Mi abuelo vs Santa y el Capitalismo (en Navidad)

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El sol comenzaba su retirada en el horizonte, mientras el cantar de algunas aves y el sonido que producía el viento recorriendo la inmensidad de los montes sumergían a mi abuelo, otra vez, en el cálido y terrible confort de su soledad. Con la muerte del dios griego, el mar de almas poco a poco comenzaba a disiparse pues, al ya no encontrarse bajo el yugo de un dios, se perdían en la confusión de no saber qué hacer con su porvenir; algunas se acercaban a mi viejo y le preguntaban por lo que había pasado, pero él las amenazaba con su machete, las mandaba a buscarse alguien más a quien joder y permanecía en su sitio: sentado a la sombra de un nopal, esperando pacientemente a que el monte se despejara por completo.

La luna se adueñó del cielo y las pocas almas que aún quedaban eran iluminadas por el pálido brillo de sus rayos, fue entonces cuando mi abuelo se levantó de su puesto y, con su corazón lleno de esperanza, inició la búsqueda de las dos únicas almas por las que esperaría una eternidad: Su adorada Abi y su amada Sol. Las encontró sentadas en lo poco que quedaba de su hogar, mientras Soledad abrazaba a Abi, quien se encontraba envuelta en un manto translúcido.

La mujer mantenía un gesto de tristeza mientras recorría con su mirada los muebles rotos y trozos de madera que habían quedado desperdigados sobre el suelo, deteniendo su atención en ellos a la par que suspiraba. Mi abuelo las miró y, con lágrimas en los ojos, dejó caer su machete y corrió para abrazarlas. Soledad dio un brinco, pero al notar la característica calidez del aura de mi abuelo, sonrió y acurrucó su mejilla en los brazos de su amado.

—¿Ya estás llorando otra vez, viejo? —reclamó ella con ternura e ironía, pues desde sus ojos varias lágrimas también comenzaban a asomar—. Te he visto llorar más veces, ahora que estoy muerta, que todo el tiempo que viví a tu lado.

—No puedo evitar extrañarlas, Sol, se llevaron mi corazón con ustedes y cada que las veo atrapadas en esta repetición nostálgica, mi pecho resiente su ausencia. Por eso lloro, mi Sol, para intentar llenar el vacío aunque sea con mi dolor.

—Tienes que volver a vivir, mi amor, ya has hecho mucho por nosotras. No prives al mundo de todas esas cosas por las que todavía y siempre te amaré.

Soledad dio media vuelta, sonrió amablemente aunque las lágrimas ya colmaban sus mejillas, miró a mi abuelo a los ojos y descubrió suavemente el rostro de Abi para que él lo viera: seguía siendo el mismo desde que la sostuvo por primera vez entre sus brazos, hacía ya tantos años. Aquella verdad nunca había sido tan tangible para mi viejo hasta que intentó acariciar a su hija con sus manos arrugadas y gastadas por los años: la existencia de su pequeña se había limitado a la de una recién nacida que nunca sabría reconocer quién era, ni siquiera podría aprender a pronunciar su nombre. Estaba condenada a ser un recuerdo eterno de una vida que nunca tuvo la oportunidad de ser.

Pero el emotivo encuentro pronto fue interrumpido por una serie de siseos, como si una avalancha de serpientes se precipitara sobre ellos. Mi viejo inmediatamente se puso en guardia, levantó su machete y se colocó frente a su familia, listo para dar cara a la nueva aparición.

—¿Que ustedes hijueputas no se cansan de venir a perder la vida? ¿Tú de parte de quién vienes y qué intenciones traes? —cuestionó con fiereza el viejo.

Decenas de serpientes comenzaron a agruparse y entrelazar sus cuerpos unas con otras, creando un montículo de reptiles que pronto tomó forma y se materializó en la forma de la diosa Coatlicue: una hermosa mujer de piel morena vestida con su característica falda de serpientes y el torso desnudo: sus senos solo estaban cubiertos por el largo de su negra cabellera.

—Tranquilo, anciano, yo no vengo buscando pelea —siseó mientras se acercaba a pasos lentos al hombre, hablando pausadamente y con un tono seductor—. De hecho, me conmovió tanto su encantador encuentro, que vengo a ofrecerles un trato —reveló finalmente, al tiempo que deslizaba delicadamente una de sus manos por el pecho de mi viejo.

—Quíteme las manos de encima, vieja cochina, respete a mi familia —ordenó mi abuelo, alejándose de la diosa y retirando su mano con brusquedad—. Pero hábleme de ese trato: dígame qué quiere que haga y qué ofrece.

Coatlicue se alejó un par de pasos, altiva e indignada y con tono receloso escupió su propuesta:

—Yo puedo hacer que ellas dos renazcan, pero hace mucho que no tengo el poder para ello, unos cuantos imbéciles codiciosos acaparan toda la atención de la humanidad. Queremos que te nos unas a derrocar el monopolio de la fe.

