaba a la perfección su rostro húmedo por el llanto, mientras una especie de vapor rojizo le salía de la nuca. Continuaba lamentándose, suplicando por el alma de su pequeña, culpándose y martirizándose, envuelta por los recuerdos que mantenían su existencia anclada a este mundo.

—¿Por qué te llevaste a mi bebé? ¿Por qué no me tomaste en su lugar?

—¿Sol? Sol, ¿qué haces aquí? ¿Qué está pasando, mi amor? Ya no llores, por favor, ya no llores...

Conmovido por la aparición de su esposa, mi viejo se acercó presuroso a abrazarla, pero la imagen se le escurrió entre los dedos y ahí entendió que su amada ya no se encontraba en el plano de los vivos.

—¿Qué te pasó, mi vida? ¿Cuándo, cómo? Yo juré protegerte, juré que nadie te haría daño y, y...

Terminó de romperse a los pies del fantasma de Soledad y lloró desconsolado, como un niño extraviado en la incertidumbre de la realidad.

—Los haré pagar, Sol, ¡haré pagar a todos esos hijos de puta que nos arrebataron nuestra felicidad!

El espectro miró compasivo a mi abuelo y aunque no podía tocarlo, colocó su mano sobre la cabeza del hombre y este sintió una ligera calidez, como una especie de vaho húmedo y tibio.

—Vengarse no va a solucionar nada, amor. Además, mi alma ya no puede alcanzar el perdón, estoy obligada a permanecer en este lugar hasta que todos me olviden, hasta que el mundo deje de ser mundo.

»Pero el espíritu de Abi aún puede ser salvado, ella no debe pagar por mis pecados. Sé que te pido mucho, pero debes ir por ella. Libera a nuestra pequeña de las garras de ese maldito charro.

—Dime qué hacer, mi amor, y si es necesario viajaré hasta el final de la existencia.

—Primero debes viajar a Comala, allí encontrarás el machete del diablo. Es un arma que necesitarás para cumplir con tu cometido. 

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