MAGDA | Un étranger.

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

❛UN ÉTRANGER❜

                        —¿Es de usted la sangre? —La pregunta suena inocente y boba saliendo de mi boca, pero ya es tarde para tratar de contenerla y quedarme con la duda el resto del camino o hasta que el hombre detrás mío desfallezca. Es más, llevo tratando de evadir el tema desde que subí al caballo y bebí su cegador licor, pero la constante visión de sus grandes manos manchadas de sangre sosteniendo las riendas del caballo me revuelve el estómago y, por si fuera poco, también la consciencia, esa que está atada a borrosos recuerdos como única herramienta para conocerme por completo.

Trabajar con muestras de sangre en La Salpêtrière¹ es una cosa por completo diferente a tratar con la sangre de heridas abiertas sabrá quién cuán profundas y la causa de estas. Está demás aclarar que me dan terror los pobres sin suerte cuyo cuerpo fue agujerado y del cual brota incontrolable el líquido carmín de vida y sentencia a muerte.

—No toda, al menos —responde Jamie, con una risa que intenta aligerar la carga de dar a saber que está herido. Volteando para mirar por encima del hombro, distingo, aún si está cubierto por el tartán, una mancha rojiza de gran circunferencia que se va oscureciendo con el contacto del oxígeno, cerca de la clavícula derecha—. ¿Se ve tan mal, lass? Porque parece estar viendo un fantasma, si bien me permite aclarar que no moriré hasta confesar.

—Pues vaya confesando —murmuro, sin detener a reparar en mis palabras. La sangre que a él se le escapa me llama a que, del mismo modo, palidezca y amenace con desmayarme; tratando de ignorar las náuseas, levanto la mirada hasta encontrar que Jamie me observa, con gracia y tal vez un deje de extrañeza—, porque si sangra así por más tiempo será más fantasma que hombre y yo estaré en el suelo, donde he encontrado refugio estos días.

—¿Y qué sugiere entonces, señorita Dubois?

—Detenernos para limpiar esa herida, si bien me odien por retrasar, mas no por intento de asesinato —digo, volviendo a la posición inicial al sentir el quejido de mi espalda por la mala postura. Si Jamie va a hacerme caso o no, lo desconozco, pero estoy dispuesta a esperar pacientemente una señal, si bien ruego que sea antes del anochecer, que no debe estar lejos de caer por cómo avisan los ruiseñores con su canto, cada segundo más imponente al de otras aves diurnas.

Tal como predijeron las avecillas, no pasa un largo tiempo tras la conversación cuando el cielo de color azul pálido grisáceo comienza a motearse y oscurecerse. Es ahí que, sin alzar la voz ni alertar de su proceder al clan, Jamie orilla el caballo y baja deslizándose de éste, casi que cayéndose por lo tambaleante de su postura, aún así tendiendo la mano sana en mi dirección para ayudarme a bajar, la cual acepto. El resto del grupo no avanza más que un par de metros hasta que se detienen y, de igual manera, bajan para rodearnos, murmurando sobre la razón de ésto, mas pudiendo adivinar por el estado de su compañero, que parece más alcoholizado que herido.

—Espero no haber dado la impresión de estar ignorando sus sugerencias, druida —comenta entre jadeos, tomando asiento sobre un tronco caído—, le tengo el mismo respeto a su poder como a la sangre que debe ir dentro, de preferencia, en alguien malherido. Pero necesitábamos avanzar para ganar tiempo a los casacas rojas, que deben haber enviado patrullas hacia toda dirección por el altercado con su hermana druida, antes de preocuparnos por detalles menores.

—Detalles menores —musito, incrédula. El dicho de que el orgullo es lo más grande que encontrarás en Escocia –además de los mantos acuíferos que, en lo personal, me causan mayor simpatía– cobra sentido—. Mientras no se desangre... ¿Me permite ver?

