09: Rudos

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Es una noche tranquila en el centro comercial cuando la pareja sale en una rápida escapada nada fuera de lo común. Ir al cajero podría resultar bastante aburrido si uno lo piensa, pero con Lisa a su lado, Jennie no sabe lo que puede pasar. Siempre es un placer ir juntas en el coche, tomarse las manos por los pasillos, entrar a tontear a las tiendas y comprarle a su bebé un montón de ropa y juguetes que desee (últimamente le gustan bastante los gatitos, ya que le recuerdan a Mami) o hacer las compras juntas, con muchos besos de recompensa.

Pero definitivamente, no esperaba que algo tan desagradable sucediera.

La fila tardó más de lo usual y Lisa, curiosa como su naturaleza, se alejó al pequeño kiosko fuera del área de bancos para comprar un helado. No pueden culparla, no cuando el aroma a chocolate derretido le sedujo con tanto descaro.

Jennie le dio un beso y su billetera y así, su pequeña y escurridiza ángel hizo fila por un helado, moviendo sus talones de adelante a atrás con una tonadita inventada en la lengua. Todo iba de maravilla.

Por favor, inserte su tarjeta y no la retire hasta que sea indicado.

¡Maldición! Ocho malditos intentos de lo mismo y el cajero sigue sin leer su tarjeta. ¿Era en serio? ¡Cuando solamente llevaba una!

Jennie gruñe por lo bajo una maldición y retira por última vez la tarjeta de la ranura, escuchando un "transacción incompleta" de esa voz robotizada a la que definitivamente ya le tomó manía. Detrás suyo, una mujer de avanzada edad suspira satisfecha de que ha llegado su turno y a Jennie no podría importarle menos. Tiene el estrés por las cejas y el malhumor hasta la frente, con las manos en los bolsillos del abrigo de cachemir y la nariz medio hundida en la bufanda.

Pero todo el enojo se disipa, cuando en ese pequeño kiosko de helado, no está Lisa.

Jennie siente como el alma le abandona el cuerpo, miles de escenarios uno peor que el otro cruzan por su cabeza y avanza a pasos rápidos sobre la loseta pulida, dejando atrás los cajeros automáticos y el kiosko, únicamente buscando a su cielo entre la gente. Nadie, absolutamente nadie podría detenerla hasta encontrarla.

Llevado por el puro instinto y el miedo, llega a la zona de Arcade, pero ni un solo rastro de Lisa. Ni frente a la maquina de peluches, ni en el tapete de baile. Afortunadamente está a una esquina de la salida, a pasos del estacionamiento y ahí, cuando el frío golpea su cuerpo lleno de adrenalina y calor, la ve.

Rodeada de tres sujetos para nada agradables a la vista, visiblemente asustada y definitivamente incómoda. Uno de ellos le empuja por un costado con insistencia, mientras el segundo se burla de alguna cosa que ha repetido el tercero. Lisa se encoje en su sitio, abrazado a su propio cuerpo, negando con la cabeza.

—Ah, la niñita va a llorar...

—Si lloras es más divertido.

—Pero mira que monada, enséñame, dulzura.

Jennie definitivamente no necesita preguntar y avanza, más rápido de lo que pensó hacer nunca para apartar de un empujón al sujeto que se atrevió a siquiera tocar a Lisa. La alarma del auto contra el que impacta no es suficiente para hacerla reaccionar y salir de su ira.

Sin dudarlo, arremete en dos certeros golpes contra el tipo. Uno de ellos la toma por los hombros y tropieza, apenas capaz de escuchar un "¡Jennie!" asustado de labios de su pequeña.

El segundo en cuestión da un traspié, esquivando con éxito el revés de Jennie.

—¿Cuál es tu maldito problema? —la empuja por los hombros. El aroma rancio del alcohol barato en su aliento.

—¡No toques a mi novia! —y de un puñetazo a la quijada, cae al suelo.

Al tercero, no hubo ni que tocarlo. Salió corriendo tan pronto su camarada escupió sangre en el suelo.

—Carajo —se limpia, con la manga sucia del abrigo—. Putos niños mimados.

Jennie nunca fue una persona agresiva —al menos no físicamente—, porque realmente odiaba quedar sucia con sangre ajena o simplemente tener que tocar a otros. Según Lisa, ella era demasiado "fresa" como para esas cosas.

Pero se estaban metiendo con su Lili. Y Dios, nadie puede meterse con su Lili.

Apenas el hombre da un paso intentando levantarse, Jennie lo toma por el cuello, a la altura de sus ojos.

—Corre. Corre como la maldita cucaracha que eres o de mi cuenta corre que te quedes sin huevos. ¿Queda claro?

—¡Vámonos! —intercede el primero, desde el auto y con la cabeza sangrante por el vidrio roto.

—¡Corre, demonios!

Los dos hombres se alejan, uno peor que el otro y se pierden, saliendo del estacionamiento. Sin darse cuenta del dolor o de los golpes en sus nudillos, sin pensar en absolutamente nada más, Jennie abraza a Lisa contra su pecho, escuchándola hipar de llanto, con el corazón hecho trizas en el pecho.

—Bebé, mi dulce ángel... —le acaricia el cabello, la espalda, le besa la frente sin freno, mientras Lisa se hunde en su pecho—. Perdóname, perdóname mi cielo no debí dejarte sola.

La pelinegra atina a negar con la cabeza, más fuerte de lo que debería y se talla la carita con ambas manos, limpiando sus lágrimas angustiadas.

—Ellos, ellos querían y yo, no encontraba el auto, ya no estabas y y-

—Ya, está bien ven aquí... —sin dejarle continuar, la abraza de nuevo, recargando su mejilla en la cabeza de la menor—. Shh, mi pequeña, estás a salvo, estás conmigo...

Lisa asiente, liberando de a poco el fuerte agarre de sus manitas en el abrigo de Jennie.

—Quiero irme a casa.

Su novia asiente, besando suavemente sus labios, mientras sujeta su carita. Pero hay un pequeño problema...

El vidrio del auto, está roto. Y ese auto no es suyo.

—Uhm... Cariño...

—¿Uhm?

—Creo que debemos esperar un poquito —la mayor le despeja la frente de los cabellos negros y rebeldes—. Tengo que arreglar lo del auto antes.

Curiosa y confundida, Lisa alza una ceja con un pequeño puchero en los labios.

—¿Por qué?

—Porque rompí el cristal.

La menor abre bien grande sus ojitos, su boca y se tapa con ambas manos al percatarse del cristal roto de ese Pontiac al cual no le había puesto atención entre toda la conmoción.

—¡Mami!

Entre risas, Jennie la atrae de nuevo a su pecho.

—Shh, tú no has visto nada, no debes aprender esas cosas malas...

—¿Podemos esperar en nuestro auto al dueño de este?

—Síp, sí podemos —la mueve con cariño de un lado a otro—. ¿Pero sabes que es mejor que esperar?

Con las mejillas abultadas por las manos de Mami sobre ellas y un puchero en los labios, Lisa pregunta:

—¿Qué?

—Esperar con helado —le dio un beso fugaz en sus labios—. Vamos, compramos dos copas, de todos los sabores.

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