EPISODIO 2, ESCENA 11: En la que Moses se enfrenta al Pájaro de Mal Agüero.

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng


Las cadenas que rodean el chasis tintinean debido a la velocidad, pero el rugido del motor encabritado ahoga su quejido. La densa bruma de las callejas nos envuelve.

Los faros de Caballo Ganador son potentes y, sin embargo, apenas penetran las tinieblas circundantes.

Los graznidos de la cuervada asesina se oyen cada vez más lejos. Hemos intentado escapar introduciéndonos por una de las bocacalles anexas a la plaza y, de repente, nos encontramos en este laberinto compuesto de callejones y parcelas asfaltadas. El ambiente es húmedo, cargado de polución y huele a orines. Los mil cuervos pisándonos los talones no son tampoco un aliciente. Gracias a Caballo Ganador, hemos conseguido huir de la bandada derrapando por los suelos y paredes de este galimatías de hormigón hasta dejarlos atrás. Las calzadas y empedrados se extienden en todas direcciones, las paredes desconchadas pululan flotando en el aire y las alambradas surgen en lugares inverosímiles.

Cordelia alza la voz por encima del motor para que pueda entenderla. Ha relajado el agarre de sus brazos. Eso está bien, hubo un momento en que casi me corta la respiración.

—Ya no los oigo, ¿y usted? —me pregunta.

—Tampoco. Aunque con el motor no puedo estar seguro.

—Creo que sería mejor reducir la velocidad y hacer menos ruido. Pueden volver. Sin hablar del hombre cuervo. ¡Pinche huevón!, ¡qué feo es! Y eso que he visto de todo en mi vida.

—Qué quieres que te diga, a este ritmo creo que seré carne de psicólogo.

—Lo dice como si no lo fuera antes —responde.

Reduzco la velocidad y procedo a transitar por la calzada.

—Esto no es otra frecuencia o una frecuencia anexa. —Cordelia mira al cielo—. Y la Pirámide no está presente, así que tampoco es una confrontación.

—¿Cómo estás tan segura de que no es una frecuencia anexa?

—Las frecuencias anexas son una copia exacta de una realidad. Y todas las frecuencias estables atienden a leyes físicas de algún modo. Esto no tiene coherencia interna.

—¿Acaso existen las frecuencias inestables?

—Teóricamente, sí. Frecuencias subjetivas, pero ese es su terreno, Expurgo, no el mío.

—Esto se parece mucho a lo que pasó en el local de Bijan.

—Así que es verdad —responde Cordelia—. Estamos en la realidad subjetiva de un interferido.

—¿Quieres decir en su mente?

—No, no es su mente, eso es cosa de Licurgos como Astrid. Este es un mundo simbólico, casi onírico.

—Eso no me aclara mucho.

—Lo sé —suspira ella—. Es curioso, los ataques de interferidos siempre se dan en nuestra propia realidad. Son peligrosos e impredecibles. Cualquier persona, sin aparentarlo a simple vista, puede ser un interferido y atacarte sin previo aviso. La verdad, es que nunca me he enfrentado a uno desde el interior de su propio universo y, mucho menos, he podido ver la forma que adquiere una interferencia ante mis propios ojos. ¡Es algo grotesco!

—Ya, fascinante todo esto, ¿eh? —respondo con sorna.

—Sí, y también muy peligroso. Una frecuencia es una frecuencia. Nosotros somos oyentes y estamos aquí físicamente. Yo nunca podría haber entrado por mí misma, así que está claro que he sido arrastrada por su influencia.

—Vaya, lo siento.

—Bueno, ya me resarcirá. Lo importante ahora es encontrar la salida.

—No sé si funciona así —digo sin mucho convencimiento.

La bruma parece ahora menos espesa.

—¿Qué es eso de allá adelante? —pregunto.

—Diría que algún tipo de estructura.

En efecto, la silueta que se dibuja a lo lejos es la de un complejo arquitectónico. A medida que nos acercamos comienzo a distinguir bóvedas y arcadas. Es una catedral y, a la vez, una especie de jaula. La mampostería y los barrotes se funden entre sí y las vidrieras se encajonan entre las aberturas de las barras.

La calleja da paso a una rampa. Cuando la remontamos, llegamos a una plazuela no más agradable que el resto del laberinto. La catedral, alta y estrecha, se alza justo en el medio.

—Tal cual una jaula. Y de las caras. Como estas tan chidas que venden en las pajarerías.

—También es una iglesia —puntualizo.

Freno el vehículo. Noto cómo el cansancio acecha.

—Reserve fuerzas —dice Cordelia leyéndome el pensamiento—. Podemos usar este lugar como refugio. Quizás encontremos alguna pista que nos ayude a salir de aquí.

