v. El Gran Río.

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❛EL GRAN RÍO❜

                          Amphirho nació el día de una gran tormenta; una que, aunque es poco recordada por los destrozos causados en la vieja Narnia, está presente en los dulces cantos sobre la formación del Gran Río.

La malévola tormenta está desvaída por la magnífica solución, aquella que detuvo los rayos que rompían la tierra y amenazaba con levantar las olas del mar, pues, como por arte de magia, el agua fue atraída en remolinos en dirección a la cordillera donde, tras un torbellino acuoso que labró la roca, una poderosa catarata de oro se formó donde otrora había una seca cañada.

El fulgor magnífico y momentáneo del río atrajo a los animales y bestias parlantes que, entusiasmados por el nuevo amanecer tranquilo, probaron el dulce agua que corría, abriéndose paso para cruzar la fructífera tierra de Narnia, formando cascadas frescas donde bañarse y pozos donde nadar. Pero ahí, en la base de la cordillera, un grupo de narnianos vio por primera vez a quien dio vida al Gran Río.

Los sabios centauros atisbaron a un bebé flotando en el agua, sobre un remolino de espuma que lo hacía carcajear y balbucear en felicidad, al igual que lo arropaba como un pañal. Al aproximarse, aquel maravilloso fenómeno cobró sentido: el bebé, o más bien, la bebé, se trataba de una ninfa del agua, una de las contadas oceánides que reinaban en los grandes cuerpos de agua.

Lo predijeron los astros y el tiempo había arribado. Arroparon a la bebé y la llevaron en brazos, mas el río no desapareció, sino que el cauce tranquilizó la corriente conforme se apasiguaba la risa de la pequeña y se serenaba.

Le dieron de mamar en la corta infancia con un trapo humedecido en leche de cabra y, tras decidir mantenerla bajo su cobijo, con el tiempo comenzaron a enseñarle el arte en el movimiento de los astros que los había llevado a ella, ni bien sustituyó la leche por el dulce néctar de los membrillos en flor.

Había grandeza en su predicción y de la astrología pasó a aprender la oratoria, la inquietante filosofía narniana, la mitología en torno a su pueblo y el intricado arte de la logística y estrategia en batalla.

Pero un día, cuando en el cielo las estrellas danzaron hasta formar una lanza apuntando su constelación, supieron que era el momento de la niña de partir en busca de enriquecer su conocimiento: le enseñaron a luchar y, cuando en sus movimientos hubo suficiente gracia, la mandaron con los enanos que labraron para ella una lanza, tan grande que su cuerpo infante apenas podía sostenerla en orgullo por un futuro prometedor.
































                           Se escuchó como un rugido, aquel ruido proveniente del centro de la tierra que hizo crujir y estremecer la piedra caliza de su hogar que, a su vez, sirvió para despertarla de su sueño profundo ahí, sumergida en el agua del Gran Río.

Una corriente de agua cálida la envuelve y de un trance sale, entumecida por el agua congelada que solo Aslan sabrá por cuánto tiempo la indujo a coma; con las extremidades rígidas y apresadas entre gruesas algas pardas, la niña del agua se retuerce y forcejea para liberarse, abriendo sus ojos tan acostumbrados a la profundidad para darse cuenta que, en la superficie, la gruesa capa de hielo que la mantuvo prisionera se resquebraja conforme cada uno de sus movimientos.

Vuelve a forcejear y halar sus extremidades para librarlas, hasta que escapa por completo de las algas, viendo que los bloques de hielo se van integrando al río y que los tempanos que habían sustituido la bonita cascada en velo también caen al fondo del río, siendo aplazados por la potente corriente de agua que finalmente se une al resto del cauce después de tanto tiempo.

Nada y se sumerge más, sintiéndose recuperar el control del agua, antes estática, representación de su aprehensión por obra de la Bruja Blanca, utilizando en su contra nada más y nada menos que aquello a lo que dio vida.

