EPISODIO 2, ESCENA 10: En la que Madre se aparece.

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Howah, Keagan!, esa no es manera de irse. —Miro la figurilla hecha de madera. Retiro el trozo de tela verde que tiene anudada alrededor. Es un retal de su arpillera, me ayudaba a vincular su espíritu a la talla. Respetuosamente, introduzco la efigie en la caja negra. Debo incinerarla cuando tenga tiempo. Pero, antes que nada, adadoda debe enterarse de lo ocurrido.

Los espíritus están inquietos. Todos ellos, lo percibo, y las almas humanas no son una excepción.

Salgo de mi cabaña y me encuentro con los campos sembrados. La luz apocada del atardecer se despide de nosotros. Hay poca gente en la colina esta tarde. Puedo ver algunos hálitos desvanecerse bajo tierra. Incluso a esta distancia, sus auras se crispan de ansiedad y se tiñen del tono rojizo de la determinación. Míster Brown debería estar contento con la buena predisposición de sus fieles.

Hoy adadoda Brown iba a meditar en privado. Aunque no me gusta tener que interrumpirle, debe saber lo ocurrido, no solo por el pobre Keagan, sino por la relevancia de su encomienda. La gente lo veía como un déspota e incluso un depravado y, en efecto, así se comportaba.

Lo que la gente hace, no es lo que la gente es. «Nos definimos por las decisiones que tomamos», es un dicho muy popular, he comprobado que tampoco es del todo cierto. Somos juzgados por los demás en consonancia a esas decisiones, pero no nos definen.

Yo lo sé bien, yo puedo verlos. A todos. Las cuerdas de mi atrapasueños vibran con su espíritu. Sus almas no engañan. Keagan era un buen hombre, aferrado a un ideal y frustrado con la vida, pero un buen hombre, por mucho que se esforzara en ocultarlo y por mucho que hubiera hecho cosas que le ensombrecieron el corazón.

Dos niños juegan en el polvoriento parche de tierra que hace las veces de explanada, meciéndose ambos en unos columpios oxidados. Todo aquí es tan sereno... Los cultivos, la colina, la capilla, los apartamentos de la Comunidad, las casas de la vecindad a lo lejos salpicando el paisaje... Todo aquí te incita a replegarte en ti mismo.

Los niños cuchichean cuando me ven. Un día me preguntaron si arrancaba cabelleras. En la Comunidad aún se usa el VHS y en la videoteca tienen un excelente repertorio de películas del Oeste. Mis preferidas. Cuando vivía en la reserva, poníamos películas western para reírnos un rato o cagarnos en los muertos de los yanquis con espuelas. ¡Qué tiempos aquellos!

Los prejuicios ayudan a tener ideales. Si, por ejemplo, a uno le enseñan que la gente pobre no tiene trabajo porque es perezosa y solo se queja para obtener cosas gratis, yo asumiré un ideal neoliberal. La palabra ideal siempre se ensalza, pero su contenido no siempre es encomiable. «¿Son los ideales tan necesarios?», reflexiono. Gracias a mi dial, he experimentado que cuando conoces a la gente, cuando de verdad la conoces, acabas siendo compasivo. Entonces las barreras de lo censurable se evaporan y los prejuicios se diluyen. Así, poco a poco, la relatividad respecto a la naturaleza humana se vuelve en sí una forma de pensamiento. Ser compasivo is an ick.

Miro a los niños con ojos desorbitados en una mueca macabra y estos bajan del columpio corriendo entre gritos y risas. Intriga, morbo, curiosidad, divertimento, eso sienten. Insidiosos y sinceros los dos. Son hermanos. Sus auras son parecidas.

Hago otra mueca y se van corriendo a vigilarme desde lejanía. Quieren que los persiga, pero no tengo tiempo. Alzo la mano para saludarles y hacerles ver que era solo una broma pasajera. Acelero el paso.

Subo la colina siguiendo el camino delimitado por listones astillados de madera. El viento trae el olor del maizal cercano. Me cruzo con el espantapájaros desastrado que se alza en mitad de los cultivos. Su aura es dorada. Muestra un propósito puro: proteger el sustento.

Las intenciones de los que lo crearon y aquellos que llevan reparándolo todos estos años perduran en él, también la de los niños que lo consideran un colega más. Los pobres chavales de la Comunidad no tienen mucha oportunidad de socializar. Las aves huidizas también refuerzan esta idea de adalid del maizal. Hace falta menos de lo que se piensa para otorgar alma a un objeto inanimado.

Saludo al espantapájaros, que, por supuesto, no responde, pero su aura reacciona. «Howdy, amigo» me dice, o esa es el mensaje que me transmite mi dial.

Dejo al guardián de las viandas con su vigilia.

Llego a la entrada de la capilla. Dos cuervos se aposentan en el tejadillo, me miran, gañen y se van. Algo sucede en la ciudad, en una plaza. Algo que nos interesa a todos. La sensación se va tan rápido como ha aparecido. ¿En qué estaba pensando?, ¡Ah, sí!, Keagan.

«Hikes!, baja de las nubes Degataga», me digo. Si tus antiguos alumnos estuvieran aquí ya te habrían tirado tres pelotas de papel. Echo de menos a los niños de la reserva.

Abro la puerta con cuidado de no forzar sus goznes, no está en muy buen estado. Ya conozco que partes del suelo de madera aguantan mi peso y cuáles no. A través de las ventanas, la luz penetra en la estancia revelando las motas de polvo y bañando las bancadas. Las paredes de madera punteada poseen imágenes de ángeles redentores y una inmaculada concepción; un niño dios abre los brazos hacia los testigos del milagro. Todo ello dibujado sobre los listones de madera. Las rendijas entre tablas a veces interrumpen el motivo, pero, en vez de perturbar la obra, la hacen más auténtica y más terrenal. Quizás porque ha de someterse a la imperfección de la materia.

El púlpito cruje bajo mi peso. El altarcillo de madera con flores frescas debe ser el altar más humilde que he visto nunca en un lugar de culto. En su centro no se alza la cruz evangélica ni ningún otro símbolo de las religiones populares que yo pueda conocer, sino que se encuentra el triángulo y el ojo sagrado. El símbolo de la Familia, solo conocido por los de nuestra emisora.

Acaricio la circunferencia que conforma la córnea del ojo tallado y luego la agarro, le doy tres vueltas a la derecha y la presiono. Se escucha un chasquido tras el altar. Lo rodeo y abro la trampilla camuflada en las tablas del suelo y bajo por la escalerilla de metal.

Los túneles bajo la colina están bien iluminados y las paredes perfectamente pulidas. Para evitar resbalones, se han construido pasarelas. Las recorro antes de llegar a una puerta de gran tamaño. Es tras ella que se alza el verdadero templo de la Familia.

Columnas de piedra con imaginería religiosa y tribal en sus fustes dintelan el espacio de una forma intimidatoria. En el suelo, murales hechos con pintura de pigmento natural muestran el mito del redentor. Mito que se ha mantenido en el tiempo desde Mesopotamia, pasando por el antiguo Egipto hasta llegar a los inicios del judaísmo.

No oigo pasos. Las pocas personas que hay en el templo en esos momentos se encuentran en el ala este, trabajando en lo que quiera que adadoda Brown les haya encargado. Él, sin embargo, se encuentra cerca, en el ala norte. Atravieso los patios soterrados y llego a la capilla central.

A través de las paredes percibo su aura. Es blanca y fogosa. Un ser creyente, decidido y ... en estos momentos, ¿extasiado? Nunca había visto su aura brillar así. ¿Qué es eso otro?, ¿eso que comienzo a percibir a su lado?

¡No puede ser! La visión casi ciega mi tercer ojo. Es parecido a cuando miro a las multitudes fervorosas en algún tipo de evento religioso, el tipo de multitudes de las que suelo huir porque saturan mi percepción. Esto es cien veces peor.

Cada una de las llamaradas que emite esta aura es de una naturaleza distinta y solo la fe parece hilarlas a todas. Un aura hecha de auras.

«¿¡Qué es eso!?», pienso con el corazón fuera del pecho. No me doy cuenta del momento en el que las puertas de la capilla central se han abierto. Lo que veo con mis ojos terrenales es imposible.

Brown se encuentra arrodillado frente a un ser. Su forma parpadea y su silueta cambia, pero no cabe duda que es una mujer, una enorme mujer que despide luz por sus poros. Su sonrisa es blanca como la espuma de los rápidos y luminiscente como las luciérnagas en las noches de verano. Su tez es morena; no, aceitunada; no, caucásica. Es de todas las razas y de ninguna. Su frente está coronada por estrellas, por palomas, por orbes de oro. Su actitud es de reposo, confianza y autoridad. Una autoridad maternal y paciente.

La mujer de luz me mira y me atraviesa el alma. Rebusca en mi cerebro, lo disecciona y escoge con una precisión quirúrgica todos los momentos de duda que sentí en el pasado.

Cuando murió mi padre, cuando la sangre y la traición hicieron que mi familia se viniera abajo, cuando dudé de que la vida pudiera tener sentido. Todos aquellos momentos en los que me he asomado al nihilismo y al vacío de la existencia. Esas veces en las que mi fe se tambaleó, que no fueron pocas. Todos esos momentos me vienen a la cabeza y siento vergüenza y ridículo. Formo parte de algo superior, de una comunidad y estoy en el buen camino. ¿Acaso estaban justificadas mis dudas?

La mujer entonces me sonríe y yo le sonrío. Estoy en el buen camino. «¿Estaba mi padre en el buen camino?», pienso de repente. La mujer me dedica una mirada de ¿advertencia?

Ahora mira a Brown y parece estar transmitiéndole algo. Su aura se vuelca en él como un pequeño torrente de lava incandescente. No puedo entender cómo Brown mantiene su voluntad a flote.

Se desvanece. La sensación es parecida a cuando has mirado un foco fijamente y, de repente, se apaga. Cuando me quiero dar cuenta, Brown se encuentra a mi lado.

—Dilo, Degataga. —Su voz me saca del estupor.

—Madre ha estado aquí —murmuro.

—Así es, hijo mío. Madre en persona, y no es la primera vez. Su presencia es poderosa y no todos podrían soportar su visión. Está claro que tú sí.

Adadoda, padre. ¿Cómo es posible? Pensé que los avatares de las emisoras no podían... Entre los nuestros su aparición es casi como...

—¿Una leyenda? —Brown con rostro arrebolado me pone una mano en el hombro. Su aura destella confianza y plenitud. El encuentro con Madre le ha hecho sentirse realizado. Yo también estoy fascinado, pero... «¿Pero ¿qué, Degataga?», me pregunto a mí mismo. «También me siento asustado», me respondo. Askai, eso siento.

—Degataga, ella no es el único avatar que ha hecho acto de presencia. ¿Qué crees que ocurrió durante la Ceremonia? En el instante en que el Presagio fue introducido, ¿no lo notaste?

—Sí, lo noté. Un aura poderosa y de naturaleza críptica invadió el Auditorio.

—El Hombre Polilla —dice Brown—, el avatar del Presagio. A pesar de su encierro, pudo mostrar su influencia. Lo hizo para inquietarnos y hacernos ver que sus elegidos no debían ser tomados a la ligera. Capté el mensaje, no los subestimaré, pero ¿amedrentarme?, ¡jamás!, pues Madre ha bajado de los cielos para guiarme en esta liza, ¡para guiarnos a todos nosotros! Esta Gran Transmisión es la más importante y crucial de todas.

» Madre tiene grandes planes para su Familia, pero el Presagio también tiene los suyos. El acuerdo centenario con las otras dos emisoras, Degataga, no puede ser mantenido. Hasta ahora, nos ha sido provechoso y nos ha permitido aunar recursos e influencia, sin embargo, las circunstancias han cambiado y por eso estamos rompiendo la baraja. Necesitamos colaborar con las otras emisoras para algo importante que está a punto de acontecer, aun así, debemos asegurarnos de ser nosotros la punta de lanza.

Quiero preguntarle sobre qué es eso tan importante, pero sé que no va responderme, como ya pasó otras veces. Creo que ni el mismo tiene toda la información. «Solo los avatares la tienen», me dijo una vez, y ahora le creo. En cambio, le pregunto otra cosa:

—Sigo sin entender cómo el Presagio ha podido participar.

—Madre no tiene dudas. Algo ha creado una fractura en su prisión, lo suficiente como para poder filtrar una parte de su influencia por ella. ¿Quién o qué provocó esa rotura?, no me lo ha revelado. Lo que sí sabemos es que eso le ha permitido elegir a sus oyentes.

»De todos modos, no les servirá de nada. Si supieras lo que ella me ha transmitido...

Vuelvo a recordar el porqué de mi visita al templo. Ante lo presenciado por mis ojos, podría semejar banal, pero no lo es. Keagan era un compañero. Se trata de honor y de lealtad. Era un ser pequeño, como yo, y no me inundaba con gracia divina, pero si con refranes despechados, camaradería, ruda comprensión y chistes subidos de tono. Hay algo de verdad en eso, hay algo de divino en eso.

Recuerdo la mirada de advertencia de la milagrosa Madre. No compares lo mundano con lo divino, Degataga.

—Padre, Keagan ha muerto —le anuncio—, por eso vine. Sabía que estaba en su hora de meditación, pero pensé que querría saberlo. —Le relato todo lo sucedido.

Adadoda Brown se mesa las sienes. Su aura parpadea, aunque el impacto no ha sido suficiente como para que atenúe el efecto de la aparición de Madre. No le culpo.

—Así que no tuvieron piedad con él... Pobre Keagan —susurra—. Era una persona de fe, aunque sus formas no fueran propias de un hombre piadoso. Tengamos un minuto de silencio por él.

Y, efectivamente, lo tenemos. Cuando lo considero conveniente, comento:

—Padre, ¿usted sospechaba que podría tener problemas?

—Acudiendo a una sinagoga a plena luz del día, ¿cómo se le ocurre?, le dije que eligiera el momento adecuado. Las demás emisoras puede que no tengan una afinidad con lo religioso comparable a la que nosotros tenemos, pero no son idiotas. Saben que la pista proporcionada hace clara referencia a la comunidad judía. La Tecnocracia nunca ha dejado de vigilarnos, por muy aliados que pudiéramos ser sobre el papel. La vigilancia es su especialidad.

—¿Acaso pusimos a Keagan en riesgo de forma consciente?

—Todos estamos en peligro ahí fuera cuando hacemos la voluntad de la Familia, somos oyentes y en nuestro caso, activos. Keagan era un revolucionario, sabía lo que era arriesgarse por la causa y sus consecuencias, por eso le envíe a él.

»Él lo comprendía mejor que nadie. Cierto que no esperaba que, si era sorprendido, la Tecnocracia tomara medidas expeditivas. Es un paso en falso, en mi opinión, pues podría inquietar a la Contracultura. De hecho, no sé si George está al corriente de lo sucedido o este acto es cosa de alguno de sus tecnócratas chalados.

—Lo que usted le mandó a buscar ahora estará en sus manos.

—Eso creo. Mandé a Keagan a por esos documentos por la relación peculiar que hay entre la comunidad irlandesa y la judía en esta ciudad. Y sí, eran documentos que nos hubieran ayudado a localizar lo que buscamos.

»Ya no importa, Degataga. Madre ha iluminado mi consciencia y me ha dado un nuevo indicio. Hay un hombre creyente, descendiente directo de un tal artista relacionado con el nodo que estamos buscando. Es más, puede que sea su guardián.

»Esta persona reza a Madre desde siempre y ahora creo que sabré cómo encontrarle.

—Pensé que los avatares no podían intervenir en la Gran Transmisión.

—¿Has visto que los auditores anunciaran esa regla, Degataga?

—No.

—Entonces, la conclusión lógica de que los avatares nunca intervinieran sería...

—Que nunca lo han necesitado.

—Posiblemente.

Me quedo pensativo. Debo darle un par de vueltas a esto. Keagan se sacrificó por la causa y ahora resulta que aquello que fue a buscar, la clave para acceder al primer relé, era innecesaria.

—¿Qué sentido tuvo su muerte, entonces? ¿Por qué Madre no llegó antes y nos reveló esta información? ¿Por qué no lo impidió?

Noto la mano del padre Brown en mi mejilla.

—Degataga, ¿acaso dudas de Madre? Su visión es inabarcable, es la visión de millones de ojos. Su juicio el de millones de corazones y su justicia la de incontables civilizaciones. Cree en Madre, Degataga. Quizás no podamos comprender del todo sus motivos, pero siempre nos han guiado por el buen camino. Y nosotros, el buen rebaño, debemos seguir sus pasos.

El padre Brown me da palmaditas en el hombro y se dirige a la puerta.

—Debo prepararme, he de partir esta noche. Mañana debo hablar ante fieles y benefactores.

»Reflexiona, hijo mío. Si lo necesitas, reza un poco a esos ancestros y espíritus tuyos. Reza a tu adanvdo, reza a Madre. Luego ven a verme antes de partir. —Me mira por encima del hombro—. Te toca dar el do de pecho.

Oigo el eco de sus pasos perderse por los pasillos. Alzo la cabeza y miro al gran mural del fondo que representa las ocho simbologías religiosas que sincretizan la mayoría creyente de este mundo. Todas ellas confluyen en el símbolo de la Familia, que se sitúa en el epicentro de la composición.

«Por el buen camino», pienso, «el buen rebaño».

Las palabras de mi anciano padre se abren paso entre los miasmas de mi memoria:

«Degataga, hijo, deja que tu corazón sea tu guía y tus pasos sean tu camino, pues no siempre te llevarán por plácidas veredas ni mucho menos te guiarán hacia un destino concreto», eso me dijo.

Me toco el pecho y me pregunto:

«Habla, corazón de Degataga, ¿a dónde nos llevarán estos pasos?». Por supuesto no responde. Siento cierta culpabilidad, como si estuviera hablándole a un falso ídolo, a algo prohibido.

La mirada de advertencia de la poderosa Madre hacia mi persona no me parece tan injustificada ahora.




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