ETAPA III: Reflejo.

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Por la ventana observo el vapor que emana de los techos en los edificios. Se debe a la reciente lluvia y al imponente calor de la tarde. Al contemplarlo sólo puedo pensar en dragones exhalando, quietos y dormidos. Y si dijera esto en voz alta, frente a la gente, me dirían: "No existen".  ¿Y quién ha determinado que no? ¿Por qué no han de ser tan reales como lo soy yo?

Vuelvo mi vista al espejo frente a mí. Estuve horas limpiando la superficie hasta poder ver mi reflejo.

Cada que busco un lugar en el que quedarme, el requisito básico es que haya uno. No importan las cucarachas que van de aquí para allá, ni el vomitivo olor de la sangre seca en el suelo. O los vidrios rotos que dejan más cicatrices en mi piel. Yo no tengo hogar, me encuentro en total soledad, sobrevivo por la imperante necesidad de hacerlo, y por ello mismo es que vago por las estructuras rotas y abandonadas, hasta hallar un sitio en el cual habitar hasta que deba irme.

Algunas veces regreso al lugar anterior, a llevarme un espejo si es que no encuentro uno. Para seguir con la rutina diaria; despojarme de la vestimenta que traigo y examinar mi cuerpo, carente de cualquier rasgo que me indique quién soy. Ahí, en el la parte en la que debería estar algún signo que indicara mi género, no hay nada. Alguna vez creí hallar más como yo, estaban inmóviles, detrás de un vidrio opacado por el excremento de las moscas. Pero, entonces supe que eran maniquíes, vacíos. A diferencia de los humanos, que dentro tienen vísceras, órganos y sangre caliente y roja. ¿Y yo? En mi interior lo único que hay es un líquido pestilente, negro y viscoso.

La rabia, el dolor, el odio y la repugnancia. Los siento subir como bilis en mi garganta. Aun así, sigo sometiéndome a la delirante tortura, tan deliciosa y obsesiva de mirar mi cuerpo. Este recipiente de iniquidad.

Uno, dos, tres. Cuidado con lo que ves. Cuatro, cinco, seis. En sombras, en la obscuridad. Siete, ocho, nueve diez. Comienza otra vez.

Uno, dos, tres. Al ritmo de una canción. Cuatro, cinco, seis. Son las nueve diez.

Siete, ocho, nueve, diez. Ni a las doce, ni a las tres.

La hora más sombría, no se puede predecir.
Con esta tonada, de cantos maliciosos, la voz dulce y venenosa.

Qué frustrante resulta lo tranquilizador de la canción, pues la persona que me la enseñó es la misma a la que le debo mi amarga existencia. Ella, no la puedo llamar madre, aunque participó en el ritual de mi nacimiento. Engañó a mis padres, ellos pensaban que se trataba de un juego, no imaginaban que funcionaría, creyeron que podrían reírse luego de la experiencia.

Aquí estoy, odiándome, odiándolos a todos. En especial a ella.

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