27.- Y encontró algo, pero no se dio cuenta.

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Villa Morales, la residencia de Nanny Prue, se alzaba casi al final de la calle 13, en su extremo Este, entre el muro de los Lagerlöf y el de la que era conocida como la casa blanca de Aderly, la mansión alquilada de los Johansson. La de los Morales era la única casa de cuatro pisos, las otras cinco se «contentaban» con tres.

La asistenta, una menuda mujer mejicana de largo pelo negro, rostro agradable, marcados hoyuelos y voz dulce, se mostró muy amable con ella. Charlie la siguió hasta la biblioteca y aceptó sentarse allí a esperar.

Al poco tiempo, Nanny Prue se presentó, extrovertida y alegre, tal como Charlie la recordara de la fiesta de los Bell a la que asistiese con George. De cerca, sin el maquillaje que llevara ese día, el rostro y el cuello de la mujer no ocultaban los casi setenta años que tenía. De inmediato agradeció el presente que Charlie le traía, un Ribera del Duero con denominación de origen que George le había regalado a su vez de la bodega de sus tíos.

Nanny Prue también la recordaba de la fiesta de los Bell, y dijo que agradecía tener la oportunidad de tratarse y conocerse mejor.

—Tengo entendido que estás escribiendo un libro sobre Aderly —comentó Nanny Prue, vivamente interesada en la botella de vino.

Su facilidad a la hora de abrirla maravilló a Charlie.

—Bueno, ahora mismo no escribo nada. Le doy vueltas a mil ideas sin decidirme por ninguna.

—Vaya, entonces, habrá que preguntarte más tarde, ¿verdad? Y bien, ¿a qué debo tu visita, niña?

Nanny Prue se había acercado a una vitrina y ya tenía dos copas llenas de vino preparadas.

—Gracias, pero no se moleste en servirme —dijo Charlie.

Y ante la inquisitiva mirada de Nanny Prue, le explicó que:

—No bebo.

—Bueno, pues otra cosa que prefieras, niña.

E insistió hasta que Charlie eligió un infusión de menta, y la asistenta se dispuso a preparársela.

—Y tráigase también el platillo de dulces, Marga.

Mientras tanto, Nanny Prue se servía una copa, Charlie decidió no esperar más:

—Me han dicho que tenemos un amigo común, señora Morales: Timothy Selig.

Nanny Prue pareció quedarse de una pieza.

Charlie no esperaba aquella reacción. Dudó.

—Eh... Me dijeron que Timothy estaba casado con su hermana Rose —insistió, no obstante.

Nanny Prue se sentó en una butaca frente al sofá que ocupaba Charlie y dijo, con mirada pensativa:

—Perdona si he parecido... Pero me preguntaba de qué podías conocer a Tim, aunque claro, como los dos sois escritores, ¿no? Del periódico, imagino. Entonces, eres periodista también.

—No, yo soy escritora de ficción.

—Ah.

—Es que conocí a Tim hace poco, cuando he dicho amigo quizá estaba exagerando un poco. Verá, señora Morales...

—Prue, mejor llámame Prue. Tutéame, preciosa, que nadie me trata de usted.

Nanny Prue se bebió la copa de un trago.

—Realmente eres muy bonita —dijo luego, con una amplia sonrisa.

—Prue, sí. Eh... Conocí a Tim hace unos días en un hospital de Saint Paul...

Regresó la asistenta con las manos ocupadas con una bandeja, cuyo contenido fue a colocar sobre la mesita de centro, mientras Nanny Prue, complacida, le decía:

—Gracias, Marga, tómese una, ande.

—Gracias, señora.

Y de entre varios dulces artesanales, Margarita escogió un rollito de guayaba, seguramente su favorito, y las dejó a solas de nuevo.

Nanny Prue dejó la copa vacía junto a la taza de Charlie, y esperó a que la joven se llevase a a la boca un jamoncillo para tomar un alfajor de coco.

—Marga es una excelente pastelera... Luego te llevas una cajita de los que prefieras. ¿Decías? —añadió, retomando la conversación.

—Sí, que conocí a Tim hace unos días, y me preguntaba, en fin, si podía hablar con él. Es un asunto entre él y yo. Es algo que me gustaría aclarar con él.

