ii. El escape.

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❛EL ESCAPE❜

                         Son niños.

Los hijos de Adán e hijas de Eva no son distintos a ella, cuya infancia, si bien desvaída por la magia que la llama a crecer tan rápido como el ambiente lo permita, está presente. Son pequeños, lozanos, un par de ellos no mucho más grandes que Sylph, y están confundidos.

Ella misma lo estaría si un par de castores le hablaran de una guerra que han de librar. No saben de una profecía, no saben quién es Aslan, aquel que prepara un ejército no muy lejos de donde se encuentran y que los espera para combatir; Sylph no duda que ni siquiera hayan visto antes las criaturas parlantes que hay en Narnia.

Los hijos de Adán e hijas de Eva: Peter, Susan, Edmund y Lucy, hermanos bajo el nombre Pevensie, vienen de tierras lejanas, de un lugar extrañamente llamado Finchley. No son héroes, como bien lo dice el muchacho más grande y el único de cabello rubio, Peter, pero Sylph no cree que por ello esté equivocada la profecía; ha tenido estudios suficientes para asegurar que las profecías actúan de maneras misteriosas y, a veces, crueles.

—Gracias por su hospitalidad —La niña más grande, Susan, se levanta de una de las sillas, que los castores les han ofrecido como buenos anfitriones; es castaña y alta, casi tanto como Peter, y mantiene una expresión paciente y sabionda, mas severa, que la hamamélide identifica como la suya propia de cuando cuida de las criaturas narnianas más pequeñas y quiere evitar problemas. A ella la sigue el rubio, que estira una mano para alcanzar a la niña castaña que vio días antes en el claro, Lucy—, pero nos tenemos que ir.

Sylph se levanta a la par de su rincón, temiendo que se vayan; si bien considera una mala broma aquella que los manda a la guerra a pelear por Narnia, siendo ellos recién llegados, lamenta que por su ida no vaya a haber primavera y libertad. Los Pevensie reparan por segunda vez en su llegada de su silenciosa presencia, cuando da unos pasos en su dirección; a la llegada de los humanos permaneció al margen, callada y analizando la situación, tanto como para que ellos no hicieran preguntas sobre su figura, tan similar pero perceptiblemente distinta a la de ellos. Pero ahora miran recelosos, suponiendo que desea detenerlos en medio de su agobio por la información que han recibido.

—¡No se pueden ir así nada más! —replica el Señor Castor.

—Tiene razón —dice la niña, Lucy. Es dulce, inocente, pero valiente y lo distingue en su tono tranquilo y decidido, que pretende a su vez convencer a sus hermanos; es la única en toda la conversación que ha visto está decidida a ayudar a Narnia y no sabe si temer por ella o admirarla—, tenemos que ayudar al señor Tumnus.

—No está en nuestras manos —El rubio alza la voz en dirección a Lucy, siendo al que ha visto adoptar el liderazgo en el cuarteto, si bien parezca reactivo de manera en que le hagan caso. Sin embargo, al dirigirse a los castores, agrega en voz calma y diplomática, queriendo que los dejen partir pacíficamente si no supone una agresión—: Disculpen, pero es hora de que los cuatro regresemos a casa.

A casa.

Así que los esperan.

Sylph se sobresalta ante la idea y se remueve, erguida, por la incertidumbre; ellos tienen un hogar y no conocen nada de Narnia, al menos no lo suficiente para inducirse el sentimiento de responsabilidad de luchar por dichas tierras de manera desinteresada. No es su hogar como lo es el de ella, por lo que dar un discurso pretendiendo convencerlos de quedarse suena imposible, y se pregunta si con ella unida al ejército podría Aslan enfrentarse a la Bruja Blanca. Ha escuchado historias, de ninfas que luchan en el bando ganador; ella podría ser una, si bien no es distinta su situación a la de los cuatro niños que quieren lanzar ciegamente a la lucha. La diferencia es que ella está decidida a ayudar.

—Ed... —Escucha que el rubio pronuncia, dándose la vuelta para encarar al otro hijo de Adán, de cabellos azabache que se quedó al fondo del dique de los castores a su llegada, tal como ella. Sylph levanta la vista para mirar entre la dupla de hermanos mayores, sorprendiéndose de la ausencia del chico menor—, ¿Ed?

