42.- Lo que la doctora Leigh sabía y no quiso decir

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En el todoterreno de en medio, en el asiento de atrás, viajaba una mujer joven, que llevaba un moño cuyo tono pajizo resaltaba sobre el azul marino de su gabardina. A su lado reposaba un maletín de cuero marrón. 

Delante de ella se sentaban dos hombres robustos, que llevaban uniformes de camuflaje. Uno era japonés y llevaba una ajada gorra caqui puesta del revés; el otro tenía rasgos caucásicos y usaba finas gafas plateadas. Ambos tenían barba.

Los tres observaron al mismo tiempo un sedán misterioso aparcado a un lado del camino. De pie junto a él, un hombre parecido a ellos en complexión y vestimenta, que se estaba anudando una bandana con el dibujo de una gran maxilar inferior blanca sobre fondo negro, les hizo señas para que siguiesen avanzando.

El conductor, muy serio, siguió adelante sin variar la velocidad pausada de su vehículo. Al observar por el retrovisor, vio cómo el 4x4 que le seguía se detenía para recoger al hombre de la bandana.

Después de unos segundos, el hombre de las gafas, dijo, animoso:

—Eh, Roth, escucha este: Entra un tío en una cafetería y dice: ¿Me pone un café corto?

Sonriente, miró a su compañero. El conductor seguía con la vista clavada en el camino ligeramente embarrado que se tragaba el morro del vehículo, a veces bamboleante debido a los baches, mientras sosegadamente avanzaban tras los dos finos y saltarines rectángulos carmesíes del Mercedes al que seguían.

El hombre de las gafas añadió:

—Y el camarero le responde: Enseguida, cambio. —Guardó silencio durante un par de segundos. Luego, se echó a reír con ganas.

Se rio solo. Sin perder la sonrisa, se giró en el asiento para mirar a la mujer y le preguntó:

—¿Qué lleva ahí, doctora?

—Suficiente para tumbar a un elefante, espero —bromeó el alegre joven, subiéndose las gafas.

El conductor observó, a través del espejo retrovisor, cómo la mujer esbozaba una sonrisa cerrada antes de responder:

—A uno, no; a dos.

—¿No será demasiado? —se sorprendió el de las gafas.

—Nunca lo es —contestó ella, enigmática.

Poco después, los tres todoterrenos se detenían frente a la granja de los Buchanan. Del primero y del tercero salieron un total de ocho personas, una mujer y siete hombres, todos con uniforme militar.

Los dos hombres y la doctora del segundo permanecieron en sus asientos, mientras sus compañeros se dirigían con paso firme hacia la morada de los Buchanan, que estaba envuelta en sombras. Entraron sin llamar, con sus mochilas aplanadas tirando de sus espaldas.

El de mayor edad, un hombre grande que llevaba boina militar negra con el logo de un águila agarrando una pistola sobre un ancla y un tridente, de grandes y rasgados ojos del mismo color que la boina y su piel, se paró frente a Eddie Buchanan, que apenas si había tenido tiempo de salirles al paso en el recibidor.

—Bienven... —empezó Buchanan.

—Hay un sedán negro en el camino —le cortó el hombre de la boina negra.

—Será de esos tres —insinuó Buchanan. Parecía amedrantado.

—No. Uno de mis chicos los ha seguido desde Aderly. Ellos han venido en el Camaro de ahí delante... Parks, Madsen, Goggins, Bichir.

Hizo un par de ademanes con el brazo, y los cuatro hombres nombrados subieron las escaleras camino del primer piso. Como si siguiesen un plan estudiado de antemano, cada uno ocupó una habitación:

Parks, el más viejo de todos, un hombre en sus cincuenta y tantos, de pequeños e intensos ojos azules y gruesa barba terminada en una trenza, cuyo color rojizo hacía sospechar su origen irlandés, se metió en la de Annie, a la derecha; Madsen, el de la bandana blanquinegra, en la de los Buchanan, a la izquierda. 

