Capítulo II: El linaje del cuervo

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«Ni la muerte, ni la fatalidad, ni la ansiedad, pueden producir la insoportable desesperación que resulta de perder la propia identidad».

—H.P. Lovecraft

Los ojos de Samantha apenas pestañeaban debido al tiempo que había pasado frente al computador. Tenía la mejilla derecha apoyada en su puño cerrado y una leve marca roja en su pálida piel era la muestra irrefutable que evidenciaba la cantidad de horas que había permanecido en aquella posición. 

Se quitó los lentes y frotó sus párpados con los dedos, sintiendo el cansancio sobre sus ojos y notando las ojeras que lo delataban, a través del reflejo de la pantalla.

No era consciente del tiempo que había pasado trabajando en su proyecto de grado, pero tampoco se molestó en cuantificarlo: solo se dejó llevar por una nostálgica melodía que le recordaba con cierta ternura el porqué había iniciado toda su investigación. A pesar de tener el volumen bajo, la música llenaba sus oídos y la animaba a mover la cabeza para mantenerse despierta.

«So little time... Try to understand that I'm... —canturreaba Sam en voz baja, terminando de editar el marco teórico del documento. Entonces buscó un Bon Yurt que había dejado en la mesa y vertió los cereales en el yogurt mientras seguía cantando—: ...trying to make a move just to stay in the game...»

Llevó la cuchara llena de cereal a su boca y disfrutó del sabor dulce de la mezcla con el yogurt y su expresión se iluminó, como la de una niña saboreando el mejor plato: una recompensa bien merecida después de muchas horas de trabajo. 

En lo que se terminaba el Bon Yurt, sus pensamientos se centraron en la canción, en cuyos últimos segundos la melodía empezó a perderse, provocando que Samantha soltara un cansado suspiro, disponiéndose a continuar con su proyecto. 

No obstante, se decantó antes por estirar un poco su cuerpo entumecido, extendiendo los brazos hacia arriba; para luego quitarse los auriculares y mirar hacia el cielo, intentando distraer su mente, asignando formas a las nubes que comenzaban a juntarse para cubrir el paisaje. 

Llevó su mirada hacia el patio del colegio y su corazón palpitó alarmado al darse cuenta de que toda la gente comenzaba a caminar en dirección hacia el estadio deportivo.

—¡Mierda, el partido!

Samantha se levantó de su asiento con un salto y se apresuró a meter el computador dentro de la mochila, la colgó en uno de sus hombros y, mientras comenzaba a caminar, sacó su celular solo para toparse con una ingente cantidad de mensajes y llamadas perdidas y con una alarma puesta erróneamente en la aplicación de calculadora.

Entonces salió de la sala de informática y se dirigió al primer baño que encontró para cambiarse, no había tiempo de ir hasta los vestuarios sin antes ganarse un regaño del entrenador. Una vez dentro, comenzó a tirar al suelo las prendas de ropa que iba quitándose y en menos de dos minutos estuvo lista. 

Recogió el desorden con prisa y se amarró el cabello en una coleta mientras corría hasta el estadio deportivo.

—¡¿A ti qué mierda te pasa, Ravenwood?! —espetó uno de los jugadores que llevaba el mismo uniforme que Samantha, arremetiendo directamente contra ella sin darle tiempo ni de llegar a la cancha. 

»Un minuto más y hubiéramos perdido por tu culpa. ¡Sabías que Tony se había enfermado y aún así te importó una mierda! ¿Qué, crees que porque papi es el dueño del colegio entonces las reglas no aplican para ti? ¿En qué momento dejamos que nos metieran una princesa al equipo?

El capitán continuó gritando, exaltado, y hundió su dedo índice en la mitad del pecho de Samantha, dispuesto a continuar con su sermón. 

Aquel gesto fue suficiente para que la muchacha apretara la mandíbula, cerrara los puños y dejara caer su mochila sobre el césped, llevando fugazmente su mirada hacia la mano del jugador, quien escupía palabras sinsentido a las que ya había parado de prestar atención, pues su mente ahora solo resolvía terminar con el encuentro de un puñetazo.

—¿Por qué no cierras el puto hocico de una buena vez? —replicó la pelinegra y empujó al tipo con ambas manos, apartándolo de ella—. Te apesta la boca a semen.

El resto de jugadores del equipo de rugby habían hecho el intento de acercarse a Samantha antes de que el muchacho la acorralara, anticipándose a la situación que ahora se desarrollaba, por lo que uno de ellos reaccionó dirigiéndose al capitán, quien no había dudado en regresar sobre sus pasos para encarar a la chica; mientras, los demás se miraban sorprendidos e incluso, algunos aguantaban una risa nerviosa. 

Pero antes de que pudiera continuar la disputa, una joven de cabello castaño se posicionó junto a Samantha y la instó a retroceder, tomándola de uno de sus brazos.

—Cálmate, grandulón, ya llegó y solo te ves ridículo montándote en tu macho. Mejor posiciónate, todavía tienen un partido que jugar —sentenció la castaña, a lo que el chico respondió con un gesto de fastidio y atendió a las peticiones de sus amigos, alejándose hacia la cancha.

—¡Agradécele a tu mamita de mentiras y al partido, que si no fuera por ellos todos estarían hablando de nuevo del resultado de tus escándalos de exnovia celosa! 

Tomando su lugar en el campo, el joven alzó por última vez la voz, solo para no quedarse con los insultos en la boca y comenzó a discutir con los compañeros que tenía alrededor, que le exigían que se calmara o podrían ser descalificados de la competencia.

—Hijo de puta —refunfuñó la pelinegra, para luego sentir a Ellie apretándole ligeramente el brazo. Entonces se volvió hacia ella y la miró con una mezcla de agradecimiento y vergüenza—. Gracias.

—De verdad no sé qué harías sin mí. Agarrarte a piñas con Dios, seguro —dijo la castaña, negando con la cabeza y expresando una sonrisa, obteniendo con ello el resultado esperado: una risa apenada de Sam—. No tienes qué agradecer. Ahora ve a ganar, luego me cuentas cuántos goles hiciste o lo que sea, nunca he entendido este juego.

Samantha volvió a reírse, sin molestarse en corregir el apunte de su amiga, pues le enternecía contar con su apoyo aún cuando a ella no le gustaran los deportes. Entonces preguntó, confundida y algo decepcionada por su petición: 

—¿Te vas? ¿No vas a verme jugar?

—Estaba esperándote para no dejarte sola con esa manada de idiotas. Pero ahora tengo que irme... Es urgente. 

Ellie hizo un ligero énfasis en la última oración, reservando cualquier pregunta que pudiera hacer Samantha a un gesto de complicidad.

La pelinegra esbozó una mueca de desaprobación, pues sospechaba hacia dónde iban encaminadas las acciones de Ellie. Sin embargo, respetó la confianza que le había expresado y sólo contestó con una sonrisa. 

—Suerte —le deseó con sinceridad. 

Entonces la castaña sonrió con alivio y se acercó para abrazarla, a lo que Samantha correspondió con el mismo cariño.

—¡Nos vemos por la tarde en la cafetería! ¡Si ganas, prometo comprarte todos los Bon Yurts que quieras! —expresó Ellie, sonriente, perdiéndose entre los árboles del patio.

—¡Te quiero! ¡Llámame si me necesitas! —Sam alzó la voz, viendo partir a su mejor amiga mientras retrocedía hacia su posición en el campo de juego. 

Se agachó para amarrar sus agujetas y observó las gradas llenas de gente que acababa de presenciar el espectáculo con el capitán: algunos murmuraban entre ellos y se reían, sin disimular en absoluto sus miradas puestas en Samantha. 

Ella soltó un resoplido y se decantó por desahogarse dentro del juego. Por primera vez volteó a mirar al entrenador, quien le dedicó una expresión de decepción, negando con la cabeza y desviando la vista hacia otra parte. 

Seguramente estaba esperando el momento oportuno, después del partido, para hablar con ella en privado. Decidió no pensar en eso y se concentró en sus rivales: después de todo, no iba a desperdiciar el único espacio que tenía para soltar todas esas emociones.

Pero antes de que pudiera iniciar el juego, un grito desgarrador proveniente de las gradas llamó la atención de Samantha, quien se volvió, horrorizada, hacia la caótica muchedumbre: las personas trepaban unas sobre otras, desesperadas por llegar hasta la cancha, huyendo de algo que la pelinegra todavía no lograba identificar. 

Sus ojos recorrieron la marea de carne y sangre en la que rápidamente se transformó la multitud y sintió náuseas. Sus pies la obligaron a retroceder con torpeza, miró hacia atrás, buscando a sus compañeros de equipo en la desesperada necesidad de sentirse segura, o al menos respaldada. 

Pero junto a ella ya no quedaba nadie: todos habían tomado su propio camino dentro del caos. Se encontró invadida por la soledad en el peor momento: sus rodillas temblaron, sus músculos se tensaron y su respiración se aceleró.

Algunas personas lograron saltar desde las gradas y, luego de rodar sobre el pasto, se levantaron para correr hacia las direcciones por las que huía la gente, emitiendo sonidos guturales que le indicaron a Samantha que ya no eran humanos: sus rostros se tornaban pálidos y escabrosos, mientras sus bocas comenzaban a abrirse, invadidas por tallos que brotaban y crecían desde su garganta con una velocidad absurda, hasta tal punto que debían vomitarlos.

La mirada de la pelinegra se concentró en uno de ellos, porque los tallos ya no solo se extendían por sus mandíbulas deformadas, ahora también brotaban desde sus orejas, nariz y ojos, como si dentro de él se encontrara creciendo y reproduciéndose un ser que ansiaba salir: su piel iba perdiendo color, estirándose, hasta que de un momento a otro no resistió más y la cabeza le explotó, liberando al ambiente una especie de humo junto a restos de materia viscosa y sangre. 

La pelinegra se sobresaltó y observó que a otros estudiantes les sucedía lo mismo, replicando el estallido hasta hacerla reaccionar, permitiéndole salir de su estado de pánico; corrió hasta su mochila y la colgó sobre uno de sus hombros: huyó sin detenerse ni volver a mirar atrás.

Varias criaturas se encontraban obstaculizando la salida, abalanzándose sobre las personas que intentaban evacuar el estadio y pronto, estas también comenzaron a vomitar restos de tallos y sangre sobre otros. 

La joven retrocedió de nuevo cuando el cuerpo de un estudiante comenzó a retorcerse en el cemento y  comenzó a levantarse con movimientos quebradizos. Tras escupir un trozo de hongo, soltó un grito agudo y desgarrador e intentó estabilizarse con sus piernas torcidas, pues de sus brazos solo quedaban pedazos de carne de los que manaban chorros de sangre, y corrió en dirección a Samantha.

Ella dio media vuelta y avanzó rápidamente hacia otra de las entradas del estadio, volteando por momentos hacia su persecutor que, aunque había caído contra el asfalto y los huesos de su cara se encontraban rotos, continuaba arrastrando su cuerpo, hasta que el gentío terminó por aplastarlo.

Samantha escapó por detrás de los edificios aledaños, donde presenció el avance caótico y desastroso de la infección: algunos de sus excompañeros se atacaban entre sí, pero Samantha no pudo detenerse a observar mucho más que su aspecto pálido y maltrecho, aunque distinto uno del otro.

Aprovechó el momento para escabullirse hasta la Facultad de Filosofía y Letras de la parte universitaria del Centro Educativo Ravenwood, pues conocía un atajo que podía tomar desde ahí para llegar al edificio de bachillerato, donde esperaba encontrar a Ellie. 