Alrededor suyo no hay rastro de sus sobrinas, las náyades, por lo que supone que la escucharon y nadaron lejos, cuando las cosas se tornaron complicadas en lo que debió ser un viaje rápido y eficaz para ayudar a las ninfas a resguardarse. No sabe cuánto tiempo estuvo dormida, pero se prepara para lo peor.

Una vez en el fondo, se hace con la lanza que tiempo atrás forjaron los enanos para ella, preparándose para lo que pueda venir. El hecho de que el hielo se acabe no significa que sea sin un problema de por medio.

Es entonces que, al nadar siguiendo la luz del sol que incide en el agua del río, ve los cuerpos lobunos de las criaturas que, en su tiempo, las persiguieron para intimidarlas. No obstante, en su peligroso acercamiento a un enfrentamiento, ve no lejos de ahí las figuras antropomórficas de quienes deben huir de los lobos, encima de un trozo de hielo y dejándose llevar por la corriente.

Algo dentro de ella da un vuelco, en excitación y ansiedad. Las únicas con dichas características son las ninfas, así como los llamados hijos de Adán e hijas de Eva, que traerían consigo la primavera.

Decidida a postergar la batalla inconclusa desde su letargo, haciendo caso a la opresión en su corazón que provoca su intuición, cambia su objetivo y se aproxima a los varados, notando pronto la separación de uno de ellos.

Aquella solitaria figura, ataviada con un vestido a las rodillas y un corto suéter que amenaza con desprenderse de ella por el choque despiadado del agua contra ella, le recuerda súbitamente a la imagen de la pequeña oréade que dejó en una cueva antes de salir por las demás ninfas, Areti.

Pero Areti sabe nadar, piensa, al ver a la niña ser arrastrada hacia el fondo sin presentar resistencia suficiente, mas que vanos intentos, producto de la desesperación. Nada hacia ella tan rápido como puede, pronto rodeando su pequeño cuerpo con su brazo izquierdo, aquel que no carga la lanza.

La niña, en medio de la angustia por lo que creía sería su inminente ahogamiento, vislumbra la figura de Amphiro con sorpresa, provocando que, en una exclamación involuntaria, deje escapar aire por su boca. Sonriendo, la océanide forma una gran burbuja que se une a la niña, como un casco que le dota del gas vital.

—Soy Lucy Pevensie —dice la pequeña, afianzando su agarre sobre la cintura de la ninfa del agua, cuando esta inicia un rápido trayecto a un algo que ella no presta atención, maravillada de estar sumergida en el agua, indemne.

No está segura de que la haya escuchado, hasta que burbujas pequeñas se desprenden de aquella que la mantiene viva, y estas viajan hasta explotar cerca del rostro de la océanide.

—Soy Amphirho... Vamos a sacarte de aquí.
































                           La tensión les arrebata el aliento. El hielo bajo sus pies se resquebraja y, con la repentina presencia de la guardia secreta de la Bruja Blanca, están rodeados.

Sylph siente la furia invadir sus venas. Enojo con los lobos, por unirse a la tirana y lastimar a los narnianos que ella juró proteger desde que tuvo consciencia; enojo con el Señor Castor por permitirse caer en las garras de uno de ellos, que lo está lastimando en una magnitud que desconoce; enojo con los Pevensie, porque mientras Susan amedrenta la seguridad de su hermano por querer jugar al héroe, éste le hace caso y duda, amenazando con bajar la espada; enojo con Areti, que no deja de ver el agua como si esa tal Rho de verdad fuera a hacer una entrada triunfal. Y enojo con ella misma, por estar reticente a herir a las criaturas en frente suyo con el sable, por más daño que ellos hayan causado.

En medio de los gritos, dándose la vuelta con el sable cortando el aire al percibir la peligrosa presencia de los lobos detrás suyo, un estruendo se alza por encima de sus voces. La atención de todos, sin excepción, se desvía al productor del ruido: la imponente cascada, cuyo hielo se resquebraja por el medio y provoca que témpanos de hielo caigan, amenazadoramente cerca de sus pies. En cuestión de segundos, la grieta se expande y una fuerte corriente de agua contenida rompe el hielo, haciendo que caiga y el suelo bajo sus pies se rompa por completo.

