Capítulo 1: Los deseos de una bella y sensual musa existencialmente inquieta

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Se conocieron bajo el fulgor luminiscente y apasionante de un rojo atardecer, un rojo atardecer que tremolaba de pasión y se derramaba en caricias luminosas sobre el asombro mismo de la vida. En ese momento, se avistaba en el cielo una luna encantadora, una luna que deseaba bañarse en los ojos de alguna estrella o quién sabe si de algún romántico enamorado. Él, con todos sus sentidos un tanto distorsionados por esa realidad que solo sabe tejer el deseo, se acercó a ella con gran galantería. Y así, bajo la luz incierta de una infinitud lívida e invisible la llamó Calíope. Algunos gatos, entretanto, maullaban en los tejados, maullaban como persiguiendo con su música felina un misterio sumamente desnudo e inadvertido. Al poco tiempo, al poco tiempo de conocerse bajo el fulgor luminiscente y apasionado de aquel atardecer que mencionamos líneas atrás, ambos, es decir, tanto él como ella, decidieron sumergirse en unas aguas de apasionadas y vertiginosas corrientes, unas aguas pertenecientes al torrente incesante del deseo. Y así, con sus vidas siguiendo esa tonada de brisas embriagantes y, de cuando en cuando, huracanadas, en cierta ocasión de vibrantes y cálidas pasiones compartidas, mientras ella acariciaba el pecho de su amado, se quedó mirándolo a él con ojos de musa encantada. Luego, al cabo de unos cuantos segundos apenas, a ella se le ocurrió preguntarle lo siguiente: 

—Dime, amor mío, por qué me llamas Calíope. ¿Quién es ella?

Ambos permanecieron en silencio. Un silencio que se recostaba en las lindes de un insospechado almohadón de dudas. Sin embargo, un ínfimo lapso de tiempo después, ella, facilitándole a su voz una lejana, magnética y nostálgica ternura de golondrina entre la brisa, sugirió:

—Dime, cariño, si es acaso alguna otra amante tuya.

—Calíope, amor mío —atinó a contestar él—, es, de acuerdo a la mitología griega, la musa de la poesía y la elocuencia, la más prestigiosa y bella, ¿sabes?, entre todas las musas del Olimpo.

—Quiero saber una cosa.

—Dime.

—¿Me ves a mí en ella, o la ves a ella en mí?

—No sabría decirte.

Al levantarse del dulce lecho de aquel artista que la comparaba con una de las musas del Olimpo, más exactamente con la que se supone era la más bella y prestigiosa de todas, nuestra querida y bella Nina absorbió con su mirada la calidez de la primavera, la absorbió a través de una ventana biselada y a través del sentido mismo de la misticidad del deseo. La absorbió con su mirada profunda y rubicunda. Un extraño silencio, entretanto, revoloteaba sin cesar alrededor de ella. "Eso que me dices, como con cierto sentido poético, mi querido artista, me hace pensar que tú sueñas conmigo", dijo ella. Lo dijo como por decir algo, con su cuerpo desnudo y retirando de su rostro algunos traviesos mechones de cabello ondulado.

—Eso, adorada Calíope —dijo él— quiere decir que tú eres ese motor que me convierte en un genio virtuoso. Un genio virtuoso que toma el cincel, moldea la arcilla y mezcla la témpera como no lo hace ningún otro artista".

Nina aún seguía desnuda sobre la cama de aquel artista, sin saber que, con ello, instaba a que la lengua de él quisiera explorar la suavidad de sus senos, una suavidad que, por cierto, contrastaba a la perfección, y podríamos decir que casi que en un pasional y excelso sentido de armonía, con la dureza de sus pezones erguidos y orgullosos.

Afuera de aquel cuarto, por cierto, y como bien podemos recordar, era primavera, pero, por alguna u otra razón, dentro del alma de nuestra querida y bella Nina era otoño. Ella, con su alma surcada por alisios y otros no menos indescifrables y enigmáticos vientos, no dejaba de analizar las palabras de aquel artista, no dejaba de analizarlas con sumo cuidado, aunque, eso sí, ella, más bien, parecía absorta en algún incierto y profundo pensamiento.

