Capítulo 3: Los deseos de una bella y sensual musa existencialmente confundida

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La bella y sin igual Nina se dirige hacia el viejo clóset aquel en el que guarda, como un tesoro conformado por los retazos de varias almas enamoradas, todas y cada una de sus cartas de amor del pasado. Ella desea sentirse viva, por eso mismo, a medida que va leyendo algunas cuantas cartas, con el objetivo inicial de darse ánimos y salir a buscar al amor de su vida, ella se acaricia y se palpa un poco su propio cuerpo. De niña ella no solía hacer aquello, aquel acto aparentemente pecaminoso pero que encierra cierto éxtasis y cierto deleite ensimismante, porque pensaba que aquello era tabú, y ahora, de joven, resulta que hace ya varios años que son sus distintos amantes los que recorren con sus manos la geografía de su cuerpo y degustan a sus anchas las porosidades más perfumadas de su piel. No obstante, Nina descubre que hay cierto placer íntimo y personal en ello y continúa haciéndolo durante unos minutos. Continúa haciéndolo hasta que se topa de frente con una carta que cierta vez le escribió un viejo amor que trabajaba como espía corporativo. Una carta que aún al día de hoy Nina guarda con bastante celo y que dice así:

Querida mía:

Las mariposas vuelan bastante agitadas en este lugar de otoño suave y perpetuo pero disfrazado de primavera en el cual me encuentro. El batir desenfrenado y medio nostálgico de sus alas me recuerdan que te debo cinco copas de vermut, dos sonrisas, un giño de ojos y una que otra noche placentera e inequívoca de pasión. También me recuerdan, cariño, que tú me debes varias canciones de Armando Manzanero, una que otra de Ana Gabriel, y, sobre todo, querida mía, Y nos dieron las diez de Joaquín Sabina.

Aquellas mariposas, que conocen desde hace muchísimo tiempo el fin de este cielo ligeramente cristalizado que nos cubre, también me recuerdan que no hace mucho decidimos dejar nuestras más desapercibidas e individuales muertes interiores, para entregarnos de lleno a este amor. A este amor con forma de reloj con minutos alterados y segundos pasionalmente constantes. A este amor con forma de cortinas que se cimbrean bajo el cobijo de nuestras más cálidas miradas. Sí, este amor, y estas mariposas enfebrecidas que me rodean, me recuerdan que no hace mucho decidí dejar, por ti, mi vida, mi trabajo de espía, de espía corporativo. Me recuerdan que no hace mucho decidí destruir todos los microfilms, los cedés de datos y toda la información que yo había almacenado durante años. Una información que valía millones y de la que tú, al igual que yo, tampoco querías ya saber nada.

Estas mariposas que me rodean, ¿sabes?, también me recuerdan esa noche en la cual tus ojos me confesaron que tu trabajo no era otro más que el de ser una dulce y bella Mata Hari. Es decir, tus ojos me confesaron que tu trabajo pasional no era otro más que el de seducirme con todo y la encantadora entrega de tu cabello en la brisa, y el de estar siempre atenta a todos y a cada uno de mis movimientos. Un trabajo, el tuyo, que aún sigue tan constante como siempre. Claro, el mío ya lo he dejado atrás, y ahora no es otro más que el de vestir mis pensamientos de ti cada noche y enamorarte con mis besos todos los días. Sí, mis días de trabajo de espía han quedado atrás desde ese sutil y pasional instante, de caricias ligeramente transustanciadas en sueños, en el cual me dijiste que lo dejarías todo por mí. Y sí, lo hemos dejado todo, tanto, que ya no importa que cualquier persona intercepte esta carta que el día de hoy te escribo. Es decir, ya no importa que haya más espías alrededor de nosotros, porque solo se enterarían de que nos amamos.