Jamie asiente, quitándose el tartán y dejándolo reposando sobre sus piernas, procediendo a descubrir el área, sucia y enrojecida por la sangre. Me es necesario aspirar e inspirar múltiples veces antes de regresar la mirada, que aparté como si el más grotesco escenario estuviera ante mis ojos. Dejándome caer sobre las rodillas frente a él, procedo a retener el aire en mis pulmones e inspeccionar la herida con ojos de alguien que solo tomó primeros auxilios porque era curricular en la carrera por si en las salidas llegaba la desafortunada ocasión de tratar con algo similar, y que en el trabajo se vio obligada a leer los manuales de procedimientos con tal de no morir de aburrimiento en esas horas sin mucho que hacer.

—¿Es herida de bala? —inquiero, inspeccionando la entrada, requiriendo de alzarme ligeramente para ver que en la espalda se encuentra el orificio de salida, más arriba de lo que son el final de unas largas cicatrices. Él asiente—. Bien... —No estoy en blanco, sino que me detengo a pensar qué decir sabiendo que están impacientes por llegar al destino y únicamente deben estar dejando pasar ésta parada porque se trata de uno de los suyos—, solo me voy a asegurar de que llegues bien para un mejor tratamiento, no creo tardar mucho en vendarte... Disculpen, caballeros, ¿Tendrán agua que pueda utilizar para limpiar la herida?

Lo último lo digo dirigiéndome al resto del grupo, al cual observo de reojo, mientras procuro no sonar demandante pese a que la palabra caballeros suene tan teatral como tirando a lo bobo; mas lo hago así porque no me resultaría sorprendente si alguno de ellos se enoja si llego a utilizar el tono incorrecto al hablarles. Si tuviera una moneda por cada vez que un hombre estuvo furioso conmigo, ya me habría ido a toda Australia de viaje de campo, aunque ahora esto fuera imposible dadas las circunstancias. El único hombre que se hinca al lado de Jamie asiente y me tiende una cantimplora llena hasta poco más de la mitad, me atrevo a deducir por lo poco que pesa una vez en mis manos. No es suficiente para limpiarlo y el alcohol que tienen no haría más que fijar la suciedad en la herida, pero a escasez de recursos, me encuentro elaborando un plan B a toda máquina.

Un poco más alejada del resto, junto a los caballos, veo a Samara probablemente en estado de negación para acercarse, con el rostro tan pálido por la situación que solo puede compararse con el mío. Estoy rompiendo el récord del tiempo que tolero ver heridas así de abiertas, pero requiero de forzarme un poco más si es que quiero acabar con el martirio.

—¿También podrían darme alcohol?

Uno de ello, el de larga barba castaña y estatura baja, suelta un quejido, pero únicamente necesita una mirada de Dougal –quien permanece con los brazos cruzados, intercalando el chequeo visual entre Claire y yo– para obedecer y darme la cantimplora de piel.

—Nos iremos tan pronto detenga la hemorragia y la cubra, que aún quedan veinticinco kilómetros... De cinco a siete horas de viaje —dice Dougal, dando media vuelta para ir hacia su caballo y tomando a Claire del brazo para que vaya con él. Escucho unas recriminaciones por parte de la mujer, que informan sobre la necesidad de que Jamie tome un descanso; y, aunque sería bueno, también sería bueno irnos pronto para que cierren la herida como sea posible.

Volviendo mi atención al hombre, me decido a quitar los residuos más grandes con el alcohol, como hice con nuestras heridas superficiales en la cabaña, y de éste modo dejar un amplia área alrededor de aparente limpieza, y así proceder a verdaderamente limpiar con la poca agua. En mi bolso todavía quedan un par de trozos de tela cortados de mi falda, por lo que decido usarlos para detener el flujo de sangre que forma ríos de diluido color al entremezclarse con el agua que eché en su hombro.

—Tienes suerte, fue una entrada limpia —digo, viendo la tela teñirse de carmín y teniendo que hacer un gran esfuerzo para contener las arcadas previas al vómito. No obstante, la presión que ejerzo parece ser suficiente porque, al apartar las vendas improvisadas, la herida no gotea más. Con pena por la relativamente corta vida de mi falda, rasgo otra tira de tela para vendarlo, tras poner sobre la entrada y salida de la bala un trozo de tela en sustituto de gasas, y así poder retomar pronto el camino—. Pero te ves pálido y debes estar mareado... Unas horas más y estarías comprometido...