—¿Queremos? ¿Uste', yo y cuántos más?

●●●

El suelo del polo norte cimbraba y la nieve se levantaba como polvo debido a las poderosas pisadas del ejército de guerreros águila y jaguar que la Coatlicue había puesto al mando de mi viejo. Marchaban sin inmutarse ante el gélido clima y se detuvieron al encontrarse con una enorme fortaleza metálica en medio de una blanca planicie helada.

—¡Santa!

Mi abuelo gritó con voz atronadora, solicitando con ese gesto una audiencia inmediata con el regente del polo norte.

—¡Gordo hijueputa!

Otra vez volvió a resonar su voz, cimbrando ahora hasta en el metal de la arquitectura frente a él, pudiendo escuchar el eco de su grito. Hasta que, luego de unos momentos, unas enormes puertas se abrieron. La rabia e indignación aumentaron en mi viejo, pues no era su rival quien lo recibía, sino un numeroso ejército de duendes muy bien equipados para la batalla, con armaduras modernas hechas a base de kévlar y cerámica así como rifles de asalto de uso militar. Se posicionaron y desplegaron algunos escudos listos para defender a su amo y señor.

La excelente visión de mi viejo le ayudó a distinguir algo más: entre la infinidad de rostros, el inconfundible gesto de la decadencia y el cansancio se repetía con asquerosa frecuencia.

—¿Crees que un ejército derrotado va a poder contra mí? Patético panzón, estos pobres duendes explotados sólo reflejan lo frágil que tienes el ego —sentenció el viejo, desenvainando su machete.

Luego dirigió su mirada al ejército de duendes: varios de ellos devolvieron el gesto con algo de miedo, otros con confusión y muy pocos con la misma convicción.

—¡Camaradas duendes! ¡Veo el terror y la incertidumbre en muchos de sus rostros! ¡No están obligados a morir por ese setenta hijueputa cerdo! Los que prefieran irse háganlo ahora, pero aquellos que quieran probar el filo de mi machete: prometo darles una muerte honrosa.

Mi viejo rugió y cargó contra el ejército, detrás de él también avanzaron con fiereza los guerreros águila y jaguar. El inminente choque estaba a algunos metros de producirse, cuando de las filas polonortianas salió un grito de reclamo:

—¡Es verdad, ese pinche gordo lleva años haciéndose pendejo con reducirnos la jornada laboral a cuarenta horas!

—¿Pero qué dices? Es nuestro deber trabajar el tiempo que nos pida el patrón, ¿qué no ves que él es el que está arriesgando su capital? —contrarrestó otro de los duendes.

Pronto el ejército enemigo comenzó a desordenarse y, mi abuelo, lejos de reprimir su avance, aceptó a los nuevos aliados y arremetió de lleno contra la horda de duendes: empaló a uno de la primera fila metiéndole el machete por la boca y la sangre le bañó desde los nudillos hasta el antebrazo. Luego, con una cólera infernal, lanzó su acero: el arma salió disparada, dando vueltas, como si de una sierra giratoria se tratase y en su recorrido partió por la mitad a varios duendes.

—¡Santa! —bufó de nuevo mi viejo, mientras tomaba a un duende entre sus manos y lo partía en dos, separando su cabeza del resto de su cuerpo.

Los guerreros mexicas hicieron su parte, terminando con los pocos duendes que aún se atrevían a luchar. Así lograron avanzar hasta el último cuarto de la torre más alta en el centro de la fortaleza, donde la puerta era mucho más modesta, parecía hecha con madera de roble y a sus pies estaba adornada con un tapete que escribía: «Bienvenidos» con bastones navideños tejidos. El olor a chocolate y galletas recién horneadas que despedía aquel sitio casi lograba opacar el hedor de la muerte que mi viejo había dejado a sus espaldas.

—Además de cobarde, cínico, ¿o acaso crees que unas galletas recién horneadas te van a salvar de mí?

Decidido, pateó con fuerza la entrada y la madera se hizo añicos. Dentro, estaba montada una clásica postal navideña familiar con todos sus elementos, desde el árbol adornado con esferas, hasta los calcetines colgados en la chimenea y claro, la infaltable fogata. Justo en medio de todo se encontraba un viejo de barba y cabellos largos, destintados por la edad. Vestía un abrigo rojo hecho con piel de oso y, entre sus fornidas manos, sostenía un hacha, en cuyo mango se veía tallado el logo de la empresa refresquera más importante del mundo.

—El famoso abuelo mata dioses, creí que serías más imponente, pero solo eres un viejo campesino resentido. Después de matar a unas cuantas de mis mascotas crees que conoces lo que es el poder, pero no tienes una maldita idea —espetó Santa, con una voz ronca y profunda, pero con una tranquilidad que reflejaba una sabiduría cruda y gastada de la vida.