Y no, no olvides nunca, cariño, y ya para terminar, que tú eres como la flor que perfuma los matices de mis horizontes, y que espero a que vengas pronto, aquí, a este lugar en el que las mariposas y las cortinas de las casas se mueven a la par. A este paraíso tropical en el que tengo una excelente casa junto a la playa. Porque aquí, mi muy querida Nina, solamente nos espiará la elocuente vehemencia de una brisa que es como nuestro amor, es decir, una brisa que cada mañana, y cada tarde, se cuela por las ventanas y acaricia las cortinas.


Al abrirle la puerta de su casa a la bella Nina, aquel músico de pelo cano al que ella le sonrió cuando lo vio, la abrazó con efusividad. La misma efusividad con la cual la hizo seguir a ella y acomodarse. Y así, sin más prolegómenos, y en su frenético actuar, aquel músico de intempestivos océanos interiores empezó a besarla, a ella, a la bella y sin igual Nina. La besó de un momento a otro y en forma deliberada, tal y como él siempre la besa a ella. Era poco más de mediodía. La noche anterior Nina había hecho el amor con un artista, esa mañana con un político. Ahora, no era otro sino aquel músico el que aplacaba sus más fogosos y apasionados deseos con ella. Para él, es decir, para aquel impetuoso músico, los sabores más dulces de la vida han sido siempre los sabores de Nina, de la misma forma en que la música del cielo, y sino del cielo por lo menos sí de algunas de nuestras vitalidades más esenciales y espirituales, ha sido siempre la música de Bach. Sí, la música de Bach. Esa misma música que alguien de nombre Santiago solía colocarle a la bella Nina cada noche antes de dormir, con toda la ternura del mundo.

"Quiero que le des fuego perpetuo a mis ideas y quiero, amada mía, uno más de tus dulces besos de zarzamora", le pidió a Nina, el tercero de los hombres con el que ella hace el amor, intensa y pasionalmente, luego de que una misteriosa adivina de mirada insondable y como diluida en las pertenencias de la Nada, le dijera que se apresurara a buscar al amor de su vida. Sí, el músico del que hasta hace poco hemos empezado a hablar es ese hombre. Ese hombre que la atravesó a ella con su sexo enhiesto como si quisiera llegarle a Nina al centro mismo de su alma. Ese hombre que la levantó a ella con sus brazos mientras la penetraba con el único objetivo de que ella pudiera alcanzar el cielo de la dicha y él el paraíso sagrado de la inspiración. Ese mismo hombre que se hundió en la piel de la bella Nina para que ella olvidara la existencia de dicha piel y pensara, sin concepto alguno, en la más concéntrica y cóncava de las infinitudes pasionales. Ese mismo hombre que hurgó entre el sexo de Nina, entre su flor abierta de pasión, para descubrir qué extraño y curioso fuego ardía en él. Ese mismo que, tras todo el ajetreo que someramente hemos descrito, le pidió a ella uno más de sus besos de zarzamora. Sí, él le pidió a ella un beso más después de un dulce juego de sábanas y de la intempestiva e impredecible música de los gemidos de ella, de la bella Nina. "Compra zarzamora, querido mío", dijo Nina mientras abandonaba la casa de aquel músico y concluía que él tampoco era el amor de su vida. Aquel amor que, según un sueño que ella tuvo, ella debe buscar cueste lo que cueste. Aquel, que ella debe encontrar a como dé lugar, y que para ello no le quedan más que algunas cuantas horas.

Mientras estaba con el músico, Nina había llegado a pensar que el amor era como una fuerte ventisca que llega y rasga las cortinas de la inhibición. Ahora, decepcionada, imagina el amor como un copo de nieve que primero te impresiona mientras cae y luego se seca lentamente. En otras palabras, puede que el amor no sea más que una vana ilusión y que consista, en realidad, en colocar el corazón a pender de un hilo muy fino.