"Me tengo que ir", dijo ella, la bella Nina, al recordar la fría sentencia que el día anterior le hizo una misteriosa adivina. Luego, ella dejó que él —es decir, aquel artista que la comparaba con una de las musas del Olimpo— contemplara su dulce y suave cuerpo femenino desnudo durante unos cuantos segundos más. Unos segundos en los cuales él trató de grabarse aquel cuerpo en lo más profundo de su ser para esculpirlo y pintarlo cientos y cientos de veces más, desde ese día, y a lo largo de toda la vida que aún le quedaba por vivir. Luego, ella procedió a vestirse tras tomar una corta y refrescante ducha. Algo le decía a ella, a la hermosa y resplandeciente Nina, que aquel artista no era ni podría llegar a ser nunca el amor de su vida. Claro, él sólo veía en ella un poema andante llamado "Calíope". Algo muy halagador, sí, pero bastante fuera de la realidad. Por ello, ella tenía, en consecuencia, que apresurarse. Según la advertencia de una misteriosa adivina de mirada inmensurable y diluida en las pertenencias de la Nada, el tiempo apremiaba. Es decir, el reloj de arena de los amores de Nina podría detenerse en cualquier momento. Por eso mismo era que ella debía apresurarse y salir a buscar al amor de su vida. Pero, poco antes de partir, el artista la tomó a ella por el brazo y le pidió un beso más. Un beso de despedida. De dulce y suave despedida. No obstante, ante todo pronóstico que hubiera podido resultar favorable para él, ella se negó. Él le dijo entonces a Nina, haciendo el último intento para detenerla a su lado, que sus dulces besos femeninos eran, en realidad, los que le hacían soñar, y que el encantador y exquisito sabor de su piel, era el que le daba esa recalcitrante inspiración a la que él había estado refiriéndose unos minutos atrás. Es decir, la inspiración que lo hacía pintar como ningún otro artista o pintor en todo todo el mundo.

No obstante, no hubo forma alguna ni poder humano que la convenciera a ella de quedarse. Ella salió y dejó a aquel artista sumido en la compañía de una agria soledad. La agria soledad de quien se sabe poseedor de un talento sin igual y extraordinario y sabe que solamente debe trabajar en él. Ahora bien, si la adivina estaba en lo cierto, aquella misteriosa adivina de mirada inmensurable y como diluida en las pertenencias de la Nada, Nina debía encontrar en menos de tres días al amor de su vida, de lo contrario, jamás lo haría y ella se quedaría para siempre sola, y con la gran congoja de haber perdido, aún para su juventud, su última y gran oportunidad. No, no había, en consecuencia, mucho qué pensar o divagar, la advertencia de la misteriosa adivina de mirada inmensurable fue, en su momento, fulminante. Que ¿cómo comenzó todo este cuento de la adivina y de que Nina busque al amor de su vida en menos de tres días? Sencillamente, todo comenzó con un sueño que inquietó profundamente a la hermosa y despampanante Nina, un sueño que la inquietó de una manera tal, que ella decidió consultar a alguien que lo pudiera interpretar. Ese día, por tanto, un día de nubes apresuradamente errantes, y de un cielo azulísimamente inmóvil, poco antes de consultar a la misteriosa adivina, Nina, más bien un poco desconfiada y escéptica con respecto a lo que pudiera decir o no una adivina, se repitió a sí misma lo siguiente: "No debes creerte, de buenas a primeras, una absurda falacia, Nina. Debes confiar, ante todo, en tu instinto". Lo que no sabía la bella Nina, era que su instinto terminaría respaldando aquel terrible vaticinio que le daría la adivina. Un vaticinio que, desde ese momento, la dejó a ella sumida, sin ninguna consideración, en un incierto y desaprensivo limbo.

