Capítulo 3 (e)

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¡Gracias por vuestra paciencia!

Este capítulo va dedicado a tod@s mis lectoras fantasma. Como reto personal prometo lo siguiente: ¡Algún día escribiré algo tan bueno, que conseguiré vuestro like!  

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Débora

Desorientada por las drogas, que aquellas 'amables' enfermeras me habían dado, estuve unos segundos consciente pero con los ojos cerrados. Me pareció notar un zarandeo en mi brazo, y varias caricias en la mano, pero cansada, ignoré todos aquellos ruidos de fondo y me dejé caer en los brazos de Morfeo...

Horas después, empecé a notar como el efecto de la inyección llegaba a su fin. Mentalmente me pregunté si era mejor despertar o seguir en aquel estado de semiinconsciencia a la que estaba empezando a pillarle el gustillo. No tenía prisa por volver al mundo real. Este nunca había sido muy agradable conmigo... ¿Por qué regresar?

El debate interno que sufría se vio resuelto el mismo instante en el que mis oídos captaron el sonido de unas hojas de libro, o revista, pasar. Saber que no estaba sola en aquella grisácea habitación de hospital, disparó al máximo mis niveles de curiosidad.

Con todos mis sentidos bien atentos traté de adivinar, todavía con los ojos cerrados, quién podía ser. La persona que estaba junto a mí, al notar como me movía dejó de pasar las hojas y se levantó. Mi despertar fue ruidoso. No dejaba de emitir ruidos y gruñidos al hacer cualquier pequeño gesto. Parecía una tormenta de verano llena de truenos aún no desatados.

Mi acompañante tocó mi mano, en un intento de hacerme saber que no estaba sola y que podía estar tranquila. Aquella caricia fue el empujón final que necesitaba para abrir los ojos. Sabiendo que aquella mano no era la de Amoos, giré mi cara hacía la dueña de tan suave piel. En el mismo instante que mis ojos volvieron a enfocar, me arrepentí de haber caído en la trampa que era mi curiosidad.

A mi lado estaba Anabel, pero lo único que podía pensar era: 'que ojos más tristes y llenos de pena'. Su mirada piadosa me recordó a nuestro primer encuentro, cuando la vi entrar como un rayo rubio en mi habitación. Mi mente rememoró la primera vez que la vi y lo amable que me pareció. A pesar de la tranquilidad que me aportaba su presencia, sentía rabia. Rabia por volver a revivir la misma situación que aquella vez, pero únicamente cambiando al golpeador. Rabia por vivir en un círculo vicioso que no parecía tener fin. Rabia por no haber podido anticiparme y evitarlo. Por otra parte, y siguiendo el hilo de pensamientos de mí desorientada mente, no pude evitar pensar lo absurdas que podían llegar a ser las ironías de la vida. Estaba empezando a cansarme del humor tan negro que esta tenía...

— Tenemos que dejar de vernos así... —le murmuré con la voz seca, en un intento de quitar algo de tensión de la sala. A mi lado Anabel sacudió la cabeza con una sonrisa y, sin que tuviera que pedirle nada, me acercó un vaso con agua. Agradecida, le sonreí— Gracias.

— Hace dos minutos una enfermera ha entrado. Me ha dicho que avisé cuando te despiertes para avisar al médico y que este se pase. —sin ganas de hablar, moví la cabeza para hacerle saber que la había escuchado— Cuando te dejen salir de aquí... —me dijo con calma— Habíamos pensado que lo mejor sería que te quedarás una temporada en nuestra casa.

— No hace falta. —respondí con la mirada fija en aquellos tres cuadros frente a mí— Puedo ir a mi casa. Lo único es que necesitaré que me lleven...

— Débora —me interrumpió Anabel. Girando mi cara hacia ella, la vi con el gesto preocupado— Tu casa, ahora mismo, es la escena de un crimen... La policía sigue estando ahí... No creo que de momento puedas ir...