—¿Comprometido? —Suelta, con una sonrisa simpática con la que parece querer ahuyentar todo rastro de dolor, apenas deteniéndome a pensar en la mueca que tenía cincelada en el rostro momentos antes. Hace amago de tomar la botella con alcohol, mas la aparto y le tiendo la poca agua que quedó, regresándole al hombre su cantimplora de preciado licor.

Asiento—. Sí, comprometido con la muerte —Me alzo del suelo, sacudiendo de mis rodillas la tierra y al fin pudiendo respirar en paz, sin el metálico aroma de la sangre dándome cosquilleos. Le tiendo una mano para ayudarlo a levantarse—. Toma el resto del agua, el alcohol te hará mal... Ya estás listo para seguir montando.

—Gracias, lass. En verdad.









































                         El Castillo Leoch. La última vez que estuve en las ruinas –que de ruinas no tiene nada y se alza magnífico delante, con cabañas de madera y piedra rodeando la edificación y personas entrando y saliendo, viéndonos con cierta curiosidad– mi madre estaba con nosotras, creí ver a un escocés desorientado y después tuve un ataque que solo calmó una ilusión de fulgor rojizo y aroma amaderado.

Así pues, es tan triste como cierto que entre ese momento y éste nos separan siglos y las circunstancias son totalmente diferentes, puesto que hemos llegado a éste tiempo por una fuerza extraña, externa y sin duda superior, porque requerimos de huir para salvaguardar nuestras vidas y de paso mentir de una u otra forma a una bola de extraños para obtener su ayuda, además de cruzar un camino tan largo que en otro tiempo realizaríamos subiendo nada más a un automóvil y siguiendo la carretera.

Y, por más que desearía levantarme y poner manos a la obra para resolver ésto tan pronto como sea posible y así retomar la búsqueda de mamá, me veo traicionando hasta mi identidad esperando que todo se solucione en un abrir y cerrar de ojos y que, la próxima vez que de mis cuencas se escapen gruesas lágrimas amargas, sea porque alguien vino al rescate, jurando que se trata de un malentendido y todo esto es falso, estando nosotras lamentablemente en medio.

Pero esa añoranza se va quedando atrás con cada paso que nos acerca al Castillo Leoch y más pienso en que cada detalle del lugar me sería imposible de imaginar a partir de una sola visita al lugar, teniendo mis sueños una compuerta de la cual no tengo el honor de poseer llave. Con tantas cosas y personas cubriendo lo que sería después vacío y ruina en los años 1970, soy incapaz de guiarme entre mis recuerdos para saber cuál es el siguiente paso a dar. Hemos llegado a primera hora de la mañana y el frío insiste en rodearnos cruelmente; Jamie baja del caballo tras cruzar la puerta del castillo y me veo teniendo que abandonar la coraza hecha de tartán y a tener que exponerme a los ojos de la gente que ya debe juzgar lo poco que nos cubre a las únicas tres mujeres en el grupo recién llegado.

Absorta en tener que caminar por el lodo para llegar a algún lado, no habría reparado en que Samara está a mi lado de no ser por la capa que pone sobre mis hombros y que nos cubre a ambas, causando que andemos tan juntas como seguras de que nos tenemos la una a la otra en medio de extraños.

—Se ve totalmente diferente —murmura, sin preocuparse por que escuchen algo raro en la conversación. Todos están metidos en sus asuntos, pues han llegado a su hogar después de quién sabe cuánto tiempo; no obstante, noto que Broc y Jamie se quedan cerca, aún junto a sus caballos—. Éste viene siendo el lugar donde te quedaste en la excursión, creo...

—Dudé un momento de que fuera así... Se veía más bonito cubierto de pasto —admito, deteniéndome y provocando que Sam también lo haga y me vea extrañada. No sé qué procede en éste momento y no le veo el caso a seguir caminando sin rumbo fijo, así que pregunto—: ¿No hay que esperar a que nos dejen pasar?

Samara asiente, despabilando, y reparando en alguien –una mujer– que camina hacia el grupo con una amplia sonrisa adornando su enrojecido y robusto rostro amable, llamando a uno de nuestros acompañantes Rupert y procediendo a hablar con él. La señora tiene el cabello rubio cenizo bien acomodado bajo un sombrero de tela color blanco, por lo que intuyo que ella trabaja aquí.

