Capítulo 2: Los deseos de una bella y sensual musa existencialmente involucrada

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“Tus besos, que son sugerentes cuando aún están en tus labios, son apasionados e inspiradores”, le dijo a Nina el segundo hombre que ella decidió visitar luego de haber ido donde un artista experto en las artes de la pintura y la escultura. El segundo hombre con el que ella también hizo el amor. Este segundo hombre es, por cierto, un político. Un político que no es muy afable, que gesticula demasiado con sus manos y habla con un tono marcial. Al abrirle la puerta de su casa a Nina, aquel hombre sintió que una vaharada de pasión le quemaba el vientre. Con ella, es decir, con la hermosa y resplandeciente Nina, según como es su costumbre, aquel político habló de lo único que él sabe hablar, es decir, de sí mismo. Acto seguido, según como también es su costumbre, aquel hombre aprovechó una de las oportunidades que encontró en la conversación —si es que a algo así se le puede llamar conversación—, para desabrochar los botones de la blusa de seda que llevaba la bella Nina. En ese momento los senos de ella fueron liberados. Sus senos, por tanto, se desbordaron tal y como se podría desbordar el más impetuoso de los ríos pasionales. Luego, él jugó a su antojo con los ardientes pechos de ella, de paso, deslizó una de sus manos hacía las humedades y los distintos pliegues del sexo de ella, unas humedades que no solo empaparon un poco la mano de aquel político sino que parecían saciar de alguna u otra forma una remota e instintiva sed. Acto seguido, él le hizo el amor a ella sobre una raída alfombra de color malva. Durante todo ese tiempo, la bella Nina no dijo ni musitó nada.

“Escúchame bien, hermosa, si no te arrojas, como entrando al océano por primera vez, perderás para siempre las ansias de amar. Pero ten cuidado, porque no será nada fácil elegir a la persona indicada”. Esa fue, justa y precisamente, la advertencia final que le hizo la misteriosa adivina a la hermosa Nina, el día anterior y al momento de interpretar el misterioso sueño de ella. “Ah, otra cosa”, añadió la misteriosa adivina en ese momento. “Únicamente tienes dos días, a partir de hoy, para hacer lo que te dije”.

“Quiero uno más de tus besos de hiel”, le dijo el político a la bella Nina. “Para qué podrías querer uno más de mis besos, si me has tenido durante largos e inexorables minutos de pasión”, dijo ella. “Aún me falta algo de inspiración, querida mía. Así como algo de seguridad para poder hablar ante cualquier público y ante cualquier congreso” “Estoy segura, mi querido, que la conseguirás en otro lado”, remachó finalmente la bella y despampanante Nina, poco antes de salir de la casa del político y de su ególatra vida para siempre.

De modo que ahora los torbellinos de la pasión persiguen las inciertas invisibilidades del sentimiento. Es decir, los torbellinos de la pasión arrastran esta vez a la bella Nina hacia cierto hombre que alguna vez fue su novio. Un hombre que siempre ha trabajado en el ámbito teatral y que siempre ha querido hallar el telón detrás del cual se esconden las escenificaciones exactas del deseo. Del deseo carnal, por supuesto.

De hecho, la bella Nina piensa tan intensamente en él, que no puede dejar de recordar una carta que cierta vez él le escribió. Una carta que Nina aún conserva junto a otras cartas muy preciadas de amores del pasado y junto algunos cuantos suaves aleteos de vida ensoñada. Una carta que permanece en un viejo cajón de un viejo clóset que se halla en su pequeño y confortable apartamento. Nina, por cierto, tiene guardadas varias cartas de amor que le han dedicado varios hombres a lo largo de algunos cuantos años, unas cartas, las cuales, al momento de recordarlas, hacen que ella quiera volar entre las nubes y sentir, de esa forma, que la vida no para de acariciarla suave y despreocupadamente. Sin embargo, en aquel momento, en aquel momento de prisas y dudas, la bella Nina solo pensaba en aquella carta de amor que cierta vez le envío un hombre que siempre ha estado dedicado, en su trabajo, al ámbito teatral. Una carta que, más exactamente, decía así:

No sé si lo recuerdas, Nina. Yo era Hamlet, en un mundo lejano de la historia, en uno de los pasillos impalpables e intransitados de la vida, preguntándome de forma ávida, imperiosa y requirente, si ser o no ser, si estar o no estar, cuando, de golpe, alcé mi vista como quien mira hacia un horizonte enarbolado, un horizonte de cárdena y fulgurante apariencia, y te vi. Te vi como quien ve la más reconfortante, sensible y extraordinaria de las apariciones. Sí, yo me encontraba preguntándome en esos instantes si ser o no ser, si congeniar acaso con el existir o no, o con la negación o no, si optar por el contenido de lo absoluto o por la forma indefinida e insospechada de la nada, cuando te vi, allí, en medio de los espejismos discontinuos de una enfebrecida y pulsátil marea de latidos. Allí, en uno de los palcos de aquel enorme y moderno teatro en donde hace ya muchos años que mi alma comenzó, un buen día, a ser perseguida por el aliento suave y sedoso de los sueños. En aquel teatro en donde hace mucho ejerzo mi papel de director teatral, de actor protagónico y, de cuando en cuando, más exactamente cuando así lo quieren las fragantes inspiraciones de unas musas ligeramente prohibitivas, de hábil y diestro dramaturgo.

 

¿Que qué fue lo primero que pensé cuando te vi aquella vez? Pues que tú, con todo y tus relucientes ojos de ámbar y piel nacarada, eras tan hermosa y tan hipnótica como aquellas musas ligeramente prohibitivas de las que hace poco hablaba. Que eras tan hermosa como la más coqueta y danzarina de las sílfides. ¿Que qué fue lo segundo? Pues que yo tenía que ser, tenía que existir, tenía que estar, ser uno, un alguien totalmente independiente y concreto y físicamente situado en este complejo universo. Ser una entidad inmersa en la subitaneidad de la vida. En el brillo refulgente de los ojos siderales de este mundo. O en otras palabras, y para darme a entender un poco mejor, yo pensé en seguir haciendo lo que estaba haciendo. Yo pensé en seguir actuando. Y así lo hice hasta el último segundo de la función, hasta el último segundo de habilidosa dramatización.

 

Al otro día, antes de empezar la respectiva función, te volví a ver en el mismo lugar, es decir, en el mismo palco. En ese instante me dije: “Concéntrate. Pon todo de ti para hurgar en el densísimo y bruñido océano intangible de la puesta en escena”. Recuerdo, ahora que me pongo a pensar más a profundidad en algunos detalles concernientes a ti, que en esa nueva función vespertina, de aquel día, mi grupo de trabajo y yo íbamos a representar una gran función llamada: Razones de ser de un firmamento sin estrellas. Una obra que trataba sobre detectives y mafiosos. Una obra de teatro musical inspirada en la vida de Al Capone y en su perseguidor del FBI, líder de los Intocables, Eliot Ness. La única obra, por cierto, que, se supone, se presentaría aquel día en aquel enorme y moderno teatro. No obstante, de un momento a otro, a diez minutos de empezar la función, y luego de comprobar que la que estaba en ese palco de los sueños, tal como el día anterior, sí eras tú, y no una ensoñación de los insuficientes y medianamente táctiles sentidos de mi persona, cambié repentinamente de opinión. Salí entonces, lleno de euforia, y le dije al público presente allí, en aquel enorme y moderno teatro, esa maravillosa y prefigurada tarde, que además de la representación de la obra de detectives y mafiosos, ellos podrían apreciar, como un breve y jugoso regalo, al final de la velada, una pequeña representación de Romeo y Julieta.

 

Aquella representación, es decir, la de Romeo y Julieta (no la de los detectives), se suponía a sí misma, por lo rápido que fue la decisión que la llevó al escenario, de una forma muy singular y distintiva. Esa, en principio, iba a ser una representación de un Romeo (que era yo), hablándole (o al menos esa era la idea) a una Julieta imaginaria en un perfumado balcón imaginario. Una Julieta que, a decir verdad, y al fin y al cabo, terminaste siendo tú, sí, tú, con todo y tus ojos de ámbar y tu piel nacarada. Por lo que tú, al darte cuenta, me dedicaste entonces varias sonrisas pícaras, inacabadas, coquetas, sumamente sensuales aunque discretas, las cuales, al yo recibirlas, en lo más profundo de mi ser, y en esa zona del alma en donde arde un fuego imperecedero y arrobador propio, me hicieron sentir como en el más sublime y sempiterno de los paraísos.