Areti atina a incrustar su espada en un trozo de hielo, imitando el movimiento de Peter, que asegura a sus hermanas a sus costados. Ella, por otro lado, agarra a Sylph de la capa de malla, listas para cuando el agua las arrastra con una fuerza violenta por la corriente.

—¡Rho! ¡Rho! —grita Areti, logrando alzar la cabeza por encima del agua—. ¡Rhooo!

—¡No está aquí! —refunfuña, sintiendo cómo el peso de la capa de malla la quiere jalar al fondo. De no ser por la espada de Areti, a la que se aferra con fiereza, ya estaría ahí—. ¡Pero allá están los otros! Intenta nadar a la orilla.

Areti, contrariada, obedece, pataleando con fuerza y tratando de dirigir el bloque de hielo a donde ve que los Pevensie han salido. Los castores, al divisarlas, vuelven al agua y en cuestión de segundos están a sus costados, ayudándolas a llegar a la orilla.

—¿Qué hiciste? —Alcanzan a escuchar que Susan pregunta, con voz que no intenta ocultar el coraje que lleva acumulando contra su hermano mayor. El motivo del estallido pronto se revela, cuando Peter alza el abrigo que Lucy debía llevar puesto—, ¿Y Lucy? ¡Lucy!

El par de ninfas, que acaban de salir del agua, voltean a ver al agua, como si de tal modo pudieran atravesar el volumen acuoso y ver el paradero de Lucy. Sylph, preguntándose cuán difícil sería nadar y sacar a Lucy con esa corriente, se detiene al escuchar a Areti.

—¡Rho, por favor! ¡Rhooooo!

—¡Rho no está aquí! —brama, enfrentándose a la seria mirada que le dirige la niña por primera vez—, ¡No es seguro que haya despertado! ¡O siquiera que esté viva!

—¡Ella está viva, éste es su río! ¡Si estuviera muerta yo lo sabría!

—¿Y cómo lo sabrías si estabas dormida? —contraataca, quitándose la capa y desprendiéndose de sus pertenencias, metiendo los pies y destinando con la mirada un trayecto a seguir—. Nosotros estamos aquí, nosotros podemos hacer algo.

La tensión que se extiende entre ellas es cortada, cuando Peter y Susan retoman los llamados para su hermana, desesperados por el tiempo que pasa sin respuestas.

Lista para lanzarse al agua, es detenida repentinamente por la misma Areti, que la calla con un golpe en el hombro cuando quiere replicar, a la vez que señala un punto no tan lejano a ellos. En ese lugar, todos perciben cómo el agua se alza, poco a poco, como una enorme ola. Fuera de ser solo un fenómeno extraño, ahí, en la punta y entre la espuma, vislumbran la figura de la pequeña Lucy, sonriente y riendo, acompañada por una inusual figura, femenina, de cabello castaño y extremidades azuladas.

—No mencionaste que las océanides son azules —musita Sylph, liberando la ansiedad que le provocó la situación con una corta risa, nerviosa.

—Porque no lo son —responde Areti, seca.

La ola de agua baja a Lucy en la seguridad de la superficie, donde es recibida inmediatamente por Peter, que la rodea con el abrigo.

—No te preocupes, cariño, tu hermano no va a dejar que nada te pase —dice el Señor Castor.

—¡Tampoco Amphirho! —exclama la niña, sujetando la mano de su hermano, aún dueña de una gran emoción.

Dándose la vuelta, se encuentran con la océanide, cuya ola ha llevado de regreso al cauce y, ahora, aguarda expectante en la orilla, sosteniendo en la mano su imponente lanza. Da un par de pasos al frente, tanteando la situación, en espera de no hallar hostilidad; la ninfa del agua solo se encuentra con la sorpresa de los presentes.

—¡Rho! —grita Areti, con júbilo, abalanzándose sobre ella para abrazarla. La mayor la recibe, dejando caer la lanza al suelo para corresponder el abrazo.

No obstante, su mirada sigue recorriendo a los presentes, deteniéndose una fracción de tiempo más grande en Sylph, que le mantiene la mirada. Amphirho sonríe, pudiendo reconocer a otra ninfa donde sea que se encuentre.

—Rho —La llama Areti, preocupada—, ¿Por qué estás azul?

—¿Azul? —repite, desconcertada. Se mira las manos, apartándose de la oréade, siéndole imposible ocultar la mirada de terror que la invade al verse—. ¡Azul, santos cielos! ¡¿Cuánto tiempo dormí?!

—Cien años, Rho —responde, largando una carcajada cuando ve a la océanide, algo vanidosa, seguir escudriñando con horror su tez lechosa azulada por el frío del agua congelada—. Yo también acabo de despertar.

—Ay, santos cielos... —exclama de nuevo, tratando de recuperar el aliento y la compostura, que si antes debió ser seria, ahora debía resultar cómica. Le dirige una sonrisa ansiosa al grupo, que es correspondida por una más amistosa; repara en la presencia de dos humanos más, recordando la profecía de los hijos de Adán y Eva, mas apuntando que faltaría uno de los hijos de Adán—. Ay, ay, perdonen la descortesía y ésta... Ésta presentación... Yo normalmente no soy azul, en serio... Mi nombre es Amphirho, océanide del Gran Río... Pero pueden decirme Rho...

—Muchas gracias, Rho —Comienza Peter, dando un paso adelante, aún con Lucy prendida a su mano, para saludar mejor a la ninfa—, por salvar a mi hermana.

—Considerando que yo debí orillarlos al nado, no hay de qué —dice la océanide, restándole importancia y mirando con extrañeza la mano que Peter le extiende. Sin embargo, se inclina y deposita un corto beso en su mano—. Eres un hijo de Adán —afirma, sin pensarlo dos veces—. ¿Cómo te llamas?

—Peter —contesta, bajando la mano con rapidez, furiosamente sonrojado por el giro de la situación. Lucy, a su lado, le da un golpe juguetón en las costillas, mientras se aparta para reírse con Susan, detrás suyo—. Y ellas son mis hermanas, Susan y Lucy.

—Faltaría uno, para que la profecía esté completa—comenta, con el ceño fruncido, de repente encontrándose molesta. Hace un sonido al chasquear la lengua, antes de mirar al resto del grupo—. ¿Acaso no vino un cuarto humano?

—Sí, sí... Vino con nosotros nuestro hermano... Edmund —responde Susan—. Queremos recuperarlo, lo tiene la Bruja Blanca.

Sin dejar de mirarla, Amphirho termina por asentir, asimilando la noticia. No sabía de los giros que podía dar una profecía tan simple, al menos no previo a la guerra que debía librarse.

—¿Y ustedes? ¿Cómo se llaman, fieles narnianos?

—Somos el Señor y la Señora Castor —responden, orgullosos de ser reconocidos por su labor.

—¿Y tú, hermana? —inquiere, con un deje de maravilla en la voz, mientras se acerca para verla mejor—, ¿Qué eres? No te he visto antes.

—Soy Sylph, una hamamélide.

Sylph observa a Rho ampliar su sonrisa, como una persona que acaba de recibir todos los regalos posibles. La océanide asiente, con parsimonia, disparando en ella la vertiginosa curiosidad por conocer lo que recorre por los pensamientos de la ninfa del agua.

Pero en vez de dar respuestas a sus dudas, que sabe que Rho debe entrever en su mirada, ésta dice—. Si me permiten acudir con ustedes, hemos de seguir el camino que está dejando la primavera...

Y señalando el lindero del bosque, son espectadores de uno de los árboles, cuya nieve cae al suelo, dejando al descubierto las flores rosas que lo adornan y, que poco a poco, van floreciendo.

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