—Se me pasó —dice, como modo primitivo de disculpa acompañado de una sonrisa avergonzada—. Tal vez debamos presentarnos con ella.

Cuando la mujer acaba de recibir a los hombres y les indica que un desayuno los espera en las cocinas y solo deben ir a servirse, ella se percata de nuestra presencia y la de Claire, viéndonos con recelo y detallando la escasa ropa que nos cubre, a comparación de ella y todas las mujeres que están en éste patio. No avanza más que unos pasos, para detenerse a donde Broc.

—Señora Fitzgibbons, ella es Claire Beauchamp —introduce Broc, pareciendo ganarle la palabra a Jamie, que termina de bajar sus cosas del caballo y se queda parado detrás, paciente, en espera de él—, y ellas son Samara y Magdalena Dubois. Las encontramos en el camino y Dougal dijo que vendrían con nosotros, así que...

—¿Dubois? —inquiere, incrédula, entrecerrando los ojos en dirección a Broc y luego hacia nosotras que, por iniciativa de Samara, hacemos una reverencia que por mi parte, parece más una sentadilla mal hecha—, sí, Dougal mencionó algo así al entrar. En ese caso... Hay que darles algo de comer y algo para vestir que sea... Bueno, que sea más que eso —concluye con una sonrisa pequeña, por la que pienso que está contenta al saber que no le han mentido.

Tras terminar de hablar, señala nuestras ropas, e inevitablemente dejo escapar una suave risa en respuesta al comentario, la cual intento ahogar ante su mirada inquisitiva. Me disculpo en voz baja, pasando una mano por la cintura de Samara para poder seguir cómoda a la señora Fitzgibbons, sin dar traspiés.

Haciendo una seña para que vayamos tras ella, no damos ni bien tres pasos cuando Claire dice, deteniéndose—. ¿Qué hay de él? —Inmersa en el pesimismo, casi me olvido por completo de que Jamie está herido y necesita suturas.

—Puedo ocuparme solo —reniega Jamie, colgando sus pertenencias en el hombro sano y dando un golpe al brazo de Broc, instándolo a irse.

—Es herida de bala —insiste Claire, dando justo en el clavo para que la mujer mayor dirija una mirada de preocupación a Jamie que, a la vez, exige silenciosamente una explicación. La compostura del hombre se va quebrando, lo que sugiere que una vez dicho eso, no tiene muchas posibilidades de librarse—, la señorita Dubois le dijo que llegando al destino necesitaría continuar tratándolo para que la herida sane y no haya infección —Infección. Una sola palabra que provoca confusión y sospecha en la mujer y en Samara y en mi activa una alarma que avisa que parece ser que no somos las únicas ajenas al tiempo. Cada vez cobra más sentido tener que hablar sin términos técnicos—, quiero decir... Que se inflame y haya fiebre.

—Oh, entiendo lo que quiere decir... Entonces, ¿La señorita Dubois? —Deja de observar a Claire y centra sus ojos azules, tan cálidos como ácidos, en nosotras. Sam da un paso atrás para evidenciar que yo soy la hermana que tiene idea de lo que hace, en lo que respecta a salud—. ¿Pero eso significa que sabes hacerlo? —Doy un asentimento, entre inseguro por visualizarme a cargo de una herida así de profunda y por tener la atención puesta sobre mi—, ¿Eres una curandera? ¿Una Beaton?

—Sí, algo así —respondo, más para darle confianza a la señora Fitzgibbons que por saber quiénes son ellos y caber en la misma descripción. La mujer se ve más convencida y asiente.

—Muy bien... Jamie, ya escuchaste, vas a ser atendido. Sígueme —dice, haciéndole una seña a Jamie para que también lo haga y tomándome por la espalda, apartándome de Samara y lo poco que aún me cubría del tartán—. Mientras tanto, Broc, lleva a la señorita Beauchamp y a la señorita Dubois con mi Laoghairie y dile que les prepare agua para un baño y que estaré con ella en un rato.

