MAGDA | Quatorze juillet.

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

❛QUATORZE JUILLET❜

                            Escocia sigue siendo cuál mi madre la describió cuando nos contó la historia de cómo conoció a mi fallecido padre: fría por el clima usual y cálida pero agobiante por los habitantes que de recato no tienen mucho como esperan de los demás. Para ese momento de 1939 en que ella caminó por las calles de Inverness sin saber que la guerra estaba por cernirse y que se toparía con el hombre que nos engendraría no mucho tiempo después, han pasado treinta y un años; aunque para haber sido relativamente breve su visita antes de correr a Francia, mamá conoce ésta parte de las Tierras Altas como si de la palma de su mano se tratase.

—A decir verdad... —dice mamá, con la mirada perdida en la continuidad de la vereda, esta que nos conduce al centro de Inverness—, cuando estuve con su padre aquí, nadie era muy amigable... Imagínense... Minas de problemas cada metro cuadrado, y solo dos personas para luchar...

—Tonterías —suelta Samara, bastante molesta; mamá le lanza esa mirada de advertencia en la que solo pide que modere sus palabras. Aunque estando ella molesta, no hay mucho que pueda hacer su mirada intimidante, porque lo ha estado conteniendo desde el bar, o más bien, desde el incidente en el bar; para ella, a su criterio todos los escoceses hoy en día son poco amigables, y que mamá saque a la luz su amarga experiencia, no ayuda a sus sentimientos—, con solo echarle un vistazo a cómo trataron a Magda, que fue como la mierda misma, no es desconocido que siguen atrapados en esos tiempos.

Hago un ademán con la mano, restándole importancia, recibiendo un bufido de su parte. Ciertamente, ella está más enojada por eso que yo; y es que siempre he tenido problemas de ese tipo, por lo que ya nada de lo que digan me resulta hiriente. Es más, lo siento tan repetitivo que cansa.

—No es sorpresa, Sam —Le echo un vistazo al centro de Inverness, al que hemos llegado casi que sin darnos cuenta: aún mantiene esos aires de antigüedad en las calles, aunque el término de ciudad le esté pisando los talones, y es tan tranquilo que por un momento dudo de estar pisando el centro de la capital histórica de las Tierras Altas—. Pero reconozco que han sido más suaves que los ingleses, de los que no sabes cuánto tuve que lidiar con ellos... ¡O los mismos franceses! Nada más mirar el hecho de que fuimos de los últimos en otorgar el derecho a voto, o que seguimos luchando por...

—Tienes un punto —Me corta. Menos es sorpresa que a Samara no le gusta pensar mucho en esas pequeñas cosas que le afectan la imagen que tiene de la Francia, de esa señora eternamente revolucionaria, que en realidad no tiene mucho de eso si se da un vistazo a la actualidad—, pero eso no me quitará lo molesta.

Caminamos por el centro de Inverness casi que sin decir una palabra. Sam no menciona ningún lugar histórico que quiera visitar y lo agradezco porque no estoy de ánimos para cátedras, así que nos limitamos a realizar un recorrido turístico con el único fin de adquirir productos totalmente innecesarios. Y es que, siendo adultas competentes con una vida asentada y que solo se están dando un respiro, ¿Qué puedes encontrar en un lugar extranjero que no tengas ya? O, al menos, eso es lo que digo yo.

Porque, cuando me doy cuenta, mamá ya está encantada con un florero de plata que visualiza en el escaparate de una tienda de antigüedades. Y es ahí donde Samara la insta a ir por ello si es que lo quiere tanto, cosa que la convence sin mucha insistencia; pero antes de que entre a la tienda, alcanzo a percibir cierta duda en ella cuando su mano toma el picaporte y mira el florero, con los ojos brillantes, como si, en realidad, ella quisiera algo más que el florero. No obstante, si mis observaciones son correctas, no lo sabré, porque mamá sale rapidísimo de la tienda con el cachivache en manos y una sonrisita encantadora, sin decir nada, y vamos tras el llamado de nuestros estómagos por un refrigerio.

Nos decantamos, como gusto culposo, por pastelitos. Oooh, es que Escocia, a parte de bella, tiene postres deliciosos que solo puedo comparar con los que tiene Francia, mi Francia natal que ahora mismo me duele como si fuera yo, en vez de ésta, una madre viendo a su mal hijo, decepcionada del pequeño monstruo que está ahí, berreando, testarudo, porque ha sido criado tan bien que duda estar mal de lo que cree. Es aquí, con mi pastel de chocolate con menta en la mano, que caigo en la tristeza.