—¿Sí?

—No es nada serio. Rosa puede estar presente, si quiere. En fin. Vaya situación, ¿verdad? En realidad, vengo a hablar con Tim. Pero me alegro de haber tenido esta ocasión de conocernos, Prue. Hum, los dulces están muy buenos, gracias.

—Gracias a ti por el vino, niña.

—Es de la bodega de mi amigo George. Bueno, de la bodega de los Bell, en realidad... Eh, George está pasando allí unos días.

—Sí, lo sé, me enteré de su accidente. ¿Cómo está?

—Oh, bien, gracias, le diré que preguntaste... Mm, George me dijo que podía conseguirme el teléfono de Tim, pero tiene que hablar con su tío primero, así que yo pensé que sería más rápido hablar contigo porque, como es tu cuñado, seguramente estás en contacto, puede que hasta le estés... que les estés prestando una habitación a Rosa y a él estos días...

—Charlie... Es Charlie, ¿verdad?

—Charlene, pero suelen llamarme Charlie, sí.

—Okey, Charlie. A ver, Tim no te va a poder atender.

—Oh, pues si no te importa, me gustaría esperarle. Realmente tengo que hablar con él de esta cosa que él sabe. A menos que, bueno, si está en el hotel... Quizá tú podrías darme su teléfono para que podamos quedar... El tema me urge, Prue. De verdad. En serio. Tengo que hablar con Tim. Rosa puede estar presente, si quiere, no se trata de nada personal, así que...

—No, niña, no me entiendes... Tim no te va a poder atender, porque está en España.

—¿En España?

—Allí tuvo un accidente de coche horrible. Y quedó, cómo te diría, desde entonces hay que hacer todo por él.

La que pareció petrificada ahora fue Charlie.

—Siento... siento mucho oír eso... —logró decir al cabo de unos segundos—. Entonces, él no...

—Lleva muchos años sin salir de su casa, niña. Y te aseguro que allí sigue.

—Entonces busco a otra persona, otro Tim Selig, yo pensaba que...

—El marido de mi hermana seguirá en España hasta que lo quiera Dios. Los dos se fueron a trabajar allí desde hace, uf, treinta años por lo menos. Se marcharon después de casarse y nunca nos hicieron una visita ni tenemos prevista que nos la hagan prontito, por culpa del accidente. Es un estado bastante delicado el de Tim. Perdió los brazos y las piernas. Hicimos todo lo posible, pero nunca llegó a salir de eso, mi hermana dice que desde entonces no quiere ver a nadie, ni siquiera tiene ganas de hablar. Es como si se avergonzara de lo que ha quedado de él. Se niega a ponerse las prótesis, ¿sabes? Rosa lleva años pagándole un médico de esos, y lo visita en casa y habla con él durante horas... pero no acaba de reaccionar.

Charlie elevó las cejas.

—No sé qué decir... Perdóname. Me precipité al venir aquí.

—Te has confundido de persona, niña.

—Ya veo... Es que, el nombre, la profesión, la apariencia... George estaba seguro de que hablábamos de la misma persona. Él no me dijo nada de lo del accidente...

—Sólo lo saben los amigos cercanos y la familia —le indicó Nanny Prue, sonriendo con suavidad mientras la observaba. Luego, como Charlie no salía de su ensimismamiento, añadió:—  Tengo algo que a lo mejor te ayuda.

Nanny Prue dejó su copa sobre una mesita cercana, entre la botella y los dulces, y salió un momento de la biblioteca. Cuando regresó, traía un álbum de color tiza. Se sentó junto a Charlie, y pronto encontró la instantánea que buscaba.

Charlie vio que era la foto de un par de recién casados que posaban frente a un lago en medio de un grupo de gente sonriente y elegantemente vestida. 

Nanny Prue posó la estilizada uña carmín de su índice bajo la barbilla del novio, y preguntó a Charlie:

—¿Es este?

—Bueno, podría ser, yo... Prue, en realidad, a ver, te digo la verdad: yo no lo conozco. Fueron mis amigos quienes lo vieron en el hospital de Saint Paul. Yo estoy aquí porque él les dijo, les aseguró, que me conocía, y yo deseaba saber por qué dijo eso.

—¿Alguien dijo que te conocía y no es verdad?

—Exactamente. Yo no conozco a ningún Tim Selig. Pero ese hombre apareció allí y dijo que se llamaba de ese modo y que trabajaba para ese mismo periódico, y que yo le había pedido ayuda para una investigación aquí, en Aderly.

—Mira, nuestro Tim no puede ser, ya te lo he dicho. Pero es que aparte dejó el Global cuando se mudó a España, allí se hizo profesor de inglés, como mi hermana. ¿Para qué investigación era?

Se oyó sonar un teléfono a lo lejos, desde algún lugar dentro de la casa, mientras Charlie contestaba:

—Eso no importa, lo que importa es que hay un hombre que está por ahí, buscándome. Y yo quería conocerlo, hablar con él. Saber qué quiere de mí.

—Tim no es.

—No, claro, es imposible...

Apareció Margarita con un teléfono fijo sin cable; Nanny Prue se levantó para atender la llamada.

—Ahorita vuelvo.

Mientras Nanny Prue salía de la biblioteca, Charlie se entretuvo hojeando el álbum.

Por segunda vez, su atención se centró en el rostro del verdadero Tim Selig. Encajó en él la escasa información que sobre su físico le habían dado. Azules o verdes, no quedaba claro en la foto, pero eso daba igual. Tal como esperaba, sus rasgos seguían sin decirle nada.

Tim sonreía a la cámara en los brazos de su amada, muy juntos y guapos los dos, ella de blanco riguroso, ampulosa y dichosa; él de negro, elegante e igualmente feliz.

La foto había sido tomada frente al lago de Aderly. Treinta años atrás la cámaras no tenían la misma resolución que en la época de Charlie, pero era una buena foto. La luz del sol se reflejaba detrás de ellos en el agua del lago, del que se deslizaba para abrazar a los dos enamorados.

La foto sugería la promesa de los buenos tiempos, del comienzo de algo que prometía merecer la pena hasta la eternidad. Inmersos en aquel cuadro de esplendor verde y dorado, blanco y negro, la feliz pareja supuraba ingenuidad, frescura, juventud y también belleza: Rosa, bajita al lado del esbelto Tim, relucía con su moño alto y negro envuelto en el velo, su vestido de encajes con cuello de barco rodeando su talle poderoso, su piel trigueña resaltando el brillo de las perlas en su cuello, a juego con el de la gasa, y el candor de su expresión, sus rasgados ojos negros y sombreados, sus largas pestañas postizas, sus mejillas arreboladas, su sonrisa luminosa.

Y Tim... Charlie le observó más que a Rosa. ¡Qué cerca había creído estar de saber la verdad!, se dijo, ¡y qué sensación de estar escurriéndosele de los dedos! Aquel Selig no era su Selig. Y no era sólo por lo que Nanny Prue había contado sobre él. Se le notaba en la mirada: El Tim Selig de la familia Morales no tenía pinta de guardar secretos a la altura de los de Andrade y Laplace. 

Pista fallida la que la había conducido hasta la casa de Nanny Prue, por tanto. Habría de esperar a conocer al impostor. Se llamara como se llamase en realidad.

Mientras aguardaba el regreso de la antigua niñera de los Bell o, al menos de su sirvienta, para despedirse, Charlie siguió curioseando en el álbum.

Durante varias hojas se repetían fotos de la concurrida boda de Rosa y Tim. En el lago, en el jardín delantero de Villa Morales, a las puertas de la iglesia. Del banquete había decenas de familiares y amigos retratados con la pareja. ¡Qué lejos estaban todos entonces de sospechar la tragedia que aguardaba a los dos enamorados!

Parecía una familia extensa y bien avenida, y a medida que, lentamente, iba pasando hojas, a Charlie se le fue dibujando una sonrisa suave en los labios. Aquella felicidad era contagiosa.

Charlie pensó que su boda habría sido parecida; igual no tan extensa, porque ni ella ni Joel tenían muchos familiares y amigos, pero sí que todos habrían parecido bien avenidos..., aunque fuera únicamente a ojos del fotógrafo. Después de lo de Jamie, Charlie había cortado bastante la comunicación con sus seres queridos. Su sentimiento de fracaso, su culpabilidad desmedida, su mala relación con Joel también por entonces, la incapacidad de su familia para comprender de qué rayos hablaba... Todo era más fácil si el auricular permanecía quieto en su lugar.