 

Hoy por hoy, aunque apenas nos hemos saludado pocas veces en persona, me encuentro escribiendo una que otra obra que pienso representar junto a mi grupo teatral especialmente para ti. Ya sé que te has vuelto una gran admiradora de mi trabajo. Que has disfrutado de mi actuación de Edipo recién cegado por sus propias manos, del valiente Jasón buscando el Vellocino de Oro, o de Dante Alighieri recorriendo los diferentes círculos del infierno con la invaluable compañía de Virgilio. Sé, además, que a ti te gusta mucho cuando yo, en medio de una actuación, de un performance, de una imitación de una vida ajena a mí, me giro intempestiva y avasalladoramente hacia ti. Tanto sé aquello, que ya conozco la forma exacta de los giros inesperados y avasalladores que a ti más te gustan. Esos finos y elegantes giros que yo hago frente a una gran cantidad de personas, que hago parecer como parte esencial e imprescindible de la actuación, y en los que mi alma pareciera estar siendo poseída por la infartada e imperiosa presencia de una noche clara, abierta, rielante y como cubierta con distintos tipos de desnudeces.

 

Porque así es justamente la actuación: una ficción, una virtualidad que busca llegar al fondo de los más reales pensamientos y de los más sensitivos y clarificados corazones. Así son justamente las actuaciones, una impactante ilusión. Una ilusión, una irrealidad, una apariencia, que, en mi caso, resulta ser la más mística, conmovedora, mágica y veraz de las realidades.

Nina no podía dejar de sentir cierta emoción al recordar la forma tan fina, tan precisa y tan elaborada en la que aquel hombre le expresaba sus sentires en aquella carta. Ella llegó, por tanto, y como llevada por una brisa recién enamorada de un horizonte que la espera ansiosamente, al teatro en el que trabaja o, más bien, en el que trabajaba para aquella época, el hombre aquel que siempre ha trabajado en el ámbito teatral. En esos momentos, él estaba actuando. Estaba interpretando un papel en el que besaba a una hábil y bellísima actriz. Un papel en el que su cuerpo se pegaba al de ella, al de aquella bellísima actriz, mientras sus manos no dejaban de recorrer hábilmente sus suaves y femeninos muslos. Nina se quedó mirando aquella escena. Por un momento le pareció excelente. Le pareció que estaba muy bien actuada, pero luego, le pareció que la escena se excedía. Se excedía tanto en el tiempo en el que debería durar como en el roce de los actores. Fue entonces cuando su sentido de la intuición se lo dijo: aquellos actores que se besaban, tenían algo, aquellos actores, de hecho, compartían a diario unas pasiones sumamente ardientes y fogosas. Aquellos actores se conocen mutuamente sus cuerpos, mucho mejor, incluso, que la forma en la cual actúan.

Nina no lo pensó dos veces y salió rápidamente de aquel teatro sin haber hablado con aquel hombre. El tiempo apremiaba y ella tenía que apurarse. Toda la esencia de pasión del cielo, por cierto, se escondía en sus ojos.

“Tú, linda, sí, tú, querida mía, me rozas en lo más íntimo con tu sensualidad y alucinas mis sentidos con tu aroma”. Al escuchar que la adivina le decía aquello, como si se encontrara en un extraño trance de médium o quién sabe si a punto de lanzarse a besarla, y mientras acariciaba su cabello ondulado, Nina, por alguna razón, pensó en su mamá. La imaginó acariciando su cabello tal y como lo hacía aquella misteriosa adivina. Sin embargo, la imagen que la bella Nina ensoñaba pronto se difuminó. Si alguna vez hubiera conocido a su madre, seguramente Nina hubiera podido detener aquella hermosa imagen ensoñada para siempre, allí, en lo más íntimo y profundo de su memoria.

La hermosa y despampanante Nina se pregunta sobre el amor. Le interesa saber qué es. Le interesa saber si es acaso la llama que enciende la antorcha inextinguible de la pasión; un trampolín que te conducirá a instantes abismados y profundos; una luz sublime y crepitante en medio de la oscuridad; una especia o un condimento para el exquisito paladar del corazón. No, no, y no… Ahora que lo piensa un poco mejor, Nina cree que es como una lluvia de fuego, o algo bello que retoña y le da vida a la vida misma.

Sí, así imaginaba ella el amor cuando llegó a su casa, y encontró el siguiente mensaje en la contestadora: “Me gustaría invitarte a cine, Nina. Hay una nueva película francesa que me gustaría ver contigo. ¿Recuerdas cuando hablábamos en nuestros años de colegio sobre cine francés? Sea como fuere, si te decides, llámame, Nina. Te quiero”. Aquel era un tipo que Nina conoció cuando ambos estudiaban en el colegio. Desde muy chico él demostró estar interesado en ella, pero Nina nunca le dio un chance y muy difícilmente, de ser por ella, se lo daría. Nina borró el mensaje de la contestadora y salió a cumplir con su itinerario. En plena calle, ella siguió dándole formas al amor, bajo la luz dorada de un sol creciente.

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