Capítulo III: Bienvenido al apocalipsis

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«Llegará un momento en que creas que todo ha terminado. Ese será el principio».

—Epicuro

Un sentimiento efervescente y casi irrefrenable subió hasta los ojos de Howard, instándole a soltar por completo el llanto; liberarlo como la cascada emocional, estruendosa e impetuosa, que con tanto ahínco intentaba reprimir ante la presencia de Samantha, pues los claros iris de la chica le expresaron la empatía suficiente como para sentirse seguro en esos instantes de caos. Incluso su rostro se deformó en la típica mueca de aflicción que precede al húmedo desconsuelo de las lágrimas de tristeza. 

Pero el chico no cedió, tomó el obsequio y retrocedió, arrastrándose sobre sus rodillas hasta recargarse contra una de las paredes. Ahí se sentó, abrazando sus piernas contra su pecho y ocultando su rostro entre el hueco de su regazo. 

Samantha siguió los movimientos del chico con la mirada y soltó un pesado suspiro cargado de resignación. Por un momento, había caído en la ilusión de refugiarse en un rostro conocido, de relajar los hombros y sentirse en confianza. 

Sin embargo, comprendió que ambos estaban igual de cansados, por lo que evitando encontrarse con los ojos que tantos recuerdos le habían evocado, se dejó caer hacia atrás y recostó su cabeza contra el muro contrario al del rubio, sentándose en el suelo. 

El silencio que entre ambos crearon convirtió al pequeño armario de escobas en el lugar ideal para descansar no solo físicamente, pues también sus emociones encontraron un puerto seguro en el cual desembarcar.

Samantha fue la primera que recibió con gusto la situación pero, sin saber muy bien qué hacer ni cómo manejar la situación, soltó un leve suspiro, desganada, resignándose a la indiferencia habitual del muchacho y sus pensamientos se centraron en el objetivo por el que había escapado hacia el edificio de bachillerato.

—Por lo que veo, Ellie no pudo llegar contigo antes de que se desatara todo... ¿Cuánto tiempo llevas aquí? Tenemos que salir a buscarla —demandó la pelinegra, angustiada por la ausencia de su amiga.

Las palabras de Samantha perforaron como saeta en la mente de Howard, despejando todas las ideas caóticas que surgían cada vez que el muchacho intentaba analizar la situación, dejando una única imagen clavada en el cinescopio de la memoria: los azules ojos de Ellie, tiñéndose de rojo y apagándose ante el infranqueable manto de la muerte.

—No pude salvarla. La vi morir justo frente a mí y no pude salvarla.

Las palabras fluyeron suaves desde sus labios, como si con ellas intentara contar una verdad de la que dudaba constantemente: ¿Era verdad que no había podido salvarla? Después de todo, ¿no se había quedado petrificado cuando ella salió a la azotea y le pidió ayuda? Quizá si hubiera reaccionado antes, ahora estaría en ese armario de escobas con ella.

Entonces con una solemnidad tajante, aceptando una culpa que no le correspondía, corrigió:

—No quise salvarla.

Aquella última oración paralizó a la pelinegra. La angustia volvió a embriagarla y se levantó del suelo, acercándose a Howard con una notoria preocupación. Las palabras se fugaron de sus labios con una desesperación que provocó el aumento del tono de su voz, buscando en la mirada del rubio algún tipo de vacilación. 

Pero solo encontró resignación.

—¿De qué estás hablando?

Por su parte, el joven rubio levantó la mirada hasta que se cruzó con la de la chica. La pregunta que ella había formulado repercutió en los adentros del muchacho: él sintió que no había nadie más en el mundo que pudiera juzgarlo por la muerte de Ellie, nadie más que Samantha Ravenwood, entonces sonrió amargamente y con pesar, respondió:

—Ellie murió, allá arriba en la azotea. A estas alturas la lluvia ya debió limpiar la sangre de su cuerpo...

Sus propias palabras le fustigaban los sentimientos, pues al decir estas últimas, su voz se quebró e intentó ahogar el llanto, bajando la vista y cubriendo su rostro con el antebrazo: le dolía, le dolía profundamente, pues todo eso había logrado reabrir una herida que nunca había logrado sanar.

—Ellie murió... Howard, ¿puedes dejar de bromear con estas cosas? 

La incredulidad en las palabras de la pelinegra retumbó contra las paredes de la habitación, como si cada vez que el eco de su propia voz llegaba a sus oídos intentara convencerla de que solo se trataba del pesado humor del rubio. 

Se aferró a su mirada, esperando una respuesta más alentadora, pero el silencio solo logró sumirla aún más en la desesperación.

—¡Dime algo, maldita sea!

La respiración de Samantha se entrecortó gracias a las grandes y rápidas bocanadas de aire que tomaba, intentando ganarle al desasosiego y al desconsuelo que comenzaban a formarse dentro de sí. La mirada culpable de Howard la exasperó.

—¿Está muerta, verdad? ¡Está muerta! Está muerta...

Retrocedió unos cuantos pasos, llevando sus manos hasta su nuca, masajeando su cuello, intentando relajarse, pero al detenerse en los ojos del rubio, se apropió del cargo de conciencia que estos le expresaban. En cuestión de segundos, Samantha se encontraba invadiendo el silencio y la paz que con tanto empeño había intentado proteger, pues sus palabras comenzaban a convertirse en gritos y a teñirse de desesperación y rabia.

—Ella debió quedarse conmigo, ¡¿pero sabes por quién mierda vino?! 

Los reproches salían con furor por la boca de la pelinegra, mientras las lágrimas se derramaban por sus mejillas y su voz se desgarraba. 

—¡Por ti! ¡Ella vino por ti! ¡¿Por qué no la ayudaste?! ¡Seguro subió para salvarte, como siempre lo hace! ¡¿Alguna vez te diste cuenta de todo lo que esa chica hacía por ti?! ¡Pues claro que no, si en verdad la conocieras no le habrías roto el corazón como lo hiciste! ¡Y ahora está muerta, y ni siquiera pude...!

Los gritos de la muchacha cesaron cuando su voz terminó de romperse. Las lágrimas le dificultaban la vista y pronto empezó a sollozar. Se limpió el rostro con la parte superior de la mano, tratando de tranquilizarse. Sus piernas dejaron de temblar, ya no se sentía con ánimos para gritar. Pero las palabras seguían desesperadas por salir de sus labios, mientras sus ojos buscaban un sitio en donde encajarlas. 

La mirada de Howard se estrelló contra la suya y fue como si pudiera ver el fantasma de Ellie a través de sus iris.

—Siempre se saltaba sus clases de la mañana para ir a verte ignorarla, sumido entre tus libros y el recuerdo de tus padres muertos —espetó la chica por lo bajo, soltando las palabras casi como un suspiro.

—¿Mis padres muertos?

La cruel e inesperada mención de sus padres, por quien él consideraba «una ilusa niña rica», nacida bajo el linaje que tanto aborrecía, encendió abruptamente las emociones de Howard: incapaz de contener su propia culpa y de tener que hacerse cargo también de las acusaciones de Samantha, el muchacho reaccionó defendiéndose, vociferando aquellas verdades que durante tantos años se había guardado:

—Vaya que debes tener los ovarios demasiado hinchados como para hablar de ellos. ¿Qué te hace pensar que tienes el derecho a evocar su recuerdo? Parece que todos los Ravenwood están hechos sobre molde, creyendo que conocen el valor de la vida. ¿Acaso tu estúpido padre te contagió su complejo de mesías? Te atreves a hablar de personas que murieron bajo su mando y cuyo recuerdo él desechó como si se trataran de sacrificios necesarios para su tan añorado progreso, ¡y ahora tú, hablas de Ellie como si de verdad la hubieses conocido! 

»Déjame decirte algo: en el mundo fuera de tu mansión, las personas somos más que una maldita pulsera adornando tus muñecas.

—¿De verdad soy yo la que habla de quien no conoce? ¿Acaso estuviste con Ellie cuando la dejaste destrozada? ¿Fuiste tú quien se desveló escuchándola, mientras lloraba por un imbécil que nunca estuvo dispuesto a cambiar? —preguntó con ira, refugiando su culpa y su dolor en las insistentes y recriminatorias preguntas que brotaban sin control—.  ¿Y ahora te atreves a culpar a mi padre, cuando siempre intentó ayudarte en lo que podía? 

Se sentía acorralada. Por mucho que se empeñara en negarlo, en el fondo sabía que Howard tenía razón. 

—¡No desvíes el maldito tema, sabes bien el daño que le hiciste a mi mejor amiga! ¡Y no fui a partirte la maldita cara solo porque ella me lo pidió! ¿Y sabes cómo terminó? ¡Respóndeme, Howard! ¿Cómo mierda termi...?

La mano derecha de Howard subió y silenció, contundente, la boca de Samantha, colocándose sobre el rostro de la chica y empujándola hasta una de las paredes, pues el sonido de pasos tras la puerta que les separaba de las aulas y los pasillos le llenó de pavor y del impulso irrefrenable de esconderse, de pasar desapercibido, de sobrevivir. 

Su mirada se clavó en la de Samantha, reflejando una profunda preocupación, pues la ira se había convertido en miedo en una fracción de segundo mientras su dedo índice izquierdo temblaba sobre sus labios, como si con aquel gesto quisiera sumergirlos a ambos en el más profundo silencio... 

El abrupto actuar de Howard generó que la piel de Samantha se enfriara y su mirada se concentrara en la mano sobre su boca. La respiración se le detuvo, limitándose a emitir la menor cantidad de sonidos posibles. El terror que el rubio había comenzado a sentir no permaneció solo en él, pues la pelinegra fue contagiándose del miedo con cada pisada que escuchaba. 

Poco a poco los sonidos fueron alejándose, por lo que Howard se permitió relajarse y soltó a Samantha, alejándose de ella un par de pasos.

—Quizá este no sea el mejor momento para tratar estos temas, ya habrá tiempo de llorar —dijo él, entre susurros. 

Aunque el peligro inmediato había pasado, el peso absoluto de la realidad que se desarrollaba fuera de las cuatro paredes que les resguardaban cayó otra vez sobre sus hombros, golpeando sus pensamientos y haciéndole ver que el mundo a su alrededor se estaba cayendo a pedazos y que, si se lo permitía, lo devoraría sin piedad, hundiéndole entre los escombros. 

—Tenemos que enfocarnos en sobrevivir —concluyó el rubio, amargamente.

El frío de la pared cobijó la espalda de Samantha, y el recogimiento de sus músculos la obligó a quedarse inmóvil, sin importar que el muchacho ya se hubiese alejado de ella. Sacó fuerzas de donde no tenía para asentir levemente con la cabeza, dándole la razón a Howard: gritar y desesperarse no iban a devolverle a Ellie.

—Los refugios del rascacielos —murmuró la pelinegra. 

Aunque continuaba invadida por el pánico, su mente corría lo suficientemente rápido como para pensar en una alternativa que pudiera mantenerlos a salvo o, al menos, con un poco de esperanza. 

—Podríamos ir a los refugios del rascacielos —repitió con una voz más firme, sin dejar de hablar entre susurros; luego, permaneció un rato en silencio.

El Rascacielos R. quedaba al otro lado de la ciudad, bastante lejos del instituto. Se mordió el labio con brusquedad y añadió: 

—Aunque no sé cómo podamos llegar hasta allá sin que nos maten...

—Yo no iré al Rascacielos, tengo que volver a casa. Pero podemos intentar salir juntos del colegio, y luego que cada quien tome su camino, ¿qué dices? —habló el rubio mientras su mirada iba y venía entre los estantes. 

Luego tomó un palo de escoba solo para entregárselo a Samantha y continuó rebuscando entre los cacharros acumulados del cuarto donde se encontraban. 

—Lo que sea que decidas, antes de movernos, necesitamos analizar a qué nos estamos enfrentando.

Aquel planteamiento provocó que la muchacha lograra escapar de su estado de ensimismamiento. Posó sus ojos en los de Howard y asintió con la cabeza, escuchando sus observaciones.

—Hasta ahora tenemos conocimiento de al menos dos variantes de... lo que sea que sean esas cosas. Unos son de andar lento y pesado, pero con una fuerza considerable. Sus mordidas son capaces de reventar huesos sin mucho esfuerzo... —continuó Howard, repasando lo poco que había podido observar de las criaturas. 

Inevitablemente, el crujido de los pómulos de Ellie reventándose volvió a su memoria. Sin embargo, no reparo demasiado en ello y, de un estante metálico, bajó una caja de herramientas: al abrirla observó un viejo cuchillo oxidado, el cual tomó y extendió hacia Samantha, continuando con su análisis:

—Los otros son rápidos y parece que no muy fuertes, pude empujar a uno por las escaleras sin mucho esfuerzo. Mantener la distancia será crucial. 

Tomó otro palo de escoba, pero este lo reservó para sí.

Samantha tomó el cuchillo sin entender lo que se suponía debía hacer con él, pues su mente se encontraba ocupada conectando las palabras de Howard con lo que había visto en su trayecto del estadio al edificio.

—No sabía que había dos variantes, solo vi la última que mencionaste. La infección se reproduce rápido en el cuerpo, pareciera como si buscara salir a toda costa... —comenzó a explicar la pelinegra, recordando las cabezas de los infectados explotando en el estadio.

»A algunos les salían tallos de varias partes del rostro e hicieron tanta presión en sus cráneos, que terminaron estallando. Supongo que se propaga así, al menos en esos casos, porque de la explosión salía una nube de... ¿Crees que fueran esporas? —conjeturó, vinculando las imágenes de su mente con los temas que recordaba de sus clases de biología y dirigió su atención hacia Howard, esperando una confirmación a su hipótesis.

—Tallos, una nube de esporas... —meditó el rubio, acariciando su labio inferior con la punta de su pulgar—. Yo también vi tallos en uno de ellos, todo apunta a que son hongos. Entonces, ¿de dónde nace la diferencia? Podría deberse a tiempos distintos de incubación. Sin embargo, aunque así fuera, ¿por qué no vi ningún rastro de tallos en el otro? 

Ahí detuvo su análisis, pues, como si de un protocolo de seguridad se tratase, su mente intentaba enterrar las memorias de aquello que tanto dolor le había causado. 

—¿Cuánto tiempo tarda el hongo en infectar por completo a un humano? —cuestionó de manera abrupta, forzándose a continuar construyendo una verdad, por muy escueta que ésta fuese.

—No lo sé, minutos, segundos. ¿Qué importa? Si te llegas a contagiar, no creo que te sirva de mucho saber cuánto tiempo te queda —respondió la pelinegra.

—Serviría si viajas en grupo y uno de tus compañeros se infecta —agregó el muchacho—, o si la infección puede darse en anfitriones no humanos... Pero si no tienes esa información, tocará hacerse con ella en el camino.

Samantha trató de procesar las rápidas imágenes de lo ocurrido e intentó recordar algún detalle relevante. Pensó en voz alta: 

—En el estadio, todo ocurrió en cuestión de minutos... Parecía como si se propagara en cadena. Lexa también tenía tallos brotando de su boca, aunque se notaba que llevaba allí un buen rato, como si el hongo continuara incubándose. Dijiste que los otros no tenían tallos... Quizá no estés del todo equivocado, y los tiempos del hongo también pueden variar, además de esta otra variante de la que hablas.

Intentando no pensar en el cadáver de su amiga y sin encontrar más caminos para responder las preguntas del muchacho, cambió el rumbo de la conversación:

—Deberíamos buscar recursos, ya sabes, comida, agua y esas cosas... 

La pelinegra se asomó ligeramente por la ventana de la puerta, solo para cerciorarse de que la inesperada compañía hubiera abandonado el corredor. Su estancia en el instituto le daría la oportunidad de encontrar en el camino a alguna de sus amigas... Al menos a la última que quedaba de ellas. 

—Así también aprovecharemos el tiempo aquí para observar a los... ¿Cómo los bautizamos?

—¿Ponerles un nombre? No es una mala idea, pero, ¿un nombre general, para referirnos a todos ellos o quizá nombres separados para cada variante? Supongo que ambas opciones son necesarias... 

Aquello último, Howard lo dijo para sí mismo, incluso bajó el tono de su voz y se quedó mirando el pedazo de madera en sus manos. Luego dirigió su mirada a Sam y al ver la inactividad de la chica, arqueó una ceja y le espetó: 

—¿Vas a usar el cuchillo o seguirás filosofando sobre el bautizo de los «sangrientos»?

—Creí que me lo habías dado para defenderme —se excusó esbozando una mueca de disgusto en su rostro y comenzó a afilar la punta del palo de escoba, esperando que aquello fuese a lo que el rubio se refería, sin dejar de pensar en cómo bautizar a las escuálidas criaturas. 

»Tiene que ser un nombre más imponente, ya es bastante espeluznante que esas cosas estén merodeando por ahí... 

Detuvo el cuchillo, perdiéndose entre sus propios pensamientos.

—Merodeadores...

Aquella palabra salió al mismo tiempo, por parte de ambos. Samantha la expulsó como una idea en voz alta, mientras Howard la soltó más como un suspiro. Este suceso provocó que la atención de uno se fijara en el otro y así se quedaron, mirándose fijamente durante unos instantes, creando un incómodo silencio. 

La pelinegra, abrumada por la ausencia de respuesta por parte de alguno de los dos, intentó romper la tensión del momento:

—Entonces está decidido. —Arrastró una última vez el tajo del cuchillo y habiendo concluido de afilar el trozo de madera, ofreció el arma de regreso a Howard—. Desde ahora, merodeadores serán.

El joven rubio desvió la mirada ante el comentario de Samantha e hizo una mueca de conformidad con la que intentó ocultar su incomodidad. Luego tomó de vuelta el cuchillo y comenzó a sacar punta al palo de madera. 

