Capítulo IV: Ubume

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«Prisionera, perdida, siempre esclava de tu felicidad».

—Silvina Ocampo

El suelo cimbró y el humo provocado por los motores incendiándose no tardó en inundar el ambiente, impidiéndole a Samantha ver lo que ocurría al otro lado del tren. 

Las piernas de la chica la obligaron a huir de la escena y, una vez se encontró a salvo del impacto, volvió su vista hacia la estación en busca del compañero perdido.

Su mirada se encontró entonces con el ansioso actuar de los merodeadores que intentaban salir del metro después de romper los vidrios.

El pánico accionó sus movimientos, pues, sin meditarlo, huyó hacia los callejones que separaban a los edificios, de la zona comercial, del resto de la ciudad. 

Cuando los sonidos que la perseguían dejaron de escucharse, su avance se hizo más tranquilo y, aunque el corazón le latía desbocado, pudo prestar atención al estado general del lugar donde se encontraba. 

Muchos establecimientos tenían las ventanas rotas y otros estaban cubiertos por tablas de madera; había frutas, verduras y alimentos varios regados por el suelo, iban siendo arrastrados por pequeños ríos de lluvia y sanguinolencia, que manaban de cuerpos desmembrados, esparcidos por toda la zona.

—No piensa en nadie más que en sí mismo... Definitivamente estoy mucho mejor sola. No sacrificaré mi vida para que un estúpido egoísta pueda conservar la suya —murmuró entre dientes, intentando convencerse de tener la razón.

Pero la aparente tranquilidad que le rodeaba sirvió como catalizador para la lluvia de preguntas que azotaron su mente: 

«¿De verdad estás mejor sola? ¿Howard no fue quien dijo que era mala idea salir de noche? ¿No fuiste tú quien buscó el voto de Nicole simplemente para que se hiciera lo que tú querías? ¿Por qué no la soltaste cuando te lo pidió? ¿Por qué culpas de su muerte a alguien que te salvó la vida? ¿Cuándo vas a dejar de esconderte tras los demás y a aceptar las consecuencias de tus actos?».

Abrumada, buscando tranquilidad, atravesó el umbral de una cafetería y caminó hasta sentarse en una de las mesas del fondo. Las paredes que la rodeaban, salpicadas de sangre y café, le parecieron insuficientes para sostenerla. 

Ahí, al borde de una crisis nerviosa, observó sillas y platos rotos tirados en el suelo, mientras el tiempo daba marcha atrás dentro de su imaginación, en un intento inconsciente de salvaguardar su cordura: a su lado observó a su grupo de amigas, tomando chocolate caliente y charlando sobre su día a día. 

Samantha podía jurar ver a Nicole sentada en el asiento junto a la ventana, riendo al escuchar a Lexa, quien se encontraba frente a ella, imitando perfectamente el acento odioso de uno de sus compañeros. Luego, su atención se centró en Ellie entrando a la cafetería con un paquete de seis Bon Yurts que, al llegar hasta a ellas, colocó sobre la mesa y se sentó junto a la pelinegra, dedicándole una sonrisa. 

Pero la escena se esfumó y a Samantha solo le quedaron las sobras de un suceso que nunca le perteneció. 

La nostalgia autoimpuesta solo acentuó el vacío que dentro de ella se había originado, pero amortiguó la catástrofe emocional que se avecinaba. 

Se levantó de su asiento y caminó hasta situarse tras la barra del local, ahí se recargó contra la pared y dejó a su cuerpo deslizarse hasta que quedó sentada sobre el suelo; juntó las plantas de los pies y posó sus manos sobre sus tobillos, acariciándolos con la yema de los pulgares. 

Cerró los ojos y dejó fluir el llanto producto de la culpa, los recuerdos y la soledad.

—¿Por qué estás llorando? 

Un susurro emitido por una voz infantil interrumpió el momento, llamando la atención de Samantha, quien levantó la vista inmediatamente y la dirigió hacia una puerta entreabierta, tras la cual una pequeña niña se refugiaba, tímida.

—¿Qué haces aquí? 

Entre sollozos, fue lo único que a la pelinegra se le ocurrió preguntar frente a tan inesperada aparición.

—Cuidando a mamá —respondió la pequeña con firmeza, pero sin poder disimular el asombro al reconocer el rostro de Samantha.

—¿Y dónde está ella? ¿Por qué te dejó sola? 

Sam se secó las lágrimas con el brazo: la idea de una niña sola en medio del apocalipsis la alarmó y fue esta preocupación la que la impulsó a apartarse de sus propias angustias.

—¡Olivia! ¿Con quién estás hablando? —Desde el piso de arriba llegó una voz notoriamente preocupada.

—Espera, no te vayas —insistió la niña, emocionada, dirigiéndose a Sam. 

A pesar de que cerró la puerta, la pelinegra pudo escuchar ligeros y apresurados pasos subiendo escaleras. Unos momentos después, la puerta se abrió y Samantha pudo ver el rostro moreno, los ojos aperlados y el cabello castaño y enmarañado de su pequeña interlocutora: 

—Ven, ven, sube —invitó la niña, haciendo un gesto con las manos.

Mientras Olivia aseguraba la puerta con varios cerrojos, Samantha subió por las escaleras y llegó a la bodega de la cafetería, la cual no era muy grande: había cajas con insumos apiladas contra una pared, un escritorio pequeño con la papelería necesaria para el negocio y un pequeño cuarto cuya puerta estaba cubierta a medias por una cortina floreada. 

—Disculpe por no salir a recibirla, señorita Samantha, pero en esta etapa ya me es muy difícil caminar. Pase, por favor. 

Una mujer embarazada, de ojos cansados e idéntica a Olivia, habló tras la cortina. Sam obedeció e hizo a un lado la tela que las separaba, adentrándose en la reducida habitación. 

A pesar del aspecto un poco desgarbado que presentaba su anfitriona, la pelinegra pudo notar que no era mucho mayor que ella.

—Gracias por dejarme entrar, pensé que era la única que seguía con vida... —Las lágrimas volvieron a brotar por el rostro de la chica.

—Ya, ya, aquí puedes llorar todo lo que quieras, ¿verdad que sí, mami? 

Olivia se acercó a Samantha y entre sus manitas, resguardó las de la pelinegra.

—Claro que sí, cariño. ¿Podrías traer una manta para nuestra invitada, por favor? —respondió la madre con dulzura y la pequeña asintió, para luego buscar entre los cajones de un mueble de madera, gastado por los años—. ¿Estás bien? ¿Cómo llegaste hasta aquí?

—Sí, sí, estoy bien, muchas gracias. 

Samantha se limpió las lágrimas e intentó responder a las preguntas de la mujer mientras se sentaba junto a ella sobre la cama, al mismo tiempo que Olivia le colocaba la manta sobre los hombros. 

—Estaba en el instituto, huía de los merodeadores y... todo pasó muy rápido. 

A su mente volvieron los recuerdos de lo sucedido con Howard y Nicole, pero no quería ser juzgada por las consecuencias de sus decisiones, así que decidió no mencionarlo.

—Tranquila, tómate tu tiempo. Descansa, debes estar exhausta. ¿Tienes hambre? —preguntó la embarazada, con sincera preocupación.

—¿Merodadores? —interrumpió Olivia, mientras de su mochila sacaba una bolsa que contenía la mitad de un emparedado y se lo extendió a Samantha—. Ten, la mitad de mi chanwis. La otra mitad me la comí —concluyó, susurrando.

La pelinegra aceptó el regalo de la pequeña con una sonrisa y no pudo evitar reír por su pronunciación, para luego explicar el origen del nombre. 

—Sí, merodeadores. Se me ocurrió porque merodean por ahí. Ya sé que no es muy original, pero un idiota sugirió llamarlos «sangrientos» y eso no lo podía permitir. 

Sonrió otra vez, pues ese era un recuerdo agradable. Sin embargo, la sombra de la culpa borró aquél gesto.

—¿Entonces no estabas sola cuando todo esto empezó? —preguntó la madre de Olivia.

—No... —Hizo una pausa, para luego continuar evadiendo el tema—: Qué maleducada soy, estoy aquí sentada contigo en tu propia cama y ni siquiera te he preguntado tu nombre.

—Soy Irene y, como ya lo habrás supuesto, la enana despeinada se llama Olivia —respondió la mujer, respetando el cambio abrupto en la dirección de la conversación. Era evidente, para ella, que Samantha no quería hablar al respecto.

—No me gusta que me llames así, mamá. 

La niña frunció el ceño, mostrando su molestia. Volvió su atención hacia Samantha y se sonrojó cuando sus miradas se encontraron. Entonces notó que no se había comido la mitad del sándwich, así que sacó de su mochila una cantimplora de plástico con forma de oso polar que ofreció a la pelinegra. 

—A mí tampoco me gusta comerme mi chanwis sin jugo. Se te pega en el paladar.

Sam recibió la botella y sacó el emparedado de la bolsa, para luego aclararle a la pequeña: 

—Es que no me gusta comer sola, ¿te parece si lo compartimos? —Partió el bocadillo a la mitad y le extendió una a Olivia.

La niña afirmó levemente con la cabeza, tomó la comida con ambas manos y se sentó, para comer junto a Sam.

—Gracias por darme un poco de familiaridad... Es casi un milagro haberlas encontrado en medio de todo esto. ¿Cómo pasó todo aquí? —continuó la muchacha, dirigiendo su pregunta hacia Irene.

—Estábamos esperando a que comenzara el partido de rugby para verlo, solo había un par de clientes y no quedaban pedidos por atender, así que me senté con Olivia en una de las mesas. ¡Qué horror lo que pasó en el estadio! Es un milagro que hayas sobrevivido —agregó preocupada. 

»Un par de minutos después, la transmisión se cortó. Buscamos alguna información sobre lo que había pasado y en algunas redes sociales ya comenzaban a surgir vídeos y publicaciones, pero de repente también el internet se cayó, ni siquiera las líneas telefónicas servían, quedamos incomunicados. 

»La ciudad quedó sumida en el silencio y varias personas salimos a la calle. Todos escuchamos el griterío proveniente del parque, cada vez más fuerte, acercándose. Los clientes se marcharon, la gente empezó a huir, yo le pedí a Olivia que subiera y nos encerramos... 

»Ni siquiera tuve tiempo de bajar las cortinas del local —culminó la embarazada, soltando un pesado suspiro—. Por eso me asusté cuando la oí hablando contigo.

—Yo también me asusté mucho al pensar que una niña pequeña se había quedado sola. Me alivió mucho escuchar tu voz... —contestó Samantha—. No fue fácil salir del estadio. Por lo que dices, es verdad que ahí comenzó todo... ¿Qué más vieron ustedes después de eso?

—Nos asomamos por las ventanas, había muchos de esos merodeadores, como tú les llamas, inundando la calle, atacando a todo el que se cruzara en su camino. Algunos de los atacados volvían a levantarse, convertidos en otra de esas cosas.

—Mamá estaba muy asustada, por eso bajé a cuidar, para que estuviera tranquila —comentó Olivia, con orgullo.

—Sí, me cuidaste muy bien, luego de llorar un buen rato entre mis brazos. 

Irene sonrió, acarició el cabello de su hija y depositó un tierno beso en su frente.

Sam soltó una pequeña risa al ver el tenue rubor en las mejillas de la pequeña y, en medio de la comodidad de la cama y la calidez de la conversación, empezó a sentir el cansancio que manifestó con un tímido bostezo. 

Aunque tenía muchas más preguntas, el sueño comenzaba a cerrarle los ojos; entonces se puso de pie, se frotó los párpados con la yema de los dedos y se quitó la mochila, exhausta.

—Me encantaría seguir conversando, pero estoy agotada y no quiero quedarme dormida sobre ustedes... ¿Tienen algún lugar donde pueda descansar?

—Puedes dormir en la cama de Livi, ella dormirá conmigo.

Olivia se apresuró a sacar una segunda cama de debajo de la primera y, junto con ella, apareció un peluche de pingüino que la pequeña levantó y acomodó sobre la almohada.

—Te presto a Pingu para esta noche. Puedes abrazarlo si te da miedo.

—Gracias, Livi —contestó la pelinegra, esbozando una última sonrisa, que se mantuvo incluso después de abrazar el peluche, acurrucarse y quedarse profundamente dormida.

●●●

5... 4... 3... 2...

Samantha observó con desesperación cómo su dedo índice presionaba los botones del ascensor, sintiendo el frío metal contra su piel. 

Cuando la cuenta regresiva llegó al primer piso, el olor de la sangre tibia inundó el lugar y al abrirse las puertas, un torrente de líquido carmesí la golpeó con fuerza. Aterrada, luchó por avanzar en contra de la corriente, pero se encontró con cadáveres que se aferraban a ella. 

Sam luchó por no ahogarse, pero el olor y el sabor de la sangre penetraron en sus sentidos, mientras gritos y lamentos se mezclaban en un caos ensordecedor.

El río de sangre la arrastró hasta el corazón del parque, donde los sonidos se extinguieron. La corriente se calmó y Samantha logró ponerse de pie: el líquido carmesí le llegaba hasta el pecho. 

De pronto, escuchó una voz familiar: era Nicole que gritaba por ayuda. Impulsada por el deseo de mermar su soledad, Sam emprendió la búsqueda de su amiga, luchando contra la sangre que empezaba a coagularse. 

Bajo el líquido, sintió cómo sus piernas chocaban contra objetos que no podía ver, pero cada roce reavivaba uno a uno los lamentos, convirtiendo el lugar en un pandemónium que la obligaba a perder la noción de sí misma. 

La urgencia de encontrar a Nicole se intensificó y, de repente, pudo distinguir el punto donde se originaban los gritos que la habían llamado. Sin embargo, cuando llegó, ya habían cesado y solo encontró una mano sobresaliendo.

¡Nicole!  

Tomó aquella mano e intentó jalar, la extremidad no cedió, por el contrario, se aferró clavando los dedos en la carne de Samantha. 

¡Suéltame, por favor! ¡No quiero convertirme en uno de ustedes! 

Fueron sus últimas palabras antes de ser sumergida en la oscuridad. Cerró los ojos y no supo por cuánto tiempo descendió. 

De pronto se encontró sola, no había sangre, no había cuerpos, no estaba Nicole: solo ella, en un espacio oscuro y vacío, en donde únicamente podía escuchar el latido de su corazón, pues su voz parecía no existir. 

Intentó abrir los ojos o mover alguna de sus extremidades, pero la soledad oprimió su cuerpo, como si intentara atar su alma a la eternidad.

El eco de un recuerdo resonó dentro de su cabeza y a él, se le unieron otros que, como partes rotas de una deforme melodía, se repetían una y otra vez:

Tú creciste teniéndolo todo, ¿cómo podrías entenderlo? —La voz de Ellie, reclamándole a Sam, la tarde en que terminó con Howard.

¡Sumido en el recuerdo de tus padres muertos! —Las palabras que ella misma había dirigido con tanto desdén.

¿Cuántas muertes más necesitas presenciar para dejar atrás tus fantasías y afrontar la realidad? —Y la tajante pregunta con la que Howard la había confrontado.

Un dolor, casi físico, la invadió, nacido de la vorágine en la que sus pensamientos se habían transformado. 

Por fin pudo moverse y abrir los ojos,  cuando una mano se posó sobre su hombro. Sin embargo, el alivio que experimentó, pronto se convirtió en un profundo terror, al darse cuenta de que quien la había despertado era una versión de ella misma convertida en un merodeador que la miraba, sonriente:

¿Qué se siente perder lo que eres? —preguntó la criatura, mientras arrancaba uno a uno los dedos de las manos de Sam.

»¿Qué se siente perderte a ti misma? —continuó cuestionando, ahora llevando sus manos al rostro de la chica, para desgarrar trozos de sus mejillas y nariz.

»¿Qué se siente saber que eres la culpable de tu propia destrucción? —sentenció finalmente aquel ser, tomando la cabellera de Sam y jalándola, desgarrándole el cuero cabelludo.

Samantha cerró los ojos, más por miedo que por dolor y, cuando los volvió a abrir, se encontró sola otra vez, únicamente con la compañía de su reflejo proyectado sobre un espejo: era ella misma, quien continuaba desollándose.

—¡Despierta, despierta, no te vas a morir! 

Los gritos de Olivia sacaron a Samantha de su sueño y se levantó, sudando, temblando. Miró a la niña y suspiró aliviada, reconfortada por los rayos del sol matutino que entraban por la ventana y bañaban el pequeño cuarto con su calidez. 

—¿Estás bien? —cuestionó la chiquilla, asustada, con el corazón acelerado. 

La pelinegra tardó unos segundos en incorporarse. Olivia la miraba intranquila, esperando una respuesta.

—Sí, estoy bien —respondió Sam—, solo fue una pesadilla.

—Debe ser aterrador soñar que mueres, pero entre tanta muerte, supongo que no hay otra cosa con qué soñar —expresó la embarazada.

Irene posó su mano sobre el hombro de la chica, quien apretaba entre sus manos el peluche de Olivia. 

—Ven, deja de atormentarte y vamos a desayunar. Olivia hizo sándwiches y tenemos un poco de café caliente.

—Al tuyo le puse doble jamón. 

La pequeña sonrió y tomó una de las manos de Sam, para conducirla hasta la bodega. Al llegar, las tres se sentaron en cojines alrededor de una mesa donde ya se encontraban servidos los alimentos. 

Mientras desayunaban, Irene habló sobre la laboriosa tarea que implicaba la administración de una cafetería, y lo difícil que había sido para ella desempeñar el trabajo luego de su embarazo; Olivia contó algunas anécdotas que habían tenido lugar en su colegio y expresó lo feliz que estaba de haber encontrado a Sam; en cuanto a la pelinegra, no dijo mucho: se limitó a escuchar y a ofrecer algunos de los víveres que había tomado en el colegio, pues sus pensamientos se encontraban en otro sitio. 

Sin embargo, una pregunta de Olivia la sacó de sus cavilaciones:

—¿En qué tanto piensas?

—En nada en particular, supongo que aún estoy tratando de procesar todo lo que está sucediendo —contestó la muchacha, tratando de restarle importancia.

—Hablar de ello podría ayudarte a entenderlo. Después de todo, no eres la única que está lidiando con todo esto. Livi y yo hemos pasado por mucho como para juzgar a una mujer en apuros, así que no te preocupes. Estás segura con nosotras —dijo Irene, mirando comprensivamente a Sam—. ¿Cómo llegaste aquí?

—Huyendo —respondió Samantha y su voz se quebró al decir esa palabra—. He estado huyendo todo este tiempo... Salí del estadio como pude, busqué a mi mejor amiga, pero en lugar de encontrarla, me encontré con su exnovio.

—¿El idiota de los «sangrientos»? —interrumpió Olivia.

—¡Livi! —exclamó Irene, reprendiendo a su hija—. Lo siento, Samantha, por favor continúa.

—Sí, ese mismo —respondió la pelinegra, sonriendo levemente ante la curiosidad de la niña—. Le pedí que buscáramos a Ellie, mi amiga. Pero me dijo que ella ya estaba muerta y que todo había sido culpa suya... 

»Aun así, decidimos seguir juntos. Nos encontramos con Nicole, otra amiga mía. Íbamos a ir a su casa y luego al Rascacielos R. Pero ese maldito parque me la quitó... 

Sam no pudo reprimir por más tiempo las lágrimas al culminar su relato y se abrazó como anteriormente había visto a Howard hacerlo. Necesitaba contener la culpa que la consumía.

Irene y Olivia se acercaron a la muchacha, rodeándola con sus brazos, envolviéndola con su vínculo de madre e hija. 

Permanecieron así un rato, sosteniendo las emociones que Sam expresaba, hasta que su llanto se convirtió en sollozos y, finalmente, en silencio y calma.

—Gracias por la comida, Livi —dijo finalmente Sam, limpiando las lágrimas de sus mejillas—. Gracias a las dos.

—No hay nada qué agradecer, entre nosotras tenemos que apoyarnos. Pero en fin, ya es momento de irnos. ¿Qué dices, vienes con nosotras? —sugirió Irene, mientras se ponía de pie y tomaba una mochila.

—¿Cómo? ¿A dónde van? —preguntó la pelinegra, confundida, observando cómo Olivia volvía de la habitación con otra mochila sobre los hombros.

—A casa —respondió la madre de la niña—, es un refugio más seguro y además, los medicamentos que tengo aquí están por agotarse. Los necesito si no quiero perder a mi bebé.

Samantha tardó un momento en responder, no concebía la idea de que una niña y su madre embarazada decidieran exponerse a las condiciones actuales de la ciudad. 

—¿Cuántos medicamentos te quedan aquí? Quizás deberían quedarse un poco más... No sé, al menos hasta que haya noticias sobre la situación. Podría ser arriesgado...

—Ya te dije que las líneas telefónicas están caídas, tampoco hay internet y no sabemos cuando o si es que volverán. La radio funciona, pero solo alcanza a captar algunas estaciones del exterior, no hablan de lo que ocurre en Zahremar. 

»Mis medicamentos solo durarán hasta mañana, sé que es arriesgado, pero no tengo opción —sentenció Irene.

—No te preocupes, yo estoy cuidándola. No nos pasará nada —interrumpió Olivia, tomando la mochila de su mamá y levantándola con ambas manos, no sin un marcado esfuerzo.

—No puedo dejarlas solas —dijo Samantha y, después de reflexionar un momento, añadió—: Quiero asegurarme de que lleguen a salvo. Iré con ustedes y luego me dirigiré a los refugios del rascacielos... Tengo que encontrar a papá.

—¿El señor Harry está bien? —preguntó Irene, visiblemente preocupada.

—No he podido comunicarme con él... Por eso necesito encontrarlo.

—No sabía que el rascacielos tenía refugios... En ese caso, seguramente se encuentra bien y está buscando una solución para todo esto. Ya logró levantar de las ruinas esta ciudad una vez, lo volverá a hacer —aseguró Irene, tratando de reconfortar a Samantha y expresando su completa confianza en Harry Ravenwood—. ¿Qué tan arriesgado crees que sería ir en auto hasta allá?

—Depende de qué tan lejos vivan del rascacielos. Allá afuera es demasiado hostil —contestó la pelinegra, dirigiéndose a recoger su mochila.

—Vivimos en los suburbios, a unas cuantas cuadras de aquí. Solíamos tardar unos veinte minutos de allá hasta acá; claro, antes de mi embarazo... —agregó Irene, mientras observaba a la pelinegra ir por sus cosas y regresar.

—Bueno, pues entonces no hay tiempo que perder. Tenemos que movernos antes de que se ponga el sol. 

Samantha tomó de la mano a Olivia y las tres bajaron las escaleras, dispuestas a enfrentarse al apocalipsis.

A la luz del sol, los rastros de sangre seca, los muebles destrozados y los vestigios de la cafetería expresaban un marcado desasosiego, que Irene captó con un gesto de aflicción. 

Caminó entre los escombros, deslizando sus dedos por las paredes donde aún se podían ver los dibujos infantiles que Olivia había hecho cuando abrieron el lugar un par de años atrás. Soltó un suspiro nostálgico, pues, después de todo, no era fácil despedirse de aquello que tanto le había costado construir. 

Sin embargo, cuando el llanto comenzaba a asomarse, sintió la pequeña mano de su hija agarrándole un par de dedos. Fue suficiente para que su corazón se calmara y se diera cuenta de que no lo había perdido todo e, Inclinándose, depositó un dulce beso en la frente de su niña.

Antes de salir al antiguo callejón, Sam, recordando los métodos de Howard, tomó un trozo de madera astillada y se lo ofreció a Irene, mientras tomaba uno para ella. 

Aunque intentó rememorar, Samantha no encontró un solo escenario en el que recordara a Zahremar tan calmada. El bullicio y el tráfico habían desaparecido, y solo el canto de algunas aves intentaba llenar el aire. 

Mientras avanzaban, algunas palomas se apartaban y luego volvían a posarse en los charcos de sangre, vísceras y basura. Otras revoloteaban para posarse en las cornisas de los diferentes locales, muchos de ellos en peor estado que la cafetería de Irene. Sin embargo, en algunos de esos lugares, podían verse tablones colocados a modo de protección. 

A Sam le alivió pensar que, detrás de esas puertas y ventanas cerradas, había otros sobrevivientes. La idea de acercarse a corroborarlo pasó por su mente, pero no se sentía con el derecho de arriesgar a alguien más en su autoimpuesta odisea hacia el rascacielos.

Por otro lado, Irene intentaba tapar los ojos de Olivia, pero parecía que la niña quería acostumbrarse a la crudeza de la realidad y, con sus manos, apartaba de su vista las de su madre. 

Continuaron avanzando hasta el final del camino, que se abría hacia la derecha y continuaba en un estrecho y largo callejón que conectaba con una de las avenidas principales. El nerviosismo en ellas aumentaba, pues no les parecía normal el hecho de que hasta ese punto no se hubieran encontrado con ningún merodeador. 

Fue Olivia quien intentó expresar la incomodidad generada por el suspenso, pero de su garganta solo logró salir una especie de chillido, que fue sofocado por su madre, quien colocó su mano sobre la boca de la niña.

—¿Escuchan eso? —susurró Irene, deteniéndose en seco y protegiendo a su hija con sus brazos.

El sonido vago de un insistente golpeteo llegaba desde el otro lado del callejón. Samantha se puso al frente, blandiendo el trozo de madera, mientras la intensidad de los golpes aumentaba a medida que se acercaban. 

Hizo un gesto a sus compañeras para que se quedaran quietas y avanzó sola hacia el final del callejón. Frente a ella se extendía una de las avenidas principales y, al verla, se sintió pequeña en comparación con la magnitud de la destrucción. Pero su concentración no flaqueó y siguió el ruido hasta su origen. 

Vio a un merodeador, o lo que quedaba de él, golpeando con fuerza el guardafangos del vehículo bajo el que estaba atrapado. El automóvil se había estrellado contra uno de los castaños de la avenida, y en el interior de este, Sam pudo ver los cadáveres de una pareja que, asumió, habían muerto en el accidente.

Los movimientos de la criatura se volvieron frenéticos al notar la presencia de la chica. Samantha dio un par de pasos hacia atrás y en ese momento, el merodeador soltó un grito que resonó un par de veces antes de que, desesperada, la joven hundiera con fuerza el trozo de madera en el cráneo de la criatura, poniendo fin a sus quejidos. 

Cuando se aseguró de que el peligro había pasado y de que no había más merodeadores alrededor, hizo una señal a Irene y Olivia para que se acercaran. La calma volvió cuando se reunieron, pero poco duró. 

Gritos guturales, como ecos del anterior, comenzaron a resonar desde varias direcciones.

—¡¿Hacia dónde vamos, hacia dónde queda tu casa?! —exigió saber la pelinegra.

—¡No falta mucho, es hacia allá! —indicó Irene, señalando al otro lado de la avenida y tomando la mano de la chica, dispuesta a cruzar la calle.

Avanzaron lo más rápido que pudieron, pero la ansiedad crecía. Los lamentos eran más numerosos y ya no podían discernir desde qué direcciones venían. 

Mientras corrían, Olivia trataba de enjugar sus lágrimas e Irene las condujo hacia otro callejón, hasta que finalmente entraron por la puerta de un edificio de al menos cuatro pisos.

—¡Ya casi llegamos! —exclamó, mientras subían las escaleras hacia el primer piso.

Se detuvieron frente a una puerta marcada con el número «02», y al clamor se sumaron rápidos pasos resonando en las escaleras, provenientes de arriba y abajo. 

Irene, temblando por la adrenalina y la desesperación, sacó su llave, la insertó en la cerradura y la giró con tanta fuerza que la rompió, pero aún así consiguió abrir la puerta. 

Las tres entraron y Olivia corrió hacia su habitación, mientras Samantha e Irene se quedaron tras la puerta, resguardándola, hasta que los sonidos del exterior se dispersaron.

Permanecieron calladas durante un rato, expectantes ante el silencio, cuidándolo, como si al hacerlo protegieran también su nuevo refugio. 

En el afán de dejar atrás el miedo que la persecución le había provocado, Samantha preguntó:

 —¿Estás bien, te lastimaste?

—Sí, estamos bien, por fortuna —suspiró Irene con alivio, relajando su respiración y acariciando su vientre con las manos—, incluso diría que más que bien, porque alguien se nota bastante cómodo.

—¿Qué quieres decir? ¿Dejó de moverse? —preguntó Samantha, alarmada, buscando signos de movimiento en el vientre de Irene.

—Tranquila, aún se mueve. Solo me sorprende que esté tan calmado en una situación así... Parece que el pequeño Harry será un niño bastante perezoso —aclaró Irene después de soltar una suave risa, conmovida por la preocupación de Samantha.

«¿Cuántos Harrys caben en una Zahremar?»—murmuró la chica, recordando la ironía de Howard.

—¿Qué? —preguntó Irene.

—Nada, nada, solo me pareció gracioso que tenga el mismo nombre que papá.

—Es justamente en honor a él que decidimos llamarlo así. Tu padre se ha esforzado mucho por esta ciudad, y con eso ha ayudado a más gente de la que podrías imaginar... —confesó la castaña con cierto cariño, esperando que con ello el ánimo de la pelinegra mejorara, mientras echaba varios seguros a la puerta.

Samantha no respondió, solo se limitó a esbozar una desganada sonrisa.

—Entiendo que a veces la realidad pareciera querer hundirte. Sobre todo esta realidad... —agregó Irene con amable ironía y, luego de una solemne pausa, avisó: 

»Tengo que buscar a esa pequeña miedosa, seguramente está oculta bajo su cama y no saldrá si no voy por ella.

Antes de irse pellizcó suavemente la mejilla de Samantha. Ella la vio alejarse y desaparecer tras una puerta decorada con la figura de un adorable pingüino de madera, que entre sus aletas sostenía un letrero que ponía: «Iglú de Olivia». 

El apartamento en el que se encontraban no era grande, lo que le permitió a Samantha explorarlo con la vista casi en su totalidad: frente a ella estaba el comedor y, unos pasos más adelante, la sala. 

Caminó hasta allí, se dejó caer en el sofá más grande y se hundió en la comodidad que los contornos acolchados del mueble ofrecían. 

Mientras prestaba atención al entorno, notó el inmenso contraste entre el estilo de vida que llevaba en la mansión Ravenwood y el que estaba presenciando en ese momento pues, su sola habitación abarcaba fácilmente más de la mitad del departamento. 

Cuando Irene tardó más de lo que Sam esperaba, la mirada de la muchacha se centró en los detalles que adornaban el pequeño hogar: había al menos un cuadro colgado en cada pared y varias fotografías dispersas por los muebles. 

Algunas mostraban a Olivia, otras a Irene y la mayoría a ambas. Incluso había algunas fotos de su padre, Harry, en una de sus incontables apariciones públicas. Sin embargo, dos fotografías destacaban por encima del resto. 

En la primera, Olivia era una recién nacida, envuelta en mantas y sostenida en brazos por Irene, quien se veía perfectamente arreglada: un tenue labial rojizo adornaba sus labios carnosos y su cabello ondulado estaba cuidadosamente peinado hacia un costado. 

Pero el maquillaje no ocultaba el cansancio y la tristeza expresados a través de un gesto afligido y el oscuro café de sus pupilas apagadas. 

En la segunda, Olivia parecía tener por lo menos tres años y vestía un overol que probablemente había sido de un color azul más oscuro, pero en esa imagen aparecía deslavado y manchado casi por completo de lodo; la madre la abrazaba por detrás y su higiene no era muy diferente a la de la pequeña: aunque se encontraban sucias y despeinadas, ambas permanecían sonrientes.

Samantha se puso en pie y se acercó al mueble bajo el televisor, donde estaba la última fotografía. La tomó entre sus manos y apreció con cariño la similitud que tenía con otra imagen que conocía bien: una en la que aparecía ella misma junto a su madre: Sofía Ravenwood. 

Sin embargo, ese cálido sentimiento pronto se convirtió en una amarga envidia pues, a pesar de sus esfuerzos, Samantha no podía evocar algo más tangible y real. Buscó en su mente algún recuerdo que le permitiera reconocer la calidez de los brazos de su madre o incluso el sonido de su voz. 

Pero, lo único que se presentaba una y otra vez eran imágenes atrapadas en el tiempo, momentos de los que nunca estuvo segura de haber vivido.

El sonido de la puerta al abrirse la rescató de las emociones que comenzaban a acumulársele en pecho, enredándose en su garganta, volviéndose cada vez más difíciles de tragar.

—¡Que sí, mami, que quiero hacerlo sola! 

Se escuchó la voz de Olivia, mientras Irene salía de la habitación.

—Está bien, ya entendí, tómate tu tiempo —contestó la madre, entre risas sutiles mientras escuchaba la puerta cerrarse tras ella. 

»Todavía no me acostumbro a que quiera tener su privacidad —añadió la mujer con un suspiro, mientras caminaba hacia donde estaba Sam. La miró con la fotografía entre las manos y, sonriente, continuó hablando: 

»La tomamos hace año y medio, creo que ese fue uno de los mejores días que he tenido. El plan era ir al parque y luego al Crowies & Chill de la avenida Bon Schultz, pero comenzó a llover y nos refugiamos bajo una palapa, la lluvia se extendió. Olivia estaba cada vez más decepcionada.

»De pronto se resbaló y cayó sobre un gran charco de lodo. Me alarmé porque pensé que comenzaría a llorar, pero no, solo empezó a reír y a chapotear, para luego invitarme a saltar con ella. Se veía tan feliz que no dudé en unirme. Ni siquiera recuerdo a qué hora regresamos a casa...

—Quizá lo importante para ella solo era pasar un rato contigo. Pero, si solo estaban ustedes dos, ¿quién tomó la fotografía?

—Leo... Me pregunto qué habrá sido de él. Ojalá esté bien.

—Supongo que el padre de Olivia, ¿verdad? ¿Qué pasó con él?

—No, para nada. El señor Raúl Amaya ni siquiera estuvo presente en el nacimiento de su hija —espetó Irene, con un tono de molestia en su voz.

—Oh, lo siento... No quiero parecer demasiado invasiva. Si es un tema delicado, no quise tocarlo.

—Está bien, no te preocupes. No lo necesitamos en ese entonces y no lo necesitamos ahora. No, Leo era un viejo amigo del que me terminé enamorando. Pero es una larga historia, no creo que quieras escucharla —soltó la mujer, con cierta modestia, pues más allá de querer guardárselo para sí, era evidente que necesitaba a alguien que la escuchase. 

Samantha lo notó de inmediato, conocía bien esa expresión: era la misma que usaban sus amigas cuando necesitaban desahogarse.

—Bueno, parece que Olivia no va a salir en un buen rato. Así que, si no te importa, me gustaría escucharla —concluyó Samantha con una sonrisa.

●●●

El aroma del café recién hecho envolvió los sentidos de la pelinegra, mientras Irene vertía el líquido caliente en unas pintorescas tazas a través de un colador.

—Leo fue mi amigo desde los primeros días de bachillerato. Nos sentíamos gigantes por entrar en esa nueva etapa. Era un nuevo colegio y yo solía ser muy tímida, pero él siempre fue amable conmigo. 

La mujer se acercó al sofá donde estaba la joven y se sentó junto a ella, ofreciéndole una de las tazas. 

—Ten cuidado, está caliente. A las pocas semanas conocí a su familia y me aceptaron como si fuera un integrante más. No me gustaba llegar a mi casa, así que solo fue cuestión de tiempo para que nos volviéramos inseparables.

—¿Entonces salías con él? —preguntó Sam, tras darle un pequeño sorbo al café y quemarse ligeramente los labios.

—No, no, Leo y yo nunca fuimos más que mejores amigos. Aunque todos bromeaban con que terminaríamos juntos. Y sí, pero no. 

»Después de eso, conocí a Raúl, justo el primer día que entramos a noveno. Separaron a nuestro grupo porque, según las directivas del colegio, necesitábamos «salir de nuestra zona de confort», una tontería si me lo preguntas, y aunque Leo y yo continuamos siendo cercanos, ya no fue lo mismo que antes.

—Entiendo lo difícil que debió ser para ti alejarte de Leo... Una amistad así no se encuentra en cualquier lugar —comentó Samantha, mientras enredaba la pulsera de su muñeca con su dedo índice.

—Sí, sobre todo porque, aparte de él, el único vínculo importante que tenía en ese momento era mi abuela. 

»Pero Raúl llegó a cambiar eso. Tenía una personalidad que simplemente no podías ignorar: enérgico, siempre dispuesto a dar su opinión y a defender lo que consideraba correcto. Por eso, al principio me pareció muy arrogante —soltó Irene, con una risita nostálgica.

—Si hubiéramos sido compañeras, quizás habrías pensado lo mismo de mí. 

Sam rio junto a ella, un tanto avergonzada por la similitud.

—¿Cómo podría llevarme mal con una señorita tan adorable como tú? —contrarrestó Irene, sonriéndole a la joven. 

Luego dio un sorbo a su café y continuó: 

»Raúl tampoco me caía mal, porque fue el único que se acercó a la adolescente rara y tímida que yo seguía siendo. No pasó mucho tiempo antes de que me enamorara perdidamente de él. Siempre estaba ahí, dispuesto a escucharme y a asegurarse de que también fuera escuchada por los demás. Comenzamos a salir pocos meses antes de entrar a décimo. Pero ambos éramos demasiado inexpertos en cuestiones de amor y ambos anhelábamos lo que tanto nos hacía falta: una familia.

—¿Y decidieron tener a Olivia?

Justo en ese momento, la puerta de la habitación de Olivia volvió a abrirse, y Samantha e Irene voltearon para ver a la niña salir. Sin prestarles atención, se dirigió a la terraza de lavado. Allí llenó una cubeta con agua hasta la mitad, tomó una escoba, un trapo y, cargando todo eso, regresó a su cuarto cerrando la puerta tras de sí.

—Parece que alguien se tomó lo del aseo muy en serio —comentó Irene, sorprendida pero enternecida por la diligencia de su hija. 

Luego, volvió a dirigirse a Samantha: 

—Sí, pero no. No lo planeamos, pero cuando nos enteramos, aunque estábamos asustados, nunca pasó por nuestra mente interrumpir el embarazo. Planeábamos rentar un apartamento en las afueras de la ciudad, donde es más económico. Él trabajaría mientras yo continuaba estudiando, y así los tres saldríamos adelante. 

»Nos llenamos de sueños que nunca se cumplieron. 

La voz de Irene se quebró con esa última oración y algunas lágrimas se asomaron por sus ojos. 

—Lo siento, no suelo hablar mucho de esto. Por eso me pone un poco sensible.

Samantha experimentó en carne propia el dolor que esos recuerdos todavía infligían. Dejó ambas tazas de café a un lado, sobre la mesa frente al sofá, y acogió las manos de Irene entre las suyas.

—No tienes que disculparte.

—Un día me dijo que había conseguido un nuevo trabajo en otra ciudad y que le habían pedido quedarse algunos días para saber si lo contrataban o no. Yo me asusté, porque no faltaba mucho para que diera a luz, lo necesitaba conmigo. Pero él insistió. 

»Discutimos, y entre gritos me dijo que se sentía estancado, que quería hacer algo con su vida; le reclamé, le dije que habíamos prometido crear una familia juntos, que nuestra hija pronto nacería y con ello tendríamos lo que siempre quisimos, que si eso no le era suficiente. Él me contestó que no lo sabía. Hizo una pequeña maleta con la poca ropa que tenía y salió la mañana del día siguiente, ni siquiera se despidió de mí. Jamás volvió.

Irene permaneció en silencio y Samantha no supo qué decir. 

—No recuerdo en qué momento me cansé de buscarlo. Su padre había muerto y no conocía a ningún otro de sus familiares, pero creo que era porque no tenía a nadie más. Olivia nació una semana después de que él se fuera, y yo vine aquí a vivir con mi abuela. 

»Por desgracia, ella también murió, pero al menos Livi pudo disfrutar un cumpleaños a su lado. Aún hoy extraño sus anticuados consejos y ese afán que tenía por intentar animarme con sus arepas con queso.

Irene se percató de que su historia también estaba afectando a Samantha. Entonces, queriendo darle un toque más esperanzador, avanzó su narración hasta tiempos más actuales:

—Afortunadamente, en esos años tu padre impulsó varios proyectos que nos ayudaron a mejorar nuestras vidas. Entre ellos, el servicio de guardería gratuito para las madres solteras de Zahremar, así como la posibilidad de continuar con nuestros estudios sin ningún costo y, además, me permitió trabajar para la compañía Ravenwood. 

»No te voy a mentir, no fue nada sencillo. Pero si no fuera por Harry, no sé qué hubiera sido de nosotras.

—Por lo que me cuentas, no creo que debas subestimar tu esfuerzo ni el de Olivia. Yo ni siquiera puedo imaginar todo lo que tuvieron que enfrentar...

Aunque las palabras de Samantha originalmente estaban destinadas a elogiar el esfuerzo de Irene, también resonaron en su interior, pues eran ciertas: aún no podía comprender una realidad tan dura y diferente a la suya; eso la confundía y, tratando de evitar otra confrontación interna, decidió volver al tema que inició la conversación: 

—Si Raúl nunca regresó y terminaste con Leo, ¿quién es el padre del bebé?

—Leo es el padre, solo que nunca se enteró —respondió la mujer con firmeza y tomó un largo sorbo de su café, fijando la mirada en el oscuro líquido. 

Se notaba la incomodidad que el tema le causaba, pues era la única decisión en su vida que no había tomado con la certeza que hubiera deseado.

El cambio en el estado de ánimo de Irene no pasó desapercibido para Samantha. Dejó que el silencio se estableciera entre ellas y este se prolongó durante unos breves momentos, antes de que una vocecita infantil lo interrumpiera:

—¿Por qué no me esperaron para comer? —se quejó Olivia, haciendo un puchero, captando la atención de Sam e Irene, que la observaron. 

Pudieron ver manchas de polvo y agua en su ropa, así como gotas de sudor deslizándose por sus rizos y humedeciendo su rostro.

—No es así, Livi, solo estábamos tomando un café y conversando. Justamente te esperábamos. Aunque, ¿quieres volver a comer? No ha pasado mucho desde el desayuno. 

Irene recibió aliviada la aparición de su hija, aprovechó para levantarse y llevar su taza al fregadero.

—Ese es mi secreto, mami: yo siempre tengo hambre —respondió la niña con una sonrisa traviesa y se acercó al refrigerador, lista para saquearlo.

—Alto ahí señorita, primero ve a bañarte —interrumpió su madre, interponiéndose entre la pequeña y la nevera.

Olivia respondió con un gruñido de resignación, pero antes de aceptar las indicaciones, decidió negociar. 

—¿Puedo llevar a Samantha a mi habitación primero? Tiene que conocer el lugar donde va a dormir y puede acomodar sus cosas mientras me baño.

Irene asintió con la cabeza, dedicándole una sonrisa de complicidad a su hija. Entonces Olivia, entusiasmada, tomó la mano de Samantha y la dirigió hasta su cuarto.

—Gracias por el café —fue lo único que pudo decir la pelinegra, antes de que la niña cerrara la puerta de su habitación, con ambas dentro.

—Aquí puedes poner tu mochila. Los zapatos van acá y esta es mi cama, aquí vas a dormir. 

Olivia llevó de la mano a Samantha de un lado a otro, señalándole los lugares que creía importante que conociera. 

—Ponte cómoda mientras me baño —invitó la pequeña, al tiempo que se dirigía a su ropero y alistaba lo necesario para ducharse.

—Gracias, Livi. Se nota que te esforzaste limpiando. Tu iglú se ve muy lindo. 

Olivia respondió con una sonrisa y el característico rubor en sus mejillas se intensificó. Salió contenta de la habitación, dejando la puerta entreabierta.

La pelinegra se sentó en la cama y frente a ella, observó un librero blanco lleno de libros de animalitos y juguetes pequeños. Junto a él, se encontraba un escritorio en el que suponía, Olivia hacía sus tareas. Sobre el escritorio había marcadores, crayolas y colores organizados en cilindros y cajas de plástico manchadas de pintura . 

La nostalgia invadió a Samantha, ya que ese espacio no era muy diferente del que tenía cuando aún jugaba con muñecas. Esta sensación se acentuó cuando encontró los mismos libros de texto que había usado en su primer grado de primaria en el Centro Educativo Ravenwood.

—No los han cambiado desde entonces... —murmuró, pero luego volvió su atención a lo que inicialmente la había captado. 

A su izquierda, al pie de la cama y frente a la caja de juguetes, había un fuerte, construido con sábanas gastadas por los años, que ocupaba al menos una cuarta parte de la habitación. 

Samantha se levantó y, procurando no dañar la creación de Olivia, levantó un poco la sábana para ver lo que había dentro: una lámpara colgante arrojaba una luz tenue y cálida, que, junto a los cojines de colores que cubrían el suelo, la llevaron a esos años en que sus preocupaciones no eran más grandes que unas galletas mal horneadas.

—¿Te gusta mi fortaleza? Se supone que es un iglú, pero parece más un iceberg —interrumpió la dulce voz de Olivia, quien regresó junto a Samantha con una toalla enrollada en la cabeza.

—Sí, me gusta mucho. Aunque parezca un iceberg, es un lugar cálido. ¿Puedo entrar?

La niña asintió con una mal disimulada emoción, que se desbordaba a través de sus ojos.

—¡Tienes un Crowie

Apenas entró, Samantha recogió el peluche de un pequeño cuervo y se acomodó en los cojines:

—¿Cómo lo conseguiste? Es idéntico al que yo tenía. Tu mamá me dijo que te gusta Crowies & Chill, pero no pensé que tanto. ¿Sabías que fui a la inauguración de su primer restaurante en la ciudad?

—¡Sí! Digo no, no lo sabía. A Sam lo conseguí la última vez que fui con mamá. Ahora soy una leyenda allí. Los mil tickets que pedían por él no pudieron contra mí. 

Aunque al principio los nervios de Olivia fueron evidentes, mientras trataba de desconocer y cambiar partes de su respuesta, su actitud cambió cuando compartió su hazaña, e incluso levantó el puño en señal de victoria.

—¡¿Mil tickets?! La última vez que intenté conseguir otro, pedían la mitad. Ni siquiera en una semana logré juntar tantos. Luego ya no tuvo sentido conseguirlo y me di por vencida.

—¿Y para qué querías otro?

—Pensé que podría hacer feliz a alguien que en ese momento parecía necesitarlo.

—¿Era tu novio? —preguntó con picardía la chiquilla.

—No, para nada —respondió la muchacha, entre risas—. Era alguien que pensé que podría ser un buen amigo. Además, tenía tu edad. Todavía no se me pasaba por la cabeza tener un novio. ¿O es que a ti sí? —contraatacó Samantha, devolviendo la pregunta con la misma picardía.

Olivia permaneció callada y bajó su vista hasta sus dedos, que inquietos, se empujaban unos a otros.

—¿Sí? ¿Sí, verdad? —preguntó de nuevo la pelinegra, emocionada por haber dado en el blanco.

—Hay un niño en mi salón, se llama Tobías, pero yo le digo Toby. Es muy bonito y siempre compartimos nuestro almuerzo en el recreo. Además, también le gusta ir a Crowies. Ahí fue nuestra primera cita.

—¡Livi tiene novio, Livi tiene novio!

—¡Cállate! —ordenó la pequeña, avergonzada, lanzando cojines hacia Samantha, aunque esto no impidió que la muchacha continuara canturreando entre risas.

—Espera, espera, ¿tu mamá sabe? 

Samantha bajó la voz para guardar la complicidad que pensó había quebrantado.

—¿Pues quién crees que me llevó a mi cita con él? Obvio lo sabe —respondió Olivia, indignada.

—Disculpe, no quise dudar de su honestidad, señorita de Tobías.

Ambas se miraron e inevitablemente comenzaron a reírse, cómodas la una con la otra. Pasaron la tarde jugando, con Olivia llevando siempre la batuta: tuvieron una frenética guerra de almohadas, que se detuvo cuando uno de los proyectiles impactó en la lámpara y esta no volvió a encender. 

También representaron la escena de una vieja película animada: sacaron todos los juguetes de animales que había en una caja al pie de la cama y los organizaron para que pudieran presenciar al protagonista, que en su versión no era un pequeño león, sino Pingu. 

En algún momento de la tarde entró Irene con una bandeja de comida para las tres, la cual dejó en el escritorio de su hija y luego se unió al juego, que para ese punto se había transformado en un improvisado musical invernal, donde los peluches y los juguetes eran el público.

Cuando el crepúsculo comenzó a caer, se sentaron a comer y la charla que siguió giró en torno a lo que habían jugado, a lo que querían jugar y a lo que jugarían, aunque nadie se atrevió a aclarar cuándo lo harían. 

Irene se despidió de ellas antes de que los últimos rayos del sol abandonaran la habitación, lo cual alivió a la pequeña, ya que no tuvo que explicarle a su madre el motivo por el cual la linterna ya no prendía. 

Las dos nuevas amigas se quedaron acostadas en el colchón, combatiendo la oscuridad con una pequeña linterna de mano, leyendo un libro que la niña había sacado de su mochila.

—«Esta flor vivirá pocos días, Platero, pero su recuerdo ha de ser eterno. Será su vivir como un día de tu primavera, como una primavera de mi vida» —leyó Samantha en voz alta, pero no pudo continuar después de este fragmento porque comprendió de inmediato la realidad que las palabras intentaban expresar. 

»No recuerdo haber leído algo tan profundo cuando era niña...

—¿Profundo? ¿Hablas de esas frases difíciles de entender? A mí me gustan, aunque muchas no las entienda. Me hacen sentir que él ama al burrito como si fuera su familia. Por eso es mi libro favorito, porque me hace imaginar que un pingüino podría quererme tanto como yo a él. 

Después de decir esto, Olivia abrazó con fuerza a Pingu y se acurrucó bajo el brazo de Samantha. La muchacha envolvió entre sus brazos a la niña junto con su peluche y preguntó: 

—¿Y cómo piensas tener un pingüino en un lugar como Zahremar?

—No soy tonta, ya sé que un pingüino no puede vivir aquí, están hechos para vivir en el hielo. Cuando sea grande, trabajaré en la Antártida y le preguntaré a un pingüino si quiere ser mi amigo.

—Podrían construir un iglú juntos —propuso Samantha, conmovida por los sueños de su pequeña amiga.

—Los pingüinos no pueden construir iglús, sus aletas son para nadar, no para cargar hielo —corrigió la niña, frunciendo el ceño en desaprobación.

—Te creo, no tiene sentido dudar de una experta en pingüinos. ¿Llevarás a tu madre contigo?

—Sí, no voy a dejarla sola —respondió la niña, esbozando un gesto de preocupación.

—Pero no vas a dejarla sola, estará con tu hermano y ahora que somos amigas, seguramente también conmigo.

—¿Entonces seguirás viniendo cuando todo esto termine? —preguntó la pequeña, con una notable ilusión iluminando sus ojos.

—Claro, de hecho, lo primero que haremos será ir a Crowies. No puedo permitir que hayas superado mi récord de tickets.

Una sonrisa se dibujó en los labios de la pequeña y cerró los ojos.

—Gracias por no irte... —bostezó y restregó sus párpados con las yemas de los dedos—. Mamá se pondrá muy feliz, tal vez así deje de llorar por las noches...

El nudo que se le formó en la garganta obligó a Samantha a permanecer unos segundos en silencio, recordando la historia que Irene le había contado unas horas antes. Pero decidida a no alterar la calma que se había generado entre ellas, volvió a tomar el libro.

—Te ves cansada, ¿no te pondrás tu pijama antes de dormir? Mañana en el rascacielos podemos terminar de leer —sugirió la muchacha mientras entrelazaba el cabello de la niña entre sus dedos.

—No, no quiero. Quiero seguir escuchando tu voz.

Samantha siguió leyendo la parte faltante del capítulo que habían pausado y, al notar que la niña aún no se había dormido, continuó con el siguiente. Cuando este terminó, la muchacha cerró el libro y observó a la pequeña finalmente dormida, abrazando a Pingu. 

Apagó la linterna, se levantó de la cama con cuidado para no despertar a la niña, le acomodó la cabeza sobre la almohada y la arropó con un par de mantas.

—Gracias a ustedes por encontrarme... —murmuró antes de salir de la habitación.

Al entrar al pasillo, se encontró con Irene, que a su vez estaba saliendo del baño.

—Justo a tiempo, la ducha ya está lista. Te dejé ropa limpia junto al lavamanos. 

—No, gracias, no hace falta... —rechazó la pelinegra, ya que no pretendía causar más molestias—. Solo dime dónde puedo dormir, Livi se quedó dormida en su cama.

—¿Cómo que no hace falta? Anda, ve a bañarte. Cuando termines, puedes dormir en mi cuarto. —Irene insistió y tomó la mano de la chica para conducirla al baño.

—Eres una hermosa persona y una gran madre, es muy fácil notarlo, sobre todo cuando Olivia sonríe. 

De manera abrupta, Samantha confesó con esas palabras los sentimientos que le provocaba el cálido refugio brindado por sus dos nuevas amigas. Sintió que debía corresponder tanta amabilidad de alguna forma.

La mirada de Irene se cristalizó y unas cuantas lágrimas amenazaron con salir, pero rápidamente las limpió con sus mangas.

—Anda, no te tardes, tú también necesitas descansar. Yo te dejo, estoy muy cansada... 

La mujer se dirigió entonces hacia el cuarto de su hija, pero antes de entrar, se volvió de nuevo hacia Samantha y agregó: 

—Gracias por jugar con Olivia, quizás no te lo dijo, pero te admira. Esta tarde significó mucho para ella.

Ambas se regalaron una sonrisa y luego de eso, Irene fue a dormir y Samantha se encerró en el baño. Al estar ahí, no lo pensó demasiado: abrió las llaves de la ducha, se quitó la ropa y soltó un gran suspiro cuando el agua tibia acarició su cuerpo. Sintió que cada gota que se deslizaba se llevaba consigo un pedacito de sus preocupaciones, arrastrándolas por el drenaje, lejos de ella. 

Cuando hubo terminado, cerró el paso del agua, envolvió su cuerpo con una toalla, caminó hasta el lavamanos y se encontró con su reflejo en el espejo. Decidida, no apartó la vista, buscando enfrentarse a algo que le daba miedo no reconocer: 

Aunque su piel había palidecido, el tenue rosa que daba vida a sus mejillas no había desaparecido por completo. Sus pestañas y ojeras hacían evidente cuánto había llorado y, sobre sus labios resecos y agrietados, reconoció su fragilidad. Su cabello, aunque aún mojado, se le figuró quebradizo. 

Pero fue en su mirada donde encontró el dolor y la ausencia causados por la muerte que, voraces, consumían el brillo de sus ojos, como si Ellie y Nicole intentaran llevárselo con ellas. Sin embargo, Samantha sonrió, pues aún podía reconocerse en esa imagen desgastada y consumida, proyectada por el espejo.

●●●

Incluso el sonido de las llaves entrando en los cerrojos y el crujir característico de las maquinarias internas accionándose al abrir, lograron acelerar el pulso de Samantha, quien de nuevo se encontraba enfrentándose al apocalipsis, dudando cada vez más de sus motivos, pensando en si estos eran suficientes para continuar con su viaje hacia el rascacielos.

Pero, ¿a qué otra cosa podía aferrarse? Olivia e Irene la siguieron de cerca cuando abrió la puerta y salieron, mirando en todas direcciones, percatándose inmediatamente de la soledad y el silencio en el que se encontraban.

—¿Por qué siempre todo está tan calmado? —susurró la muchacha para sí misma.

—Esa es la puerta de la que te hablé —dijo Irene también entre susurros, señalando una vieja puerta metálica al final del pasillo.

Mientras caminaban, Olivia no dejaba de mirar el suelo, atenta a la multitud de pisadas marcadas con sangre sobre el suelo, intentando descifrar la dirección hacia la que estaban orientadas, pero le resultó imposible: no tenían un orden, parecían la marcha de un caótico y sanguinario ejército. 

Una vez en la puerta, Samantha sacó el manojo de llaves que Irene le había dado y escogió la llave con la apariencia más antigua para introducirla en la perilla. 

Al abrir la vieja puerta, el sonido crujiente del óxido resquebrajándose fue más ruidoso de lo que esperaban y viajó a lo largo del pequeño túnel que recorría toda la altura del edificio, donde se encontraban las escaleras de mano. Permanecieron en silencio, aterradas, esperando una respuesta. 

Después de unos segundos, Samantha tomó la iniciativa y comenzó a bajar. Olivia e Irene la siguieron y las tres descendieron hasta el sótano. 

Al llegar, la primera en abandonar la seguridad de las escaleras fue la pelinegra, quien le indicó a sus compañeras, con una señal, que esperaran mientras ella exploraba: El sitio estaba oscuro y por ello sus sentidos, al principio, solo recogieron un constante chirrido que identificó como el de una maquinaria insistiendo en cumplir su labor.

—Puerta de reja, puerta de reja... —murmuró la pelinegra, recordando las instrucciones de Irene mientras intentaba guiarse a tientas por la oscuridad.

Casi soltó un grito cuando entre la penumbra pudo distinguir varias sombras humanas repartidas por el sótano, pero guardó la calma y enfocó su atención: casi no se movían, no habían reaccionado a su presencia.

Samantha regresó con sus compañeras para advertirles del peligro:

—Hay merodeadores en el estacionamiento, si enciendo la linterna sabrán que estamos aquí.

—¿Son muchos? ¿Qué es ese sonido? —Irene preguntó, dudando de si aún existían posibilidades de continuar con el plan.

—No sé de dónde viene ese ruido y no veo muy bien, pero hay al menos unos cinco. Quizá podríamos evadirlos... ¿Tu auto está muy lejos?

—No, suelo dejarlo alejado de la entrada, como ahora no lo uso mucho... —respondió la mujer, ya cansada de sostenerse en la escalera por tanto tiempo.

—Entonces tenemos que arriesgarnos.

Samantha ayudó a bajar a Olivia e hizo lo mismo con su madre. Una vez juntas, se dirigieron hacia la salida. 

Los segundos parecían alargarse con cada paso que daban, e intentando hacer el mínimo ruido posible, se escabulleron entre la oscuridad, cambiando de rumbo cada vez que se sentían demasiado cerca de un merodeador.

—En cuanto quite el seguro, nos notarán. Así que cuando lo haga, tendremos que entrar rápido —murmuró Samantha cuando hubieron llegado al vehículo.

Madre e hija asintieron y Samantha, con el manojo de llaves en la mano, escogió la del automóvil y presionó el botón para liberar los seguros. La máquina encendió fugazmente sus luces y emitió un único pitido, que fue suficiente para alertar a los merodeadores. 

Las tres subieron rápidamente y Samantha no tardó en encender la máquina. Desesperada y llena de adrenalina, apenas distinguió la puerta del estacionamiento (gracias a la luz que se filtraba por ella desde el exterior), metió reversa y pisó el acelerador tan fuerte, que arrolló a un par de merodeadores, dejando sus cuerpos estampados contra una columna de concreto. 

Giró hacia la salida, cuya puerta automática intentaba cerrarse, pero un cadáver se lo impedía. Entonces volvió a acelerar y antes de abandonar el edificio, sintió cómo las llantas trituraban el cuerpo cuando pasaron sobre él, pero no dejó de acelerar: a través del retrovisor vio la puerta cerrarse.

La protección que el auto les brindaba les dio la suficiente calma como para recuperar el aliento y, aunque ninguna se atrevió a romper el silencio de inmediato, se dirigieron algunas miradas que expresaban una mezcla de complicidad y triunfo. Después de todo, habían concluido con éxito la primera (y quizá más difícil) parte de su viaje.

Aún así, y aunque ya llevaban unos minutos conduciendo, Olivia permanecía callada, mirando por la ventana hacia un punto que parecía inamovible.

—¿Pasa algo, Livi? —preguntó Irene, colocando una mano sobre el hombro de su hija. 

Pero la niña solo negó con la cabeza y buscó refugio bajo el brazo de su madre, quien de inmediato supo lo que su hija necesitaba: la envolvió entre sus brazos, dejó un beso sobre sus cabellos y la acercó lo más que pudo hacia ella. Entonces se dirigió a Samantha, quien también parecía un poco intranquila:

—Tenemos suerte de que la ciudad esté tan calmada... Creí que para este momento nos estarían persiguiendo, otra vez.

—Que el auto no haga mucho ruido es una gran ventaja —respondió Samantha, concentrada en el camino, con las manos rígidas sobre el volante. 

Había pasado bastante tiempo desde la última vez que condujo y no tenía intenciones de cometer errores.

—También parece que alguien está entreteniendo a esas cosas —añadió la mujer, enfatizando en los sonidos de disparos que comenzaban a sonar en calles aledañas, mientras miraba hacia atrás, buscando el origen de los mismos, sin éxito. 

Olivia se aferró aún más al abrazo de su madre, quien agregó: 

—Quizá sean sobrevivientes... ¿Deberíamos ir?

—No, no falta mucho para llegar al rascacielos.

Sam trató de mantenerse enfocada y resistir su deseo de buscar otro rastro de vida y negó con la cabeza sin apartar la vista del camino, pues a la distancia, al final de la avenida, ya se podía observar la fachada tan característica del Rascacielos R. 

Sin embargo, su atención terminó desviándose cuando, por encima de los disparos, se elevó un grito de desesperación: «¡NO, NO, NO!», sólo para desvanecerse al mismo tiempo que resonaba un último y seco disparo. 

La impotencia creció desde su abdomen y subió hasta su pecho. La culpa que sentía por haber abandonado a tantas personas en su camino desde el instituto, y que tanto se esforzaba por reprimir, había regresado. 

Redujo la velocidad del automóvil y giró su rostro hacia Irene y Olivia, como si en sus miradas buscara ayuda para reafirmar su decisión, pero en ellas solo encontró miedo.

De pronto, sintió el impacto de la bolsa de aire abriéndose contra su pecho e instintivamente pisó el freno, pero era demasiado tarde: el frente del auto se había empotrado contra la parte trasera de una camioneta, cuyas alarmas comenzaron a sonar. 

Las tres supieron de inmediato lo que eso significaba. Samantha, desesperada, luchando por apartar la bolsa de aire, buscó a tientas la palanca de cambios y, tan pronto como la sintió, la colocó en reversa. 

Los gritos de los merodeadores no tardaron en llegar y, mezclados con el estruendo del auto de enfrente, indujeron a Samantha a un nuevo estado de desesperación, sintiéndose acorralada, como si sus frenéticos intentos por sobrevivir fueran en vano, reducidos a un descuido, porque nuevamente no había logrado ignorar sus emociones. 

El grito de horror de Olivia fue el detonante para que la pelinegra mirara hacia atrás, solo para ver a las criaturas arrojarse contra la ventana trasera, golpeándola con sus cráneos, logrando reventar el cristal.

—¡MAMÁ! —gritó de nuevo, llorando, con varias esquirlas de cristal enterradas en su pequeño rostro.

—¡OLIVIA! 

Irene, protegiendo a su hija, levantó los brazos a modo de escudo contra un merodeador que había logrado entrar y aunque sintió su carne desgarrarse entre los dientes de la criatura, gruñó con furia, empujando al intruso.

El pie de Samantha se hundió con fuerza en el pedal, hasta que el pequeño auto se desprendió de la camioneta y la pelinegra maniobró por encima de la bolsa de aire, que poco a poco se desinflaba. 

Atropelló a los merodeadores con la parte trasera del vehículo y chocó contra un poste en un costado de la calle.

—¡¿Estás bien, Irene, estás bien?! —preguntó la pelinegra entre gritos, atemorizada y con los ojos cristalizados por las lágrimas. 

Volvió su rostro hacia su amiga y, al hacerlo, observó el silencioso llanto infantil de Olivia, quien luchaba por mantenerse quieta a pesar de los temblores involuntarios de su cuerpo. 

—Estaremos bien, Livi, estaremos bien. —Sam intentó consolar a la niña, aunque ni ella misma terminaba de creer lo que decía—. Tenemos que salir de aquí.

La muchacha se soltó el cinturón, salió del auto y abrió apresuradamente la puerta trasera. Frente a ella, el brazo de Irene chorreaba sangre espesa y despedía un olor repugnante.

Samantha tomó aire y reprimió el llanto al encontrarse con los ojos de Irene, que ahora eran un océano frenético de lágrimas. Su brazo perdía color y se asemejaba cada vez más a un trozo de carne muerta.

—Vámonos, ya casi llegamos al rascacielos. Allí te curarán, solo hace falta un poco más... Por favor, sal del auto —insistió Samantha que, aunque horrorizada, intentaba infundir una falsa seguridad.

Irene se volvió hacia su hija, quien seguía llorando, pasmada, aferrada a la mano de Samantha. 

Los tiernos ojos de Olivia le suplicaban que no la dejara sola y aquella mirada era exactamente lo que siempre lograba que Irene recuperara su fuerza perdida, como el día anterior en la cafetería o cuando la ayudó a soportar la ausencia de Raúl; al recibir la noticia del nuevo bebé o simplemente todos los días al escucharla reír, llorar o contarle el sin fin de peripecias por las que pasaba a su tierna edad. 

Asintió con la cabeza y le pidió a Samantha que la ayudara con su herida. La pelinegra se deshizo rápidamente de su suéter prestado y lo utilizó para envolver el brazo de la mujer, apretando un nudo para detener la circulación, en un intento rudimentario de retrasar la infección. 

Irene reprimió el intenso dolor, mordiéndose la otra mano hasta lacerarla. Luego agradeció con una sonrisa lastimera y, apenas salió del auto, sintió la mano de su hija aferrándose a la suya.

Avanzaron unos pocos metros cuando el sonido de nuevos disparos, ahora más cercanos, se hizo presente.

Samantha se acercó a sus compañeras, negándose a separarse de alguna de las dos. Así reanudaron su camino hacia el rascacielos, acelerando su andar. 

El nerviosismo, la preocupación y el sentido de urgencia se mezclaron con una sensación de pánico que les atravesó cuando, frente a ellas, vieron varios cadáveres amontonados en la acera, tumbados sobre su propia sangre, con los cuerpos agujereados y los ojos abiertos. 

Las miradas sin vida penetraron en la mente de Samantha que, de repente, dejó de caminar.

—No parecen merodeadores —sentenció y, sin esperar respuesta a su observación, apartó la mirada hacia el rascacielos, decidida a ignorar esa imagen. 

Pero el llanto de Olivia y un crujido óseo la obligaron a mirar hacia atrás, donde encontró a Irene rendida sobre el pavimento: su fémur izquierdo se había quebrado y parte del hueso astillado podía verse abultando la piel.

La mujer había palidecido hasta el punto en que era visible el color de sus arterias y cada vez le era más difícil mantener los ojos abiertos.

Samantha se arrodilló a su lado y revisó su pierna: la piel estaba perdiendo pigmentación y deteriorándose rápidamente, lo que permitía ver los espasmos que los músculos de todo el cuerpo comenzaban a sufrir. 

Con cuidado, levantó la tela que protegía el brazo de Irene para examinar la herida, intentando no causarle más dolor, pero la mujer ya no tenía la fuerza para quejarse.

—No puedo más, no puedo caminar más —avisó la embarazada, con los párpados cerrados, intentando reconocer alguna clase de dolor pues, aunque su cuerpo se deterioraba con cada segundo, las sensaciones que aún podía percibir se difuminaban.

—Por favor, mami, camina un poco más, tú puedes —suplicó Livi con voz temblorosa. 

Secó sus lágrimas con desesperación y se colocó detrás de su madre, empujándola con suavidad, usando sus pequeñas manos, en el intento de restarle esfuerzo y ayudar a sostenerla. 

Pero esos gestos no lograron su cometido, solo permitieron que Irene pudiera sentir una última vez el amor incondicional de su hija, el amor en el que tantas veces había encontrado consuelo.

—Llévatela contigo —imploró Irene entre sollozos, aferrándose a la posibilidad de al menos mantener con vida a su hija—. Llévatela, por favor.

Ríos de lágrimas carmesíes le inundaron el rostro, desembocando en sus labios que imploraban en silencio.

—No quiero dejarte... —La voz de Samantha se rompió y, con ella, también su esperanza—. No puedo llevármela sin ti...

Irene ya no era capaz de responder. Solo levantó su mirada y la dejó fija en el lugar donde escuchaba la voz de Samantha, pues aunque ya no veía más que sombras, instintivamente buscó el entendimiento generado en el encuentro de dos miradas.

Entonces Samantha tomó la mano de la niña y se dio la vuelta, mientras Olivia protestaba contra el abandono entre gritos y pataleos, intentando con todas sus fuerzas soltarse de Samantha.

—¡Suéltame, te dije que no puedo dejarla sola! —gritó la pequeña y su tono de voz agudo terminó de romper a la pelinegra, quien no dejaba de llorar, pero se negaba a voltear.

—¡Vamos, Livi, mamá quiere que vengas conmigo! —gritó la pelinegra, desesperada y conflictuada, esperando que la niña no pusiera más resistencia. 

Dio un par de pasos adelante, jalando el brazo de la pequeña.

—¡No, no quiero! 

Olivia mordió el brazo de Samantha, consiguiendo zafarse de su agarre y corrió hacia su madre, para abrazarla con fuerza, estrechando la mejilla contra su barriga. 

—¡Mami, por favor no me dejes, por favor no te rindas! piensa en Harry, piensa en mí. Te necesito... —confesó la niña, desconsolada. Mezclando sus lágrimas con la cálida sangre que comenzaba a manar desde el vientre de su madre.

Irene la envolvió con sus brazos y durante esos momentos, Olivia volvió a sentirse segura. 

Aquél agradable sentimiento se deformó en algo caótico y frío que, para los sentidos de la niña, contrariaba la calidez del líquido negro, excretado por la vagina de su madre, que le mojaba las rodillas.

—Mamá, me lastimas. No me presiones tan fuerte... —solicitó la niña, pero Irene no respondió.

La ansiedad y desesperación de Olivia aumentaron mientras su madre la abrazaba, cada vez con mayor fuerza.

—¿¡Mamá!? ¡MAMÁ! ¡NO PUEDO RESPIRAR! ¡MAM...!

Samantha inmediatamente se agachó e intentó levantar en sus brazos a la niña, jalando con fuerza. 

Pero sus esfuerzos no rindieron frutos, el agarre sobrepasaba por mucho la fuerza que era capaz de generar y, desesperada, solo pudo escuchar cómo los gritos de Olivia eran apagados contra la barriga de Irene al mismo tiempo que observaba como las piernas de la pequeña luchaban frenéticamente. 

Los ojos perdidos de la embarazada se hinchaban a medida que aumentaba la fuerza con la que ahogaba a la niña y los espasmos se convertían en convulsiones. 

Las venas de su rostro reventaron y su piel se agrietó, tornándose del pálido al gris, mientras se fundía con el cuerpo de su hija, movida por un deseo ya inconsciente, quizá primitivo o instintivo, de volverse una sola como alguna vez lo fueron.

Samantha desistió y se alejó, buscando no entender ni creer la escena que se desarrollaba frente a sus ojos. 

La excesiva presión ejercida sobre el vientre de la mujer, al fin lo hizo reventar en una explosión grotesca y sanguinolenta que dio paso a una nube densa de color rojizo, la cual se extendió, apremiando el retroceso de la pelinegra que, incrédula y a la distancia, esperó a que el gas se disipara. 

Tenía el ridículo anhelo de encontrar sanas y salvas a sus amigas o al menos algo, cualquier cosa, que pudiera devolverla a los momentos de tranquilidad que ellas le habían brindado.

Pero lo que emergió de entre la tosca niebla solo la llenó de un horror inenarrable: los brazos y las piernas de lo que una vez fue Irene habían adelgazado hasta un punto casi cadavérico, haciéndolos parecer más largos; su piel ahora mostraba un tono grisáceo, cenizo; su mandíbula inferior se desmoronaba a pedazos y sus ojos, completamente negros, miraban a Samantha fijamente. 

En el vientre destrozado de la criatura, entre trozos de carne y piel, los tallos del hongo habían formado una especie de flor, adornada en el centro por una vulva, que liberaba constantemente gas rojizo. Con su brazo derecho, mantenía prisionero el cuerpo de Olivia, que parecía estar derritiéndose, pues de él caían cachos de carne y vísceras. 

El merodeador se levantó y lentamente comenzó a acercarse a Samantha quien, al ver los pies de Olivia siendo arrastrados por el pavimento, dio media vuelta y salió corriendo.

—Perdónenme, por favor, perdónenme —repitió incesantemente, entre sollozos, mientras se alejaba de la escena.

A pesar de los disparos, los gritos y los lamentos toscos de los merodeadores, no se detuvo hasta estar frente a la entrada del rascacielos, cuyas memorias de otros tiempos la mostraban llena de vida, con un continuo ir y venir de mujeres y hombres vestidos de manera formal; pero que ahora se había convertido en la fotografía, cruda e inconfundible, de una masacre.

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