La preocupación y desesperación creciente es palpable, expandiéndose entre los presentes que se unen a la búsqueda del niño con la mirada, como si el dique acaso fuera de enormes proporciones para que alguien del tamaño del azabache se ocultara fácilmente. Su ausencia pronto se explica con la ventisca que entra por la puerta abierta del dique.

—Voy a matarlo —declara el rubio, negando como si solo se tratara de una broma pesada típica del niño que pudiera acabar pronto, con expresión molesta pero con un espejo de lágrimas en los ojos que delatan su conocimiento interno de que se trata, en realidad, de algo de gran magnitud.

—Quizás no necesites matarlo —exclama el Señor Castor con seriedad—, ¿Edmund ya había estado en Narnia?

La respuesta implícita es sí. Sylph tiembla ante la realización y ve marchar al trío de hermanos, acompañados por el Señor Castor, que esperan hallar al chico que ha huído.

—No lo van a alcanzar. Tendremos que arreglar la partida —declara a la Señora Castor, con la mirada fija en el umbral por donde comienza a colarse la nieve—. La Mesa de Piedra... Queda a un par de días de viaje, ¿No es así? Mis manzanas pueden alimentarnos bien, así que hay que ir ligeros... Y por ligeros me refiero a que no te lleves muchas cosas innecesarias, por favor, te cansarán.

Sylph voltea en el momento justo en que la Señora Castor sopesa llevarse una buena tetera. Negando para sí, la Señora Castor abandona la idea de la comodidad y agarra bien su morral, con lo indispensable para no morir congelados en el camino.

Las fuertes pisadas del grupo al correr de regreso se hacen presentes en el exterior y, pronto, los hermanos junto al Señor Castor entran al dique, agitados. No es necesario otro aviso para que Sylph agarre una antorcha y la lámpara buena de alcohol, lista para asignarlas.

—Qué mala anfitriona, soy Sylph —dice, dándole la antorcha al rubio, confundido por su participación repentina y amigable, como si el desconocido peligro no estuviera pisandoles los talones—. Creí que si vamos a huir juntos, lo mínimo que deben saber es mi nombre.

—Por el túnel —dictamina el Señor Castor, escuchando aullidos. No es necesario que esperen mucho tiempo más para que los dueños de dichos sonidos se manifiesten; una manada de lobos se arremolina sobre el dique, removiendo cada rama que la compone—. Sylph, sabes qué hacer.

La hamamélide asiente, animando al mayor de los Pevensie a avanzar cuando la mira. Son desconocidos, tratando de asumir un rol en una nueva dinámica. Lo que Sylph sabe, es que el papel de Peter es sobrevivir al viaje.

El Señor Castor había construido, junto a su amigo Tejón, un túnel bajo el dique. Los planes empezaron años atrás, pero con su nacimiento en medio del invierno se hizo inminente la necesidad de tener lista la ruta de escape. La entrada del túnel, detrás de un cuadro en su rincón, conduce a la casa del Tejón; el mismísimo Señor Castor le había mostrado el camino, por precaución, si bien esperaba que jamás lo tuviera que utilizar de imprevisto.

Cierra la portezuela detrás suyo, a tiempo, pues los gruñidos y rasguños que hacen los lobos al abrirse paso en el dique son aterradores. Mira con ansiedad por encima de su hombro, sabiendo que avanzan y se alejan de la propiedad, pero que el enemigo no tardará en descubrir el túnel y entrar.

No es la única preocupada por la lentitud con que avanzan, en silencio, siguiendo al Señor Castor. El mayor de los Pevensie alterna su atención entre apresurar a su pequeña hermana, que tropieza con sus propios pies, y mirar de soslayo en espera de que solo sea Sylph quien les pisa los talones.

Cuando Lucy tropieza y cae, golpes suenan en el extremo del tunel por donde entraron. Sin esperar más, la figura ninfal de Sylph se hace presente: una brisa cargada de flores blancas de manzano, que al danzar forman el contorno femenino de su figura corpórea. Los Pevensie no se permiten gozar del asombro ante la ninfa, pues los ecos de ladridos los comienzan a aturdir, instando a que avancen a trompicones.