Sus dos compañeros, Goggins, que llevaba tatuadas las letras S, C, A, y R en los dedos de la mano izquierda, y  F, A, C y E en los de la derecha; y Bichir, un hombre negro en sus treinta, que llevaba rastas cortas y aretes, y el tatuaje de dos ojos de tigre en la base de su grueso cuello, se dirigieron a sendas habitaciones que daban a la parte de atrás de la casa.

Tres de los cuatro mandaron un escueto mensaje a través de los walkies que llevaban colgados en el cinturón.

Al pie de la escalera, su jefe, tras escucharlos, se llevó a la boca el suyo y dijo:

—Que entre la doctora. —Cortó la comunicación y dio una segunda orden:—. Grier, al salón.

Un hombre chicano, más alto y robusto que los demás, obedeció con disciplina militar.

—¿Qué pasa? —quiso saber Annie, entrando en la casa apenas unos segundos antes que los tres miembros del grupo que faltaban.

Al verlos, su líder se llevó el walkie de nuevo a la boca para decir:

—Parks, no he recibido todavía a Madsen.

Arriba, el aludido dejó su puesto junto a la ventana de la habitación de Annie para hablar con su compañero, arrodillado junto a la ventana de la habitación de los Buchanan, parcialmente cubierto por la cortina.

—El jefe no te ha recibido.

Madsen se sacó su transceptor de un bolsillo de su uniforme, y, en el canal que tenía asignado, dijo lo mismo que antes sus compañeros:

Despejado.

El comandante Jackson recibió el mensaje, impasible. Luego, dejó colgar su mano aún asiendo el walkie talkie mientras centraba su atención en los Buchanan.

—O los han seguido, o les han preparado a ustedes una trampa. ¿Dónde está?

—Abajo, en el sótano —dijo Buchanan, deseoso de agradar.

Jackson siguió el índice del granjero, que señalaba al fondo del corredor, justo enfrente de la puerta principal.

—La última puerta de la derecha —le guio Buchanan, tendiéndole la llave a Jackson—. La del crucifijo.

Éste miró la llave como si no supiese para qué servía una. Luego a Buchanan. Y preguntó:

—¿Está despierta?

—En el sótano, sí.

Los ojos vivos y duros de Jackson se sonrieron entonces, con pícaro recelo.

—¿La ha encerrado?

—Sí.

—¿Usted solo?

—Sí. Con mi escopeta.

La sonrisa de Jackson se ensanchó, mostrando unos dientes grandes y muy blancos, ligeramente separados.

—Espere, espere un momento...  —Jackson rio como si le hubieran contado un chiste de escasa gracia—. ¿No le ha dado ningún somnífero con el café?

—¿Som-qué?

—¿Me está diciendo que la ha encerrado en el sótano a punta de escopeta? ¿Así, sin más?

—Sí. A ella y a sus dos amigos. ¿Por qué iba a darles café?

Jackson observó primero a las silenciosas Betty y Annie, por si contradecían a Eddie. Luego, se giró a mirar a la mujer alta de pelo rasurado y rasgados ojos de belleza salvaje que permanecía a su derecha, y a los otros tres hombres barbudos que esperaban sus órdenes. Y les dijo:

—¡Este tipo es mi puto héroe! Aquí estamos nosotros, con kilos y kilos de plomo a nuestras espaldas, cargados de armas como mulas, siguiendo un plan que, joder, me ha llevado días idear, machacándone los putos sesos para ver cómo nos las arreglábamos para atrapar a esa zorra sin morir en el intento... Y viene este tío, agarra su escopeta y le dice métete en mi sótano. ¡Y la tía lo hace! Y no mata a nadie, ni rompe nada, ni destroza nada... Y ahí la tiene, esperando tranquilamente a que vengamos nosotros y nos la llevemos... ¡Lo único que le ha faltado ha sido meterla él mismo en un sobre y enviarla por correo! —Jackson miró a un Buchanan muy sorprendido, que apenas había entendido la mitad de lo que le habían dicho—. Eres mi héroe, hermano. Y te doy las gracias. Acabas de responder a mi pregunta de si mi cliente me va a pagar una cantidad indecente de dinero por atrapar a un puto conejo.