—Resentidas tienes las nalgas de tanto oro que te metiste entre ellas —escupió mi viejo, con un desdén implacable.

Pero Santa no le dio tiempo de responder más allá de eso, pues fúrico por la afrenta a su ego, lanzó el hacha directamente hacia la cara de mi abuelo.

●●●

Ambos combatientes apenas conseguían mantenerse de pie, alejados por un par de metros. Bajo sus pies había varios charcos de su propia sangre y sus miradas permanecían clavadas el uno sobre el otro. Santa usaba su hacha como apoyo, pues mi viejo había conseguido amputarle una pierna y con su mano libre intentaba frenar la sangre que le escurría desde un corte profundo debajo de las costillas. Pero del lado de mi viejo las cosas no estaban mejor: Santa había logrado abrirle el vientre de un solo tajo y, con lo poco que le quedaba de fuerzas, intentaba mantener sus órganos en su sitio, tomándolos entre sus manos.

—Jo, jo, jo, estás frito, anciano —dijo Santa, burlonamente para acto seguido, vomitar un gran coágulo de sangre.

Mi abuelo primero clavó su machete e intentó apoyarse, pero las heridas habían mermado sus fuerzas y su visión poco a poco se difuminaba. Luego cedió lentamente: La adrenalina de la que su cuerpo se había impulsado hasta ese momento acababa de consumirse por completo y, por ello, logró sentir la calidez de su propia sangre.

Cerró los ojos y se entregó al vacío.

Hasta que una voz lejana logró conectar con su primitiva necesidad de continuar viviendo y ayudó a su alma a aferrarse al hilo de su propia existencia. Sintió cómo recuperaba fuerzas de la nada y su mano volvió a sentir la empuñadura de su fiel machete:

—¡No te rindas, abuelo! No olvides que tienes que elevar tu cosmos hasta el octavo sentido. Todos estamos aquí para ayudarte y prestarte nuestro cosmos.

—¿Caballero de Pegaso? ¿Cisne, Dragón, Andrómeda?

Fue reconociendo a cada uno de los antiguos personajes que habían alegrado sus días de juventud y le habían enseñado a no ceder nunca ante el mal, tal como el recuerdo del sacrificio de su padre.

—Incluso tú estás aquí, Fénix. Pero, ¿cómo?

—Sentimos el enorme poder de tu cosmos desde nuestro universo y vinimos a ayudarte.

Mi viejo sonrió, tomó su machete y, ya totalmente recuperado, fue hasta Santa para terminar el trabajo. Clavó su machete sin vacilación y una música de villancicos comenzó a sonar en el antiguo hogar de Santa, que extrañamente permanecía intacto luego de la titánica batalla que entre los dos viejos se había librado.

Coatlicue apareció vistiendo un gorro navideño y con su magia convocó un banquete navideño para todos sus soldados, los caballeros del zodiaco, los duendes camaradas, mi abuelo y ella incluida. Todos se sentaron a la mesa, celebraron la victoria entre cánticos y promesas de cambio, entre ellas, las necesarias (a título de urgente): darles condiciones de trabajo dignas a los duendes y entregarles los medios de producción, así como devolverles la vida a Abi y Soledad.

—Tenemos que volver a nuestro universo, abuelo —le dijo de pronto el Fénix, acercándose a él en privado mientras la celebración continuaba.

—Descubrimos que si permanecemos mucho tiempo en tu universo, este podría colapsar —agregó Pegaso, apareciendo en escena, extendiendo su mano para despedirse—. Cuídate, viejo.

Mi abuelo los miró elevar sus cosmos, subir como haces de luz hacia el universo y perderse entre las estrellas. Pero no hubo terminado de limpiar las lágrimas de nostalgia que le provocaba aquella despedida, cuando percibió una voz que le resultaba familiar, proveniente de un nuevo invitado anunciando su llegada tras de él:

—Mondongo —dijo el invitado, para luego acercarse y saludar amistosamente a mi viejo.

●●●

El frío terminó por despertar a mi abuelo. Cansado y somnolientos, soltó una risa irónica, pues no recordaba cuándo había sido la última vez que había soñado con aquellos héroes que luego de la muerte de su padre, se habían convertido en una especie de figura paterna y él, enganchado a las aventuras de caballeros que luchaban contra dioses malignos y terribles, no se perdía ninguno de los maratones que transmitían por las mañanas en la TV abierta. Las trampas de la nostalgia siempre volvían cuando se detenía a pensar en su propio final, como si fueran acompañantes inseparables del abandono.

Levantó su mirada y esta se perdió entre la infinidad del cosmos, luego dio media vuelta y centró su visión en una estrella moribunda, su brillo era pálido y los vientos solares se habían convertido en una fluctuación apenas perceptible. Desde el pequeño pedazo de asteroide en el que se encontraba y presenciando la muerte de una estrella, una sola pregunta revoloteaba insistente en la cabeza del viejo: «¿Cuán lejos estaré de casa?»

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