En ello pensaba Nina mientras era acariciada por una brisa tibia, una brisa que movió su cabello ondulado y se introdujo bajo su falda. Ella, la bella y despampanante Nina, sintió cómo aquella brisa recorría su cuerpo, como si se tratara, acaso, de las ávidas manos de sus amantes. No llevaba medias veladas y no recordaba dónde las había dejado, si en casa del político o del músico. No llevaba tampoco bragas. Esas sí, estaba segura Nina, las había dejado ella olvidadas en la casa del músico. De cualquier forma, pensara la bella y sin igual Nina lo que pensara sobre el amor, lo único cierto era que quedaba poco tiempo para completar la tarea crucial que ella debía completar. Nina pensó en el muchacho aquelque en la mañana le dejó un mensaje en la contestadora de su casa. Quizás él fuera su verdadero amor. Podría ir a verlo, a decirle algunas cuantas cosas, incluso. Sin embargo, pronto lo descartó. Lo descartó porque no sabía cómo abordarlo sin parecer que le regalaba toda su alma y todo su ser. Él es un poco tímido, y si ella le ayuda mucho, parecerá que le está ofreciendo todo su ser más íntimo y secreto, al menos así es como ella ve las cosas. Sí, por ese tonto e infundamentado temor, o, más bien, por esa tonta e infundamentada idea, ella lo descartó a él. Por ese miedo, o por esa idea, es que ella no se atreve ni a enviarle un mensaje a ese chico aún sin importar que hasta el momento ella ya haya estado con varios hombres que la han tocado y han hurgado en lo más íntimo de su ser. Pero bueno, aquí lo verdaderamente importante es que, de un momento a otro, ella decidió ir a visitar a otro de sus antiguos amantes. Esta vez: a un científico.

En el solipsismo de su vida, aquel científico vio con agrado la visita de la bella Nina. Y al igual que los tres hombres anteriores, no tardó en disolver su deseo, más bien con modestia, en la amplitud curva y apetecible del cuerpo de ella. A diferencia del músico o del artista, cuyas manos siempre han sido hábiles y curiosas, aquel científico tocaba el cuerpo de ella como si fuera de alguna clase de papel frágil. Así las cosas, el amor con él no duró mucho. "¿Te vas tan pronto? Quédate un poco más, Nina". "No, no puedo". "Déjame siquiera el más dulce de tus besos para inspirarme a entender este mundo caótico". "Puede que tú y yo no vivamos en el mismo mundo, querido", dijo finalmente Nina, poco antes de salir a llorar de decepción, de decepción no ante los hombres, sino ante el amor, junto a una fuente de agua cristalina que halló en una calle poco concurrida.

Nina, por cierto, llevaba consigo una de sus cartas de amor del pasado. Una de esas cartas que al momento de recordarlas, o de leerlas, hacen que ella quiera volar entre las nubes y sentir, de esa forma, que la vida no para de acariciarla suave y despreocupadamente. La llevaba en caso de que leyéndola dicha carta pudiera levantarle el ánimo. Nina la sacó de su bolso. Se trataba de una carta escogida al azar del cajón de su viejo clóset y que ahora, allí, junto a aquella fuente de agua cristalina, resulta ser la carta de un antiguo novio que era y muy posiblemente aún sigue siendo fotógrafo. Una carta que aún, al sol de hoy, dice de la siguiente forma:

Querida mía:

Sabes que cuando tu mirada, en una de esas fotos tuyas que me envías, finge ser un espumoso y encantador baño de burbujas, a mí, no sé aún muy bien por qué, me parece que puedo hallar el grado exacto de intimidad de una caricia perfecta, y que el aura de tus fotos, a su vez, le trasmite a mí ser cierta calidez. Una calidez que a veces, y solo a veces, se troca en silencio. Uno de esos silencios, mi querida Nina, que parece que lo arrojaran a uno, o al menos a mí específicamente, a uno de esos abismos con forma de ausencia que de cuando en cuando, habitan los horizontes.

