41.- Una noche horrible se avecinaba

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Betty se levantó de un salto y se apresuró a buscar amparo junto a su marido.

—¡El médico habló, Eddie, y saben cosas! ¿Qué hacemos?

—No pueden irse —dijo Eddie Buchanan—. En cuanto me avisaste, he llamado al otro, a ver qué quiere que hagamos. Van a enviar a alguien, así que vamos a encerrarlos abajo.

—¿Abajo? ¿Estás seguro?

—¡No hay opción, mujer idiota! ¡Seguro que les has contao todo! ¿Por qué iban a volver, si no?

—¡No he sido yo, lo juro, te... te digo que fue el estúpido marido de Nadine!

De pronto, se oyó la voz de Annie exclamando:

¡Estoy HARTA de ser pobre!

Se paró en seco nada más asomar al umbral de la cocina. Casi se le cayó el orinal que traía entre las manos.

Boston quiso aprovechar su intromisión para desarmar a Buchanan. Éste le empujó bruscamente, le golpeó en la cabeza con la culata de la escopeta. Boston se desplomó inconsciente al suelo.

Charlie y Cory hicieron amago de abalanzarse hacia él para ayudarle, pero Buchanan les apuntó al rostro y les gritó:

¡Basta de tonterías! ¡Vosotras dos, moverse! ¡Betty, coge la pistola y vigila a ese! Luego subo a por él. Y tú, gelipollas, ¿te traes el orinal a la cocina? ¡Llévatelo y lávalo fuera, coño! ¿Qué pretendes, que te lo lave tu madre?

—¿Y con qué leches iba a lavarlo fuera? ¿Con la asquerosa grasa de grasa esa de cerdo que haces en el cobertizo? —protestó Annie.

Betty abrió una caja de galletas de metal, junto al microondas, y sacó precipitadamente una Browning, con la que apuntó a Boston, en el suelo todavía, con la cabeza apoyada en el frigorífico y los ojos en blanco.

¡Vamos, perras, pasar alante de mí, asín, venga, más rápido, coño! —ordenó Buchanan. Y a su hija:—. ¡Con mierda de cerdo te voy a lavar la boca si no cierras el pico! ¡Tira fuera y calla!

—¡Pienso irme a vivir con Dwayne! ¡Así no se puede vivir! —exclamó Annie, iracunda.

—¡Menuda pieza se va a llevar el Dwayne a su cuchitril! ¡Dwaine el Idiota! —se burló—. ¡Que calles he dicho, reinona, o te encierro con estos! ¡Haberse visto, la tía! ¿Cuándo te ha faltao de comer? ¿Cuándo hemos necesitao nosotros na de nadie?

Maldiciendo a su padre, Annie salió de la casa con su orinal sucio entre las manos, mientras su madre tropezaba con una de las piernas desplomadas de Boston.

Betty se apoyó en el horno para evitar caerse. Aferró la Browning con más fuerza. Sus manos temblaban ligeramente. A sus pies, Boston seguía sin reaccionar.

Cuando las tuvo a su lado, Eddie Buchanan arrebató el móvil a Charlie y se aseguró de que Cory no ocultaba ninguno. A continuación, desdeñoso, les ordenó otra vez, con su voz rasposa y desagradable:

¡Vamos, tirar p'alante las dos!

Salieron de la cocina, ellas delante, él y su escopeta detrás. Pronto atravesaron el aire sombrío del corredor que se abría junto a la escalera que daba al piso superior y frente a la puerta de entrada a la vivienda, hasta llegar a una de las dos puertas que había al fondo, una frente a la otra.

¡Tú, rubiales, abre la puerta, sí, esa! ¡Bajar!

Cory asió el pomo de una puerta blanca en la que se hallaba colgado un crucifijo de bronce, a su derecha. Tenía cerradura en la manilla, pero Cory la abrió sin dificultad. Tras ella reinaba una oscuridad absoluta.

¡Enciende la luz, gelipollas! ¡A tu izquierda, coño!

Cory alargó el brazo en la negrura y palpó en la pared. Hizo una mueca de desagrado al notar una telaraña entre sus dedos, a poca distancia de un interruptor pequeño. Una lucecita dorada se encendió al accionarlo, sobre una escalera estrecha. La pared era de piedra oscura sin pintar, y estaba helada al tacto.

Mientras bajaban al sótano, cuidando mucho de no tropezar, Cory susurró:

—No es por nada, pero... ¿no cree usted que es el momento de hacer algo? ¡Nos van a matar...!

Charlie miró su coronilla con sorpresa.

Buchanan no bajó aquellas escaleras. En cuanto vio que ellas llegaban al piso, cerró la puerta del sótano de un portazo y cerró con llave. El ruido de la cerradura las sobresaltó otra vez.

Miraron en derredor. El sótano estaba lleno de multitud de trastos apilados sin orden alguno. Había telarañas y polvo por todas partes. En un lado, había una vieja mesa de carpintero.

Encogieron los hombros y metieron las manos en los bolsillos a la vez, casi sin pensarlo. Arriba no hacía especialmente calor, pero aquí abajo hacía un frío que llegaba hasta los huesos.

Al rato, las miradas de las dos amigas se encontraron. Charlie preguntó, con extrañeza:

—¿Me has tratado de usted?

De pronto, sobó la cerradura y se abrió la puerta de nuevo. Boston fue empujado sin miramientos escaleras abajo. El joven rodó aparatoso, escalón por escalón, hasta topar con sus huesos contra una de las patas de la mesa de carpintero.

¡Boston! —exclamó Cory, yendo arrodillándose a su lado.

El joven farfulló algo, semiinconsciente.

—Ya vuelve en sí —dijo Cory—. ¿Te duele, verdad? Te ha salido un buen chichón. ¡Y un moratón! Espera, apóyate en mis rodillas y ponte de lado. ¿Mejor?

—Ay, ay.

—¿Boston? —se interesó Charlie, a su lado también.

—Ay... —se quejaba él.

—¿Prefieres ponerte boca arriba? —dijo Cory, preocupada.

—Ni para arriba ni para abajo. ¡Tus rodillas son más duras que el suelo! —se quejó el joven, dolorido, e hizo amago de querer incorporarse. 

Cory le ayudó y él, trabajosamente, acabó sentado con una pierna doblada y la otra estirada, mientras se llevaba una mano a la nuca.

—Hum, ¿seguro que estás bien? Tienes sangre en la cara... —le informó Cory, observándolo preocupada todavía—. Te ha corrido por la sien.

—Estoy bien... Sólo me duele la cabeza... El brazo. Y la rodilla, creo que alguien me ha pateado.

—Te han atizado con una escopeta y luego te han tirado por las escaleras.

Mientras Cory inspeccionaba las heridas de Boston, Charlie subió para probar la puerta. La aparatosa caída de su amigo no le había permitido escuchar si las habían encerrado con llave otra vez... No. Buchanan no había cometido ese error.

¡Quiero salir de aquí ya! —exclamó Cory, mientras Charlie volvía a bajar.

—Cálmate, ¿vale? —le dijo Boston—. Lo último que necesito es que me patees el oído así, es la única parte de mi cuerpo que no me duele... ¿Qué haces?

—¡Eh, se han olvidado de tu móvil! —le interrumpió Cory, sacándole un viejo terminal blanco del bolsillo del anorak.

—No hay cobertura —se fijó Charlie, que se les había acercado rápidamente y miraba ahora ansiosa por encima del hombro de Cory.

Los tres se quedaron observando las barritas de red sombreadas de gris y tachadas en la pantalla con cara desilusionada.

Charlie se sentó al otro lado de Boston.

—Tendríamos que haber avisado a la agente Holden —dijo el joven, llevándose una mano al chichón sangrante.

—Tienen frigorífico, horno, microondas... ¿Por qué usan un orinal? —dijo Charlie entonces, observando las vigas del techo.

Cory se llevó las manos a la cara, en un gesto nervioso.

—¿Y qué importa eso ahora, Charlie? ¡Tenemos que salir de aquí ahora mismo! —exclamó Cory.

—¿Por qué me gritas?

¡No es a ti! —Cory se levantó, nerviosa.

—¿Les gritas a los Buchanan? —le dijo Charlie, elevando también la voz—. ¿Te crees que así nos van a soltar?

Cory se sentó junto a Charlie, que, con los brazos enlazando sus rodillas, ahora miraba la mesa de carpintero. Cory acercó su mejilla a la oreja de Charlie y le susurró:

—¿Tú no puedes hacer nada? ¿Abrir esa puerta, y luego empujarlos hasta que lleguemos a la calle y podamos correr?

La mirada de Charlie, fija en la mesa, se tornó iracunda, como si el mueble tuviese la culpa de algo. Apretó los labios y forzó un suspiro hondo que no le quitó de encima la frustración que sentía. Cory tenía buena parte de culpa en eso, porque seguía sin entender nada. Y ella misma, por meterse donde no la llamaban. Y también Jamie, por volver a desaparecer en un momento así...

Cory se había quedado inmóvil, con la mejilla junto a la oreja izquierda de Charlie y expresión de asombro, como una gata que esperase algo.

Lentamente, Boston acercó su rostro a la oreja derecha de Charlie. Y, con un tono igualmente susurrante, dijo:

—Acabo de descubrir algo...

De repente, se oyó un chasquido y se apagó la luz.

Fuera, en el anochecer encapotado y sombrío, a una velocidad sosegada, tres Mercedes-Benz de la clase G negros transitaban en fila por el camino de tierra que daba acceso a la granja de los Buchanan, con los faros encendidos.

Nadie, ni dentro ni fuera de la casa, tenía la menor idea de lo que estaba a punto de ocurrir...

Una noche horrible se avecinaba.



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