Capítulo 2 (e)

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Capítulo intenso.

Amoos esta a punto de enseñar otra de sus caras. Una de las más oscuras...

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Amoos

La sala de espera de aquel jodido hospital no podría ser más horrorosa. Pintada de tonos alegres parecían burlarse de mí. Como si su única función fuera la de hacer que mi ira se mantuviera activa en todo momento. Tras tantas horas mirando aquel espantoso color, amarillo canario, de la sala me vi tentado, en numerosas ocasiones, a estampar, una y otra vez, mi puño en su superficie. Lo único que evito que eso sucediera era que no podía permitirme el lujo de que me sacarán del hospital.

En mi mano se encontraba un vaso de cartón lleno de café frío. No sabía cómo este había llegado hasta mi mano. Hacía ya varias horas que había dejado de notar el calor, de aquel aguado líquido marrón, quemarme la mano. Ni siquiera me moleste en intentar bebérmelo. No podía. Después de haberla visto en aquella cama, ni un maldito café me pasaba por la garganta. En bucle, mi mente me torturaba con aquella imagen de Débora.

Sedada y llena de cables. Con la piel más blanca que nunca. Con el pelo sin su brillo habitual. Con sus ojos cerrados...

El tic de mi pierna se hizo presente. Sin poder evitarlo, mi pierna derecha subía y bajaba, en un intento de calmarme. O cansarme. O distraerme. ¡O yo que se! Tratando de mantener la calma, pasé mi mano por el cuello. Este y mi espalda me estaban matando de dolor. Después de haber estado casi más de diez horas sentado en aquella puta silla metálica, diseñada para ser incómoda, no entendía cómo no se me había roto algo.

Las enfermeras se habían pasado toda la noche cuchicheando sobre mí. Más de una se había acercado a mí y, con voz llena de comprensión, me habían intentado convencer de que me fuera a casa a dormir. Sin mucha delicadeza les hice saber que no pensaba moverme. Me costó la vida no mandar a la mierda a la última que lo intentó...

Cansado de la silla, de la sala y de todas las miradas de las enfermeras, me levanté gruñendo y fui hacía las máquinas expendedoras del final del pasillo. Al llegar me sorprendió ver mi reflejo. Estaba irreconocible. Tenía los ojos cansados y bajo estos, profundas ojeras. También pude ver, en la superficie de plástico, mi barba de tres días sin afeitar decorando mi rostro. Haciendo una mueca, de asco ante mi reflejo, tiré el café en la basura que había junto a las máquinas.

Mientras regresaba, sin ganas, a aquella jodida sala de espantosos colores alegres y sillas metálicas hechas para torturar, la escuché gritar. En menos de dos segundos llegué a su habitación. Ignorando a las enfermeras que trataban de decirme que no podía entrar, me senté junto a Débora. Observando, lleno de preocupación, su rostro empapado por lágrimas, besé su mano. Cerrando los ojos, apoyé mi cabeza en el colchón de su cama, y empecé a llorar. No me importó notar los ojos sorprendidos de las enfermeras o mostrar mi dolor. El haberle vuelto a fallar estaba volviéndome loco. No podía perdonarme el haber roto mi promesa. El no haberla protegido.

Minutos más tarde, una suave mano tocó mi hombro. Sin girarme supe perfectamente de quién se trataba. Alrededor de una o dos horas antes, había recibido una llamada de mi hermana. La conversación fue breve, solo dio tiempo a que me dijera a qué hora iba a venir a ver a Débora para que yo pudiera ir a cambiarme de ropa y ducharme.

Sin decir nada, y todavía con su mano en mi hombro, mi hermana me dejó seguir llorando. Agachada junto a mí, Anabel me obligó a girarme hacia ella. Mirándome a los ojos un segundo, y sin decir nada, me abrazó. Las enfermeras, con los brazos cruzados, contemplaban la escena desde la puerta sin saber qué hacer. Poco a poco me fui calmando. Cuando la última lágrima llegó al suelo, me separé de mi hermana y salí de la habitación.

El dolor había cesado, pero en su lugar una nueva emoción se había abierto paso. Una peligrosa y, en consecuencia, muy tentadora. Si me permitía perderme en ella sabía que no habría vuelta atrás. Me había costado mucho tiempo salir de aquel pozo lleno de oscuridad. Hacía años que había dejado atrás esa etapa de mi vida llena de sangre y tortura. Aquella época donde, las celdas de mi manada siempre estaban llenas de culpables a los que me encargaba de castigar. Durante mucho tiempo, tras la muerte de mi padre, me volví un ser lleno de ira, de rabia y el más visceral de los odios... En esos momentos volví a sentir aquellas emociones de nuevo.

Con fría determinación me dirigí a mi casa. Le había fallado, pero iba a intentar arreglarlo. Sabía que mis acciones no podrían cambiar lo sucedido, pero al menos podría tratar de eliminar de una vez por todas a ese bastardo de la faz de la tierra. Me daba igual tener que romper una promesa más. Ya había perdido la cuenta de cuantas no había podido mantener... Estaba seguro, que después de lo sucedido, a Débora no le importaría lo que tenía pensado hacer. Estaba seguro de que no me odiaría por romper mi promesa de no tocarle un pelo a ese monstruo.

Con los ojos inyectados en sangre y la respiración acelerada, bajé los escalones que llevaban hasta el sótano de mi casa. Hacía mucho tiempo que aquel lugar no tenía un invitado. No era capaz de recordar la última vez que aquellas paredes de piedra habían contenido los gritos de algún desgraciado... Me alegraba reinaugurar el lugar con aquel gusano.

Con mi paso lento, fui avanzando a través de aquel oscuro pasillo. Al escuchar sus gritos, a lo lejos, una sonrisa, que creí olvidada, se hizo presente en mi rostro. Deteniendo mis pies en el marco de la puerta de su celda, me permití el lujo de inspirar profundamente por la nariz. Me alegró detectar miedo, sangre, heces y sufrimiento.

Entrando en aquella oscura sala, de piedra y sin ventanas, sonreí al ver a mi presa colgando por las manos como un cerdo en el matadero. Tenía la cara ensangrentada y llena de golpes. Lo mismo sucedía con el resto de su cuerpo pálido y tembloroso.

Dejándome llevar por la tentación, me senté en la silla frente a Arthur, y me recliné en esta hasta estar cómodo. Estaba deseando que empezará el espectáculo formado por sus gritos y súplicas. Haciendo un leve gesto con mi cabeza la persona que estaba tras Arthur volvió a golpearle... no pude evitar sonreír a escucharle gritar. Su sufrimiento era música para mis oídos. Tenía pensado devolverle cada uno de los golpes que le había dado a Débora. Iba a conseguir que suplicará por su muerte. Iba a obligarle a desear no haber nacido jamás.

Con los ojos rojos, y una sonrisa sádica en el rostro, me quedé mirando fijamente sus ojos asustados. A pesar de que una parte de mi temía caer en aquella oscuridad, en aquellos momentos era más grande mi sed de venganza. No temía caer en aquella olvidada tentación con tal de vengarme.

— Hágase la oscuridad. -murmuré con las manos abiertas y con voz grave, mientras me levantaba de mi trono y avanzaba hacia él. Arthur al verme cada vez más cerca comenzó a temblar, como un niño pequeño, mientras intentaba encogerse. De nuevo, no pude evitar sonreír...

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Ufff

¿Opiniones?

¿Esta siendo Amoos un héroe o un villano? ¿Qué hubieseis hecho en su lugar vosotros?


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