Siento mucho decirte eso, Nina. Siento mucho decirte que la calidez que me regala tu mirada en las fotos y en los negativos de las fotos que me envías, a veces, y solo a veces, se convierte en silencio. Se convierte en silencio aun a pesar de ser una de esas calideces que recuerdan que la verdadera tibieza del cuerpo se esconde por fuera y no por dentro del mismo. Y no, no me eches la culpa a mí. Échale la culpa, al igual que yo, a la distancia. Pues si no fuera por la distancia, sino fuera por ese inmenso y colosal charco de agua al que llaman El Océano Atlántico, y no recuerdo ya bien si a unos 4000 o 5000 kilómetros en total que nos separan, tú y yo, sin duda, podríamos vernos sin mayor problema cada día para compartir nuestras más lujuriosas gravitaciones.

¿Sabes algo más, Nina?, ahora que te escribo esto, pienso que muy seguramente tú, querida mía, debes de estar pensando que la distancia nos ha regalado una forma muy bonita de comunicarnos. Una forma muy bonita y muy curiosa de comunicarnos, en la cual, tú me envías fotos, unas imágenes tuyas, unas inocentes y otras un poco más atrevidas, para que yo siga, durante incontables amaneceres, diurnos y nocturnos, los caminos de esa mirada tuya a la que tanto le encanta fingir que es un baño de burbujas. De hecho, tú me envías aquellas imágenes, en parte, porque sabes que soy fotógrafo, pero también para que yo te escriba un poema o una carta de amor referente a los paisajes o a los lugares en los cuales tú te fotografías, y para que luego, yo, al igual que como tú haces con tus fotos en medio de los más sonrosados otoños de la vida, te envié aquella carta o aquel poema por correo postal o por Internet. (Tengo que aceptar, mi querida, que sale mucho más cómodo y barato enviarte todo lo que te envío por Internet. Además, así lo puedes ver rápidamente en tu móvil).

Referente a todos los escritos que te he hecho, Nina, hasta el día de hoy, recuerdo que te he redactado, por ejemplo, Una bella dama bajo unos místicos arbustos de color circonio, La alcoba en donde están las muñecas con las que jugaba la luna, La pretérita noche que se hunde en tus ojos, y Los más extasiados declives de la esencia junto a una taza de café. Esos, como ya sabes, han sido cartas o poemas que he escrito con las fotos que me envías. Eso sí, resulta que en la última foto que me has enviado, tú apareces cubierta de espuma, y aparentemente desnuda, en una fina tina de color blanco. He visto aquella sensual foto, y solo se me ha ocurrido esta carta que hace una ligera alusión a las burbujas de la espuma en la cual te encuentras sumergida. Unas burbujas que me recuerdan el encanto mismo de tu corazón. Un corazón con forma de burbuja en el cual ha estallado dulcemente la distancia y la soledad que nos separa.


"Una hermosa carta", pensó Nina. No obstante, aquella hoja de papel no logró darle el ánimo que ella tanto necesitada y que tanto requería la parte más abrisada y huracanada de su alma. "Tal parece", llegó a susurrarle a Nina la brisa aquella que se metía por debajo de su falda, "que el alma se inquieta y se confunde con cualquier cosa, y cuando ello sucede, sus sueños y sus deseos se confunden invariablemente con otras realidades".



Nina, aún junto a aquella fuente de agua cristalina que mencionamos líneas atrás, se preguntaba una y otra vez si ella era en verdad algo así como una musa. Una musa de nombre Calíope que acrisola alguna dádiva del cielo. Alguien cuyo nombre armoniza la más prefecta organización neuronal de sus amantes, los cuales, siempre terminan convertidos luego de unos amores intensos en unos genios virtuosos. Quizás, al fin de cuentas, ella no fuera más que un consuelo, un dulce consuelo de la vida, para todos ellos, o una promesa que cala en lo más profundo del espíritu. De cualquier forma, una extraña y liminal sensación embargaba a Nina. La misma sensación, por cierto, que apareció en su fuero interno tras su inquietante sueño, y la misma que tuvo mientras una misteriosa adivina le acariciaba, con un íntimo deseo sexual y lujurioso, su fragante cabello ondulado. Puede que la interpretación del sueño que le dio la adivina aquella no fuera más que una vil falacia. Sin embargo, Nina se veía fracasada. No creía haber encontrado vestigio alguno de amor. Se sentía como una figura pseudoexistencial, solitaria y condenada. Y fue ahí cuando se acordó, por fin, de él...