Por fortuna, el tiempo sana, la mente tiende a recuperarse, las cosas parecieron mejorar. Su enlace este año iba a ser la ocasión perfecta para arreglar los lazos con todos el mundo.  Pasar página. Avanzar. Pero ahora, ¿qué se suponía que iba a pasar cuando lo cancelaran? Charlie podía imaginarse los comentarios de su padre: La boda no se celebra, claro. Su palabra vale lo que ella. Mujer tenía que ser.

Y su madre: Al final perderá lo único bueno que ha conseguido en la vida.

Shine la apoyaría a su modo, como siempre: Una fiesta sorpresa le vendrá estupendamente, ¿verdad, Billy? Billy estaría de acuerdo.

Charlie hizo una mueca de disgusto. Tengo derecho a equivocarme y a cambiar de opinión, se dijo. Y no iré a esa dichosa fiesta de Shine. Que vaya él y dé explicaciones de lo gilipollas que ha sido...

De pronto, le llamó la atención un detalle en el álbum de Nanny Prue: Uno de los invitados a la boda de Tim y Rosa siempre salía borroso en las fotos en las que los novios no salían retratados solos. Volvió varias hojas atrás, y sí, corroboró que así sucedía.

Parecía tratarse del mismo individuo. Nunca se le veía la cara, pero sí el cuerpo: Vestía un traje similar a los de los demás invitados masculinos, así que era de suponer que se trataba de un hombre. Y era el mismo en todas las ocasiones, porque le distinguía un detalle que lo diferenciaba de los demás: sólo él llevaba esmoquin y zapatos blancos.

Como la mayoría de los invitados, era tan alto como el novio, parecía de complexión similar y tener los cabellos oscuros también. Pero, obviamente, no poseía el don de la fotogenia que poseía el resto de invitados:

Al contrario que todos ellos, que salían retratados perfectos con sus cabellos cuidadosamente alisados o engominados, sus ojos achinados por la alegría compartida, sus sonrisas radiantes y blancas, y sus carismáticos hoyuelos, él parecía perseguido por la mala suerte y nunca se le veía la cara porque, justo en el momento del clic, se le cruzaba una mano saludando, o el reflejo del sol, o la única pamela con rosas amarillas de la fiesta, o miraba por encima de su hombro, o salía borroso porque se estaba moviendo para hacerle sitio a un niño...

En una de las fotos, una paloma que pasaba volando era la que le robaba el primer plano. En otras dos, se le veía de espaldas. En el banquete, era el único que tenía un globo rojo por cabeza. En el baile, se le metía por medio una trompeta.

—Un gafe —murmuró Charlie, sonriendo con suavidad.

Sin pretenderlo, le cayó bien el pobre tipo.

—¿Sigues como el perro de las dos tortas?

—¿Cómo? —dijo Charlie, mientras Nanny Prue se le aproximaba tan sonriente y amable como la primera vez.

—¿Decidiste qué hacer a partir de lo que te dije?

Charlie cerró el álbum sobre sus rodillas y se lo devolvió a Nanny Prue, que lo abrazó sobre su pecho voluminoso sin perder su sonrisa. Era aquella la biblioteca más hogareña que Charlie había conocido, no le apetecía marcharse, pero necesariamente había de recordarse que no tenía nada más que hacer allí. Se levantó.

—Lamento haberme enterado así de lo que le pasó a tu cuñado, Prue. Seguramente hablar de ello con una desconocida no era lo que deseabas hacer hoy —dijo, mientras caminaban sosegadamente hacia la puerta.

—No te preocupes, niña. Son cosas que pasan. Yo siento no haberte ayudado más con ese que se te mete hasta la cocina. Pero todo saldrá bien, ya lo verás. ¡Escribirás tu libro y volarás bien alto, lejos de problemas!

Cuando la puerta ya estaba abierta y Charlie pisaba el umbral, Margarita apareció apresuradamente por el corredor con una pequeña cesta de mimbre tapada con una servilleta de tela a cuadros rojos y blancos, que olía deliciosamente e invitaba a sonreír. Allí cabía una buena cantidad de dulces caseros. Respetuosa, Margarita se la tendió a Nanny Prue con una sonrisa antes de regresar a la cocina. Seguidamente, Charlie la aceptó de manos de la generosa y buena señora.