Arriba, en el exterior, los manzanos cubiertos de nieve que Sylph hizo crecer se remueven y, bajo la tierra, las raíces que les pertenecen comienzan a crecer, alargándose para alcanzar el suelo del túnel y expandirse, creando una barrera entre la salida del túnel y los lobos.

Al salir los aguarda la desgracia. Sylph es la última en ver la luz de luna iluminar el pequeño claro y las superficies de roca de quiénes no mucho tiempo atrás fueron criaturas parlantes. Ve a la pareja de osos y a las ardillas, quienes la protegieron en sus primeras horas, convertidas en piedra; sus ojos se encuentran con los únicos que le quedan, los castores, también embargados por el luto por sus demás amigos.

De vuelta a su figura corpórea, Sylph ayuda a Peter a colocar un barril en la salida del túnel. Se miran por un segundo, el primero siendo preso de la incertidumbre, y la segunda de la tristeza.

—Esto le pasa a los que desafían a la Bruja —clama una voz por encima suyo, desde las altas rocas.

Sylph llora, pero la rabia del Señor Castor la saca del trance, al escucharlo retar al dueño de la voz—. ¡Da un paso más, traidor, y te rompo hasta los huesos!

Recuerda que el rol de los Pevensie es sobrevivir. Con ello, piensa que una oportunidad hay para sus viejos amigos. Si llegan a la Mesa de Piedra y ganan la guerra, una solución ha de haber para las víctimas de su fidelidad a Aslan. Pero para eso, primero deben pasar indemnes a la guardia secreta.

—Relájense, soy uno de los buenos —responde la voz, no con ello disminuyendo la tensión que se acumula en la espalda de la ninfa.

—¿Sí? Pues estás tan feo que pareces uno de los malos —contraataca el Señor Castor, al revelarse el dueño de la voz. Un ágil zorro salta al claro, sin mostrar signos de querer atacar.

—Un desafortunado parecido familiar —Pese a lo que la ninfa identifica es un tono juguetón en el zorro, este está teñido por la angustia—. Podemos hablar de crianza después. Ahora vámonos.

—¿Acaso tienes un plan de distracción? Porque no lograremos avanzar lo suficiente —replica Sylph, observando con ojo crítico el lugar en busca de un escondite, la presión nublando su temperamento.

Están en un área baja, rodeados de piedras altas y árboles, un lugar perfecto para vivir, pero también para ser emboscados. No obstante, repara rápidamente en uno de los arboles de manzano que sembró para las criaturas narnianas; alto y frondoso, oculto bajo una gruesa capa de nieve. Logra escuchar la respuesta afirmativa del zorro, por lo que sin perder tiempo levanta las manos y, sintiendo en sus venas correr una enervante sensación, hace bajar la rama más alta del árbol.

—¡No esperen invitación!

Los Pevensie y los castores suben a la gruesa rama, aferrándose a las salientes en busca de no caer al elevarse éstas al cielo, no sin antes que los extremos de las ramas se enreden en los pequeños cuerpos de las ardillas, en busca de protegerlos.

Sylph no tarda en unirse a ellos. Ahí en lo alto del árbol no escuchan más que la respiración del otro y no ven más que fragmentos cobrizos del pelaje del zorro, que procura mantenerse alejado del árbol para evitar que los lobos centren su atención en él.

El miedo de Lucy, envuelta en los brazos de su hermano mayor, dispara su ansiedad a nuevos límites. En silencio, una de las ramas que cubren sus cabezas baja a la altura de la niña, ofreciendo una manzana, que agarra titubeante, sabiendo que el momento no es el adecuado para maravillarse por lo magnífico y bello.

Pero la distracción es inevitable, logrando que ignore que la razón del estruendo subsiguiente es el cuerpo del zorro al ser lanzado contra el árbol. Ninguno se ofrece a explicarle lo sucedido y, en cambio, fomentan que la niña tome otra de las manzanas que se inclina en una rama.

Cuando los aullidos de la manada de lobos rompen el silencio nocturno y disminuye su intensidad con el paso del tiempo, saben que el zorro logró el cometido y se apresuran a bajar de la rama que la ninfa desciende con delicadeza.

Mas Sylph se permite unos segundos suspendida en el aire, apartada del grupo y siendo una con la naturaleza, largando sollozos imperceptibles que sirven para aliviarla, pues están a salvo, pero deben continuar con el viaje.

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