𝐕 |πέντε|

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𝐈

— ¿Y no es cierto que nuestra relación no está permitida por mi condición de mortal?— le preguntó Myrmex en una ocasión.

Atenea sonrió con plena confianza para disipar las dudas que rondaban a su amante y tomando una de sus manos entre las suyas, contestó lo siguiente:

—¿Y no crees que yo estoy por encima de esos convencionalismos dado que soy la hija predilecta de mi padre?— le devolvió la pregunta y alzó la cabeza con orgullo porque era verdad, era la favorita de Zeus y eso tenía ciertas ventajas que no todos los dioses podían disfrutar.

— Claro que lo creo. Atenea, es sabido por todos los mortales que eres la hija favorita de Zeus y que él siempre intercede a tu favor.

La diosa asintió con la cabeza otorgándole la razón y le preguntó algo que había rondado por su mente durante bastante tiempo:

—¿Anhelas la inmortalidad?— inquirió directamente.

Myrmex abrió los ojos con gesto de sorpresa y permaneció un largo rato en silencio mientras reflexionaba su respuesta.

— Creo que la inmortalidad sólo merece la pena cuando tienes gente que puede disfrutarla contigo, gente como tus amigos o tu familia. Sino, no merece la pena— concluyó mientras recostaba su cabeza en el regazo de la diosa.

Atenea no entendió por qué Myrmex tenía una concepción tan negativa de la inmortalidad sobre todo cuando una diosa tan poderosa e influyente como ella se la podía ofrecer en bandeja. 

— Veo que la inmortalidad no suscita tu atención. Ni siquiera cuando soy yo la que te la puede ofrecer.

Myrmex percibió decepción en su tono de voz y para intentar arreglar su error, pensó en dar una respuesta del agrado de la diosa, si bien no la encontró.

Efectivamente Atenea se sintió bastante decepcionada con la respuesta tan evasiva de su amante, si bien, decidió que no era momento de enfadarse y para dejar de pensar en esa infructuosa conversación que no llevaba a ninguna parte, agachó su cabeza y la besó en los labios.

— Piénsalo bien. En el Olimpo podrías tener todo en cuanto deseas, joyas, deliciosa comida y mi compañía por el resto de tu vida. Recuerda que esta la oferta no se la presento a cualquiera— le advirtió Atenea sin poder contener su irritación por mucho más tiempo.

La joven humana palideció al escuchar cómo Atenea le estaba proponiendo directamente convertirla en su compañera en el Olimpo, regalándole para ello la preciada inmortalidad. Si bien sabía que muchos mortales anhelarían compartir la inmortalidad con una diosa tan benévola e influyente como Atenea, no encontró dicha propuesta tan apetecible porque pensó que la inmortalidad suponía un gran sacrificio que la diosa no sabía ver. Si le decía que sí, tendría que dejar atrás a su familia, a su amada Atenas y con solo pensarlo su corazón se entristeció, pese a que la recompensa sería gratificante. Se imaginó a sí misma con todos los lujos que deseara, viviendo con libertad y siendo amada por una diosa inmortal y no lo encontró agradable porque seguía sin confiar plenamente en ella. Dedujo que no quería la inmortalidad.

A los dioses no les gustaba que les dijera que no y Atenea no sería la excepción. No encontró de su agrado dicha respuesta y encajó el golpe como buenamente pudo.

— Entiendo tus pensamientos. Ser inmortal supondría que dejaras atrás a la gente que amas, tu polis y todo cuanto conoces porque lo desconocido asusta e inquieta a los mortales— razonó la diosa guerrera con una gran precisión.

Myrmex recordó que la diosa podía adentrarse en sus pensamientos para descubrir sus más ocultos deseos y maldijo en silencio su honestidad. Recordó una frase que su padre le dijo durante su infancia en reiteradas ocasiones: "hija mía, jamás rechaces las propuestas de los dioses pese a los muchos sacrificios que puedan implicar" y supo que debía enmendar su error.

— Mi intención no es ofenderte. Discúlpame pues amo a mi familia y a mi polis con todo mi corazón y reconozco que dejarlos atrás sería muy doloroso. Pero si tú anhelas convertirme en tu compañera, te seguiré— repuso Myrmex con contundencia.

— Eso ya se verá, mi querida Myrmex. Y ahora, disfrutemos de nuestro amor sin pensar en nada más— propuso la diosa en un tono de voz cargado de sensualidad.

Tanto diosa como mortal parecieron olvidar aquella confrontación y siguieron disfrutando de su compañía.

Varios días después ambas disfrutaron de un agradable paseo por los despejados cielos y una vez que aterrizaron en un elevado monte, charlaron animadamente.

— Sabes que te he visto crecer, pero aun así me gustaría que me hablaras de tu familia— le pidió Atenea en un tono dulce.

— He tenido la suerte de que en mi familia jamás me ha faltado un plato de comida en la mesa y un peplo nuevo en caso de ser necesario. En mi hogar siempre ha reinado y reinará el gran afecto que nos profesamos los unos a los otros y pese a que mi hermano mayor falleciera en el campo de batalla y nos destrozara el corazón, salimos de ese momento tan triste juntos—explicó Myrmex y sus ojos se anegaron en lágrimas al recordar a su hermano mayor, el cual había dejado viuda a su mujer y huérfanos a sus 3 hijos.

Estas palabras conmovieron a la diosa.

— Lamento mucho la pérdida de tu hermano. No hay nada más desolador que perder a un ser querido— contestó Atenea mientras recordaba aquel doloroso momento en el que sostuvo a su amiga Palas entre sus brazos mientras le imploraba a gritos que no abandonara el mundo de los vivos.

— Atenea, me gustaría que me hablaras de tu familia— le pidió esbozando una tímida sonrisa.

— En mi familia, a diferencia de la tuya, el amor no ha sido el gran protagonista, sino que lo ha sido la envidia, el rencor y la desconfianza. Urano y Cronos sentaron precedentes y eso supuso que los hijos se enfrentaran a sus padres por tener el tan ansiado poder y mi padre no fue la excepción. Devoró a mi madre Metis para evitar que naciera mi futuro hermano, el cual sería capaz de derrocarle.

Atenea miró un punto en la lejanía y pensó en lo mucho que le hubiera gustado conocer a su madre.

—¿Te hubiera gustado conocerla?— le preguntó Myrmex tomando su rostro entre sus manos para que la mirara.

— Sí. Creo que ella me habría enseñado que mostrarme vulnerable también me hace fuerte y eso me habría facilitado ciertas cosas.

—¿A qué te refieres?— inquirió la mortal.

Atenea tomó aire antes de contestar.

— Me habría permitido llorar por haber matado accidentalmente a mi amiga Palas y habría transitado por el dolor hasta aceptar que ella no va a volver— confesó y apretó la mandíbula para no verter ni una sola lágrima.

𝐈𝐈

Traicionar la confianza de un dios griego jamás acaba bien.

Diosa y mortal se volvieron inseparables y cualquier excusa era buena para compartir momentos juntas.

***

En aquella ocasión Atenea estaba concentrada en trenzar el cabello de su amada y mientras lo hacía se animó a compartió sus planes con ella. Le contó con gran ilusión que tenía en mente idear algún tipo de instrumento para la labranza que facilitara a los mortales dichas tareas. La joven ateniense no dudó en ofrecerle su ayuda, la cual fue aceptada con gusto por la diosa y sin más dilación se pusieron manos a la obra.

Transcurrieron varios meses hasta que por fin desarrollaron el invento y lo construyeran. Ensamblaron la última pieza que faltaba y mientras se limpiaban el sudor perlado que cubría sus frentes, admiraron su creación, la cual servía para uncir animales como caballos, mulas o bueyes para que éstos araran la tierra, ahorrándoles así a los mortales la ardua tarea de arar la tierra. Tras darle muchas vueltas, la denominaron como arado y acordaron reunirse con Deméter lo antes posible para explicarle con detalle su funcionamiento.

Deméter se mostró muy interesada en el invento que su sobrina quería mostrarle y acordó reunirse con ella la semana siguiente para que así su sobrina tuviera tiempo de ultimarlo todo. Atenea era una diosa a la que le gustaba probar la lealtad de los mortales en los que depositaba su atención y confianza. De modo que, se excusó con Myrmex diciéndole que tenía un asunto que atender con urgencia y así, sería la joven ateniense la que tendría que reunirse con la diosa de la agricultura, sin sospechar en ningún caso que sería sometida a una prueba de lealtad.

***

La joven ateniense recibió con pleitesía a Deméter y la invitó a que la siguiera para mostrarle la creación de Atenea. Deméter admiró con ojo crítico la misma y pensó que nunca había contemplado algo así. La curiosidad por saber qué era hizo que preguntara a Myrmex.

— ¿Esto qué es exactamente? — inquirió con genuino interés.

— Lo he denominado arado. Y es de gran ayuda para las cosechas porque permite usar a los animales para que aren la tierra. Está pensado para usarlo con bueyes, caballos o mulas, animales muy útiles y capaces de arar la tierra si se les unce el arado— explicó Myrmex.

— Es realmente impresionante, Myrmex. Te felicito por tu gran creación— elogió Deméter regalando una gran sonrisa a la joven ateniense.

En ese momento Myrmex debería haber reconocido que la invención no era exclusivamente suya, sino que en realidad era obra de Atenea y que ella simplemente le ayudó a desarrollar y concluir dicha creación. Sin embargo, tanto le gustó recibir ese gran reconocimiento por parte de una diosa olímpica que obvió por completo decir la verdad, sin reparar en las consecuencias fatales que le podría acarrear haber tomado esa decisión.

Deméter se dio cuenta de cómo la joven sonrió al haber recibido su cumplido y sin saber por qué desconfió de que el arado fuera invención exclusivamente suya.

***

El Olimpo era un lugar en el que los rumores se esparcían a gran velocidad y no tardó en llegar a oídos de Atenea la traición de Myrmex. Su corazón, lleno de amor y admiración por la bella muchacha ateniense comenzó a albergar sentimientos diferentes: odio, resentimiento y el que más llenaba su frío corazón, la decepción porque no había superado su prueba de lealtad. Atenea era implacable cuando los mortales incurrían en faltas de hybris  y para ella Myrmex se había comportado de forma altiva al creerse tan inteligente como para haber inventado el arado sin intervención divina. Por todo ello había llegado el momento de castigar su grave falta y sin más dilación acudió a su encuentro.

El encuentro no pudo ser más tenso. Myrmex se acercó a su amante para darle un beso y de muy malas formas ella la empujó con brusquedad para que no se acercara. Myrmex observó con detenimiento el semblante de Atenea y se asustó. Esos ojos grises que llegaron a albergar gran amor y pasión por ella albergaban ahora una gran ira y resquemor. Su mandíbula estaba tensa y sus labios tan apretados que sólo podía discernirse una fina línea. Atenea avanzó con grandes zancadas y la agarró del cuello con violencia para inmovilizarla por si se le ocurría escapar.

— Me has traicionado y serás castigada por ello— susurró Atenea.

— Atenea, por favor... libérame y hablemos— le pidió con desesperación.

Atenea recapacitó y por fin la liberó de su agarre. Myrmex inhaló grandes bocanadas de aire mientras lloraba con gran desesperación porque no lograba entender qué había hecho exactamente para enfadar tanto a su amante divina.

— Has robado mi invento y te has jactado de haberlo creado sin intervención divina. Escúchame bien, ahora pasarás el resto de tu vida robando cosechas— anunció la diosa con voz gélida.

— Atenea... por favor... ten piedad de mí si alguna vez me has amado— suplicó Myrmex con desesperación poniéndose de rodillas.

Ese lado oscuro que Atenea escondía y que muy pocos mortales habían contemplado, surgió a la luz. Sus ojos adquirieron un tono azulado como si miles de rayos fueran a salir disparados a través de ellos y sus pupilas se empequeñecieron hasta el punto de que no se distinguían con respecto al iris. Su imponente casco guerrero le otorgaba un aspecto aterrador y parecía una guerrera desalmada dispuesta a matar.

Myrmex mientras tanto lloraba sin parar, implorándole a gritos una y otra vez que la perdonara y que haría lo que fuera con tal de enmendar su grave error.

— Tus súplicas llegan tarde. Nadie traiciona mi confianza y sale ileso para contarlo. Adiós, Myrmex— se despidió Atenea atravesándola con un rayo que había brotado de sus manos.

Myrmex notó cómo su cuerpo se encogía a lenta velocidad, sintiendo en el proceso un dolor insoportable. El miedo y la incertidumbre ocupaban ahora su mente y no había espacio para nada más. Gritó sin parar al notar cómo sus huesos y músculos comenzaban a fracturarse para empequeñecerse y gran angustia sintió en su corazón al ver que nada podía hacer para impedirlo.

Rezó a los dioses en un intento de que esa tortura inhumana cesara. Sin embargo, ninguno quiso escucharla. Por suerte, su mente le ayudaría a soportar ese dolor físico tan grande porque comenzó a recordar con suma precisión aquellos momentos en los que fue feliz. Recordó aquella ocasión en la que un mochuelo herido se coló en su jardín, huyendo aparentemente de un depredador y cómo le salvó la vida. También recordó aquellos ratos en los que después de cenar se sentaba con su familia al calor de la chimenea y escuchaba con fascinación a su padre narrándole historias de héroes, de monstruos y de dioses. Y antes de perder sus recuerdos para siempre, vino a su cabeza la única a la que había amado en su corta vida, la diosa Atenea y eso le resultó más doloroso que sentir cómo su cuerpo se iba empequeñeciendo lentamente. Una valiosa lección había aprendido: que los dioses eran impredecibles y caprichosos, hasta el punto de amarte un día y odiarte al siguiente. Y no encontró ningún consuelo al pensar que Atenea la odiaría eternamente y que no volvería a verla jamás.

Atenea no contó con sentir remordimientos e incluso un ápice de culpabilidad al ver cómo se retorcía de dolor la que había sido hasta entonces su amada.

— Dejarme llevar por mis sentimientos ha sido un error porque siempre alguien sale herido— susurró con pesar antes de partir al Olimpo.

Tras una dolorosa metamorfosis Myrmex acabó transformada en una hormiga(1).

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(1) En algunas versiones de este mito se cuenta que Zeus se apiadó de Myrmex y que, honrando a la hormiga, cuando tuvo que repoblar la región de Egina que quedó totalmente devastada por una plaga mandada por Hera, creó una nueva raza de hombres a partir de hormigas, los mirmidones, poderosos guerreros que llegaron a combatir junto con el héroe Aquiles |Αχιλλεύς|, hijo de la nereida Tetis y el mortal Peleo, en la Guerra de Troya.

Notas de la autora: Este es el final , ¿os ha gustado o esperabais otro final distinto? 

Una pregunta más: ¿creéis que Myrmex se enamoró realmente de Atenea o que en cambio ha sido un poco interesada?

Seguid atentos a esta historia porque pronto se viene una sorpresa. Tengo que decir que desde hacía mucho tiempo tenía esta historia en mente y me alegra haberla escrito y terminado en 2024😍

Corred que ya está la sorpresa a continuación de este capítulo ✨

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