—Así será, Fitzi —Dando un exagerado desplante, Broc planta un ruidoso beso en la mejilla de la mujer y se despide de Jamie dándole un golpe amistoso –y doloroso– en su hombro herido, indicándole a Samara y a Claire que lo sigan con un gesto cortés, de anfitrión, aunque en realidad parezca lejos de tener un puesto de autoridad en éste lugar.









































                       —Una pequeña aguja curva, hilo, agua para hervir, infusión de lavanda y tela para vendaje —enlista la señora Fitzgibbons con un deje de curiosidad en el tono, para cerciorarse de que no ha olvidado algo de lo que pedí cuando nos dejó en ésta solitaria habitación de piedra. Asiento, mientras agradezco en voz baja y me acerco al agua para verter un poco y lavarme las manos—. También te traje consuelda y corteza de cerezo para el dolor... Si me disculpan, iré a ver a las otras señoritas: llámame si necesitas algo más.

—Muchas gracias, señora Fitzgibbons —digo, ahora en voz alta y pensando dos veces si hacer una reverencia cuando voltea a verme con una sonrisa pequeña desde el umbral de la puerta, a punto de salir. Al final la hago, menos exagerada y sin que parezca sentadilla inconclusa, de cualquier forma causando que ría.

—Todo el mundo me llama señora Fitz... Tu también puedes —Y sale del cuarto, todavía divertida por mi acción.

Un bonito aunque amargo sentimiento se implanta en mi pecho. Tengo la costumbre de hallar en la gente ciertas características que comparten con mi madre. A mamá le molesta siempre que se lo hago saber, si bien también le divierte, y me da un coscorrón instándome a dejar esas cosas de lado. En la señora Fitz veo apenas si un trazo similar –en la manera en que demuestra su amor hacia la gente y el recelo que puede tener en un inicio hacia los extraños– pero suficiente es para que la melancolía me invada, al igual que la vergüenza que acompaña la mala manía.

Así es que, avergonzada, decido comenzar a tratar a Jamie, sentado sobre un banquillo de madera junto a la chimenea, encendida a causa del frío que debe ser algo cotidiano y donde reposan las ollas. El hombre tiene una manta envolviendo su torso sin camisa, a pedido de la señora Fitzgibbons para que no se me dificultara el proceso. Se ve tranquilo, más amigable sin toda la sangre que manchaba sus facciones y más joven y vigoroso sin toda la tensa situación alrededor.

Me hinco sobre una rodilla y coloco la tela para vendajes y los hilos en la infusión de lavanda, mientras que la aguja la pongo en el agua caliente, para que todo hierva y se esterilice como es debido. Si tuviera un reloj para asegurarme del tiempo, lo haría, pero a falta de éste decido dejar las cosas ahí un poco más por si acaso.

—Quiero que sepas que no soy experta —comento, levantándome del suelo y yendo hacia él, para evaluar la condenada herida con mejor luz a cuando la vi ayer—, pero haré lo mejor que pueda para que no quede marca.

Una risa se escapa de entre sus labios—. La cicatriz es lo de menos... Evitó que me casara con la muerte —Con una sonrisa ladeada, le señalo que voy a apartar la manta y él asiente.

—Se podría decir, pero no puedo salvarte de comprometerte con la miserable vida —De reojo, veo que Jamie sonríe, negando ligeramente. Samara y mamá siempre me han dicho que mis bromas son sombrías y no puedo estar más de acuerdo, mas Jamie no parece tener problema en acoplarse—. Voy a limpiar la herida y tendré que coser la entrada y salida de la bala... ¿Puedo bajar un poco más la manta? Necesito ver mejor el área.

—Sí... —Su voz no se escucha convencida y, por escalofrío que lo recorre cuando aparto la tela, sé que no lo estaba, mas no quería obstacularizar. La razón es evidente: apenas unos cuántos centímetros abajo, se encuentran lo que deben ser cicatrices sin fin aparente. No soy consciente de que he soltado un jadeo de horror ante semejante cuadro bárbaro de desconocido autor, hasta que Jamie dice—: Los casacas rojas —Levanto la cabeza como si ésta tuviera un resorte, impactada por la declaración pero lista para decir que no tiene que explicar nada; no obstante, por la manera en que se remueve y acomoda sobre el banquillo, sin apresurarse a cubrir el resto de su espalda cuando la manta cae al suelo, sé que tiene una necesidad de seguir hablando, dado que ya están al descubierto las marcas del pasado. Si yo fuera de fácil habla, o siquiera mis marcas fueran más evidentes, me pregunto qué sería de mi ahora; si le habría contado a Samara y a mamá, o si no tendría terrores vívidos por ser sincera conmigo y el mundo entero—, me azotaron dos veces al término de una semana. Lo habrían hecho dos veces el mismo día, supongo, si no hubieran temido matarme... No hay diversión en azotar a un hombre muerto.

Ni siquiera la herida de bala, que observo para no detallar las cicatrices del resto de la espalda e incomodar al hombre, me da tanta náusea y repulsión como su relato. Barbarie, he caído con mi hermana en la época de la barbarie, esa evidente y que nadie trataba de ocultar con tal de dejar en claro quién tenía el poder. En un arrebato, tal vez de compasión o de entendimiento, recojo la manta y cubro su espalda, del lado derecho pasándola por debajo de su axila y así dejar espacio suficiente para el tratamiento; casi puedo adivinar que tiene el inicio de una sonrisa.

—Parece ser el pasatiempo favorito de la mala gente —comento, con un nudo en la garganta. Dando un apretón a su brazo sano, casi en apoyo, me acerco a las ollas y las quito del fuego. De la que tiene infusión de lavanda saco unos trozos de tela, que exprimo para que no lo empapen, y regreso para limpiar la herida a toques delicados.

—Bueno, si Randall no estaba precisamente divirtiéndose, estaba, al menos, muy satisfecho de sí mismo.

—¿Randall? —repito, sin saber quién es ese hombre—, tiene nombre de malnacido.

Con una risa ahogada, asiente—. Es el capitán de los casacas rojas, y es quien debió mandar patrullas a diestra y siniestra... Fue de quien la señorita Beauchamp huía y escapó, por suerte —Se queja, por lo que procuro ser más cuidadosa. Acabando de limpiar, saco la aguja e inserto el hilo, dispuesta a hacer unas puntadas para ayudar a la herida a cerrar—. ¿Vas a agujerarme con eso? No me gustan las agujas...

—Unos más, unos menos... Será mejor a tener el hoyo de bala abierto —digo, haciendo caso omiso a su terror para tratar de lidiar con el mío y que todo avance rápido para ambos. Si tuviera la adecuada para suturar, apuesto que sería más fácil; y si fuera carne de cerdo como cuando practicaba, apuesto a que lo sería aún más—, a mi no me gustan éste tipo de males, pero no tengo de otra dado que mi hermana aceptó dejarme sola... ¿Te dislocaste el hombro antes de ésto...? —pregunto, para distraerlo.

Asiente—. Soy dado a heridas —admite—, y a desobedecer... Si la señorita Beauchamp me estuviera curando, amenazaría con colgarme si muevo de nuevo el hombro. Por suerte Broc las encontró a ustedes. Tiene manos de ángel, señorita Dubois, es afortunado quien tenga el honor de estar a su lado.

—No hay afortunado —musito, acabando las primeras puntadas. Inevitablemente, una pequeña sonrisa se forma en mi rostro—, y si existiese, tendría que lidiar con una cabeza descompuesta —Tomando un minuto antes de suturar la salida de la bala, me agacho ligeramente para que pueda ver mi cabeza; una vez así, quito mi cabello y descubro el lado derecho, donde hay una delgada línea surcando el cuero cabelludo, producto de uno de esos tantos recuerdos desvaídos—, le hago competencia, ¿No es así? Le mostraría otras, pero me temo que se podría malinterpretar.

Sonriendo, más ligera y más culpable por abrirme ante un desconocido, me lavo las manos nuevamente con el agua y continúo. Si la valentía me acompaña después de ésto, visualizo a Samara como el próximo blanco de mi sinceridad; es casi una deuda que debo pagar, si quiero sanar, aunque en el fondo una voz me diga que no hay nada malo en callar y me inste a seguir encerrada.


















































¹Hospital de la Pitié-Salpêtrière en el XIII Distrito de París, Francia. Es un hospital público construido en el siglo XVII.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro