━━ prologue

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ᴡᴇ'ʟʟ ɴᴇᴠᴇʀ ɢᴇᴛ ғʀᴇᴇ
ʟᴀᴍʙ ᴛᴏ ᴛʜᴇ sʟᴀᴜɢʜᴛᴇʀ
ᴡʜᴀᴛ ʏᴏᴜ ɢᴏɴ' ᴅᴏ
ᴡʜᴇɴ ᴛʜᴇʀᴇ's
ʙʟᴏᴏᴅ ɪɴ ᴛʜᴇ ᴡᴀᴛᴇʀ?

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Aquella noche la luna había desaparecido completamente detrás de los nubarrones que la temporada húmeda solía atraer con el viento del Oeste, dejando cada uno de los espacios alrededor del pequeño pueblo cubiertos por una oscuridad profunda.

Raro sería mencionarlo, dado que para ser uno de los últimos meses del verano, parecía ser que el otoño tenía cierta premura por llegar a California.

No obstante, a pesar de que el calor era insoportable en las mañanas, por la noche los escalofríos azotaban a cada persona o habitante del tupido Beacon Hills, como si la tranquilidad no fuera más una aliada, abriéndole paso a todo tipo de curiosidades que podían terminar mucho peor que un cadáver enterrado bajo tierra.

Afortunadamente, los faroles en la carretera cumplían con la función de darles una visión aceptable, alejando los malos espíritus. Pero el silencio... aquel silencio espectral podía significar tantas cosas. Así como la certeza de que algo nuevo está a punto de suceder. Aunque la verdadera incógnita sea mas bien una adivinanza, de saber si esa sensación era algo bueno o malo en realidad.

Para Laurel Jones, sin embargo, aquella consistía en otra de las muchas lunas en las que últimamente se veía conduciendo por una carretera desierta, esperando llegar a su destino con un dije de desesperación que impulsaba sus deseos por finalizar aquella larga jornada.

Viajar desde Louisiana hasta California había sido agotador, y a esas alturas el cansancio de casi dos días con las manos en el volante le estaba pasando factura. Pero no tenía por qué quejarse, había hecho un muy buen viaje durante todo el trayecto. Hasta ese momento.

La castaña resopló con enojo al escuchar cómo el motor de su coche comenzaba a fallar por primera vez desde que partió de New Orleans, haciendo una serie de sonidos extraños que no cesaron hasta que se detuvo en medio de la carretera, a solo unos minutos del anuncio que daba la bienvenida a Beacon Hills.

—Tiene que ser una broma —masculló entre dientes— Vamos, Bessie. No puedes hacerme esto justo ahora.

Como era costumbre, se encargó de abrir el capó con intención de averiguar por sus propios medios cual sería el problema, solo para darse cuenta de que el motivo por el que se había averiado en medio del camino era su chamuscado motor.

Bufó y maldijo al igual que haría una vieja huraña, dándole como último merecido una fuerte patada a la llanta, cosa que solo provocó que su dedo acabara recibiendo el castigo.

—Puta mierda —la mujer dió varios saltitos para frotarse el lugar dañado, extendiendo su mano para coger el celular que estaba dentro de su bolso—. Vaya suerte la mía.

A pesar de sus diversos intentos por pedir ayuda, la cobertura en aquel sitio no llegaba ni a la primera línea de su móvil, y todo apuntaba a que tendría que pasar la noche a la intemperie en espera de que otro vehículo que pasara por allí pudiera hacerle el favor de remolcarla hasta la entrada.

Se suponía que no habría más obstáculos que le impidieran acabar de poner los pies sobre el suelo su nuevo hogar. No después de que tantos se opusieron a dejarla ir y tantas fueron las excusas para mantenerla en un lugar donde no quería estar. Ahora que casi lograba dar un paso hacia su propia independencia, el destino volvía a darle otro golpe como si tampoco quisiera verla prosperar.

Por un momento pensó, realmente pensó, que sería como cualquier tipo de nueva pueblerina que llegaría preguntando por la dirección de su residencia hasta que alguien supiera explicarle cómo llegar a ella con exactitud. Quizás algún tipo atractivo le cobraría las molestias con un café, o ganaría nuevos amigos al hacerlo, pero ahora que se encontraba en medio de la nada, rodeada solo por bosques y neblina, las ganas de experimentar ese nuevo aire de vida se le estaban trasladando rápidamente a los pies.

Una brisa fresca sopló a través de la maleza hasta concentrarse a su alrededor. Haciéndola temblar debido a un súbito escalofrío que le recorrió el cuerpo por entero y dándole la extraña sensación de estar siendo observada desde lejos.

Era espeluznante, y podría decirse que hasta macabro, pero Laurel juraba que nadie se encontraría ni remotamente cerca a esas horas. Era ilógico pensarlo a menos que se tratara de un ladrón o algo parecido, pero si cualquiera de esos se atrevía a ponerle un solo dedo encima terminaría escupiendo los dientes.

De repente, y casi por instinto, la vista de la castaña se paseó por los alrededores hasta toparse con un extraño brillo rojo que provenía de la oscuridad.

—¿Hay alguien ahí?

Sobresaltada, agarró el spray de pimienta que traía en el bolsillo y volvió a mirar con atención aquellas dos luces que parecían brillar al igual que rubíes en medio de las sombras. No pasó mucho tiempo antes de que las viera apagarse finalmente, y en lugar de ellas, el cuerpo maltratado y herido de un joven que no logró divisar muy bien se acercara tambaleándose hacia ella.

Su miedo se esfumó tan rápido como se percató de que este parecía haber salido de una pelea nocturna o un muy serio y dudoso accidente. Porque apenas se desplomó a pocos metros de su coche, ella fue casi corriendo hacia donde estaba para examinarlo de cerca.

Tenía aspecto juvenil, a pesar de que su ropa desecha daba la impresión de pertenecer a un adulto de facciones varoniles y latinas. Varias heridas de bala en distintos espacios de su cuerpo, cortadas un poco o más profundas que otras en lugares como su torso, rostro y brazos; además de algunas quemaduras que no supo de donde podrían haber venido.

Lo correcto sería llamar a una ambulancia, o quizás a la policía. Ellos sabrían qué hacer con el muchacho y a dónde llevarlo.

Sin embargo, cuando quiso separarse de este, una fuerza descomunal tiró de ella hacia atrás, lanzándola a varios metros de su lugar inicial y con un fuerte golpe en la cintura que de seguro le estaría doliendo semanas.

Confundida, y a la vez adolorida, logró arrastrarse hacia atrás a medida que la figura del chico que creía inconsciente adoptaba una posición de ataque. Sus ojos se tornaron de un color rojo infierno que le heló la sangre, haciéndola soltar un chillido de horror cuando su rostro se desfiguró de forma que los colmillos y la apariencia de un animal se adueñaron de cada uno de sus rasgos.

Laurel creyó que el corazón se le detendría en cualquier segundo debido a la ferocidad con la que chocaba contra su pecho. Se había quedado paralizada en el lugar, aterrorizada, sabiendo que cualquier intento por salir corriendo de allí terminaría mal. Muy mal.

Tragó en seco cuando lo escuchó gruñir por lo bajo, observándola atentamente como un depredador a punto de enfrentarse a su enemigo, y por alguna razón que desconocía, ella se había convertido en eso.

Lo siguiente que sintió después de escuchar su rugido, fue todo relacionado con el dolor, la desesperación o una experiencia cercana a la muerte. Las garras se incrustaron en los espacios blancos de su piel como si fueran alfileres, arañándola profunda y dolorosamente, los golpes que quebraron sus huesos como cristales de vidrio, el terror que inspiraba la mirada de aquella criatura y el veneno de su mordida esparciéndose por sus venas de forma lenta y tortuosa.

No obstante, ninguno de esos ataques fue suficiente para hacer que Laurel considerara ese día como el de su muerte. Porque a pesar de todo, incluso después de quedar moribunda en medio de la nada, la castaña pudo recordar la intensidad con la que aquellos ojos salvajes reaccionaron súbitamente antes de poder desgarrarle la garganta. Como si todavía existiera algo de humanidad en ellos y eso lo llevara a sentirse internamente culpable por lo que había hecho.

Entonces, en medio de su inconsciencia, ella se formuló una pregunta que no logró debatir antes de caer completamente fuera de combate:

¿Por qué decidió no matarla?









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