3 | Por la fuerza

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—¡Josh, ven a cenar!

La voz de su hermana rompió el silencio que se había formado en la habitación de Josh hacía dos minutos, tras quince minutos de abdominales y flexiones que no terminó. Le pesaban los brazos y las piernas, pero aún así se movió de la cama. El dormitorio daba vueltas.

Ese sábado había comido doce macarrones cocidos y una manzana. Sin embargo, en el mostrador de la cocina encontró una bolsa de nachos y varios tarros de nata agria abiertos.

—¿Qué quieres? —preguntó, y su hermana le tendió un totopo.

—Saber si quieres cenar conmigo.

Josh negó. Su madre se había ido a Walmart mientras Shelby se encargaba de que el pequeño Joe, su hermano de ocho años, terminase de cenar y de hacer sus deberes de la escuela.

—¿No vas a cenar nada?

—Claro que sí.

De malaga gana, Josh sacó un cuenco de la alacena superior; después, abrió el frigorífico en busca de la bolsa de lechuga y la caja de tomates cherry. No quería, pero se desmayaría si no comía, así que también agarró una naranja.

—Josh, estás muy flaco.

Su hermana había cambiado el tono de voz. Josh se volvió lentamente, como si no comprendiera el idioma, y de pronto su tez amarillenta resultó sólo un poco más clara que el rubio de su cabello.

—¿Y qué? —preguntó molesto.

—¿Estás bien?

—Sí.

Regresó a su cuarto. No quería que nadie le viese comer, ni siquiera su hermana. Ese año se había propuesto finalmente llegar a su peso ideal, un número que cambiaba conforme se acercaba, y le desquiciaba que su familia comentase su aspecto.

Cuando llegara a su meta, volvería a comer normal.

No le importaba el hambre, ni beberse litro y medio de agua de una vez, ni masticar veinte veces cada bocado, ni hacer tres horas de ejercicio a la semana. Su único enfoque estaba en la báscula; y su único refugio, en los estudios.

Estudiaba para sobresalir en algo, porque tenía que ser perfecto. Necesitaba destacar en el equipo de fútbol, y tener las calificaciones más altas de su salón, y no equivocarse en ninguna respuesta en clase, y lucir perfecto.

Quería que nadie que lo viese por los pasillos del instituto encontrase criticar algo de él: ni sus resultados académicos, ni su comportamiento, ni sus talentos, ni su apariencia. Y usaba como pretexto el "querer estar fuerte" para tapar la realidad de que lo único que lo obsesionaba era perder peso.

Cuando Ashton Moore lo vio por primera vez al entrar al aula de Geografía, a principios de año, lo señaló y, sin pensárselo dos veces, le preguntó si quería participar en las pruebas de competencia para el equipo de fútbol americano.

Josh, que jamás imaginó que el chico popular de barbilla cuadrada y cabello oscuro que se ganaba las miradas de la gran parte del sector femenino lo querría a su lado, se presentó a las pruebas. Y cuando consiguió pasarlas, aunque sin saber cómo, el entrenador le ofreció la talla más pequeña al repartir los uniformes al inicio de temporada.

—Tú usas la XS, ¿verdad? —dijo, y Josh asintió sin pensarlo.

Todo el esfuerzo de compensación durante el verano por bajar de los sesenta kilos había valido la pena, porque alguien había reconocido que estaba delgado.

Por fin sentía que su cuerpo era como debería haber sido siempre.

Así acabó con una pesada camiseta con el número quince y un pantalón ajustado a la cintura.

Ashton, el capitán del equipo, le palmeó la espalda con energía y lo felicitó por el número que le tocó:

—¡Eres nuestro mejor jugador! Más te vale no decepcionarnos.

No lo decía en serio, pero Josh se lo tomó personal.

Por eso había estado corriendo tres horas semanales en la cinta y haciendo abdominales. Sin embargo, seguía siendo el más lento del equipo. Incluso Grady, con su exagerado sobrepeso, corría el doble de rápido que él. Quizá por su culpa habían perdido los dos primeros partidos.

Jugaban de noche, cuando su vista se nublaba y las piernas se le debilitaban tanto que no atinaba a lanzar el balón, y Ashton le gritaba desde lejos que abandonara el campo si no iba a colaborar.

Aquel sábado, Ashton Moore le recordó que jugarían un partido el jueves siguiente, al finalizar la semana de exámenes parciales, y Josh le pidió que buscara un suplente. No le apetecía en absoluto entrenar. No disfrutaba jugar, pero iba porque Ashton le dijo que Lydia Dashiell iba con su novio a los partidos, aunque él personalmente nunca la había visto.

Lydia solo había sido otro motor para que Josh desperdiciara horas en su cuerpo escribiendo reglas en las notas de su teléfono para perder peso, haciendo capturas de pantalla de las fotos que Lydia publicaba en sus perfiles sociales, guardando rutinas de ejercicio e imágenes con consejos en carpetas ocultas. La otra mitad del tiempo, estaba dibujando a la chica en su cuaderno.

Lydia Dashiell tenía unos hipnotizantes ojos celestes, profundos como el hielo, y unas largas y delgadas piernas que lo volvían loco, además del espeso cabello negro que casi le rozaba la cadera. Por lo que sabía, su novio ya era mayor de edad y venía a recogerla en moto todos los días. Y aunque sabía que nunca se fijaría en él, Josh no perdía la esperanza de que un día su relación fracasara.

—¿No ha cenado?

Bloqueó el teléfono tan pronto como la voz de su padre en la planta baja de la casa.

Estaba interrogando a Shelby, que no tardaría en confesar porque mentir no era su habilidad. Y al oír los pasos en la escalera, se le aceleró el corazón. Miró alrededor, por si tenía un plato que fingir llevar a la cocina, pero no. Escondió el cuaderno tras su rodilla cuando oyó toques en su puerta y lo escondió tras su rodilla.

—Vas a salir del equipo, Josh.

Josh clavó sus pupilas vibrantes en las de su padre.

—¿Por qué?

—¿Te has visto? —espetó—. No puedes jugar con ese cuerpo. Hasta que no comas como una persona normal, no vas a jugar a nada. Moveré tu cuarto abajo si sigues usando las escaleras para perder más peso.

—Sí como.

No fue buena idea responderle.

Los duros ojos celestes de su padre se fijaron sobre los de Josh, que sintió el corazón bajarle hasta rebotar contra su estómago. Su padre sospechaba de sus amigos y de la escuela, aunque no lo dijera, y en realidad creía que tenía que ver con drogas.

—No sé qué te pasa —dijo al fin, después de un inquietante minuto de silencio—, pero más te vale parar ya con tu delicadeza. Vas a cenar esta noche, y me da igual que no tengas hambre.

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