Nunca he sido buena comparando poéticamente. Las cosas terminan así, como mi comparación de los pasteles entre dos países que terminó con mis evidenciadas frustraciones que me han llevado al caos total y, por lo tanto, a la desestabilización. Samara recalca éste hecho cada vez que lo dejo salir a la luz, porque le resulta gracioso que todo sea triste al final, o trágico. Mamá dice, no tan alejada de eso, que es la maldición de mi nombre lo que me hace ser tan triste.

—Tendré que medir mi glucosa más tarde —dice mamá, riendo como un niño que se ha salido con la suya. Ve su pastel con ojos brillantes y, pronto, también dirige una mirada al escaparate de cristal donde están los postres guardados.

Mamá siempre ha sido misteriosa, y no solo por los recuerdos que Sam a veces me cuenta, ambientados en un lugar extraño que no soy capaz de ubicar con mis conocimientos, con papá al fondo de todos y cada uno, porque los míos se desarrollan en el departamento de mi madre en Francia, sin mi padre presente, y eso no lo encuentro raro, pues me parece natural su mudanza tras la muerte de mi progenitor. Es, en cambio, misteriosa por su manera de ver las cosas, como si sus ojos, postrados en el hoy, vieran más allá, más atrás, a un algo que no comprendo. No obstante, no me molesta, porque no hay razones por las cuales estarlo; su vida siempre ha sido difícil de comprender y difícil de saber, porque ella así lo ha decidido y lo entiendo perfectamente, pues yo tampoco soy el ejemplo de transparencia en lo que respecta a contar lo que he presenciado, en esos tiempos en que no estamos juntas.

Por ello y por más, me quedo callada al notar que revisa su cartera de piel por debajo de la mesa.

—No estás enferma, mamá. Un pastel no te hará daño —puntualizo, apenas dando un mordisco al mío; es, hasta cierto punto, reconfortante sentir lo dulce acariciar mi boca.

Mamá deja de hurgar en su cartera para prestarme atención. Sonríe, encantadora; si todos fuéramos super humanos, oooh, mamá tendría el gran don de enamorar a cualquiera que la viera. Resulta embriagante su sonrisa, su mirada, su voz... Cómo si quisiera contarte una historia, una manejada a su manera. Niego al instante para esparcir mis traicioneros y conspirativos pensamientos.

—Pero uno casi todos los días sí que lo hará —El tono suspicaz me hace verla con otros ojos, con los de un cómplice sin condena—, y yo necesito estar bien hoy, porque el futuro es incierto...

—‘Y solo puedes predecirlo anotando tus pasos’ —completa Samara. A ella le encanta esa frase, que mamá nos recita desde niñas, invitándonos a ser dueñas de nuestra vida entera—. Me parece bien eso, porque hoy vamos a subir a Craigh Na Dun, ¿No es así? Y debes de estar en todas tus facultades para eso...






















                                Craigh Na Dun es el lugar en el que convergen nuestros intereses, el lugar ideal para estar en paz por una vez en la vida. Venimos solas a la colina a las afueras de Inverness en donde se encuentra un círculo de piedras similar al de Stonehenge, a tan solo unos minutos en auto, el cual mamá nos ha contado que le encanta desde que vino con papá, aunque una sola vez.

Emprendemos la subida a medio día, cargando cada una un bolso, como si fuéramos a pasar la noche, aunque es más bien producto de nuestra necesidad por estar preparadas ante todo. El sol está en lo alto, pero eso no evita que suba con ánimos y corone la fila; estoy en el territorio en qué me desenvuelvo mejor que ningún otro, en el territorio el cual comenzaba a sentir lejano.

—¡Espera un momento, Magda, cariño! —gime mamá, cansada, con una mano sobre su costado derecho que le ha de doler. Me detengo abruptamente, a la mitad de la empinada, causando que rueden pequeñas piedras sueltas en el camino—. Tendrás que comprender que no estamos acostumbradas...

—¡Perdón! —Bajo el tramo que me adelanté, al momento en que ellas toman asiento sobre unas piedras de considerable tamaño, al costado del camino—. Me emocioné un poco. ¿Están bien?

Mamá asiente, recuperando el aliento a grandes bocanadas de aire, pero Samara no comparte la experiencia. Ella se apresura a sacar una botella de agua, y antes de que pueda advertirle sobre lo peligroso que es tomar demasiada en su estado, ya ha precipitado el agua al interior de su boca.

—Cuidado, Sam, o morirás antes de subir lo que resta —Samara deja de beber, teniendo las mejillas hinchadas por la que aún tiene dentro, y me mira confundida, sin saber a qué me refiero. Le hago una seña a la botella y se apresura a tragar el líquido en su boca y a moderar sus sorbos—. Así está mejor. Un día más de vida.

—¡Magda! —reclama, con una risita. Se ha relajado y mamá vuelve a tener el mismo semblante del inicio, ese decidido a llegar a la cima.

—¡Andando, ya que estamos bien! No hace falta mucho.

Mamá se levanta primero, con las piernas temblando, antes de caminar y rebasarme para ir enfrente. Seguimos, pasando por un mirador hecho de piedra, girando y volviendo a encontrar el paso de tierra. Apenas vamos por la mitad del último tramo, cuando ya somos capaces de observar las puntas de las grandes piedras.

Ninguna dice nada cuando llegamos a Craigh Na Dun y tomamos rumbos diferentes en lo que respecta a la exploración. Yo me detengo un rato a observar las piedras, esas que están regadas por toda Europa y por todo el mundo, y que no parecen tener una función similar entre sí: unos dicen que son centros ceremoniales, otros que son lugares donde se puede aún estudiar al universo, y otros más bizarros afirman que son lugares con altas concentraciones de esa cosa llamada magia o donde los extraterrestres aparecen.

Estas no son particularmente colosales pero sí dan a pensar cómo alguien pudo subirlas hasta aquí y colocarlas en tales disposiciones. Hay unas más pequeñas que otras y unas son moteadas, con líneas curiosas de colores tenues por la corrosión del ambiente. Otras tienen manchas de mica que reflejan el sol con bonitos destellos que me invitan a tomar una foto para capturar la alegría que me transmite el lugar. Todas las piedras son notoriamente diferentes y eso me gusta.

Pero no son las piedras las que llaman mi atención conforme las detallo, sino el llamativo conjunto de plantas que está a los pies del monolito central. Son nomeolvides –O Myosotis, afirmo por el color azulado, hincandome frente a ellas, decidida a encontrar la planta de menor cantidad de racimos para examinarla mejor sin alterar la disposición del grupo; una vez la encuentro, cierro mi mano firmemente a la altura del tallo y la saco de la tierra, con cuidado para no dejar atrás las raíces.

Es una herbácea de especie perenne, que por su crecimiento en la pradera de la alta montaña y en medio de este clima frío, sé que se trata de una Myosotis alpestris. No es muy alta, alcanzando máximo el tamaño de una regla, y acostumbra a crecer en grupos de varios individuos. Tiene un rizoma corto y grueso, negruzco, del que, no obstante, brotan numerosas raíces largas y carnosas, mientras que los tallos son cilíndricos, curvados en la base y ramificados en la parte superior. Las hojas son lanceoladas, mientras que la inflorescencia se presenta en forma de densos racimos terminales con flores pequeñas y perfumadas dulcemente, con pétalos de color rosado en las flores más tiernas que veo, mientras que en las maduras son entre celestes y azuladas.

Me dispongo a guardar el ejemplar en medio de unas hojas blancas de mi diario, cuando escucho las pisadas de mamá y Samara cerca de mi posición.

—¿Qué tienes ahí, Magda? —pregunta Sam, tomando asiento cerca mío, y mirándome con atención.

—Una nomeolvides —Mamá responde rápido como una bala, sentándose a su lado—, ¿No tenías ya una de esas en tu diario?

Niego—. Ésta es otra especie, es una Myosotis alpestris que, como su nombre lo dice, crece en las tierras altas —Samara entorna los ojos con cierto disimulo porque, así como yo aborrezco las cátedras históricas, ella no tolera las relacionadas a ciencias naturales.

Mamá forma una sonrisa bobalicona.

—Las flores del amor desesperado... Y también de los eternos amantes —dice, suspirando, con la cabeza sobre el hombro de Samara—. ¿Triste, no es cierto?

—Lo es —afirmo—. Pero nosotros forjamos nuestro futuro, ¿No es cierto? Luchamos por lo que amamos.

—Así es, querida... Así es.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro