53.- ¿Qué fue de...?

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Ruidos de cristales rotos.

Estropicio. El rostro de Charlie estaba desencajado. Sin peinar, con ojeras marcadas, pálida. Charlie parecía ahogarse en desesperación. Apoyó las manos ansiosas en el mostrador del mueble-bar y pretendió ponerse una copa.

En el acto, todos los vasos, las botellas, la coctelera, la bandeja, la cubitera, todo cayó sin compasión al suelo, como si los hubiese barrido un golpe de viento furioso.

Charlie se arrodilló rápidamente para recuperarlos. Los corchos saltaron uno por uno como tiros. Se protegió el rostro con los brazos, mientras a su alrededor las botellas rodaban y empezaban a derramar su contenido sobre la preciada alfombra.

Y en medio del caos, se abrió la puerta del piso y apareció Joel con su maletín de trabajo colgando de su diestra. La vio arrodillada, abrazando varios vasos vacíos, mientras a su alrededor, desde el mostrador o sobre la alfombra, todas las reservas de licor que guardaban para las visitas terminaban de vaciarse.

—¿Qué haces? —logró decir él, acercándose poco a poco.

—Tengo que decirte algo... Tendría que habértelo dicho hace mucho...

—Deja que te ayude a levantarte.

—Tendría que habértelo dicho hace años...

—¿Te has cortado?

—¿De verdad no notaste nada?

—Te has cortado, Charlie, vamos al lavabo.

—¿De verdad no lo sabes?

—Ven conmigo al baño —dijo él, con impaciencia.

—¡Joel...!

Charlie se aferró a la mano que su novio había puesto sobre su brazo para ayudarla a levantarse. Sus pupilas dilatadas se clavaron en las diminutas de Joel con urgencia. Le exigía un momento. Y lo tuvo. Y entonces, ella, ávida de complicidad y de alivio, le susurró su secreto:

—No estamos solos.

—Un dólar por tus pensamientos.

Charlie alzó la mirada de la taza de café que tenía entre las manos, y vio a Lincoln junto al sofá en el que se hallaba sentada, observándola. Vestía un pijama de rayas bajo su bata azul marino, y se apoyaba en un par de muletas.

—¡Lincoln! ¡Qué bien que te encuentras ya mejor...!

Charlie dejó la taza sobre la mesita de centro, para levantarse y ayudarle a sentarse en el sofá, mientras le informaba de que:

—Cory ha ido a comprar un pollo para la cena. Me ha dicho que puede superar a Laura Osheroff —le aseguró Charlie, colocando un mullido cojín de florecitas grises en la espalda de él.

Satisfecha, se sentó a su lado y le miró con una sonrisa amplia. Estaba contenta de que Lincoln hubiese salido con vida y se estuviese recuperando tan bien.

—Nadie puede superar a esa mujer —dijo Lincoln, sonriendo también—. Es italiana. Y Cory no sabe cocinar.

—La ayudaré cuando vuelva —prometió Charlie—. Tampoco es que sea muy buena en la cocina, pero me defiendo.

—Seguramente se siente culpable por alejarte de la mesa de Laura esta noche —comentó Lincoln.

—Prácticamente se lo rogué.

—¿Ah, sí?

—Mi novio, mi exnovio, lo que sea, ha regresado. Y va a cenar con los Osheroff.

—¿El que te abandonó aquí?

—Ajá.

Lincoln acomodó un poquito su espalda en el cojín.

—¿Ha regresado? —dijo luego.

—Sí.

—¿Te ha pedido perdón?

—No le he dado tiempo, me temo. Pero creo que es su intención, sí. Tenía esa cara.

—¿Y lo vas a perdonar?

—Yo creo que debería. ¿Debería?

—¿Debería yo perdonar a los que me han hecho esto? No sé, ¿para dormir mejor?

—Interesante pregunta...

Se quedaron en silencio. Charlie miró el televisor y pensó en encenderlo. Pero entonces vio que Lincoln seguía sonriéndole con suavidad, pero que su mirada ya no era limpia, porque en ella de pronto había sombras, como si también guardase secretos.

Charlie tuvo la misma sensación que la última vez que le viera, justo antes de partir a Kansas por tercera vez. Su madre apareció con una bandeja y a ella le pareció que le dejaba con la palabra en la boca. Como si Lincoln sintiese la necesidad de decirle algo importante, un tiempo del que ahora disponía. Se armó de paciencia para escuchar lo que él tuviese que decir.

Y lo que él tenía que decir, en voz baja, resultó ser esto:

—¿Quién es? ¿Un ángel, un demonio, un enviado? ¿Qué es?

A Charlie se le iluminaron los ojos. Se enderezó. No pudo evitar preguntarle, en un susurro:

¿Le viste?

—Yo vi algo. Pero no sé qué fue.

Charlie reflexionó. Finalmente, dijo:

—Yo nunca llegué a verle. Pero ahora pienso que Jamie, el Jamie que yo creía que era el de mi libro, en realidad era Nina Selig, la madre de Bethany Bell. Me encontró de algún modo. Y si no ha dejado atrás este mundo de una vez, entonces ahora mismo debe de estar dándole la mano a Bethany porque... ¿Sabes? En el fondo, es bonito. Las dos, por fin, a su manera, han encontrado un hogar. Y yo he visto ese lugar, Lincoln. Y no es que sea perfecto, pero es muchísimo mejor que lo que otros les ofrecieron. Y me he enterado de otra buena noticia: Sus tíos van a cuidar de Bethany. Por fin, esa niña va a estar bien.

—El mío era un hombre.

—¿Un hombre?

—Alto. Moreno. Entre veinte y treinta.

—No era Jamie.

—Tampoco Nina Selig —dijo Lincoln, alzando las cejas.

—Entonces habría más de un Jamie... No sé —dijo Charlie—. No sé qué decirte, Lincoln. Si querías que te ayudase de alguna manera, lo siento. Me temo que me vuelvo a Nueva York sin carrera, sin novio, sin piso, sin libro y sin mi Jamie. Vuelvo a la casilla de salida. Creo que me iré a dormir y mañana empezaré de cero. Otra vez.

—¿Necesitas ayuda? ¿Dinero, un sitio?

—No, gracias. Me voy a quedar con mi hermana un tiempo. Me las arreglaré.

—Como veas... No me parece mal plan... ¿Ha vuelto?

—Sí. Le quiero... Pero no debió irse. Ahora sé que puedo estar sin él.

—¿Por la mañana pensarás igual?

Se abrió la puerta y apareció Cory con una gallina bajo un brazo y una pizza en la otra mano.

—Os presento a Emilia, chicos. El Galego me ha dado recuerdos para ti, Link.

Charlie se levantó a ayudarla y entre las dos pusieron la mesa, mientras Lincoln se trasladaba poco a poco con sus muletas hasta la cocina.

Lincoln guiñó un ojo a Charlie y se sonrieron con complicidad, mientras Cory cortaba la pizza en trozos iguales, y decía:

—¿Quién quiere esta rica pechuga? A ver, acerca ese plato, Charlie. Y tú el tuyo, Link, que te pongo una alita...

Emilia picoteaba las baldosas en busca de bichitos que a menudo eran miguitas que le llovían del cielo de madera, mientras caminaba libre entre las patas de la mesa y las seis inofensivas piernas humanas.

—Gracias por todo, Link —dijo Charlie.

—No las merece. Buen viaje a casa, chica.

—Un muslito para mí... ¡Qué aproveche!

Brindaron con agua, rieron y charlaron entre bocado y bocado, y sin duda fue la mejor cena que Charlie disfrutó en años.

—Yo... Debí haber llamado antes, pero no sabía si tú querrías que yo...

Al otro lado de la puerta, en el segundo piso de la casa de la familia Osheroff, Joel escuchaba silencio obstinado.

—Te quiero, Charlie, eres la mujer de mi vida, siempre lo has sido, no puedo ni siquiera pensar en mi vida sin ti.

...

—No entiendo lo que nos ha pasado. Estábamos bien. ¿No? Todo era perfecto, ¿verdad?

...

—No debí decir todo aquello. No lo pensaba.

...

—No ha sido la primera discusión que tenemos. Y no he sido yo el que ha dicho las peores cosas.

...

—Lo siento cada día desde entonces. Cada hora. Seguro que tú también.

...

—Te quiero en mi vida, Charlie. Estar separado de ti ha sido lo más duro por lo que he tenido que pasar en mi vida. No quiero perderte.

...

—Cariño, por favor, ¡dime algo!

Sonó la cisterna y salió George con cara de circunstancias.

Joel puso cara de haber recibido un bofetón.

—Creí que esta era la habitación de... —empezó Joel.

La voz de Laura Osheroff le interrumpió:

—Déjalo, Cyrano. Se ha ido. Y a mí ya me ha quedado claro qué prefiere la muchacha. Así que tú te vuelves a tu hotel. Y tú, a tu casa. Y los dos rapidito, que mi familia y yo tenemos que cenar.

Charlie ocupó el resto de la mañana siguiente en despedirse de la gente de Aderly. Fue a ver a los Fitt, instalados ya en su flamante nueva casa de huéspedes, y se deshizo en abrazos antes de regresar, emocionada, al centro del pueblo con una caja de galletas caseras que la señorita Fitt había insistido en regalarle. «Vamos, no te hagas de rogar y cógelas, no encontrarás nada mejor en la gran ciudad. Si quieres más, regresa... Ya sabes dónde estamos.»

Charlie no se quiso ir sin preguntarle por el gemelo de los ojos azules:

—¿Y el otro?

A lo que la señorita Fitt, entendiendo que le preguntaban por Vernon, contestó:

—Cerca anda, seguro.

Y miró a su nieto, a su lado. Y en su mirada había una sombra, una interrogación, una duda.

Charlie pensó que la señorita Fitt estaba a punto de preguntar a Tommy por su hermano, pero como pasaban los segundos y no hablaba, y a ella se le hacía tarde, al final fue Charlie la que habló y dijo que ya vería al niño en otra ocasión. 

La señorita Fitt salió de su ensimismamiento y volvió a mirarla. Se sonrieron y en eso quedaron.

Despedirse de los Osheroff le resultó relativamente más fácil, porque no necesitó palabras, ni muestras de cariño, ni promesas, pero también fue más duro. Laura se había mostrado como una segunda madre para Charlie, y del mismo modo la despidió en la puerta de su casa, con un fuerte abrazo y una frase que la joven no habría de olvidar: «Aquí tienes una familia para cuando la necesites.»

Charlie abrazó y besó a Laura y al abuelo Boston, quien esbozó la única sonrisa que la joven le vio durante su estancia en Aderly.

Cory y Boston la esperaban ya en el Camaro para acompañarla al aeropuerto. Boston había pedido día libre en el museo para llevarla, y ya había cargado la maleta, el portátil y la caja de galletas de la señorita Fitt en el maletero. Cory introdujo la caja de dulces que Laura también deseaba regalar a Charlie sin exponerse a un no, gracias. Era una estrategia innecesaria. Charlie las hubiese aceptado de buena gana.

Durante el trayecto al Aeropuerto Internacional de Mineapolis-Saint Paul, los tres amigos apenas hablaron, sólo escucharon música de la radio del Camaro. Charlie recordaría más tarde que sonaba Way down we go de Kaleo cuando llegaban a Saint Paul.

Almorzaron en el aeropuerto, mientras aguardaban que su Airbus A319 de la aerolínea Delta estuviese preparado para partir, a eso de las tres y diez de la tarde. Era como si estuviesen repitiendo aquella mañana en Aderlyne, cuando se conocieran, pero ahora los unía una sensación de familiaridad de la que carecieran entonces.

—¿Vas a tratar de encontrarle? —quiso saber Cory, tras un silencio bastante largo en el que solo comieron.

—Sigue en Aderly, en el hotel —dijo Boston, con aire triunfante.

Se sacó el móvil del bolsillo de su cazadora, lo puso sobre la mesa entre las cajas de hamburguesas y los refrescos, y añadió:

—Le dije a Max que me lo controlase a ver adónde iba.

—No me refiero a ése —le dijo Cory—. Ése le importa tanto como un hierbajo a una leona, ¿verdad, Charlie?

—Ah, te refieres a George —dijo Boston.

—Ahora mismo, nada de chicos, por favor —dijo Charlie.

—Déjalo, Boston —le riñó Cory.

—Eh, tú has empezado —protestó él, mirando a Cory mientras se guardaba el móvil.

—Yo no le he preguntado por ninguno de esos dos.

Charlie tardó un poco en darse cuenta de a quién se refería Cory. Cuando lo comprendió, dijo:

—No, ¿para qué serviría eso ya? El caso está cerrado. El blog ya no existe, lo he buscado, y hasta ahora sólo yo podía encontrarlo en la red. Está claro que con la desaparición de Bethany resuelta, todo ha terminado. No creo que me moleste más.

—Ahora falta terminar ese asunto de las declaraciones. Va a ser un engorro —dijo entonces Cory.

—Sí, pero después... Esta mañana, al despertar, me sentí rara. Diferente. Libre de verdad. Lo vi más claro que nunca. Quiero decir que... quiero seguir mi camino. Vivir la vida para la que nací. Como todos. No necesito a Joel en mi vida para eso, ni a nadie que me diga por dónde puedo o no puedo ir. Es mi momento.

Cory y Boston, como si fuesen hermanos suyos, la miraron orgullosos.

—No lo alarguemos más —dijo entonces Charlie, con la voz ronca.

Boston le dio un abrazo de oso y ella le dijo al oído:

—Cuando veas a Eva y Tiara dales recuerdos míos. Y cuida mucho de tu familia, son gente increíble.

Cuando deshicieron el abrazo, Charlie encontró enseguida el rostro sonriente y las manos extendidas de Cory, que en su mirada le decía «quédate». Charlie le respondió en la suya «ven»...

—Momento E.T. —dijo Boston, y los tres se echaron a reír.

Las dos amigas se abrazaron muy fuerte, con los ojos empañados, sin saber si seguir riendo o echarse a llorar.

—Llama cuando llegues —susurró Cory—. No te olvides.

—Nos volveremos a ver pronto.

—Promételo.

—Prometido.

Ya en el avión, a los pocos minutos del despegue, Charlie se puso los cascos intrauditivos de su viejo reproductor MP3, y lo accionó sin saber a ciencia cierta qué iba a escuchar; romper el silencio era lo único que deseaba.

Sonaba Skinny Love en sus orejas cuando, aproximadamente tres horas después, salió de la terminal A del aeropuerto neoyorquino de Laguardia con su maleta y sus cajas de dulces dentro de una bolsa.

Poco después se reunió con una versión de ella, más delgada, un poco más alta, mejor vestida, varios años más joven.

Charlie se quitó los cascos y abrazó con fuerza a su hermana pequeña, que pareció algo sorprendida. A continuación se encaminaron hacia el aparcamiento, donde Shine había aparcado su Honda color butano, en cuyo maletero Charlie guardó su escaso y preciado equipaje.

Se pusieron el cinturón en silencio. Shine arrancó y partieron, también sin decir una palabra.

Después de un rato, Shine rompió el silencio:

—Me sorprendió tu llamada. Después de lo que pasó la última vez...

—A mí me sorprendió que me cogieses el teléfono.

Se sonrieron.

—No quise molestarte —dijo Shine, luego, con un hilo de voz.

—Cuando éramos pequeñas tampoco querías molestarme —reflexionó Charlie, lentamente—. Ni yo a ti. Pero lo hacíamos, ¿recuerdas? Pero de algún modo siempre hacíamos las paces.

—Para volvernos a molestarnos mutuamente —recordó Shine, elevando las cejas.

—Oye, Shine: Por mi parte está olvidado. Que ahora estés aquí y me apoyes en esto significa mucho para mí. De verdad.

Shine apartó un momento la vista del parabrisas para cruzar una mirada con Charlie. Y ambas supieron que fuera lo que fuese que las había estado separando durante los últimos meses había desaparecido... Se sonrieron de nuevo. Y eso fue todo.

Mientras el Honda tomaba la dirección al alojamiento de Shine en Queens, Charlie habló sobre su ruptura con Joel.

—¿Has conocido a alguien más? —quiso saber Shine, al tiempo que iniciaba una maniobra para cambiar de carril.

—No es eso. Simplemente, necesito espacio para mí. Tiempo. Supongo que lo demás, si tiene que ser, será. Ahora sólo tengo fuerzas para pensar en qué voy a hacer con mi vida. Y ponerlo en práctica.

—Ya... ¿Y las cosas que tienes en casa de Joel? —quiso saber Shine. Había empezado a lloviznar, accionó los parabrisas.

—Por ahora tengo todo lo que necesito en tu maletero.

—¿Vas a reabrir el gabinete?

—¿La consulta?

—Eso.

—No, Shine. Voy a comenzar una historia de vampiros.

—Uy, ¡miedo me das!

—Me mudaré antes de terminarla, tranquila.

Se sonrieron con complicidad.

—Tómate el tiempo que necesites —dijo Shine, generosa.

Se adentraron en la ciudad. Los altos muros grises acribillados de cristales, las largas avenidas, el tráfico, la aglomeración de desconocidos en las anchas aceras... Las grandes tiendas, los grandes museos, los grandes teatros, todo se le mostraba al alcance de su mano y, al mismo tiempo, distante. Aquí no le prestarían, no le guardarían, no le regalarían nada, pensaba Charlie mirando a través de la ventanilla del Honda.

Se consoló pensando que, al contrario que en Aderly, aquí el cielo parecía muy pequeño y muy lejano, pero, al mismo tiempo, ella era todo lo grande y podía llegar todo lo lejos que su intelecto y su actitud le permitieran. Eso le dijo un día Jamie y ella no le creyó. Ahora estaba dispuesta a comprobarlo.

A eso de las siete de la tarde, Shine dejó a su hermana instalada en la habitación libre de su pequeño estudio alquilado para acudir a una cita con su novio Billy. Poco después, Charlie se sentó al estilo indio en el sofá y abrió su portátil sobre las rodillas. No tardó en conectarse a Internet y ponerse al día con las noticias del país:

Alexander Bell abandonaba su carrera presidencial debido a los escándalos en los que se había visto envuelto. Según varios expertos, su permanencia en la política estaba en entredicho, pero él se declaraba inocente de todos los cargos que se le imputaban. Él estaba siendo políticamente perseguido, se quejaba. Le bastaba un micrófono y su agenda electoral para derrotar a sus oponentes políticos, no necesitaba ningún plan oscuro para eso, insistía. «Ni siquiera conozco a esa señorita», decía respecto a Bethany. «Que yo sepa, su apellido es Selig. No pienso hacerme ninguna prueba de paternidad, no insistan más.»

La senadora Burke, por su parte, había logrado demostrar que era inocente, porque uno de los encausados, un tal comisario Kramer, había confesado el plan de los Bell para destruir su carrera.

Jonh D. Starsky ponía su propia demanda contra los Bell, y pedía una fuerte indemnización por daños y perjuicios a su persona.

Barbra Barnes, al igual que su hermano, lo negaba todo y confiaba en la Ley y en que la Justicia les daría la razón.

Por otro lado, el Global Post digital sacaba a la luz algunos audios, que contenían las grabaciones sobre el complot de los hermanos Bell. En ellas Charlie, al igual que millones de estadounidenses, podía escuchar las voces de los implicados en la trama que había empañado la campaña de las elecciones y derivado en un escándalo de proporciones aún sin valorar en su justa medida. Se trataba de conversaciones personales, supuestamente secretas, reveladas a la prensa por no se revelaba quién. En algunas, Charlie no reconocía las voces (las del de Chicago, Rivas); por otras sí que comprobó la veracidad de los nombres reflejados en los rótulos asociados a los audios (Barbra Barnes y el propio Alexander Bell).

Charlie halló bastante similitud en las noticias de todos los medios a su alcance, y se creyó bastante informada de la situación. Y también algo saturada. Definitivamente, la familia de George estaba en problemas, se dijo. Lo sentía mucho por él. Sabía que, a pesar de sus quejas, en el fondo amaba a su madre y admiraba a su tío Alexander. Aún no había olvidado lo inmaduro que se había mostrado con sus actos, pero en el fondo le parecía un joven de buenas intenciones y con ganas de madurar. Decidió que por la mañana decidiría si se pondría en contacto con él.

Charlie dejó abierto el ordenador sobre el sofá, y se fue a la cocina a prepararse algo para cenar. No aguardó a que el sistema operativo se apagase, porque pensaba regresar después y seguir navegando. Pero lo cierto es que después de un bocadillo vegetal, una manzana y un vaso de leche caliente se sintió tan relajada que se fue directamente a su habitación.

En el sofá, el ordenador había tenido a bien ponerse a hibernar apenas diez minutos después de la marcha de su dueña, cosa que ésta ya sabía que haría. Los dos, máquina y humana, estaban de acuerdo: Aquel había resultado ser un día largo y se encontraban agotados.

Charlie se acordó de él cuando acababa de meterse en la cama con su camiseta negra de algodón favorita. Pero no le dio más importancia. Mañana lo despertaría de nuevo, se dijo. Tenía muchas ganas de avanzar en la historia de los Sullivan. Se pondría a ello antes o después de llamar a George. O quizá no. Quizá le pediría un cuaderno a Shine y destinaría el día completo a escribir a mano, como antes.  Ya lo pensaría mañana. Estaba cansada, nada le importaba ya. Apagó la luz y no tardó en sumirse en un sueño profundo, que había de durar muchas horas.

Shine regresó a casa a eso de las seis de la mañana. Entró con sus zapatos de tacón en la mano, porque el estudio carecía de alfombras, y no quería despertar a su hermana al caminar.

En la incipiente luz del amanecer, le llamó la atención la pantalla iluminada del ordenador de Charlie, sobre el sofá.

Curiosa, se acercó al portátil...

Y leyó algo capaz de cambiar una vida:


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