Huyó hasta los jardines de la entrada a la facultad, esperando haber perdido por lo menos una parte de la multitud de infectados que comenzaba a esparcirse hacia las demás zonas del centro y se percató de un grupo de jóvenes tirados sobre el césped, escuchando música, cuyos cigarrillos desprendían una pequeña nube de humo con el olor que caracterizaba al edificio y a los estudiantes del mismo. 

Estaban tan concentrados en el cielo, que no se habían dado cuenta de las criaturas que perseguían a Samantha desde el estadio deportivo.

—¡Hey, muévanse, corran! —alertó la pelinegra a sus compañeros, mientras seguía corriendo. 

Pero ellos solo volvieron momentáneamente sus ojos hacia ella, desorientados por su advertencia; se miraron entre sí, pero antes de que pudieran reaccionar, un grupo de infectados ya estaba abalanzándose sobre ellos.

Situaciones como esa, entre el gentío que intentaba huir, la libraron de enfrentarse de nuevo con las manadas de criaturas, que elegían dirigirse hacia los grandes grupos y Samantha supuso que se trataba de una cuestión de mayor reproducción, recordando el inicio de la infección en cadena del estadio. 

Pero no se detuvo a desarrollarlo demasiado y corrió hasta el edificio de bachillerato, donde tuvo la ingenua esperanza de encontrar un refugio.

Sus ilusiones se desvanecieron cuando entró al edificio y, frente a sus ojos, vio una espeluznante cantidad de cadáveres tirados en el suelo, medio devorados y con órganos visibles. Reconoció a varios de sus compañeros por la ropa destrozada que llevaban puesta, pues ya no quedaba vestigio de sus rostros. 

Sus pasos se hicieron lentos y trémulos, temiendo pisar alguno de los cuerpos, avanzando hacia el elevador con cautela: el edificio se encontraba en un profundo silencio que contrastaba de manera extraña con el pandemonio del exterior. 

¿Cuál de esos cadáveres se levantaría y la atacaría? ¿En dónde se había metido Ellie?pensó.

Llegó hasta las puertas del ascensor y presionó repetidamente el botón para llamarlo, impaciente.

10... 9... 8... 7...

Miró el marcador, deseando que la cabina llegara más rápido, aunque sabía que eso no le serviría de mucho. Solo le quedaba aferrarse a la vaga esperanza que le daba ver el lento pero seguro descenso.

5... 4... 3... 2...

Las puertas se abrieron y Samantha entró en el elevador, cuyas puertas no alcanzaron a cerrarse del todo gracias a unas manos ásperas y escabrosas que se aferraron al metal, provocando que el corazón de la muchacha diera un brinco por el susto; retrocedió instintivamente y se agarró de la barandilla mientras levantaba la pierna izquierda para darle una patada al intruso en el pecho. Éste cayó a un lado, soltando su agarre. 

El ascensor se cerró, dejando gotas de sangre en la camiseta de Samantha como única prueba del momentáneo encuentro. 

La cabina dio inicio a su ascenso con la misma lentitud que había percibido antes la pelinegra, quien soltó un suspiro de alivio, refugiándose en su soledad y en la estrechez del sitio, rememorando las masacres que acababa de presenciar. 

De nuevo, un escalofrío recorrió su espalda al intentar ponerle nombre a los innumerables cadáveres que yacían unos pisos más abajo. 

¿Alguno de ellos sería de Lexa, de Nicole? ¿De Ellie? ¿Cuántos rostros se habrían perdido entre restos de sangre y carne en tan solo unas cuantas horas? 

Volvió a centrarse en los números del marcador, como si en ellos fuese a encontrar algún tipo de respuesta.

Una vez en el último piso, sacó solo la cabeza de la cabina, nada más para cerciorarse de que el sitio se encontrara limpio de infectados. En los pasillos, observó a lo lejos algunos cuerpos y el corazón le latió con fuerza. Se acercó a pasos inseguros, temiendo encontrarse con el cadáver de alguna de sus amigas. 

