MAGDA | C'est toi.

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❛C'EST TOI❜

                           Lo cierto es que siempre encontré más placentera y pacífica la convivencia con mujeres, incluso previo a esa serie de eventos desafortunados que marcaron el inicio de mi juventud y empujaron a sentir cierta aversión al género opuesto. Me es fácil hablar con ellas, reír con ellas, salir con ellas, siendo que toda mi vida la pasé rodeada de figuras femeninas benévolas. Para mi no es sorpresa que las prefiera, si bien de vez en cuando me enfrento al dilema que significa tener, todavía, gusto por los hombres.

No obstante, en estos precisos momentos donde rememoro que la raíz debe originarse en días pasados, admito para mis adentros que la presencia de Jamie la hallo revitalizante, curiosamente complementaria a mi persona; si bien mi percepción sobre Jamie puede estar influenciada por la calma que me dota su aroma a madera o por la inefable naturaleza de la familiaridad que me provoca, en mi mente se cimenta la percepción que tengo de él, la de un hombre de honor y de acción, que sin embargo me despierta ternura, contraria a la imagen de guerrero escocés que da en un primer vistazo.

Subida al caballo en compañía de Sam, que insistió en tomar asiento delante mío para intentar manejar las riendas del caballo, me encuentro riendo ante la plática de Jamie, que se encarga de relatar a Sam la azaña en la plaza del pueblo, si bien intenta eximirme de cualquier tinte rebelde que vaya contra el de puritana, pese a que intuya que mi hermana no obraría en mi contra.

—No intentes hacerla lucir inocente, sé que es una diablilla —dice Sam, con los ojos entrecerrados ante la parsimonia con la que Jamie admitió liberar al niño, pero sin incluir la parte donde lo convencí de hacerlo, mientras yo armaba la distracción con la simulación de un desmayo, que ha causado que me duela la cadera por la caída—. Dígame la verdad, señor MacTavish. No voy a enojarme.

Jamie sonríe, sin ceder, pese a que el tono de voz de mi hermana viró de jocosidad a severidad en un santiamén, un truco suyo de interrogatorio—. ¿Cómo habría hecho algo su hermana, lady Dubois? —inquiere, igual de perspicaz—. La vió, se desmayó...

—Ya sabes que no tolero ese tipo de cosas —Le sigo la corriente, burbujeante de entusiasmo por haber incidido en favor del niño, condenado de manera injusta por robar alimento, ¡Y pensar que pudo ser peor, del procurador fiscal haber escuchado al pastor de la iglesia! Una barbarie, a mi parecer. Comienzo a recordar la sensación que provoca una pequeña victoria, donde después de un intenso debate interno, paso a la acción y tengo éxito. Le sonrío a Jamie, más amplio de lo que alguna otra vez he hecho, en agradecimiento; algo cambia en su expresión y lo veo inflar el pecho, como en orgullo, pero aparta la mirada tan rápido que me es imposible dilucidar el motivo—. ¡Fue una suerte que Jamie estuviera ahí!

Sí, creo que es un buen hombre, como para protegerme de mis acciones ante mi propia hermana. Entonces mi sonrisa se ensancha por el nacimiento de un nuevo sentir, el del alivio, cuando al ir por un sendero colina arriba Jamie nos indica que estamos cerca de la Iglesia Negra, lo que me permite reflexionar, envuelta por la naturaleza que reclamó su lugar tras las manos antropomórficas abandonar el recinto, pues no sería yo de no repasar intensamente los hechos para someterlos a la lógica.

En el siglo de mi condena, soy apuntada por la pena de ser ignorada, por ser desertora, por ser rebelde, por estar mancillada, incluso mis sentencias persiguiéndome de Inglaterra y Francia hacia Escocia, como sucedió en la llegada a Inverness al ser reconocida en un bar por un muchacho universitario con espíritu libertador que, sin embargo, no creía en la liberación de las mujeres. Aún así, esta es, en efecto, una Escocia distinta, oprimida como en otros doscientos años más, pero con la única diferencia de que nadie está al tanto de mi existencia.

Y los pocos que lo están, no han hecho más que dotarme protección, gracias a Samara. Es otra Escocia, una donde la violencia puede ser más evidente, pero ahora veo que no es tan distinta a como lo es en el futuro, tal cual ha dicho Sam. De súbito, observo cómo me es arrebatada una venda de los ojos, haciéndome posible compaginar las similitudes entre aquel tiempo que creí más avanzado y éste, mal pensado como arcaico. Y es gracias a eso, que aprecio mejor este lugar al que hemos caído.

