4 | Autocontrol

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—Puedo sentir tu columna vertebral y llevas un chaquetón puesto —murmuró Ashton una fría mañana que recogió a Josh antes del instituto y le echó el brazo sobre los hombros. Era el primer lunes de marzo, dos semanas y media antes de Pascua.

Josh se encogió de hombros.

—Es mi cuerpo.

Entonces Ashton, que quitó el brazo, hundió las manos heladas en los bolsillos de la chaqueta deportiva.

—¿Y ese humor? —inquirió, fruncido el ceño—. ¿No has dormido o qué?

—Sí.

Seco, Josh se deslizó dentro del Chevy de Ashton, quien no tenía idea de cuánto pesaba Josh, pero había notado que la ropa le quedaba grande.

—¿No tienes ropa de tu talla? —preguntó.

—¿A qué viene tanta pregunta?

Los ojos redondos de Ashton observaron a Josh unos cuantos segundos, mientras el chico se debatía entre arrancar el auto o no. Normalmente lo toleraba porque sabía que Josh solía estar estresado, pero le extrañaba que se pusiera en guardia a una hora tan temprana. Lo que no notó fue que Josh había analizado su oscuro cabello, ondulado sobre su frente, hasta bajar a los lunares de sus pómulos, y los gruesos labios rosados por el frío, y la barbilla cuadrada.

Ashton tenía una espalda ancha, y hombros definidos, y abdominales que Josh había visto en el gimnasio. Él, por otro lado, era solamente su mejor amigo.

Dios era muy injusto.

—Porque puedo ver a través de ti —murmuró Ashton al fin.

—¿Qué significa eso?

—Que estás muy flaco. ¿Vives del aire o qué?

—No como mucho.

—Haces que me vea gordo a tu lado.

—Yo soy el que se ve mal por tu culpa —le contradijo Josh, abrochándose por fin el cinturón de seguridad.

—Pero tú no tienes ni un gramo de grasa. Creía que yo comía sano, pero tú me superas.

Josh se rio ligeramente. Quizá valía la pena no desayunar. A lo mucho, se comía una manzana en el comedor. Tampoco almorzaba en casa, ya que sus padres no estaban, pero a la hora de la cena hacía el esfuerzo de comerse la mitad de lo que sirvieran, despacio y bebiendo agua entre bocados.

Aquel lunes, sin embargo, su hermana Shelby estaba en la cocina cuando él llegó y había comprado quesadillas. Él entró sin saludar, en dirección a la alacena, y agarró su cuenco favorito para llenarlo de lechuga fresca. Cuando se dirigió a la escalera, Shelby se levantó del sofá de la sala, donde ayudaba al pequeño Joe con la tarea antes de jugar a la play, y le entregó una caja de cartón.

—No, gracias. —Josh se echó hacia atrás—. No tengo hambre.

—Son las cuatro de la tarde.

—Comí mucho en el almuerzo.

—Pues solo te vi comer una manzana.

El corazón de Josh se volcó; con media sonrisa, le preguntó si lo estaba vigilando.

—No necesito que andes detrás de mí. Tengo diecisiete años.

—Es que casi no comes —protestó Shelby, entrecerrando sus ojos azules—. Antes te gustaba comer de todo y...

—La comida del comedor está asquerosa —le contrarió él—. Además, estoy entrenando.

Shelby parpadeó, escéptica. La última vez que había visto comer pastel a su hermano había sido la Navidad anterior cuando todos los recuerdos que tenía de su infancia estaban llenos de dulces, y sándwiches de crema de cacahuete y mermelada, y galletas.

—No sabía que te importase tanto estar en forma.

Josh apretó los dientes.

Contempló los tirabuzones dorados de su hermana, las uñas rosa pastel y el fino top azul que revelaba su piel tostada por el sol. A pesar de ser más baja que él, Shelby tenía el abdomen plano y los huesos de sus muñecas sobresalían. Y Josh no pudo evitar preguntarse por qué su hermana y Max se veían bien sin esforzarse mientras que él había odiado toda la vida la rapidez con la que ganaba peso.

—No como carbohidratos —murmuró.

—La compré para ti —insistió Shelby suavemente, tendiéndole la caja de cartón—. Es solo hoy.

Tomó la caja. No quería que ella le dijera a sus padres que no comía.

Una vez en su dormitorio, cerró la puerta, se quitó la mochila de la espalda y tiró la caja a la papelera del escritorio.

Era hora de los abdominales: veinticinco laterales y veinticinco inferiores; un minuto de planchas, treinta flexiones. Para cuando sus brazos temblaban de sostener su peso, él se desplomó sobre el suelo. La sangre circulaba ardiente por sus mejillas; el sudor se resbalaba de su frente al piso.

Agarró su botella de agua y se la bebió de una vez.

No supo cómo consiguió ducharse a pesar del mareo, pero logró meterse en un ancho pantalón de chándal que se le resbalaba de la cadera. De regreso en su dormitorio, pasó el resto de la tarde cruzado de piernas sobre su cama, terminando la tarea. En el espejo del baño, había visto sus costillas, pero aún tenía miedo de comer un poco más de lo normal por si desaparecían. Necesitaba alcanzar un peso que lo mantuviera delgado sin importar si aumentaba su ingesta, porque lo único que deseaba era comer sin preocuparse de cómo afectaría a su apariencia.

A las nueve de la noche, el hambre le apretó el estómago y el chico no aguantó.

Un impulso irresistible lo alzó de la cama para sacar la caja de la papelera y devorar la quesadilla. Su ritmo cardiaco se disparó. Ni siquiera la saboreaba. Su estómago no se callaba, la ansiedad lo atacaba y cada vez le costaba más respirar.

A medio camino, se detuvo en seco para preguntarse cuántas calorías tendría eso.

Aquel día ya había consumido cuatrocientas trece, pero seguramente aquello habría excedido su límite de quinientas. Temblando soltó la caja, con un nudo aglutinado en la garganta. El aceite empapaba sus manos y su boca, y se asqueó de sí mismo. Se levantó de golpe y corrió al baño. Después de casi dos meses y medio sin ceder a su apetito, lo había arruinado.

Comprobó cómo se veía en el espejo: su vientre se había inflado. Había leído en varias páginas que vomitar la comida en menos de una hora desde su consumo eliminaría todas las calorías consumidas de su organismo, así que probó. Le dolía el pecho a causa de los latidos, pero no se imaginó que no funcionase.

Él mismo se estaba saboteando.

Introdujo dos dedos hasta el fondo de su garganta, de pie frente al retrete, se rozó la campanilla y sintió dolor.

Una arcada, dos. Saliva. No podía, era tan inútil que ni siquiera sabía vomitar.

Josh retiró los dedos porque se había arañado. Mareado y empachado, se derrumbó en el piso, apoyado el antebrazo en el retrete.

Tendría que compensarlo esa noche con ejercicio hasta eliminar las calorías o no podría dormir sintiendo cómo la grasa se acumulaba en su piel. Y se odiaba, porque aparentaba ser más fuerte que los demás cuando en realidad era a quien más autocontrol le faltaba.

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