—Aunque «sangrientos» no era tan mal nombre —proclamó finalmente, con orgullo.

—Claro que sí, es demasiado cliché.

Howard no dijo nada, solo se limitó a verla. Arqueó una ceja e hizo una mueca de ironía al tiempo que levantaba las manos, como señalando con ellas la situación general por la que estaban pasando. 

Samantha le restó importancia al asunto volviéndose hacia la puerta de la que, por debajo, se inmiscuyó una fría ventisca que le recorrió las rodillas desnudas. Entonces cayó en cuenta de que proteger todo su cuerpo era esencial y comenzó a buscar alguna prenda con qué cubrirse. 

Recordó que en el cuarto contiguo, en el que antes había lavado sus manos manchadas de sangre, había un cesto con ropa sucia. Atravesó el umbral de la puerta y caminó hasta la colada, para tomar por las mangas un par de trajes de limpieza. 

Levantó uno de ellos para visualizarlo mejor: a pesar de que tenía unos pequeños agujeros en la zona de los hombros, podría servirle para protegerse de rasguños. Se quitó los zapatos y comenzó a ponerse el traje por encima de la ropa, mientras el pestilente olor de la prenda le invadía el olfato. Reprimió una mueca de desagrado al tiempo que subía la cremallera.

La mirada del rubio siguió a Samantha en su recorrido entre ambos cuartos y al verla ponerse el traje pestilente y roído, suspiró con descontento. Él había dejado su grueso abrigo como ofrenda para Ellie y la idea de su acompañante en realidad era bastante buena: protegerse a toda costa de posibles ataques. Un pedazo de tela podía hacer la diferencia ante escenarios poco agradables. 

Se acercó y tomó el traje restante. Sobre el pecho de la prenda, aún podía verse un cartel que indicaba el nombre del antiguo propietario: Harry.

—¿Cuántos Harrys caben en una Zahremar? —dijo con ironía, para después hacer jirones la tela y envolver con ella su brazo derecho. 

Antes de tomar la rústica lanza, levantó el regalo que anteriormente le había hecho la pelinegra: primero destapó la parte del cereal y abrió su boca para volcar dentro las galletas, e inmediatamente después hizo lo mismo con el yogurt. 

Luego de masticar y tragar, caminó de vuelta hacia la puerta de salida, se limpió la boca con la manga y antes de abrir miró a Samantha. 

—¿Estás lista?

La pelinegra asintió levemente con la cabeza, un poco sorprendida por la forma de comer de Howard. Se terminó de poner las botas y preguntó mientras se ponía de pie: 

—¿A dónde vamos entonces?

—Dijiste que necesitamos recursos y estoy de acuerdo con ello. El comedor es el mejor destino que se me ocurre, no solo por la comida; también podemos encontrar cuchillos para defendernos y con mucha suerte, quizá también prendas menos olorosas.

Sam afirmó con la cabeza, recogió su mochila y se posicionó detrás de Howard con el palo de madera en la mano, apoyándolo contra el suelo. Él abrió la puerta poco a poco, asomando primero su cabeza: la tranquilidad del pasillo era casi espectral y combinada con la sangre esparcida por el suelo y las paredes, daban la sensación de estar dentro de una enorme criatura dormida.

—Parece que es seguro salir —susurró e instintivamente cogió la mano de Samantha y salieron por fin de su escondite—. Vamos, la puerta de las escaleras está justo en frente.

Ella detuvo sus ojos en los abundantes cadáveres apiñados a lo largo del pasillo mientras avanzaba. Pese a que el silencio y el sosiego dominaban el corredor, la inquietaba el no advertir el peligro inminente. Posó su mano sobre el frío metálico de la puerta, y un rápido escalofrío le recorrió la espalda, azuzándola a apretar la mano de Howard. 

Sus miradas repararon en las angostas brechas de las puertas entreabiertas de cada piso por el que bajaban, verificando fugazmente que la tranquilidad de su viaje continuara. Unos jadeos apagados les alertaron los sentidos y por la puerta siguiente, abierta de par en par,  se encontraron con un merodeador aprisionado por una gran estantería que le cubría la mayoría del cuerpo: desde el pecho hasta los tobillos. 

Hacía el intento de liberarse con los brazos, ahora con mayor vehemencia al notar la presencia de los estudiantes. Samantha tuvo el impulso de cerrar la puerta; sin embargo, Howard aceleró el paso para bajar los últimos escalones. 

Aunque cada vez se encontraban más lejos de aquella visión, los quejidos parecieron fusionarse con las paredes de concreto, hasta convertirse en un insistente reverbero que les acompañó celosamente durante su descenso.

La planta baja había adquirido un nauseabundo olor a muerte y Howard se encontró una vez más con el cadáver del merodeador que había empujado desde la azotea: se pudría en el suelo, sobre su propia sangre. 

Sin embargo, algo más inquietante llamó su atención: la inusitada calma que rodeaba la zona central de la escuela, a pesar de que el clamor del apocalipsis seguía escuchándose, aunque cada vez más lejano.

—Parece que estamos en la zona cero —murmuró.

Samantha también se detuvo a escuchar el silencio y sintió la imperiosa necesidad de acercarse al pandemonio, pues la impasibilidad de su entorno y la paz de la muerte le habían saturado los sentidos, obligándola a buscar con ansia el sonido de la vida.

—Sí —susurró, como ausente—, vámonos de aquí, por este camino llegaremos más rápido. —Señaló con sus propios pasos la ruta hacia el comedor.

Caminaron sin dilación, examinando con cada vez más resignación los sanguinolentos escenarios por los que pasaban. 

Para cuando llegaron a su primer destino, el sol iniciaba su puesta al final del horizonte. Howard estuvo a punto de abrir la puerta de servicio detrás del edificio, cuando Samantha colocó una mano sobre su hombro, deteniendo su actuar, susurrándole:

—No sabemos si hay algún merodeador ahí dentro.

Él asintió con la cabeza y reanudó su empuje, ahora con más cautela, pero las bisagras emitieron un débil chillido que, aunque breve, avivó en los jóvenes el temor a ser descubiertos.

—¡Con cuidado! —susurró la pelinegra, como un regaño.

—¡Ya sé, ya sé! —gesticuló el rubio, indignado.

Un aire de tranquilidad pudo respirarse apenas entraron en la cocina, pues a pesar del desorden que mostraban varios utensilios (sartenes, cuchillos y algunos mandiles), reflejo del súbito abandono al que los habían descuidado, aquel lugar contrastaba enormemente con el caos de afuera. 

El característico aroma de la comida al enfriarse terminó obligándoles a ceder; repasaron la sala con un rápido vistazo: se encontraban solos y, perdiendo el sigilo, decidieron acercarse a la cinta transportadora con la que eran servidos los alimentos desde la cocina hasta el comedor.

—Hamburguesas... 

Sam no pudo evitar destapar una de las bolsas del almuerzo con cierto afán, pues hasta ahora no había sentido con tanta insistencia el hambre que se formaba en su estómago. Por primera vez en todo el recorrido, se permitió relajarse y disfrutar de la calma que el olor tan familiar del plato le regalaba. 

Desechó el papel que protegía al alimento, apoyó su espalda baja contra una de las barras y le dio una primera mordida a la hamburguesa. Tomó otra de las bolsas y se la entregó a Howard, como un gesto de cordialidad. Él la recibió sin dudarlo, para luego recargarse en la pared contigua, deslizando su espalda contra el muro hasta sentarse sobre el suelo.

Quizá fue el sabor de la carne cocinada, mezclado con el sabor de los condimentos, quizá la calidez que los hornos habían dejado en el lugar, como un recuerdo de lo que fue; o quizá, el característico sonido que hacía Samantha al masticar. Pero algo fue seguro: Howard no pudo recordar la última vez que disfrutó tanto del simple placer que causaba el comer.

—¿Cuámdo fue la úmtima ve que dierom eto en el menú? —preguntó el rubio, aún con la boca llena.

—¿Qué? —respondió la chica, soltando una pequeña sonrisa involuntaria.

—Solo decía que me resulta irónico, «hamburguesas para el apocalipsis». Supongo que así como Dios da, Dios quita —dijo él, después de tragar.

—No sabía que fueras religioso. —La pelinegra levantó las cejas en señal de sorpresa y la sonrisa no desapareció de su rostro, casi burlándose—. Digo, un tipo de ciencia como tú... Qué curioso.

—No lo soy. Era algo que solíamos hacer para burlarnos de ese tipo de creencias, además ella siempre fue fanática de la tradición oral —respondió el rubio, esbozando también una sonrisa.

—¿Ella? —preguntó Sam, con genuina curiosidad.

—Sí. Mamá.

Samantha pudo notar el cariño en las palabras de Howard, como el cándido suspiro de la nostalgia. Entonces pasó el bocado que tenía en la boca como un trago amargo, arrepintiéndose de las palabras que, con rabia, había lanzado contra su compañero. 

Pero justo cuando estaba a punto de responder, unos pasos provenientes de las bodegas volvieron a encender la flama de la supervivencia. Ambos muchachos se incorporaron concordando con el silencio y tomaron de nueva cuenta la madera afilada. 

Asustados, se acercaron a la entrada hacia los almacenes, esperando, mientras el sonido se acercaba. Pero este se detuvo apenas llegar al otro lado de la puerta. Entonces una frágil voz se deslizó entre el metal, hablando en susurros:

—¿Hola?

—Tranquila, no somos merodeadores —expresó Sam.

La chica se relajó al escuchar otra voz humana, por lo que, a pesar de continuar susurrando, el volumen de su voz fue incrementándose paulatinamente.

—¿Samantha? —preguntó la voz del otro lado.

—¿Nicole? —La pelinegra se acercó con rapidez a abrir la puerta, al reconocer el peculiar e inconfundible acento sureño de la chica en el cuarto contiguo.

—¡Samantha! —exclamó con alegría una muchacha de cabello cobrizo que le llegaba hasta los hombros, al reconocer el rostro de su amiga.

—¡Nicole! —respondió Sam, acortando la distancia que las separaba, para así envolverla en un cálido y reconfortante abrazo.

—¡Howard! —murmuró el rubio, tan bajo que ellas no lograron escucharlo y él se sintió cómodo con ese resultado, observando el reencuentro pocos pasos atrás.

Nicole correspondió el abrazo rodeando a Samantha con sus brazos, estrechándola contra su cuerpo como si no se hubieran visto en mucho tiempo. Tanto fue el regocijo de su encuentro, que ambas se sintieron invadidas por las ganas incontrolables de llorar. La pelinegra interrumpió el gesto, pero mantuvo sus manos colocadas sobre los hombros de su amiga:

—¿Estás bien? ¿Estás herida? ¿Cuánto llevas ahí escondida?

—Afortunadamente me encontraba en el comedor cuando todo aconteció. Me despertó el griterío y la tromba de gente que corría hacia el exterior...

—¿Y por qué te quedaste adentro?

—Todavía estaba algo adormilada cuando ya todos habían evacuado. Entonces observé tras el cristal un... ¿Cómo los llamaste?

—Merodeadores —repitió Samantha.

—¿Así se llaman?

—Así los llamamos.

—Bueno, uno de esos. Él me devolvió la mirada y quedé petrificada por el horror, ¡esa cosa se estaba acercando! Sé que había un cristal de por medio, pero igual, ver cómo un tipo ensangrentado y con la mandíbula deforme se acerca hacia ti asusta a cualquiera —continuó Nicole, mientras un escalofrío le recorría la espalda al recordar la escena. 

»Luego otro se abalanzó sobre él, lo tackleó y ambos cayeron al suelo. Ahí dije: «No, Nicole, esto no es normal» y tomé la decisión de esconderme en la alacena. El alboroto no se escuchó durante mucho tiempo pero, a pesar de la calma, no me atreví a salir.

—Me alegra mucho que estés bien, fue una buena idea que esperaras aquí. Nosotros hicimos una parada para recoger recursos, luego saldremos del colegio.

—¿Nosotros...? 

Dada la emoción del momento, Nicole no había reparado en la presencia del tercero que las acompañaba. Sus ojos se iluminaron de esperanza, pues asoció la presencia del rubio con la de su otra amiga y lo saludó con la mano. 

—Hola, Howard. ¿Ellie está esperándonos fuera?

El abrupto cuestionamiento hizo eco en los recuerdos de ambos jóvenes, arrastrándolos a una realidad que la calma del comedor les había mermado por unos instantes. Sam se quedó callada, abrumada por el peso de los sucesos, sin despegar su mirada de los ojos expectantes de su amiga; las lágrimas amenazaban, asomándose, hasta que la voz de Howard rompió el silencio de forma tajante:

—Está muerta.

Las miradas de las dos chicas se volvieron hacia él. Fue Nicole quien no pudo evitar el dolor de la curiosidad, pues aunque en un principio se quedó pasmada por la noticia, preguntó en voz baja, susurrante, negándose a asumir el desconsuelo de la pérdida: 

—¿Cómo sucedió?

—Fue a la azotea, huyendo del apocalipsis. Yo vi cuando una de esas cosas subió por ella hasta morderle el rostro. El sonido de sus pómulos rompiéndose fue lo que me hizo reaccionar. Pero ya era tarde... Su mirada se apagó mientras me veía.

Las lágrimas lograron escaparse de los desesperados intentos de Samantha por contenerlas, pero ya no tuvieron origen en la cólera o la frustración; sino en un profundo sentimiento de tristeza, inspirado por el recuerdo de su amiga, mezclado con la compasión hacia el dolor de Howard y la culpa por haberle respondido con tanta crueldad. 

El llanto también corrió por las mejillas de Nicole, quien contenía su duelo en silencio. 

La escena se volvió estática, de fondo solo se escuchaban los sonidos del atardecer; hasta que Howard, sin violar la solemnidad del momento, regresó a su lugar en el suelo para continuar comiendo, mientras pensaba en Ellie. 

Ambas siguieron al rubio con la mirada y decidieron acercarse, tomando asiento junto a él. Ninguna se atrevió a pronunciar palabra, solo dejaron fluir el silencio hasta los umbrales del sosiego.

—¿Vendrás conmigo al rascacielos, verdad? —preguntó la pelinegra, cuando percibió el ambiente más ligero, dirigiéndose hacia Nicole.

—¿No está muy lejos de aquí? —susurró Nicole, como ausente de la conversación: seguía sumergida en sus propios pensamientos.

—Es el único lugar seguro que se me ocurre en el que pueda encontrar a papá... —confesó soltando un pesado suspiro.

—¿No has sabido nada de él? —Nicole levantó la mirada hacia Samantha y al ver la desanimada reacción de la pelinegra, quien negó con la cabeza, se acercó a ella y le ofreció su teléfono—. Yo pude comunicarme con mamá hace un rato, creo que lo requieres más que yo.

Samantha aceptó el gesto de su amiga y le dedicó una pequeña sonrisa de agradecimiento. Marcó rápidamente el número de Harry y llevó el dispositivo hasta su oído, para luego de unos minutos escuchar la misma voz robótica de las otras veces que lo había llamado.

—Gracias —dijo en un murmullo cargado de resignación, mientras le devolvía el celular a la pelirroja—. ¿Qué te dijo tu mamá? 

Al ver el rostro de condescendencia de la chica, Sam intentó retomar de nuevo el rumbo de la conversación.

—Le advertí de la situación y casi le rogué que se refugiara con la abuela, estaba decidida a venir por mí. Pero no me encontraba en riesgo, no me perdonaría si algo le pasara por salir a buscarme... Le dije que nos encontraríamos en casa.

—Tu casa queda de camino al rascacielos, podrías venir conmigo... Por favor, ven conmigo —suplicó Samantha con cierta esperanza.

Nicole sintió el añorante y lastimoso cariño en la súplica de su amiga. La miró con ternura y asintió. Luego, en el intento de resguardar la confidencialidad entre ambas, llevó la conversación por otro lado: 

—Siendo honesta, aún no se me ocurre en qué momento sería prudente salir a la ciudad. Permanecí todo este tiempo aquí, no sé a lo que deba enfrentarme en el exterior...

—Creo que deberíamos quedarnos aquí hasta el amanecer, si Nicole pudo permanecer todo este tiempo segura aquí, no veo por qué no podríamos esperar a que sea seguro salir —agregó Howard de repente, intentando anticiparse a cualquier otro plan que pudieran sugerir.

La pelinegra se quedó pensando unos momentos en las palabras de Howard. Luego contrarrestó: 

—Pero podríamos estar perdiendo el momento indicado para salir: si los merodeadores fueran igual de activos en la noche que en el día, escucharíamos más movimiento y no, todo está muy silencioso. 

»Aunque por lo que hemos podido observar, parecen guiarse más por el sonido. ¿Recuerdas cuando estábamos en el cuarto de escobas? Puede ser un arma de doble filo, en el silencio de la noche podremos escucharlos con más facilidad y viceversa... Pero podríamos tener cierta ventaja: no son muy silenciosos. Además, en la noche tenemos el cobijo de la oscuridad.

—Tienes un punto, pero no sabemos si hay más de dos tipos y tampoco sabemos si el silencio se debe a una posible inactividad nocturna. Te dije que el instituto parece ser el punto de origen, eso explica la aparente calma. No has visto muchas películas de zombis, ¿verdad? Necesitamos poder observarlos en todo momento si viajamos, así se reduce la posibilidad de dar pasos en falso —contestó él, asintiendo con la cabeza, reafirmando su punto con ese gesto.

—Es cierto, pero mañana la ciudad estará completamente infestada, ya te hablé de la velocidad con la que se extiende la infección. No, deberíamos movernos rápido, no perder tanto tiempo. 

»Tú tienes que volver a casa, Nicole tiene que encontrarse con su mamá y con su abuela, y yo... Yo aún no sé nada de papá. El tiempo es el recurso que menos tenemos. Debemos movernos —respondió la pelinegra, con cierta desesperación. 

Miró brevemente a Nicole, a la espera de que la apoyara en la discusión.

—Concuerdo con Samy, si no atravesamos la ciudad pronto podríamos ser los últimos en las calles, presa sencilla para los «merodeadores». 

La muchacha concordó con la angustia de su amiga al recordar el desesperado tono de voz de su madre cuando habló con ella. 

Por su parte, Howard contuvo su réplica, pues al estar las dos chicas de acuerdo, entendió que cualquier otro argumento que lanzara para intentar convencerlas era inútil. Resignado, se limitó a asentir.

—Entonces está decidido. Tomen lo necesario para partir —dijo Samantha, al ver que finalmente habían llegado a un acuerdo. 

Guardó algunas barras de cereal en su mochila, volvió sobre sus pasos y cruzó por la puerta, regresando al comedor.

—Intenta comprenderla, no es sencillo desconocer la situación de su único familiar, mucho menos en un escenario como este —expresó Nicole, rompiendo el silencio que se había formado entre ella y Howard, respondiendo al obvio gesto de desaprobación en la cara del muchacho.

—Entenderla no me hará cambiar de opinión: es estúpido salir de noche en «un escenario como este», sea cual sea el motivo. Además, podría jurar que Harry se encuentra mucho más seguro que nosotros. 

El joven respondía sin mucho ánimo, mientras buscaba entre las alacenas algunos alimentos enlatados.

—«Nada es estúpido cuando lo haces por amor» —concluyó la muchacha con nostalgia, para luego incorporarse y seguir los pasos de su amiga.

El sonido de la puerta cerrándose avisó a Howard sobre su soledad. Inmerso en sus recuerdos (pues no era la primera vez que escuchaba esas palabras) comenzó a meter varias latas en un saco de papas que encontró. Entonces se detuvo, miró al sonriente y caricaturesco dibujo de un atún impreso en la lata que sostenía sobre su mano y musitó amargamente: 

—Ojalá el amor bastara para evadir a la muerte...

●●●

El terso viento nocturno hurgaba, insistente, entre el follaje de los frondosos árboles del parque Ravenwood, situado justo enfrente de la entrada principal del instituto, cruzando la antigua avenida San Judas. Frente a los jóvenes se encontraba el sendero empedrado que serpenteaba y se perdía hacia el interior del lugar. 

A pesar de la tranquilidad de la noche, los tres fueron envueltos por una pesada atmósfera que los mantenía en un constante estado de angustia. Las luces dispersas de las farolas, más que actuar como un placebo de seguridad, imprimían en sus psiques figuras espectrales, nacidas de las sombras de las ramas de los árboles proyectadas sobre el suelo, que se asemejaban a las extremidades de un ser ignoto, deseoso por consumirlos. 

La idea de romper el silencio les cruzó la mente, sin embargo, el crujir de sus pasos contra la grava de uno de los viejos puentes que cruzaban tramos del lago, provocó que desecharan aquellos pensamientos, temiendo llamar la atención de una presencia oculta que poco a poco parecía ir apoderándose del parque, sometiéndolos a un silencio inquebrantable.

Entonces Samantha se percató de una ligera turbación en el agua y, sin detener su andar, buscó con la mirada el origen del cambio, repasando los alrededores del lugar. Soltó un suspiro al no reconocer nada sobre la superficie del lago y aquello le concedió una efímera tranquilidad. 

Pero un escalofrío la recorrió por completo y sintió que su corazón se detuvo por un instante, cuando sus ojos se encontraron con las cuencas oculares vacías de un cráneo con rasgos inconfundiblemente caninos, que parecía flotar sobre la ligera marea. 

El terror frenó su andar, alertando a sus acompañantes, quienes voltearon a verla, para luego dirigir su atención hacia el punto en el que la mirada de la pelinegra se había concentrado...

Un grito desgarrador, más parecido al de una mujer que al de cualquier animal, salió desde las mandíbulas abiertas del cráneo flotante, dando la sensación de acortar con cada trepidante nota el espacio que les separaba: este continuó su camino hasta estallar sobre las copas de los árboles cercanos, consumiéndose en el eco, helando la sangre de los jóvenes. 

Ellos permanecieron petrificados, aturdidos, mientras miraban cómo un ser de aspecto cadavérico, con largas y potentes extremidades, salía lentamente del agua y se acercaba hacia ellos con movimientos quebradizos, como si se tratara de una macabra marioneta a cuatro patas de, por lo menos, dos metros de alto. 

El tiempo pareció dilatarse y entonces, el viento devolvió aquél sonido infernal que se repitió en varios puntos dentro de la oscuridad del parque.

Nicole buscó a tientas la mano de su amiga y permaneció tras ella, quien de forma instintiva llevó unos pasos hacia atrás, aún sin despegar su mirada de la criatura que se había erguido a unos cuantos metros frente a ellos. 

Samantha se aferró a la mano de su amiga y, con pasos bruscos, detonó la huida. Miró fugazmente a Howard, solo para alcanzar a gritarle:

—¡Corre!

Las flores violetas se hundían bajo las pisadas frenéticas que se incrustaban sobre la tierra húmeda, la situación les había obligado a abandonar el sendero empedrado que antes les había indicado el camino para cruzar el parque. 

El sudor frío en los rostros de los jóvenes y los jadeos que estos emitían parecían insignificantes ante los charcos de sanguinolencia, que aparecían con frecuencia en su huida y también ante la intensidad de los monstruosos gritos que se mezclaban con el ambiente húmedo y frío, metiéndose por su piel, penetrando hasta los huesos, obligándoles a no detenerse ni mirar atrás. 

La vastedad del lugar se precipitaba hacia ellos, decidida a consumirlos.

La desesperación aumentó al mismo tiempo que la distancia con el peligro disminuía: el crujir violento de los árboles así se los indicaba. Nicole se aferró a la mano de Samantha, intentando seguirle el ritmo y, sin dejar de correr, volvió su cabeza hacia atrás. 

El miedo le erizó la piel, impidiéndole contener por mucho más tiempo las lágrimas al ver no solo la proximidad de las bestias, sino también la violencia y el anhelo mórbido con el que les perseguían. Desesperada, logró gritarle a su amiga: 

—¡Samantha, suéltame, iremos más rápido si me sueltas!

—¡No, no voy a soltarte! 

La pelinegra apretó la mano que intentaba escabullirse de su agarre y el ansia contagiada por Nicole le impulsó a subir la velocidad, a arrastrarla con el ímpetu necesario para salvarla.

—¡Samy! ¡Samy, ayúdame! 

Las repentinas súplicas de Nicole se escucharon inmediatamente después de que Samantha sintiera un fuerte tirón desde el brazo de su amiga, que la hizo caer y voltear hacia ella. 

La expresión de su rostro se transformó en una mueca deformada por el horror: las criaturas se amontonaban sobre su amiga, agolpándose unas sobre otras para llegar hasta la tan deseada carne; la ferocidad con la que arrancaban sus extremidades sumada a los gritos desgarradores y llenos de pavor que lanzaba Nicole lograban un macabro contraste. 

—¡AYU...! 

El último ruego de la chica se perdió entre gorgoteos, emitiendo sonidos ininteligibles; lo único que lograba captarse de ellos, era el característico tono agudo de la su voz.

La sensación de seguir sosteniendo a su amiga perturbó los sentidos de Samantha e instintivamente llevó su mirada hacia su mano, solo para verse sujetando el brazo cercenado de Nicole, del cual chorrearon gotas de sangre que alcanzaron a manchar la pulsera alrededor de su muñeca. 

La pelinegra comenzó a temblar, pero no se atrevió a soltar la parte de su amiga que aún permanecía con ella. Se quedó pasmada por unos instantes, hasta que sintió una mano que la jalaba del brazo, instándole a levantarse. 

Aquello le permitió incorporarse y dejarse llevar por Howard, quien, luego de lanzar su bolsa con latas hacia un merodeador que había puesto su atención sobre la pelinegra, la obligó a reemprender la huida. 

Samantha le dedicó una última mirada a los merodeadores que prefirieron ignorarles para concentrarse en su presa mientras los gritos de Nicole se hacían cada vez más lejanos.

Las farolas que marcaban la entrada de la estación del metro lograron aminorar la velocidad con la que los jóvenes huían, pues sus cuerpos respondieron a la primitiva seguridad causada por la calidez de la luz. 

El eco de la voz de Nicole dejó de resonar en la mente de Samantha y fue como si aquella ausencia hubiera servido de motor para sus emociones reprimidas por el pánico, que fluyeron cuando apenas se habían alejado unos metros de la salida del parque.

—¿Por qué? —se cuestionó Samantha, mientras guardaba en su pecho la mano aún tibia de su amiga—. ¿Por qué? 

Su voz comenzó a quebrarse, mientras con su mirada intentaba transferir su duda hacia Howard, suplicando por una respuesta. 

—¡¿Por qué?! —Entonces ella se soltó del agarre del rubio con brusquedad, sin dejar de mirarle, aunque ahora con una profunda rabia.

Howard guardó silencio: la experiencia le decía que cualquier intención de consolar a la pelinegra no funcionaría. Solo se quedó inmóvil, mirando al suelo, esperando que con el paso de los minutos el dolor menguara.

—¡¿Por qué no me dejaste salvarla?! —reprochó la chica, ante el silencio del muchacho—. ¡Estábamos a unos cuantos pasos de ella y decidiste dejarla morir!

—¿Salvarla? Samantha, entiendo que te duela, ¿pero de verdad crees que era posible salvarla? No sé, ni entiendo qué demonios eran esas cosas, pero aunque hubiéramos regresado, ¿cómo planeabas enfrentarlas? 

Suspiró pesadamente, pues aunque nunca había interactuado de forma significativa con Nicole, su muerte le provocaba un vacío que no era capaz de ignorar. 

—Gracias a ella estamos vivos. —El rubio expresó las palabras como un suspiro.

—¡¿Gracias a ella estamos vivos, así es como vas a justificarlo?! ¡Eres un cobarde que siempre aprovecha la situación para huir!

—Estoy cansado de tu arrogancia, cansado de cargar con tu frustración y también, de la absurda necesidad que tienes por aferrarte a un mundo que se cae a pedazos. ¿Cuántas muertes más necesitas presenciar para dejar atrás tus fantasías y afrontar la realidad? 

»Puedes volver si quieres... Yo no pienso tirar a la basura el sacrificio de Nicole —soltó el nombre al aire, con solemnidad y respeto, pues pensó que aquello era lo mínimo que le debía a quien lo había portado. 

Dio media vuelta y encaminó sus pasos hacia los suburbios tras la estación, pensando que Samantha tenía la suficiente inteligencia como para no volver y seguir junto a él.

—Hablas como si Nicole hubiese decidido sacrificarse por ti... —La pelinegra dudó en voz alta—. ¿Ellie hizo lo mismo? —preguntó con desdén, como si se hubiese percatado de una verdad ineludible, mientras observaba a Howard alejarse—. Prefiero quedarme sola que con alguien que solo va a utilizarme para sobrevivir.

Howard frenó su andar: un sentimiento confuso, mezcla de rabia y nostalgia le impidió continuar. 

El mundo entre ellos se detuvo por unos instantes. Pero la realidad no, pues un sonido chirriante, metálico y agresivo combinado con trepidantes movimientos bajo sus pies, originados en las enormes ballenas de concreto que sostenían a las antiguas vías elevadas del metro, los alertó. 

Ambos levantaron sus miradas hacia las luces de un convoy que, con su avance caótico, acortaba rápidamente la distancia que le separaba de la estación. 

El instinto les obligó a retroceder algunos metros en direcciones contrarias y alcanzaron a dedicarse una última mirada que reflejó el verdadero temor que les provocaba el separarse: pudieron ver en el otro la inconfundible mueca de un grito, cuyo sonido fue aplastado por el torrente de piedra y polvo que acompañó al descarrilamiento de los vagones.

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