De estar mamá con nosotras me imagino sanando sin tantas trabas, como teníamos planeado al armar el viaje. Es este nuevo ambiente la pieza faltante a lo que necesitaba para abrirme, para considerar en serio que necesito de la integridad de mis facultades mentales y hacer algo por ello. Si estuviera mamá, todo sería perfecto; pero si todo sale bien y volvemos a nuestro tiempo, no puedo evitar pensar que sería mejor sanar y, al reencontrarnos, que vea una nueva imagen mía, una que no sólo despierte en ella el instinto de cuidarme de cualquier toque.

Llegando a la Iglesia Negra, donde el pequeño Tammas Baxter cayó poseído, no veo ningún indicio de que el lugar sea una tumba a cielo abierto. Nos encontramos con ruinas de piedra, que dan apenas si un vistazo de lo que en tiempos pasados sería una bonita, aunque pequeña, iglesia. Externando el mismo pensamiento, Claire se pronuncia, a lo que Jamie responde:

—Dicen que Satanás es listo —apunta, quitándose su gorro y guardándolo en el cinto que sostiene su kilt—. No atraparía muchas almas desprevenidas si pusiera trampas en ciénagas y túneles.

—Las ciénagas tienen encanto —digo, pasando a Sam, Jamie y Claire, esta última en busca del verdadero motivo por el que Tammas y Lindsay enfermaron. Bastante noble de su parte, pienso, siendo que alguien debe intervenir para salvar al niño—, ¡Hace mucho me habría atrapado!

—¡No lo dudo! —Escucho que Jamie acepta, conforme yo voy pasando por la entrada en arco, pequeña en altura, para explorar por mi cuenta.

Siguen hablando en voz alta, plática que escucho sin poner particular atención, temiendo que mi lengua me traicione y externe mi renuencia a aceptar la idea de que al niño lo haya atacado el diablo. Tengo que tener precaución, bien me lo ha dicho Sami. Debido a eso, me dedico a observar la vegetación que recubre las paredes de la iglesia, subiéndome a rocas y saltando de ellas como haría cualquier niño, si bien soy una adulta que hace mucho tiempo atrás dejó de hacer cosas infantiles.

No obstante me detengo, captando algo que sí me llama la atención, que es la mención del ajo de oso. Al ver que Jamie acepta mostrarle a Claire de dónde sacan el manjar que comen para poner a prueba su hombría, me acerco interesada, dando saltos para llegar al mismo tiempo que ellos.

La planta que Jamie señala está al costado de una de las paredes, en penumbra. No hay flores a la vista y, pescando una hoja con la mano, la aplasto en busca del olor aliáceo del ajo de oso. Sin embargo, este aroma no aparece. No puedo evitar fruncir el ceño, encontrándome pronto hincada en el suelo junto a Claire, que analiza la hoja de la planta; mas yo voy un paso más allá en la identificación, tomando el tallo de la planta y tirando de él, para revelar la parte subterránea.

Así como el olor aliáceo de los Allium no me recibió, tampoco lo hacen los característicos bulbos de la familia de las amarilidáceas a la que pertenece aquella supuesta planta que Jamie señaló. Es, sino, un rizoma lo que tengo ante mis ojos.

—Es muguet —digo, viendo a Claire, que ante el nombre luce confundida, mas no lo está Samara, que reconocería al instante por el nombre a aquella flor que regalamos el primero de mayo en Francia y por el que tantas veces hemos ido al campo a recolectar—, o lirio de los valles. Convallaria majalis.

—¿Muguet? —inquiere Jamie, con una sonrisa, recargado contra la pared—. Nunca lo oí nombrar.

Asiento—. Símbolo de suerte y felicidad, cosa que no parece haber traído a muchos niños de aquí, sino más bien muerte y pesar —musito, suponiendo que Tammas debió comer esto para terminar en cama. Rebusco en las grandes bolsas del vestido para sacar mi diario y, una vez lo tengo en mis manos, me permito poner la planta en él—. Sirve para tratar algunos padecimientos, pero no le quita que también sea malo para la salud.

—El lirio de los valles no es nativo de Escocia —sentencia Claire, cosa que me hace fruncir el ceño aún más profundo. Niego, murmurando en voz baja que, de hecho, sí se distribuye naturalmente en Escocia, si bien no tan al norte—. Los monjes que construyeron esta iglesia, ¿De casualidad eran de Alemania? —pregunta, de igual manera tomando un pedazo.

Jamie parece confundido—. ¿Alemania?

No entiendo el motivo del desconcierto hasta que veo que Samara niega en mi dirección. Mis pobres recuerdos de historia logran entrar en la sinápsis de mi cerebro, para recordarme que la Alemania que conozco surge hasta el siglo veinte. Samara y yo compartimos una intensa mirada y, como si tuviera el don de la telepatía, logro entender sus sospechas de que Claire tampoco debe ser de este tiempo.

