5. Dermatopatofobia (Sexo)

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Desde pequeña, su característica más encomiable era su piel.

Suave y tersa, delicada al toque, era el más puro lienzo que hubiera existido en la tierra, según palabras de poeta. De un sutil color durazno que se arrebolaba graciosamente con el sol o algún dulce halago, una claridad tan blanca que podría ser definida solamente con una palabra.

Desde que sus padres supieron que habían sido bendecidos con un pequeño bebé de sexo femenino, se sintieron afortunados. Pero cuando la vieron por primera vez, su admiración se trocó en devoción. La niña era realmente inmaculada, bella como un ángel. Lo había sido desde el día de su nacimiento.
Y tanto, que ese fue el nombre que le pusieron sus padres.

Y así, la niña creció cuidada como si fuera una estatua de cristal. Siempre vistiendo lo mejor, lo más delicado, todo aquello que no lastimase la tersura de su tez. Se la previno de hacer cualquier actividad que significase una marca que se convirtiera en una mancha de aquel lienzo. Pero la curiosidad de los niños no puede ser detenida por mucho tiempo, y un día, la pequeña Inmaculada escapó de la vigilancia de su hogar para unirse a un grupo de parvulitos que jugaban en un parque cercano. Niños pequeños que la vieron embobados, acercarse con un vaporoso vestido amarillo, como si fuera un querubín de aquellos que mencionaban en el catecismo.

—¿A qué están jugando? —los miró sonriente. Los pequeños no supieron responder al instante. —¡Yo también quiero jugar! —demandó con la misma animosidad.

¿Quiénes eran ellos para negarse?

Y jugaron. Jugaron por horas, ignorando que en casa, todos se habían vuelto locos tratando de encontrarla. Jugaron hasta que el vestido amarillo de la niña había perdido la claridad de su color por las manchas de tierra. Jugaron, hasta que sin querer, ella se tropezó, y cayó golpeándose la rodilla con una piedra que asomaba, filuda. Jugaron hasta que ella rompió en llanto, y llamando la atención de la madre que pasaba cerca de ahí, buscándola. Misma madre que soltó un grito entre horrorizado y aterrador a la vez al verla sostenerse la pierna ensangrentada, y que hizo que la pandillita se esfumara en segundos, temiendo meterse en problemas con la mujer.

Ese día, dos cosas cambiaron en la vida de Inmaculada.
La primera ocurrió en su piel. Su antes perfecta piel, que ahora tendría una cicatriz blanquecina que la acompañaría de por vida. Una mancha. La mácula que sus padres intentaron evitar. La misma que, por alguna razón, comenzó a dejar pequeñas marcas similares que eran borradas rápidamente.
Y la segunda, en su corazón. Un corazón que desde ese día solamente se movería por el miedo a ver otra marca, otra cicatriz. No iba a arriesgarse a adquirir una. No iba a romperle el corazón a sus padres otra vez.

Se convirtió en una muñeca de porcelana. Muñeca que nunca salió de su urna. Creció y siguió su vida -si es que se le podía llamar así- cuidando su piel lo más posible, tratándola, embelleciéndola, asistiendo a citas constantes para constatar que no tuviera ninguna "imperfección" en ella, y alejándose de todo aquello que pudiera romper la perfección, o al menos intentándolo.

Porque conforme más crecía, más comprendía que todo lo que hiciera habría de dejar marcas en ella.
Porque conforme más crecía, y a pesar del miedo que habitaba en los ojos de sus padres, ella se comenzó a cansar del encierro de la urna.
Porque tal vez siempre había estado cansada, pero nunca lo había dicho por miedo a lastimar sus sentimientos.
Porque pensaba que la estaban protegiendo, pero ya estaba cansada de tanta protección.
Porque el tiempo es inflexible y nada es eterno, porque comenzaba a comprender que su cuerpo no era perfecto. Y a decir verdad, ella tampoco quería serlo.
Porque daría lo que fuera para no ser perfecta. No si eso significaba vivir dentro de una urna.

Fue el día en el que encontró pequeños lunares en sus muslos que todo su panorama cambió. Lunares que nunca habían estado allí. Puntos amorfos de tinta marrón sobre un blanco papel. Ese día comprendió algo, y sonrió en ese entendimiento que calló, y callaría por siempre.

Y un día, a los lunares se les unió un pequeño dibujo de corazón.
Luego otro, una runa de un anime que le gustaba.
Y luego una frase en alfabeto cirílico.

Sus padres se volvieron locos e hicieron todo lo posible por remover los tatuajes, pero conforme iban quitando uno, surgía otro, como aquellas cicatrices extrañas que dejó crecer para dejar marcas, para impedir ser perfecta. Empezó a buscar la libertad de manera desenfrenada, a vivir bajo el sol, sin impedimentos. Surgieron más tatuajes, más amenazas, más decepciones. Y con los tatuajes crecieron los lunares. Y también, su debilidad para correr más lejos de casa.

El día en el que su madre finalmente la confrontó, después de días de rehusarse a ver su piel ahora mancillada, y vio los lunares ahora grandes y negros, fue el mismo día fue llevada a un dermatólogo para ser revisada, y entonces, la noticia cayó sobre ellos como un alud.
Algo sin explicación, imposible de detectar al inicio al haberse iniciado dentro de su cuerpo, y que ahora había avanzado a un punto más allá de la operación.

La madre lloró. El padre gritó, indignado. E Inmaculada, la dulce chica de rasgos angelicales, permaneció ahí, indecisa entre el llanto y la inexpresividad. Pero solo tuvo que mencionársele la imperfección, para que una sonrisa aliviada invadiera sus labios.

Y permaneció así, incluso cuando su piel comenzó a mancharse con llagas. Incluso cuando las terapias y las constantes cirugías empezaron a hacer estragos, dejándola frágil y quebradiza. Ella mantuvo esa pequeña sonrisa de alivio a pesar del dolor, de la historia de terror que era para sus progenitores, los captores de la urna de cristal que veían, impotentes, cómo su pequeña muñeca iba languideciendo, sin dejar su máscara de serenidad a pesar de ya haber perdido toda su belleza por culpa de las heridas y máculas que no dejaban de crecer, dejándola cada vez menos reconocible.

Inmaculada permaneció con esa mirada de agotado alivio, hasta el día en el que su cuerpo otrora perfecto se agotó por completo. Y la razón se la llevó bajo esa sonrisa cerrada, tranquila, que nunca supo si su historia habría podido ser diferente o no.

Las mentes de todos en su familia obsesionada con su perfección estaban más rotas que la porcelana de una muñeca destrozada. Tal vez la suya también lo estaba. Porque lo único que había mantenido su entereza y sonrisa cada vez más apagada, era el hecho de que había dejado de ser perfecta al fin.
Ya no tenía por qué tener miedo.

Y después de tanto tiempo, después de años, desde que había escapado de casa para salir a jugar, ella se sintió verdaderamente libre de la urna.

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