Sí, Nina se ha acordado de él, por fin lo ve pasar por sus pensamientos y quedarse allí, habitándolos con toda la nitidez del caso. Este recuerdo repentino la hace sentirse a ella, de alguna u otra forma, completa.



Y tal y como lo ha hecho durante los últimos dos días, ella misma fue quien llegó a la casa de "él". Se sentía extraña, como si cargara el mundo a cuestas y, a la vez, como si algo en ella imitara el vuelo de una mariposa. "Él" le abrió la puerta y la saludó con suma ligereza pero con mucha alegría. "Qué bueno tenerte por acá de nuevo, María Sofía". Hacía mucho tiempo ya, cabe decir, que a Nina, nadie la llamaba así, por su nombre de pila, por esa razón, ella esbozó una tierna y encantadora sonrisa -la primera tras los últimos dos turbios y agitados días-. Durante lo que restó de aquella tarde, Nina se dedicó a prepararle una de las sopas que tanto le gustan a él, es decir, a Santiago, y por la noche, en plena cena, a ella se le ocurrió preguntarle lo siguiente: "Papá, quiero saber cómo era mamá". "¿Que cómo era mamá?". "Sí".

Santiago se quedó pensando. Recordaba aquella vez cuando su hija le presentó a su primer novio. Ambos tuvieron esa noche, a solas, una conversación padre-hija sobre los noviazgos, el amor y la madurez. Una conversación que Santiago trató de sortear de la mejor forma posible. Una conversación en la que él le dijo a ella que a veces está bien mirar la realidad desde el deseo o la emoción, más aún desde la emoción del amor, pero que tuviera en cuenta que hay emociones que no nos pertenecen enteramente a nosotros, hay emociones que no las crean otras personas, y el verdadero secreto de la vida, por tanto, estriba en saber escuchar a nuestro corazón para saber identificar cuáles son nuestras verdaderas emociones y qué es lo que en realidad queremos.

"A ver, mi querida Nina, ella, es decir, tu bella madre, decía que siempre, estuviera donde estuviera, te iba a querer mucho, aun sin importar que pasaran todos los años que tiene este mundo", le contestó Santiago a su hija, tal y como lo ha hecho un incontable número de veces desde que su esposa murió. "Otra cosa, papá". "Sí, claro, mi cielo, dime". "¿Qué es el amor?". Santiago, al escuchar aquella pregunta de su hija, se llevó a la boca una presa de pollo que extrajo de la sopa que tomaba y luego, siendo tan llano como siempre, y con toda la sencillez del mundo, dijo: "Mi cielo, amar es dar lo mejor de sí, y sentirse bien con ello".

Esa noche, mientras analizaban los ojos azules de mamá en un viejo álbum de fotos, ellos rieron y en sus rostros se pintaron muchos sueños e ilusiones. Esa fue una noche en la cual muchos artistas diversos, ya fuera en el arte de la pintura, el teatro o la fotografía, se volvieron genios virtuosos bajo la luz de una luna inspiradora. Esa noche, poco antes de irse acostar, él le agradeció a ella, es decir, a su bella hija, su visita. Le dijo que se sentía en paz, aunque esa noche no le colocó a Nina ninguna tonada de Bach, tal y como él solía hacer cuando tuvo que criarla sin ninguna ayuda, para que ella conciliara el sueño. Al día siguiente, Nina despertó y encontró a su padre aún acostado en su cama. Él sonreía y ella, por alguna razón, supo que había dejado este mundo. De alguna forma, ella también supo que un amor intenso y verdadero había quedado incrustado para siempre en el ardor de sus recuerdos. Y con un mar de lágrimas saliendo a borbotones por sus ojos, Nina besó la frente de padre, como tantas veces él también lo hizo mientras la vio crecer "Para ti papá, que me enseñaste que los verdaderos besos, como las mejores cosas en la vida, siempre han sido gratis".



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