—Mi hijo es como tú. Nació para llegar lejos —dijo Nanny Prue, mirándola pensativa—.  Nada impedirá que compre todos tus libros, Charlie Angel —prometió, como hubiera hecho una buena madre a su hija adolescente.

—A este paso no sé si escribiré nada —bromeó Charlie, con sus dulces cerca del corazón, al igual que hacía la sonriente jubilada con su álbum de recuerdos—. Tengo la cabeza llena de distracciones. ¡En vez de trabajar en una trama para mis personajes, no dejo de pensar en blogueros, fantasmas y niñas llamadas Bethany Bell!

Nanny Prue pareció ver un espectro en el rostro de Charlie.

—¿Prue?

Nanny Prue echó un vistazo rápido fuera de la casa, atrajo a Charlie del brazo dentro, cerró la puerta de la casa de un portazo.

—¿Qué ocurre? —Se alarmó Charlie.

Nanny Prue la miró con severidad.

—¿Qué es lo que pasa? —insistió Charlie, muy sorprendida por aquel brusco cambio de actitud.

—¿Qué es lo que sabes? —murmuró Nanny Prue.

—¿Qué es... lo que debería saber?

Al fondo del corredor, seguramente a causa del portazo, asomó Margarita, secándose las manos en su delantal.

—No pasa nada, Marga. Deje lo que esté haciendo en la cocina y váyase arriba, ¡ándele! —le ordenó Nanny Prue.

Mientras Margarita subía las escaleras, Nanny Prue caminó hacia la biblioteca seguida por Charlie. Allí cerró la puerta tras ellas. Su mirada no había perdido crudeza. Su voz bajó de tono de nuevo:

—¿Por qué mencionas ese nombre? Algo sabes, ¿qué sabes?

—¿Qué sé sobre qué?

—Sobre esa niña.

Charlie parpadeó, tratando de comprender.

—Nada, solo que... me dijeron que había una niña llamada así que desapareció hace treinta años, pero...

—¿Quién te lo dijo?

—No lo sé.

—¿Fue ese falso Tim Selig?

—No...

—Dijiste que ese hombre que te busca investiga algo, ¿es eso lo que investiga, esa niña, por eso te busca?

—No, bueno, sí, pero esa niña no existe... ¿Prue?

—¿Estuviste en Kansas?

—Sí... A ver, estuve en Kansas, en la granja de los Buchanan, sí... Allí conocí a Betty, la hermana de Clarisa, la primera esposa de Alexander Bell, Betty Buchanan...

—Sé quien es. ¿Qué te dijo?

—Que Clarisa nunca estuvo embarazada, que murió sin haber tenido hijos... Por eso para mí está claro que nunca existió una niña llamada Bethany Bell... Después de enviudar él volvió a casarse y tiene dos hijas adolescentes. Por lo que tengo entendido, son sus únicas hijas. Y ninguna de ellas se llama Bethany.

Nanny Prue frunció los labios. Desvió la mirada hacia el ventanal, que llenaba de luz los libros.

—Me mintió —dijo Charlie, con asombro—. ¿Betty me mintió, Prue?

Nanny Prue se abrazó más estrechamente al álbum. Ladeó la cabeza. Finalmente, miró a Charlie a los ojos durante unos segundos que parecieron ser capaces de estirarse indefinidamente. Charlie iba a hablar de nuevo cuando Nanny Prue, por fin, decidió ceder.

—Supongo que ya no importa —dijo, tomando asiento bajo la atenta mirada de la joven—. Tanto tiempo ha pasado... 

Charlie dejó la cesta en el suelo y se sentó frente a la exniñera, que ahora acariciaba con su arrugado pulgar la faz canosa de sus memorias sobre sus regordetas rodillas cubiertas por los pantis, al tiempo que regalaba a las letras doradas del título una mirada soñadora, lejana.

—Clarisa sí tuvo un bebé —siguió la señora—, pero nació muerto. Yo trabajaba para los Bell en esa época y esa noche ayudé en todo lo que pude al doctor Schumacher. Los Bell no quisieron que se supiese, para evitar a la prensa. De todos modos, la tragedia era doble: La pobre mamá también murió en el parto.

—Pero no entiendo, ¿por qué mentiría Betty sobre esto?

Nanny Prue la miró a los ojos y dijo:

—Ella, no sé. Pero te aseguro que la muerte de Clarisa se debió a aquel parto. No pudo aguantarlo. Se desangró terriblemente, mi pobre chavita. Fue horroroso. Nunca lo olvidaré.

—¿Era niño o niña?

—¿Cómo?

—El bebé que tuvo Clarisa, el que nació muerto. ¿Era una niña?

—Niño. Era un niño. Un niño muy rubio, era... Nació con mucho pelo en la cabeza y a mí me dio que se parecía a ella.

—¿Por qué has reaccionado así cuando te he mencionado el nombre de Bethany Bell?

—Porque era un secreto entre nosotros. No podías saberlo. No podías saber que ese era uno de los dos nombres que los papás querían ponerle a su bebé, antes de saber el sexo que tendría. Si era niño le llamarían Christian. Si era niña, se llamaría Bethany.

—Bethany Bell...

Nanny Prue asintió y dijo:

—Sí. Pero quien llegaba era Christian, pobre criatura. Al igual que a la pobre Clarisa, a él tampoco lo olvidaré. Perdóname, Charlie. Y que Dios me perdone también. ¡Después de tantos años, lo que ocurrió aún me atormenta!

Nanny Prue se llevó las manos al rostro y se echó a llorar. 

Charlie cambió de asiento para abrazar sus hombros y tratar de consolarla.

—No fue culpa tuya —le dijo Charlie al oído—. No fue culpa tuya...

Esa noche, en su habitación en casa de los Osheroff, Charlie y Cory cruzaban impresiones sobre el asunto a través de sus móviles:

—Luego Clarisa sí estuvo embarazada. ¿Por qué su hermana lo negaría? Decía que estaban muy unidas. Tenía que saberlo —rumiaba Charlie.

—Igual el doctor firmó un contrato de confidencialidad, para los Bell era importante que no se supiese, ¿no? Eso es lo que Nanny Prue te ha dicho, que no dijeron nada para evitar la prensa. Entonces, no sería raro que pidiesen ese favor a los familiares y amigos cercanos —dijo Cory.

—Sí, podría ser, pero no sé. Algo no me cuadra. DeathAngel hablaba en su blog de una niña, no de un niño. Le puso nombre y apellido, y una edad: cinco años. ¿Qué sentido le ves? ¿Y cómo es que sabía él el nombre que pensaban ponerle si era niña? Nanny Prue dijo que el nombre del bebé era un secreto todavía. DeathAngel tiene que ser alguien cercano a la familia.

—O fue testigo, o conoce a alguien que estuvo allí aquella noche, aunque no parece que estuviese lo suficientemente cerca, si se equivocó con el sexo del bebé. Y si se lo contaron, está claro que lo entendió mal.

—Sí, sin duda lo entendió mal —dijo Charlie—. Pero eso es irrelevante ahora. Lo que está claro es que realmente hubo un bebé Bell, en eso DeathAngel no se equivocaba.

—Hum... Selig dijo que creía que Betty había mentido sobre su hermana Clarisa, y al parecer, Nanny Prue confirma eso, luego también nuestro falso Tim sabe algo de esto —dijo Cory—. Ahora yo me pregunto: ¿quién es realmente el Selig que tanto te busca? Por lo que me has dicho, el verdadero vive en España. 

—No, esa no es la cuestión. La cuestión es: ¿debemos creer a Nanny Prue o a Betty Buchanan?

—¿No crees a la niñera? —se extrañó Cory.

—Hum... Me cae bien, y creo la mayoría de las cosas que me ha dicho, pero no sé... Betty también parecía saber de lo que hablaba... 

—Eso es cierto. Nos convenció a ti y a mí. Pero nos atacaron en su granja —le hizo notar acertadamente Cory.

—Sí... Dios mío, ahora me doy cuenta: esos dos tíos casi matan a Lincoln, ¿qué les habrá pasado a los Buchanan?

—Pues deben de estar como lechugas, porque la poli ha pasado otra vez por aquí y les saqué el tema y me dijeron que habían hablado con ellos y que les habían dicho que no sabían nada de lo que les preguntaban...

—¡Anda!

—Sí. Y parece que allí estaba todo bien, la cocina perfecta, todo en orden, y que los tiros en la pared eran de prácticas de la hija, les dijeron.

—¿Qué dices?

—Lo que oyes. Hasta que Link dé su versión, es una palabra contra la otra. La poli nos miró a Boston y a mí como si estuviésemos hablando de elefantes azules o algo así.

—Uf, Cory.

—¿Qué?

—Esto me huele muy mal. Esos saben algo. Mira lo que voy a hacer: Voy a hablar con el escurridizo doctor Schumacher. Mañana mismo le saco la verdad, a ver quién de las dos miente: si la niñera o la cuñada... Y después me voy a Kansas otra vez y que Betty me diga a mí a la cara lo que le ha dicho a la poli, a ver si se atreve... ¿Qué? —A Charlie le había parecido oír una sonrisa al otro lado de la línea.

No se equivocaba.

—Nadie diría que eres así —dijo Cory—. No lo pareces para nada, pero cuando te enfadas no hay quien te pare, nena.

En lugar de aprovechar el merecido descanso para visitar a su único hijo, Larissa Burke decidió acudir a un funeral. 

Su esposo no estaba de acuerdo, pero la acompañó por consejo de su jefe de campaña. Que tampoco entendía el porqué la candidata demócrata insistía en cambiar la sesión de fotos programada por el funeral de una desconocida. Allí no habría fotos ni noticia que añadiese un solo punto a su carrera política, y bien sabía Dios que necesitaban todos los que pudiesen arañar en cada Estado si querían ganar al carismático rival republicano.

Pero ella, que amaba a su hijo Randall más que a sí misma, tomó la decisión a sabiendas de que no podría volver a verlo en semanas. Y lo hizo porque la movía una necesidad inexplicable. La necesidad de despedirse ahora.

Así fue que, mientras Charlie se entrevistaba con Nanny Prue, la senadora tomaba un avión en el Reagan Washington de Washington DC  escoltada por su férreo equipo de seguridad, su enfadado marido y sus preocupados asesores, que tenían órdenes expresas de no llamar a la prensa, trabajar en su próximo discurso y, sobre todo, respetar el escaso tiempo que la senadora había logrado arrancar a su agotadora campaña para su asunto personal.

Alquilaron varias plantas en el glamuroso Hyatt Regency con vistas a Lexington, en el condado de Fayette. En su habitación, la senadora, envuelta en el albornoz, llamó por teléfono a su hermana, mientras su esposo se duchaba también.

Randall estaba haciendo sus deberes. No lo quiso molestar. Emmarie sí entendía el cambio de planes. Por eso la había avisado. Agradecía incluso que la decisión de Larissa le hubiese evitado salir sonriente en los medios, cuando lo único que deseaba era trabajar en sus viñetas. Pero lo lamentaba por Randall, que echaba mucho de menos a sus padres. 

Ella también añoraba sus ocurrencias y sus abrazos, dijo. Pronto se acabaría todo. Pronto volverían a casa.

A eso de las tres de la tarde, tras un almuerzo frugal y desacostumbradamente silencioso, el matrimonio Burke se arregló, se vistió con un traje sobrio de color negro, y rodeado de guardaespaldas, acudió al cementerio de la avenida Lexington. Estaba previsto un vuelo de regreso a la sede esa misma noche.

Larissa Burke compró una corona de gardenias poco antes de entrar en el campo santo. No conocía a nadie entre las pocas personas que acudieron a la ceremonia, a la que llegaba tarde. Pronto observó que frente a las lápidas apenas se había reunido media docena de personas, la mayoría jóvenes, supuso que serían amistades de Fanny.

La senadora se mantuvo discretamente apartada hasta el final, bajo la llovizna que se desplomaba sobre sus hombros desde un cielo plomizo. La humedad había empapado ya sus medias y sus zapatos de medio tacón, ella se las arreglaba como podía para sujetar su paraguas negro y las gardenias sin perder la elegancia que la caracterizaba.

A su lado, su apuesto marido parecía no notar la humedad bajo la sombra del suyo. Su sobrio semblante varonil resultaba adecuado para la escena que vivían, si bien seguramente tenía sus propias razones para su seriedad. Al igual que Emmarie, el señor Burke sabía por qué era importante para Larissa el que ambos se encontrasen allí, aquella desapacible tarde. Ambos habían sido compañeros en las mismas clases en su época universitaria, justo un año después de que Emmarie aprendiese de aquella misma profesora. Pero resultaba obvio que su paso por la Universidad no había dejado su impronta en la memoria de aquellos tres alumnos por igual; sólo uno de ellos había sido el favorito, el elegido. Por su carácter, sus osados puntos de vista, su desbordante oratoria, sus inmejorables notas.

Cuando ya todo el mundo se marchó (los guardaespaldas se las arreglaron para cercar la entrada al cementerio), Larissa, inmersa en sus pensamientos, se acercó a las lápidas para colocar sus flores junto a un enorme ramo de capullos de rosas rojas envueltos en plástico y enlazados con una gruesa cinta dorada que decía: «Tus compañeros no te olvidan», y que se hallaba entre las dos.

Larissa Burke desconocía si las rosas eran las flores favoritas de la señora Clay, su humilde corona no era la más grande, ni la más cara, ni la más hermosa, sí la que había conseguido en el tiempo escaso del que había dispuesto, pero dado el carácter de la profesora que recordaba, seguramente se la hubiese aceptado con una sonrisa sincera. La señora Clay siempre fue una buena persona, la más inspiradora, la que la motivó a llegar a donde había llegado.

La senadora estuvo allí durante un momento, observando las placas junto a una tercera que indicaba Luther Montgomery Clay, otra gran persona.

Guillermine Elaine Clay

1937-2018

Francina Nichelle Clay

2000-2018

Por lo que Larissa sabía, la familia Clay al completo se acababa de reunir en el umbral de las estrellas. Los padres de Fanny reposaban cerca. Aquí abajo, los detalles de las lápidas no podían ser más exiguos. Como si no hubiese habido nadie que se hubiese  nombres, se dijo. Alguien que probablemente ya los había olvidado. Puede que los compañeros a los que hacía referencia la cinta de la corona de flores también olvidasen pronto la fecha de aquel día.

Yo no la olvidaré, señora Clay.

Tras unos minutos de introspección y recogimiento, el matrimonio Burke se alejó hacia la salida del cementerio, y bajo la lluvia que repiqueteaba en sus paraguas, aguardó a que se acercarse el vehículo que el jefe del dispositivo de seguridad ya tenía preparado.

Se produjo entonces un molesto e inesperado forcejeo con varios miembros del equipo de seguridad: 

Una mujer joven de empapada coleta castaña embutida en un triste chubasquero azul, y un hombre con barba y gorra roja puesta del revés, que manejaba una cámara envuelta en plástico transparente, trataban de llegar a la candidata mientras, a gritos, se identificaban como periodistas.

¿La prensa? Larissa Burke pensó que no era buena idea alejarla a empujones, de modo que instó a sus guardaespaldas a calmarse un poco; y a su chófer, que acababa de abrir la portezuela del vehículo, a esperar. Forzó su mejor sonrisa, al tiempo que recordaba la versión que tenía preparada sobre su presencia en aquel  cementerio, una idea que le sugiriese uno de sus asesores durante el vuelo y que ella aceptó por ser una respuesta inteligente. Porque si la prensa se enteraba de su presencia allí, por algún motivo, y esa posibilidad no podía descartarse por mucho que ella lo desease, aprovecharía tan molesto momento para hablar sobre su plan de Sanidad, el punto fuerte de su campaña, sin comprometer sus sentimientos ni la paz de los Clay. Personal y políticamente hablando, todos ganaban.

En cuanto la dejaron hacer su trabajo, y ya frente a su objetivo, la joven de la coleta alzó un móvil hacia la boca maquillada de Larissa mientras su compañero enfocaba de nuevo su cámara, y dijo:

Sarah Jenner y Burt Parker, del Global Post. Díganos, senadora Burke, ¿es cierto que nunca obtuvo su título de Derecho?

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