El primer cuerpo correspondía al de un muchacho, del que nunca se había aprendido el nombre, cuyo cráneo se encontraba totalmente destruido. Un agudo remordimiento la distrajo de su búsqueda pero, más pronto que tarde, alcanzó a ver un lazo color violeta, en el que resaltaban tres pequeños claveles rojos: se encontraba atado alrededor de un brazo que bloqueaba la puerta de uno de los salones. 

Samantha hubiese reconocido esa pulsera en cualquier lugar, pues aún recordaba con cariño el día en que había comprado cuatro idénticas a esa para regalarlas a sus amigas. 

No fue capaz de abrir por completo la puerta, no estaba lista para presenciar a ninguna de las tres en el estado en el que había encontrado al resto de sus compañeros. Pero quizá nunca lo estaría: tomó el lacito y lo colocó junto al que ella tenía en su muñeca, del mismo color, e inhaló profundamente, intentando calmar su pulso antes de empujar la madera hasta la pared del costado izquierdo y las lágrimas corrieron por sus mejillas cuando descubrió la palidez del rostro de Lexa. 

Su nariz estaba rota y la sangre proveniente de sus heridas le cubría la mayor parte de la cara; sin embargo, pudo reconocer sus ojos verdosos y cristalinos detrás de los tallos que comenzaban a brotar de ellos. 

Samantha recordó a los cadáveres que se levantaban después de ser atacados por los infectados, y comprendió que debía alejarse de allí. Empujó el brazo de Lexa hasta adentro del aula y la vio por última vez, antes de cerrar la puerta.

Las piernas de la muchacha parecían moverse por sí solas, pues revisó gran parte de los salones con la angustia derivada del silencio posándose sobre sus hombros, intentando procesar la imagen que acababa de ver: todavía no terminaba de concebir la realidad en la que se encontraba, aún con el penetrante olor de la sangre perturbándole los sentidos y el dolor de la muerte de una de las personas que consideraba parte de su familia. 

Las náuseas comenzaron a invadirla, presionando sobre su pecho, rechazando la idea de la pérdida y un llanto cálido manó con fluidez, suelto, como si en él no corriese ninguna aflicción y toda se le quedara guardada en el pecho: se sentía vacía, aislada, sumida en una parálisis emocional de la que sólo le salvaba la desesperación por hallar, con vida, al resto de sus seres queridos. 

En el lado opuesto, la puerta de un cuarto de lavado se cerró por el viento que entraba por una de las ventanas. Samantha se volvió exhausta y se dirigió hacia la pequeña habitación. Cerró la puerta con firmeza y la aseguró con palos de escoba. 

Apoyó su espalda en la fría pared y, mientras trataba de controlar su respiración, buscó su teléfono dentro de su mochila; entonces marcó rápidamente el número de su papá, luego el de Ellie y finalmente el de Nicole. 

Nadie atendió a su llamado.

—Por favor, alguien conteste... 

Su llanto se intensificó al escuchar la frustrante voz del operador negándole la comunicación con su familia, una y otra vez, mientras poco a poco la esperanza se iba perdiendo.

La consciencia sobre su nueva realidad se hacía abrumadora, tangible: junto a ella, no había nadie que pudiera ayudarla a soportar tal peso. 

Se acercó al lavabo, se subió las mangas y se lavó las manos con delicadeza. Mientras el agua fría recorría su piel, Samantha evitó mirar su reflejo en el espejo y mantuvo la cabeza baja, permitiendo que sus lágrimas se mezclaran con la sangre que se iba por el desagüe. 

Poco a poco el llanto se detuvo, dejando una sensación de vacío en su pecho. 

Aprovechó ese momento de calma para reflexionar sobre la realidad que había tomado el control del mundo. Sabía que debía encontrar un lugar seguro, un lugar donde reunirse con su padre: tan solo quería que la rodeara con sus brazos y le dijera que todo estaría bien, como solía hacer cuando era pequeña y las pesadillas no la dejaban dormir. 

Cerró el grifo, sacudió sus manos para no tener que secarlas y se quedó en silencio. Finalmente, levantó la mirada hacia el espejo y se encontró con sus ojos sin brillo: por un momento, no pudo reconocer a la chica frente a ella. 

Se sintió ajena, desconectada de su propio cuerpo. Algo en ella había cambiado, pero su malestar creciente fue interrumpido cuando los ruidos del exterior menguaron, permitiéndole escuchar unos débiles sollozos. 

La idea de no estar sola en medio de todo el caos la reconfortó y rápidamente buscó el origen del llanto.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó al aire en un tono esperanzado, concentrando su oído, esperando una respuesta. 

Se dirigió a una de las paredes, dándose cuenta de que había alguien en la habitación continua, en un pequeño cuarto de escobas. Abrió la puerta que los separaba y dio unos pasos adelante. 

Un joven rubio, de ojos castaños, se encontraba de rodillas, rendido sobre el suelo. Él levantó ligeramente el rostro y la chica eligió reconocer al mismo niño que la había consolado hacía ya unos cuantos años.

—¿Howard? 

La confusión se mantenía presente en el actuar de la pelinegra, por lo que el nombre del muchacho se escapó de sus labios, en un susurro cargado de sorpresa. La emoción de verlo allí la invadió; sin embargo, él seguía llorando. 

Quiso abrazarlo, pero no supo si eso ayudaría realmente. Reprimió el impulso de llorar otra vez, el cansancio emocional había caído de golpe sobre sus hombros solo con ver las lágrimas correr desesperadas por las mejillas de Howard. 

Aunque la relación que ambos chicos mantenían no era la más cercana, los ojos marrones y lacrimosos del rubio reconfortaron el corazón de la joven, haciendo que una cálida sensación le recorriera todo el cuerpo. 

Ineludiblemente, un recuerdo lejano, casi como un deja vu, se expandió en los pensamientos de Samantha: 

Una pequeña pelinegra con los ojos hinchados, acurrucada sobre el sillón y arropada por un montón de almohadas, se comía unas duras galletas que ella misma había preparado. Las tiernas lágrimas rodaban sobre sus infladas mejillas mientras sostenía una receta escrita a mano, con la elegante firma de una importante mujer. O al menos así se veía desde los ojos de la niña, eso era lo que significaba para ella un ininteligible garabato de su madre, dibujado en la esquina de la hoja. 

A pesar de que ya tenía grabada en su memoria aquella página, de tantas veces que la había leído, no se cansaba de mirarla: 

180 gramos de harina, 120 de mantequilla, 60 de azúcar, ¼ de cucharadita de bicarbonato, una cucharadita de esencia de vainilla, chispas de chocolate, un poco de paciencia y todo el amor que encuentres en casa. 

Aquellas últimas palabras llenaron de frustración a la pequeña, seguro allí había cometido el error. Quizá no se había esforzado lo suficiente, o quizá, no le había puesto suficiente amor. 

Comenzó a ojear las páginas del libro y sus sollozos se intensificaron; pegó a su pecho los escritos de su mamá, abrazándolos con dulzura. 

Entonces una mano se posó sobre su hombro y levantó la vista, limpiándose el rostro con las palmas de sus manos. Observó a un niño rubio, de ojos alegres, que le regaló una tierna sonrisa mientras le ofrecía lo que se convertiría, desde ese momento, en su comida favorita y pronunciaba la frase que serviría para reconfortarla, no solo aquella tarde de llanto infantil, sino también cada vez que saboreara el espeso y frutal bocadillo.

Se dejó llevar por sus recuerdos y se agachó frente al chico. Un nostálgico suspiro se escapó de sus labios, buscando en la apagada mirada que tenía enfrente, cualquier rastro de la alegría que los castaños ojos del rubio le habían profesado alguna vez. 

Colocó la mochila en el suelo: de ella sacó el último Bon Yurt que le quedaba y se lo ofreció a Howard, dedicándole una dulce sonrisa.

—Tiene galletas. Cuando las muerdes, se te va un poquito de tristeza —repitió, a su manera, las palabras que con tanto cariño recordaba.

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