Buchanan seguía sin reaccionar. Tampoco su esposa e hija, nerviosas y asustadas junto a él, lo hicieron.

Jackson asió la llave, con la mueca de alguien que acepta un regalo sin saber por qué.

—¿En el sótano? ¿De verdad? No puedo creerlo... —dijo para sí, moviendo la cabeza sonriente, mientras miraba la llave en la palma de su diestra, mientras se enganchaba el walkie en el cinturón con la izquierda.

—¡Yo ya le dije que ese no es el lugar! —saltó Betty, en cuanto le oyó decir esto.

—Los videos estaban trucados, ¿os lo dije o no os lo dije? —decía Jackson a los cinco miembros de su equipo que lo rodeaban. Las dos mujeres y los tres hombres sonreían también.

—¿Y donde, mujer, dónde? ¿Dónde es el lugar según tú? —se defendía Eddie Buchanan, mirando airado a su esposa.

—Va a ser el mejor trabajo de la historia...

—¡Te dije que no es el lugar, Eddie!

—¿Y entonces dónde, mujer, dónde? ¿Con las gallinas? ¿Con el Plymouth?

Jackson se volvió a ellos con una mueca de desagrado y exclamó:

—¡Cállense!

Se hizo un brusco silencio.

—Les he dicho que me preocupa el sedán. Tenemos que actuar deprisa. ¿Están los tres juntos?

—Sí. Y los he dejado a oscuras. ¿He hecho mal?

—No.

—¿Van a matarlos? —indagó Betty, aferrada al brazo de su hija, más asustada que ella.

—Lo hubiese hecho yo mismo, pero no sabía si... —empezó Eddie Buchanan.

—No se preocupen por eso —le cortó Jackson, midiendo el espacio con la mirada.

—Van muy armados... —susurró Annie a su madre, observando las armas y las municiones colgadas en los cinturones y los chalecos antibalas.

Jackson presionó de nuevo el botón del intercomunicador, y dijo:

—Atentos. —Y luego, a los Buchanan:— Ustedes tres, agáchense y quédense en la cocina. Vigilen a través de esa puerta.

Jackson se refería a la que conectaba la cocina con el exterior. La mitad era de cristal, y, a través de él, se veía un gran almacén.

—Thurman.

A la orden implícita de su jefe, la única mujer del equipo militar apagó la luz y se sentó sobre la encimera, entre el frigorífico y el microondas, cerca de la ventana que tenía por misión vigilar.

El que posiblemente era el miembro de menor edad del grupo, un joven muy serio, de duros ojos negros, labios finos y piel pálida en exceso, se adelantó para arrebatar de las manos la escopeta a Eddie Buchanan; y a Betty, la Browning.

El jefe siguió dando órdenes:

—Bunker, Baltz, Roth, conmigo. Usted quédese aquí si lo desea, doctora Leigh. Ya no hace falta que venga.

El hombre de las gafas plateadas, el joven de los ojos negros y el nipón siguieron a su comandante en dirección a la puerta del crucifijo, que daba acceso al sótano, al fondo del corredor. 

La doctora fue detrás de ellos.

Atrás, una vez se hubieron sentado a la mesa de la cocina, los Buchanan se miraron unos a otros.

—¿Por qué os ha desarmado? —preguntó Annie a sus padres, en un susurro no exento de sorpresa y miedo.

Los rasgados y gélidos ojos verdes de la misteriosa sicaria llamada Thurman les dirigió una mirada felina desde su elevada posición en la encimera, junto a la ventana.

Abajo, en el sótano, los tres amigos se iluminaban gracias a la pobre luz de la pantalla del móvil blanco de Boston.

Antes de que Buchanan los dejase a oscuras, Boston había jurado ver una bisagra junto a la pata de la mesa de carpintero. Ahora los tres observaban una escalera estrecha y metálica enclavada en la pared de tierra, que descendía alrededor de metro y medio.

