19: Nubes de algodón de azúcar

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¿A qué sabe la felicidad?

Depende de el momento en que le pregunten, pues hace poco, Lisa pudo haber apostado a ciegas que la felicidad sabe a la comida de mamá en invierno, dentro de muchas mantas calentitas y con su pijama favorita. Sin embargo, la felicidad que experimenta al sentir los brazos de su madre y degustar el cálido sabor de su sazón, no es comparable con la que siente a lado de Jennie: la mujer que la despierta con un beso en la punta de la nariz y un precioso "buenos días", dicho bajito, contra el oído, mientras acaricia su cabello.

Si le hubiesen dicho años atrás, que estaría en ese preciso instante de pie en la puerta, observando a su pareja jugar con el gatito que adoptó para ella, y se sentiría la persona más plena jamás existida, seguramente Lisa se habría soltado a reír, con muchas ganas, porque, "el amor es estacionario". Y qué equivocada se siente ahora, de pensarse más joven, con el corazón roto y las lagrimas secas en las mejillas, que el amor es temporal y contiene fecha de caducidad.

El amor sabe al jugo que Yerim le da por las mañanas, seguido de un besito en la frente. Sabe a las lamidas de Leo en sus manos y cara cuando ambos pequeñitos se tumban en la alfombra a jugar. El amor es cálido como la sopa de mamá, como los brazos de Jennie cuando la acerca a su pecho en las noches, en medio de algún mal sueño que la hace encoger el ceño y bufar despacito, como si alguien quisiera apartar al tesoro entre sus brazos de ella, en sueños. Se siente suave como el pelaje esponjoso de su gato, se siente bien como los besos de Mami en sus clavículas, da escalofríos como las palabras susurradas en su oído con devoción y amor impreso en cada letra que Jennie susurra con anhelo, mientras la sostiene con delicadeza y le arranca cada uno de los suspiros que pueden salir de su boquita.

El amor, también sabe a las galletas que a Minnie enloquecen, esos macarrones color pastel con crema de relleno. Sabe a la risa de su amiga al bajar de la montaña rusa mientras a Lisa le atacan temblores de nervios y las mariposas en su estómago vuelan revueltas ya ansiosas en esa bajada en picada. Sabe a caramelo, ese que queda en los labios de Mami al morder una manzana cubierta. Se siente suave, como su conejito de peluche preferido o el interior de su pijama calentita, esa que usa con los calcetines de lunares que Yerim tejió para ella en Navidad. El amor es seguro, tanto como su espacio, que puede manejar a su antojo y para su comodidad, siendo a veces un poquito más pequeño, necesitando otras más, un poquito más de atención. El amor huele al perfume Chanel de Mami, se escucha como su voz al cantarle canciones de cuna, se puede tocar con la punta de los dedos y es sedoso, oscuro, como el cabello de la mujer que le besa los muslos y hace que se muerda los labios a medida que sube, lenta y placenteramente por sus piernas, dejando besos por ahí donde va pasando, obligándole a contener entre los labios las súplicas que la lleven al éxtasis, al amor revestido de gemidos y súplicas antes de la liberación que se lleva todo de sí, pero la hace sentir tan plena.

Jennie es amor. Es rosa, púrpura, azul cielo entre sus dedos, como una nube de dulce algodón de azúcar en la que Lisa quiere sumergirse y girar, hacerse de la textura con el cielo y extender los brazos para dormir ahí por siempre.

La mujer que le toma las manos, que le cepilla el cabello húmedo, que la hace rabiar para después darle un beso en los labios y susurrarle un "te ves preciosa cuando te molestas", esa mujer que le abraza con fuerza siempre que vuelve del trabajo, es la misma que le regala un pedazo de cielo en cada caricia, que le baja las nubes en forma de algodón de azúcar, que le enseñó que el amor si puede ser infinito, si se puede reinventar día a día y sobre todo... que se puede ser feliz, que se puede tener en cielo entre los dedos y deshacerlo en azúcar con la lengua.

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