Me sentía estúpida. Por supuesto que no podía ir a la que había sido mi casa por casi cuatro años. Incluso cuando los agentes la hubieran dejado como nueva, sin manchas de sangre o muebles rotos, jamás podría regresar. Los recuerdos seguirían acechando sus cuatro paredes, como fantasmas con cuentas pendientes. Al percatarme, que todos mis esfuerzos por comprarla aquel piso se habían ido al garete, me hizo querer chillar. Todo el dinero invertido y todos mis sueños tirados a la basura.

La impotencia que sentía me llevó a imaginarme lo siguiente: que la vida me había atado de pies y manos, para seguidamente tirarme al mar, y observar cómo me ahogaba con lentitud sin mover un dedo. 

Porque realmente me sentía así. Me parecía estar siempre hundiéndome. Era como aquella piedra, pequeña, que de niña solía lanzar al agua deseando que rebotase por toda su superficie, pero que siempre acababa en el fondo del lago. Lo que no sabía era que, al llegar al final, a aquella redonda piedra, todavía le quedaba un tramo de lodo, donde poder hundirse todavía un poco más...

En un intento de cambiar el rumbo funesto de mis pensamientos, le dije que sí, que me iría con ellos. Por su parte, Anabel, informó a las enfermeras de que estaba despierta. Mientras esperábamos a la llegada de la doctora, Anabel no dejó de hablar y hablar sin parar. Supongo que estaba incómoda y no quería quedarse en un silencio todavía más incómodo. Por mi genial. Tampoco quería estar en silencio. Justo, cuando dejaba el vaso vacío en la mesa, entró por la puerta la doctora.

La visita fue breve. Consistió en un resumen de lo que tenía, los medicamentos y cuidados que iba a necesitar, y el tiempo que tardaría en recuperarme. Lo único bueno que soltó su boca fue: 'A pesar de que estas en un estado muy malo, este podría ser peor. No tienes ningún hueso roto. Calculo que en tres o cuatro semanas estarás como nueva...' Saber que mi futuro no se había esfumado, que podría seguir bailando en Dublín, fue el chute de energía que necesitaba para fingir una sonrisa y murmurar un: gracias. A mi lado, Anabel comenzó a ordenar y recoger todo. Según la doctora, los tres días que llevaba durmiendo más los calmantes, me hacían apta para salir de aquel hospital e irme a mi casa. Bueno... no a la mía.

Tras pasar una última noche en el hospital, nos marchamos de aquella habitación. Lo hice sentada en una silla de ruedas que me hizo cuestionarme si todavía me quedaba algo de dignidad que perder. Al llegar a la salida, me sorprendió ver un grupo de periodistas. Más me asombró ver que todas sus cámaras y micrófonos apuntaban hacia mí. Detrás de mí, y empujando mi silla, Anabel gruñó. Mentalmente sonreí al imaginarme cuanto se estaba controlando para no empezar a chillarles.

— ¡Señorita Débora! —escuchaba gritar junto a miles de preguntas que no quería responder ni escuchar. Yo me limité a agachar la cabeza y tratar de ocultarme entre mis cabellos enredados. Justo cuando me levantaba, con ayuda de la fuerza de Anabel, para meterme en el coche de ella, entre la multitud de gritos pude escuchar, con sorprendente claridad, la siguiente pregunta... —¿La policía ya ha podido encontrar el paradero de su padre? —como si el espíritu de un búho me hubiese poseído, giré mi cabeza a la velocidad del rayo. Más rápida que yo, Anabel cerró la puerta antes de que pudiera escuchar nada más. Sentándose a mi lado, le ordenó al chofer que arrancase.

De nuevo, me acordé del lodo que hay bajo el lago, y de cómo las piedras siempre pueden hundirse más y más...

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¿Qué opináis sobre los pensamientos de Débora? ¿Lo superará? 

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