—¿Iban a dejarnos encerrados al lado de una salida? —se extrañó Cory, incrédula y esperanzada a la vez, observando la oscuridad que se abría a sus pies.

—Estaba bien tapada hasta que Boston apartó esa vieja alfombra con las botas al caer —dijo Charlie, oteando los escalones con la escasa luz de la que disponían—. La verdad es que llevaba como una hora mirando esa mesa y, si no llega a ser por ti, Boston... Y yo no sé vosotros, pero yo no tengo intención de quedarme aquí dudando.

—Ah, yo tampoco —se sumó Cory, en el acto.

—Mi madre siempre dijo que Betty Buchanan no era especialmente lista —comentó Boston.

—Tampoco su marido lo parece, la verdad. Otra cosa sí, pero eso no —dijo Cory.

Los tres observaron, en manos de Boston, la tenaza que habían encontrado en la mesa de carpintero y que les había servido para forzar el candado de la trampilla.

No era la única herramienta que Eddie Buchanan guardaba allí abajo: Sobre la mesa de carpintero había una caja destartalada con destornilladores, llaves inglesas, un par de martillos de hierro y hasta un hacha, además de varios botes llenos de clavos. Y no habían tenido que rebuscar mucho para encontrarlo todo, sólo apartar un trapo sucio de grasa... No hubiese sido especialmente complicado aguardar a su captor junto a la puerta y atacarle de alguna manera con alguna de aquellas cosas. En eso andaba pensando cuando Boston habló y se apagó la luz.

Gracias al móvil, entre el caos, Charlie había encontrado incluso una garrafa de gasolina, cerillas y una caja llena de aerosoles y otra de botellas de aceite de motor.

Pero nada de eso les haría falta como arma, si conseguían huir por debajo de la casa... Charlie pulsó un número para mantener encendida la pantalla y dirigió otra vez su blanquecina luz al interior del agujero. Procedió a bajar la primera. Oyó rechinar un poco los escalones detrás de ella, Cory y Boston la seguían.

Desde allí, al pie de las escaleras de lo que podía llamarse el segundo sótano de los Buchanan, arrancaba un estrecho túnel, bastante irregular, que empezaron a recorrer en fila, sin tener la menor idea de la dirección a la que apuntaba.

Por lo que Charlie podía vislumbrar, allá abajo las paredes eran de tierra; y la oscuridad, muy intensa alrededor del haz luminoso de la pantalla. El suelo estaba cubierto por la misma tierra dura. Olía a humedad y hacía bastante frío.

Al cabo de unos minutos, intuyeron que la salida estaba próxima, porque empezaron a ascender por un trecho asegurado toscamente con maderas.

Finalmente, por fin, encontraron una segunda puerta, esta vertical y de tamaño normal. Era de madera con un pomo parecido a los del resto de la casa.

Un problema: Eddie Buchanan había colocado también un candado en esta puerta subterránea.

—¿Habéis traído la tenaza? —dijo Charlie.

Y no se fijó, pero al hablar le salió vaho blanco de la boca.

Resultó que no. A nadie se le había ocurrido pensar que la necesitarían.

Charlie se frotó las manos porque se le estaban quedando entumecidas.

—¿Tenéis otra cosa para romper este candado? —dijo, algo impaciente.

No veía la hora de salir de allí. Y tampoco le apetecía volver sobre sus pasos a por la tenaza; Buchanan podía hallarse ya en el sótano con la escopeta.

—Quedaos aquí, vuelvo ahora —dijo Boston.

—¿A dónde vas a ir con esa rodilla? —dijo Cory—. Ya voy yo.

—Espera, llévate el móvil para iluminarte —dijo Charlie.

—Un momento —dijo Boston.

Y señaló algo que acababa de descubrir:

En un pequeño hueco abierto en la pared, junto a uno de los goznes de la puerta, se encontraba una llave pequeña algo oxidada.

Seguramente, la llave de aquel candado.

—Ay, Boston, ¡cómo me alegro de que estés aquí! —exclamó Cory, agarrándolo de la cabeza con las dos manos para darle un sonoro beso en el puente de la nariz.—. ¡Hoy lo ves todo!

Lo habían conseguido.

¡Eran libres!

Qué fácil, ¿verdad?

El comandante Jackson, tres de sus hombres y la doctora se encontraban a esas alturas frente a la puerta del sótano, mientras el resto de sus compañeros hacía guardia en diferentes puntos de la casa.

El sargento Bunker empuñaba una semiatomática SIG Sauer P-226; el sargento Baltz, un subfusil MP5, y el sargento Roth, una Glock.

Jackson dijo:

—Al parecer no va a hacer falta su droga, doctora Leigh. Puede esperar en la cocina. La mandaría de regreso al coche, pero con ese sedán ahí fuera, prefiero que se quede con Thurman.

La doctora Leigh asintió, acariciando el asa de su maletín distraídamente con el pulgar. Pero no se movió.

Ella sabía algo que los peligrosos y altamente cualificados militares desconocían: El maletín era innecesario, cierto, pero no por las razones que suponía el jefe del operativo.

Hasta hablar con Buchanan, se suponía que la doctora estaba allí para controlar las vitales de Calipso cuando fuese presa de los efectos del tranquilizante que ella misma había preparado. Se suponía que el equipo GF-10 la acompañaba para asegurarse de que ella hacía su trabajo y para protegerla antes y después de que lo hiciera. Así que, hasta hacía unos minutos, se suponía que los once habían llegado allí como un equipo unido dispuesto a todo para resolver con éxito la operación Bola de Cristal, o lo que era lo mismo, capturar a la peligrosa Calipso con vida.

La verdad era otra significativamente distinta:

Hacía una semana que su jefe, el doctor Andrade, había convocado a la doctora Leigh a una reunión secreta en la sede del Bell Pharma, donde ambos, en sus respectivos departamentos, trabajaban a diario.

Sólo ellos dos, en uno de los sótanos menos conocidos por los empleados. Nada de cámaras. Nada de teléfonos. Nada de notas, imágenes o grabaciones. Una mesa, dos sillas, bajo una bombilla en medio de tuberías que atravesaban tres de las cuatro paredes de piedra.

En dicha reunión, Andrade puso sobre la mesa una promoción laboral impensable para alguien de la experiencia de la doctora en aquella empresa. Una promoción que equivalía a un salario, unas condiciones y un futuro imposibles de rechazar para alguien con la ambición y las deudas de la doctora Leigh. El doctor no habló sobre la una ni las otras al exponer las razones por las cuales la había elegido, pero seguramente era algo que ya conocía de ella.

Le dijo que, si aceptaba participar en una tarea fuera del horario laboral, no se arrepentiría económicamente hablando. Su alto precio lo justificaba el que era un secreto, y la promoción laboral llevaba adherida una cláusula, según la cual dicho precio incluía la promesa de que la ambiciosa doctora sabía guardarlos.

Una vez obtuvo el sí que esperaba (apenas hubo de aguardar unos segundos), el doctor procedió a hablar sobre la operación Bola de Cristal, comandada por Menelaus H. Jackson, al que había contratado, al parecer, días antes por medio de un amigo, en palabras textuales, bien relacionado con las altas esferas del país.

Andrade no reveló entonces que el equipo de Jackson lo formaban diez mercenarios, antiguos veteranos de guerra que trabajaban en la clandestinidad desde hacía años. Tampoco le advirtió sobre que, aunque seguían tratándose por sus respectivos rangos militares, todos habían sido apartados de sus equipos de los Navy SEALS por diferentes motivos, entre los que destacaba el exceso de agresividad. Probablemente no quería asustarla, ni se sentía en la necesidad de mencionar que el comandante Jackson, de hecho, había sido expulsado de la Armada por tortura y asesinato de un miembro adolescente desarmado perteneciente al ISIS.

Sólo le mencionó que los Green Frog-10, o, lo que era lo mismo, los GF-10, resultaban ser el tipo de hombres capaces de llevar a cabo una operación tan sofisticada como Bola de Cristal.

En este punto, el doctor Andrade introdujo a Calipso, el objetivo de la operación secreta que proyectaban llevar a cabo: Alguien único, muy peligroso, tanto, que hacía necesaria la intervención del equipo del experimentado excomandante Jackson.

Entonces dijo algo que descolocó a la doctora Leigh: Calipso era capaz de asesinar a distancia sin portar arma alguna.

Y para que le creyese, el doctor Andrade, si bien le había prohibido a ella acompañarse de dispositivo electrónico alguno, le mostró dos vídeos en una tablet que se había traído ex profeso a la reunión:

En el primero, Calipso vencía a cuatro hombres corpulentos tras caer en una especie de trance en lo que parecía una ducha de hombres.

En el segundo, Calipso se defendía, en un aparcamiento, de otros dos hombres, al igual que el primer vídeo, más altos y robustos que ella. Esta vez no hubo trance, pero no llegó a utilizar otra arma que su mirada.

Acto seguido, Andrade le habló de la versión A y de la versión B.

La A convertía a Calipso en el objetivo de la operación Bola de Cristal.

—La información que acabo de proporcionarle sólo la conocemos los GF-10, yo y ahora usted, doctora. Eso significa que únicamente doce personas en el mundo sabemos que existe una operación llamada Bola de Cristal. De los doce, diez creen que el objetivo es Calipso. Es decir, los diez miembros del equipo comandado por el comandante Jackson estudian en estos momentos un plan para atrapar a la mujer que acaba de ver en esos vídeos. Una mujer que parece poseer capacidades telequinéticas. Capacidades que cualquier Gobierno mataría por adquirir a cualquier precio... Imagine los beneficios que supondría su uso en el mundo militar.

La doctora Leigh asintió, convencida del todo de eso.

Andrade entrecruzó los largos dedos de sus manos, lo pensó un momento. Y, finalmente, soltó la versión B:

Calipso no es una mujer extraordinaria porque tenga poderes sobrenaturales, doctora Leigh. Lo es porque está acompañada y protegida por un ente al que he llamado el Anciano. Un ente invisible, poderoso y letal. Él es el verdadero artífice de los ataques que acaba de ver. Y a quien quiero estudiar. El Anciano, doctora Leigh, es el verdadero objetivo de Bola de Cristal.

Seguidamente, reveló que aquellos vídeos, junto a varias fotografías, formaban parte de un dossier destruido una vez analizado. Y  que de dicho dossier, preparado cuidadosamente por el doctor Andrade, el comandante Jackson dedujo sin lugar a dudas que Calipso debía ser drogada antes de ser entregada al doctor Andrade, para que éste y su equipo pudiesen estudiar sus habilidades extraordinarias en condiciones controladas en su laboratorio.

Es decir, los GF-10 habían aceptado la versión A, porque Andrade no les había proporcionado la versión B, y por tanto carecían de toda la información, esto es, desconocían la verdad. De lo que se deducía que contaban con cierta información que desenfocaba su realidad, si bien sabían lo necesario para desempeñar con éxito su verdadera misión...

En aquella reunión, Andrade confesó a la doctora Leigh la verdad oculta en Bola de Cristal: Los Green Frog-10 formaban parte de la operación para morir. Y ella, la doctora Leigh, que acababa de aceptar participar en aquella misma misión, se encontraba en una posición ventajosa para hacer un trato con Calipso sobre sus cadáveres aún calientes.

Un trato que tenía que ver con unas fotos. Unas fotos que el doctor Andrade enviaría a la doctora Leigh en su momento, para que las utilizase mientras el Anciano acababa con todas y cada una de las ranas verdes del pelotón del orgulloso comandante M.H.Jackson.

Hoy, frente a la puerta del sótano de los Buchanan, la doctora Leigh acariciaba el asa de su maletín innecesario, mientras era consciente del iPhone recientemente adquirido que llevaba en el bolsillo de su gabardina.

Y no pensaba regresar al Mercedes en el que había llegado porque, en dicho móvil, guardaba las fotos que el doctor Andrade le había enviado sobre la hermana de Calipso al cuarto de hora de ser invitada a sentarse en él.

Fotos que la doctora tenía orden de eliminar si la operación fallaba por alguna razón, y que comprometían seriamente su promoción laboral, si alguien que no fuese Calipso las llegaba a relacionar con aquella misión. Fotos que habían de acompañar un mensaje sencillo para Calipso, un mensaje que se resumía en dos frases fáciles de memorizar y de pronunciar en poco tiempo:

La primera era: «Si no te reúnes con el doctor Andrade en Bell Pharma dentro de dos días, Shine morirá.»

La segunda era: «Si no controlas a tu fantasma, Shine morirá.»

La doctora Leigh era libre de decirlas en el orden que prefiriese. Incluso de añadir una tercera: «Si muero, Shine morirá.»

Eso sí, era imprescindible que no mencionase una sola palabra que hiciese sospechar a los GF-10 del verdadero carácter de la operación.

—Ese ser es inmortal —razonó tranquilamente el doctor Andrade, en los últimos instantes de su reunión secreta con la doctora Leigh—. ¿Cree usted que se enfrentarían con un inmortal por el precio por el que los contrato o por cualquier otro? Yo no lo creo. Es alguien al que no pueden matar. Alguien que los va a matar. Puedo mentirles sobre eso, pero no engañarlos sobre eso. A usted en cambio, le ofrezco la mejor opción. El Anciano no se fijará en usted mientras tenga que proteger a Calipso de tantas balas disparadas desde tantos lados. Un consejo: sea rápida. Al segundo de que el primero caiga, hable con Calipso y muéstrele las fotos. Ella la protegerá del Anciano. Lo hará para salvar a su hermana.

—¿Y después?

—Usted será recompensada generosamente.

—Me refiero...

Bola de Cristal habrá concluido y dará comienzo el proyecto. El proyecto del Anciano... Ya se lo explicaré en su momento. Va a ser usted mi mano derecha, ¿recuerda?

—Pero esos hombres...

El doctor le explicó que los diez carecían de familias, nadie conocía su pertenencia al Green Frog-10, especialmente porque nadie había oído hablar ni leído nada sobre el Green Frog-10, y a nadie le había de importar su desaparición. Y mucho menos a ella.

Básicamente, si alguien tenía que vivir y alguien tenía que morir...

—En ese campo de batalla será usted la única ganadora —le dijo Andrade, con una sonrisa dulce—. Vale la pena ser una ganadora, ¿no cree?

Poco después, la doctora Leigh, salió de aquel sótano del Bell Pharma agradada por la confianza de un hombre del prestigio y el poder del doctor Andrade, relacionado incluso con las altas esferas... Llegó a su despacho, empero, con una sensación extraña.

Como si hubiese hecho un pacto con el diablo.

Esa sensación no la agradaba tanto.

Por otro lado, quería aquel ascenso. Necesitaba aquel dinero. Y se consolaba pensando que no conocía a aquellos hombres de los que Andrade le había hablado.

Esta noche, la doctora Leigh miraba al comandante Jackson y sus tres hombres frente a aquel crucifijo colgado en la puerta alba del sótano de los Buchanan, y se sentía sucia.

Una traidora.

Pero seguía callando lo que sabía.

Callaba porque ni en su trabajo en el Bell Pharma, ni en aquella misteriosa reunión con el doctor Andrade, ni en el viaje hasta Kansas, ni enfrente de este otro sótano, a punto de entrar en acción, se sentía como una más del equipo.

Vera Leigh no se había sentido parte de un equipo en toda su vida.

Bola de Cristal había tenido que adelantarse por motivos ajenos a los que tenían por objeto llevarla a cabo con éxito. Pero sería un éxito, no le cabía duda. Estaba tan convencida de eso como lo estaba el veterano comandante Jackson.

El doctor Andrade le había prometido sacarla de las calderas y convertirla en investigadora jefe de su proyecto, justo por debajo de su mando.

Por fin iba a ser una ganadora. Unas fotos, unas frases, y estaría hecho.

Qué fácil, ¿verdad?



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