—Quiero decir, de Prusia —Se corrige, apenas quedando rastros de su mal desplante. Eso no evita que a mi hermana se le escape una pequeña risa, siendo que su nueva respuesta no debe ser correcta, de todos modos.

—Sí —dice Jamie, pese a ello.

—Por supuesto —Finalmente acepta, como si la identificación de la planta no fuera suficiente para suscitar su accionar.

Lo siguiente que sucede es que los tres nos encontramos siguiendo a cuestas a Claire, que parece lista para regresar al pueblo y curar al niño. Jamie se apresura a ayudarnos a subir al caballo y, retomando su lugar con Claire, nos damos prisa para llegar con la familia Baxter.

Una vez a las afueras de la casa en el pueblo, Claire se abre paso sin pensar dos veces. Mientras tanto, los tres permanecemos afuera, con los caballos.

—¿Está bien instruida en la botánica, lass? —inquiere, con una sonrisa, cruzando los brazos delante del pecho.

—Sí, es algo que me gusta... —Asiento, yendo a recargarme en la pared y, por accidente, en el proceso chocando con el costado del torso de Jamie, en mi intento por apoyarme en algo sólido. Doy un sobresalto, pero la cercanía no parece molestarlo, por lo que procuro mantener la compostura; fue un accidente, ciertamente, así que solo me acomodo a su lado como si nada hubiera pasado—. Le tengo cariño a las plantas, a mi madre le gustan. Sus favoritas son las nomeolvides.

—¿Y las suyas?

—¿Las mías? —repito, con desconcierto. Él asiente, viéndome de reojo desde las alturas, siendo que es un gigante a mi lado—. Oh... Bueno, las bismalvas me gustan mucho... —Medito mi respuesta por un segundo, mas satisfecha, reafirmo—: Sí, esas me gustan, también se las conoce como alteas... Son blancas o rosadas, con el centro morado y parecen estar empolvadas... Con sus raíces se puede hacer un dulce, el pâte de guimauve¹. Pero también significan templanza, supongo que me gustan porque es lo que me hace falta.

—¿El dulce o la templanza, lass? —pregunta, provocando una corta risa de mi parte. Muevo los labios para formular un avergonzado: ambos—. Me parece que no está lejos de tener temple, pero eso lo digo yo...

Sonrío—. Lo aprecio —Y antes de que se acostumbre a mi buen humor, temiendo que éste en cualquier momento me abandone, me apresuro a añadir—. ¿Y a ti cuáles te gustan?

Tarda en contestar, manteniendo los labios fruncidos en el tiempo en que parece pensar bien sus palabras.

—El cardo —dice, satisfecho—. Pero si llego a cambiar de parecer, le avisaré, porque me temo que no sé qué significan.

—Depende —En mi mente cruzan los violentos augurios de la flor, que van desde la venganza a la misantropía, pero sintiendo un vuelco en mi corazón, me encuentro callando cuando estoy por decir aquello y, en cambio, corrijo lo que iba a ser mi negativa respuesta—, generalmente significan austeridad. Me parece también que es algo muy escocés de su parte que el cardo sea su flor favorita.

—Es cierto —corrobora, riendo, de repente volteando a ver con curiosidad a la entrada de la casa de los Baxter, donde el pastor sale de la casa, airado y sulfurando.

Tras un rato, no es sorpresa. Claire sale con una mirada de suficiencia, por lo que intuyo que ha tenido éxito curando al niño. Después de eso, sin un intercambio extenso de palabras, no tardamos mucho en regresar a Leoch, donde Bonnie Mai nos recibe a la entrada, con Nessie dormida en sus brazos.

—Me preocupaba que no llegaran, iba a ir por ustedes yo misma —Ve a Jamie con severidad, una que no dura más que unos segundos para ser reemplazada con una sonrisa de agradecimiento—. Vengan conmigo, quiero mostrarles algo. Gracias por traerlas, Jamie.

Cuando me dispongo a seguirla, a ella y a Samara, que se le pega enseguida, una mano sobre mi hombro me detiene—. Te apartaré un buen lugar esta noche... Habrá otra presentación.

—Lo apreciaría —digo, con una minúscula sonrisa, descubriendo que dicha sentencia se asemeja más que cualquier otra a mi estado mental actual—, gracias, Jamie.

















¹ Versión francesa del dulce de halva, de Oriente Medio, que incluye un merengue de clara de huevo y a menudo se condimenta con agua de rosas.

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