¿En qué consistía ese misterioso e inquietante sueño de Nina? Es decir, el sueño aquel que ella quiso que una adivina de mirada inmensurable y como diluida en las pertenencias de la Nada le interpretara, o le ayudara, siquiera, a hallar algún posible norte, un norte desde cual poderse entender Nina un poco más a sí misma. Pues bien, consistía, en realidad, en un ocaso de color rojo y de tonalidad muy intensa. Un ocaso lleno de ecos tan desconcertantes como insospechados. Consistía, de igual forma, en lo que sucedió bajo aquel ocaso, y lo que sucedió, sin más ni más, fue lo siguiente: Nina caminaba por las calles de una ciudad desierta. En su sueño, ella no reparó en lo extraño que puede resultar que una ciudad de grandes edificios se encuentre, a la hora de la verdad, así de vacía como estaba aquella. Había, por cierto, algunas cuantas nubes dispersas en aquel cielo de matiz rojo. Ella, la hermosa y resplandeciente Nina, miraba las lívidas y serenas nubes cuando alguien colocó una mano sobre uno de sus hombros, alguien que también acercó su rostro al oído de ella y le murmuró lo siguiente: "Estoy aquí, querida Nina, como un rito iridiscente de luz hecho por las sombras, y si no te volteas, me habré marchado para siempre y me habré llevado todo tu amor, mientras que tú, adorada mía, cargarás con un pesado lastre, lo cargarás durante todo el tiempo que queda de eternidad y resta de infinito". Nina escuchó aquella voz en un estado de verdadera perplejidad, y aun cuando aquella sigilosa voz le advirtió de forma tan categórica aquello, Nina no volteó a ver quién era el que le hablaba. Ella estaba paralizada. Aunque no del todo. En ese instante, por lo menos, Nina logró reconocer de alguna forma que ello no era más que un sueño del que tarde o temprano tenía que despertar. Pero ella no despertó. En su lugar, comenzó a caer hacia una espesura roja, es decir, a caer hacia aquella abrumadora intensidad rojiza de aquel cielo salpicado de blancas nubes sumamente lívidas. Ella gritaba y procuraba aferrarse a algo desesperadamente, porque algo, en su fuero interno, le anunciaba que aquel cielo de un rojo tan intenso como sus pasiones más íntimas y ardientes, la engulliría para siempre.

Nina despertó sobresaltada, y esa misma tarde, luego de salir del restaurante en el cual trabaja como mesera desde hace algunos meses, ella decidió dirigirse adonde una adivina, o una pitonisa, o algo así, que según ha podido fijarse la misma Nina con anterioridad, es muy famosa y respetada en aquella ciudad. Sí, Nina decidió ir adonde una misteriosa adivina para que esta interpretara su inquietante sueño y, de paso, le hablara de amores, de afecciones, de reencuentros inesperados, de misteriosas sorpresas y, quién sabe, quizás lograra embargar también su convulsa y agitada vida de cierto aire optimista. En fin, Nina entró, ese cálido día, al recinto vagamente iluminado de la adivina que ya ha sido mencionada en algunas oportunidades a lo largo de esta corta historia. Un recinto en el cual, cabe decir, parecía respirarse una lasitud interna, mística y sobrecogedora. Sin embargo, una luz macilenta nimbaba allí todas las cosas y ello le confería un aspecto fantasmagórico a aquel, de por sí, lúgubre lugar.

La adivina hablaba con una voz áspera y remota. Tan áspera y remota como esos recuerdos que suelen provocar las lágrimas más sentidas de su vida mística y sobrenatural. Una vida un tanto nostálgica y, sí, perdida en destinos ajenos, esto, aun a sabiendas de que el conocimiento de ningún destino ayuda a que la vida sepa desenvolverse perfectamente en sus complejas tesituras. Pero bueno, aun así, y con todo, algo extraño, algo realmente peculiar, tenía ella, es decir, aquella misteriosa adivina de mirada inmensurable. En ese momento, si alguien además de Nina hubiera estado allí, en aquel recinto, juraría haber visto a la adivina acariciando a la hermosa Nina con su mirada y muriéndose de deseo por ella. La hubiera visto mordiéndose los labios con picardía y estudiada sensualidad, y a la bella Nina hecha una madeja de nervios. 

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