Caballo Ganador desaparece y vuelve a las profundidades de mi corazón. El candado descansa ahora bajo mi sudadera.

Nos aproximamos a la entrada. «Nuestra señora de los Augurios», reza una placa oxidada.

La puerta se dintela con unas gárgolas en forma de cuervos y, junto al marco, hay motivos varios: ¿Cheques? Sí, cheques bancarios. Y cápsulas, es decir, medicamentos. Todo ello tallado en la piedra.

—Entremos. —Cordelia empuja el portón. El chirrido reverbera en la estancia.

La poca luz que hay procede de las farolas de la plaza y su halo atraviesa los barrotes que conforman algunas de las paredes. Vemos velas encendidas encima de las superficies y en los rincones. Su cera solidificada forma alfombras granates.

La pila bautismal está quebrada y el líquido que rebosa es negruzco y maloliente. Las bancadas están rotas y mal alineadas. A cada lado de la nave principal hay unas escaleras de piedra resquebrajada que conducen a la nave superior y, entre ambas, justo en el centro de la estancia, hay un altar. Tras el altar, se alza un retablo representando a una mujer yaciente en una cama, con las dos manos reposando sobre su pecho. A su lado, un hombre de mármol se arrodilla junto a ella, cubriéndose el rostro. Varios pájaros tallados rodean la escena como si también la lloraran.

—Es una mujer moribunda. El hombre parece tener una estrecha relación con ella. ¿Serán amantes? —murmuro yo.

—¿Y esa obsesión por los pájaros? —dice Cordelia para sí.

El candado tiembla. Noto cómo se desplaza bajo las ropas. «Hacia la derecha», parece decirme. Decido seguirle el juego.

Llego al pie de las escaleras que hay al oeste de la nave y alzo la mirada para contemplar una vidriera compuesta de pequeños cristales tintados. En ella se ve a la misma pareja del altar dándose la mano frente a un grupo de gente danzando y rodeados de luces de colores.

A la izquierda de este motivo central, otra viñeta muestra a la mujer en solitario rodeada de criaturas en jaulas. Lleva puesto un uniforme. La localización bien podría ser una tienda de animales. A la derecha de la vidriera, en otra viñeta, se muestra al hombre trabajando en unas oficinas.

Al pie de la vidriera, en un retazo de pergamino pintado, se puede leer:

«Ella pasea entre los trinos,

él medra entre papeles.

En el festival, se ligan sus destinos».

—¿Quiénes son estas personas?

—No lo sé —respondo—, pero mi dial cree que su historia es importante.

—Parece que la vidriera representa el momento en que se enamoraron.

Le hago un gesto a Cordelia para que me siga. Al llegar a mitad de las escaleras, vislumbramos otra vidriera. En esta escena la mujer está postrada en cama y él se aposta a su lado. Al fondo, miles de documentos se acumulan y varios medicamentos en cápsulas riegan el suelo.

Otro pergamino tintado, comenta:

«La suerte se ceba con su yaciente amada,

un mal del cuerpo se cierne sobre ella.

Él le dedica las horas de su vida,

Y, por tal causa, su desempeño merma».

—Ella enfermó...

—Él no pudo trabajar al mismo ritmo que hasta entonces porque debía cuidar de ella.

Un nuevo tirón del candado. «Ya voy, ya voy», pienso. Continuamos ascendiendo hasta alcanzar el final de la escalera. Echamos un vistazo a la última vidriera de ese frente.

En ella, la mujer yaciente consuela al hombre que llora. Figuras encorbatadas con cara de disgusto le dirigen un gesto de rechazo.

«Sus señores le expulsaron del templo de escribas.

El apenado sabe que debe encontrar una salida.

Necesitan remedios, necesitan comida».

—Le despidieron y le dejaron sin un chavo. Con su mujer enferma —bufa Cordelia.

Sin comentarios. Inclemencia en el mundo corporativo, ¿por qué no me extraña?, ¿por qué los tópicos siempre tienen que repetirse?

Hemos llegado a la nave superior con forma de enorme balconada. En ella todo gira alrededor de una pequeña capillita. Justo enfrente de la pequeña figura que es honrada en la capilla vemos un enorme nido hecho de envoltorios, latas, botellas, hilos, cables y ropajes rotos. Algunos de esos ropajes son vestidos con motivos florales como los que lucía la mujer en las imágenes de las vidrieras.

—¡Mierda! ¡Este su nido! —gruño.

Cordelia asiente.

—Nos hemos ido a meter en a la boca del lobo. No tardará en venir. Será mejor que encontremos algo que nos pueda ser de utilidad, y rápido.

En el pequeño altar junto al nido se venera a una escultura. Representa a una anciana arrugada de rostro amable y ropa colorida. Me acerco para verla más de cerca. Hay una placa de metal en el podio sobre el que reposa la figura que dice:

«A la única santa. La que ofreció sin recibir. En paz descanse».

—¿Quién sería? —preguntó en alto.

—Parece que también falleció.

Cordelia señala a lo alto de la capilla.

—Mire, otra vidriera. Ahí, justo encima.

Esta vez se trata de un doble ventanal. En esta escena el hombre se despide de su amada enferma. Al lado de la convaleciente, se sienta una señora que le dedica un gesto tranquilizador al hombre. En la ventana siguiente, la escena continúa y se ve al hombre cargando bártulos y tomando notas, caminando detrás de alguien que semeja adinerado. Al fondo de la escena, se ve cómo el día transiciona a la noche.

Leo la descripción.

«La vieja de la escalera, vecina y amiga, a ella la cuida,

Parte tranquilo el amado a una nueva faena,

atender los caprichos de una estrella.

La paga es menor, las horas demasiadas,

pero todo sacrificio es poco por su amada».

—Ya sabemos quién es la señora. Una vecina —comento.

—La señora de la escalera...

—La única que se ofreció a cuidarla para que él pudiera acudir a su nuevo trabajo.

—Uno peor pagado y en el que le explotaban. —De nuevo, que raro.

—Al menos, gracias a ese trabajo, traía comida a casa y pagaba los medicamentos de su esposa.

—Pobre hombre.

«En paz descanse», pienso, «pero algo no acabó bien». Estoy dispuesto a saber cómo sigue la historia. La siguiente vidriera se encuentra al otro extremo de la nave. Cordelia me sigue, también expectante.

La escena de esta vidriera es representada en colores estridentes.

La luna corona la escena. El hombre llega a casa y se horripila ante la imagen de su mujer convulsionando en el suelo. A un lado del cuarto, cerca de la puerta, la anciana permanece dormida. O eso pensaría si no fuera por el tono de su tez, el único color pálido de toda la composición. Leemos:

«Una llegada tardía precede a la desdicha.

Su mujer boquea en el suelo buscando su medicina.

La anciana bondadosa, para siempre quedó dormida,

dejando a merced del destino a su atendida».

—Ese día él llegó más tarde de lo normal. —Es como si la vidriera me estuviera hablando—. La anciana murió mientras cuidaba de su mujer.

—Y ella intentó pedir ayuda y tuvo un ataque. Intentó alcanzar su medicina, pero cayó al suelo...

—Cuando él entro en su casa, se encontró con esta escena.

Ahora es Cordelia la que tira de mí, la historia le ha calado. Y eso que no parece el tipo de persona que disfruta de una telenovela.

La siguiente vidriera se encuentra a medio camino de bajada por la escalera este, hemos dado toda la vuelta a la nave superior y ahora volvemos a bajar.

El hombre habla con un individuo que viste una bata blanca y la mujer está inconsciente en una cama de hospital con varias vías inyectándole suero.

«"Lo siento, no tiene seguro y no le cubre el procedimiento".

Ante las palabras del galeno, el hombre salió corriendo.

Tardo dos días en conseguir el abusivo crédito.

Para cuando lo hizo, su amada había muerto».

—Dios.... —comienza a decir Cordelia.

Escuchamos un golpetazo. Algo se ha estrellado contra la vidriera y, en el lugar del impacto, se ha creado una brecha. Es un cuervo, o lo que queda de él. Su cuerpecito se escurre a lo largo del cristal dejando un riel negruzco de sangre. Por suerte, no ha podido atravesarlo.

—¡Creo que nos ha encontrado! Debemos refugiarnos.

Cordelia se adelanta y bajamos la escalera a todo trote. Escuchamos otros golpes contra la vidriera que acabamos de contemplar. Más cuervos se estampan contra la ventana intentando romper su superficie. Cada topetazo es seguido por un graznido agónico.

—¡Por aquí, tras el altar! —grita Cordelia.

Estoy a punto de seguirla, pero me paro en seco. Es la última vidriera.

Un hombre desastrado camina por las calles con un carro de la compra oxidado, recogiendo basura. A los lados del carro hay cartones con mensajes escritos. «El fin está cerca» o «todos merecemos ser juzgados».

Por primera vez, el rostro del hombre es pintado en detalle. Su barba luce sucia y descuidada. Le reconozco.

Esta vidriera también tiene un "pie de página".

«La oscuridad le hizo prisionero.

Endeudado pagó con su hogar.

Sin fuerzas no cumplía su cometido.

Sin trabajo y sin techo, sin amor y sin resuello,

vagó por los infiernos de hormigón,

advirtiendo a todos de la mala nueva:

que la compasión no existe

y que la vida no es otra cosa que dolor».

—Es él. El vagabundo, el hombre cuervo. Esta es su historia —dice Cordelia.

—Más bien su pesadilla —musito.

Los cristales estallan y una pequeña bandada de pájaros se precipitan ya muertos hacia el suelo. Algunos han atravesado la ventana y se han estampado contra la pared contraria.

Una enorme sombra cubre ahora la vidriera rota y se oye un gañido articulado.

—Gaaaaah, debemos pagaaaar, pa—gaaaaah!

—¡¡Corre!! —grita Cordelia. No lo dudo un momento y la sigo. Nos ponemos a cubierto tras la estatua del altar.

Los cuervos comienzan a inundar el lugar mientras el hombre cuervo baja con parsimonia las escaleras. Sus alas raídas se arrastran por el suelo como si de un pesado manto se tratase. La criatura mueve la cabeza de forma pulsátil como hacen las aves, mirando a cada lado de su joroba. Cuando llega frente a la estatua, gañe en dirección a la mujer.

Deben pagaaaah, debo pagaaaah. Todos seremos juzgaaaaahdos. ¡El juicio se acerc—gaaaah!

Le indico con un gesto a Cordelia que guarde silencio mientras escuchamos a la criatura rondar por la estancia. Su respiración es agitada y lastimera. Comienza a caminar hacia las escaleras, quizás para registrar la nave superior.

Yo me asomo. En cuanto suba las escaleras, el camino hacia la salida quedará despejado. Me giro hacia Cordelia para hacerle saber mis intenciones y, entonces, veo que está pálida y que sus ojos están fijos en algo que hay justo encima de nuestras cabezas, sobre el altar.

Es un cuervo que nos mira con su ojo izquierdo. Me quedo muy quieto, silencioso como un cadáver, lanzando una súplica mental a la alimaña.

«No, cuervito bonito», pienso. «Te daré algo de alpiste si no graz...».

—¡Caw! —el graznido retumba en las paredes.

«Maldito hijo de ...».

¡GAAAAAAAAH! —apenas nos da tiempo a saltar fuera de nuestro escondite antes de que el hombre cuervo caiga desde las alturas, despedazando el púlpito.

Nos dirigimos corriendo hacia la entrada. El hombre cuervo despliega sus alas y unas plumas afiladas como estacas salen volando y se clavan en la puerta. Recogemos nuestros brazos instintivamente para evitar amputaciones. Una marabunta de cuervos entra por la ventana rota y los barrotes superiores, uniéndose a aquellos que ya rondaban las alturas y todos ellos comienzan a volar en bandadas tan densas que ya ni nos permiten ver el techo. De repente, el tsunami de plumas y picos arremete contra nosotros.

—¡Ay! —oigo a Cordelia quejarse y Cordelia no se queja nunca.

Sus brazos están cubiertos de pequeñas heridas. Yo también siento los picotazos y los pequeños regueros de sangre que discurren en mis brazos y mis piernas. Me cubro la cara, intentando proteger los ojos y las mejillas de los picotazos.

Mientras sus secuaces nos agreden, el hombre cuervo se acerca en actitud predadora. Las bandadas se abren a su paso.

—¡Mierda!, ¡tenemos que salir de aquí! —grito dando manotazos al aire.

—¡Se acabó! —Cordelia ya no se protege el rostro—. ¡Estoy harta! ¡Les voy a desplumar, pendejos!

Apenas tengo un segundo para ver cómo ha sacado su brújula de la chaqueta antes de que todas las velas y candelabros se apaguen, junto con la gran mayoría de las farolas exteriores.

En la oscuridad repentina, una llama se expande y toma la forma de una serpiente de fuego que zigzaguea a través de la estancia. El hombre cuervo gorgotea y se cubre el rostro con sus enormes alas.

Las bandadas de cuervo están ardiendo. Siguen volando medio calcinadas y sin dirección definida, emitiendo graznidos de agonía hasta que sus pequeños cuerpos chamuscados van cayendo, uno a uno, al suelo en una macabra lluvia de cadáveres. Toda la combustión de las fuentes de luz circundantes ha ido a parar a los cuerpos de esas criaturas.

—Bien —dice Cordelia—. Me alegra saber que mi dial funciona en este lugar.

El hombre cuervo grita frustrado. Un aleteo de sus poderosas alas apaga parte del fuego y desperdiga los cadáveres de sus sirvientes.

Gira un ala y sus plumas cortantes seccionan una de las columnas cercanas, la coge en vilo y nos la lanza. Por fortuna, podemos esquivarla. El estruendo que provoca es horroroso. El polvo y la ceniza me entran en la boca y comienzo a toser. Miro a mis espaldas y veo a Cordelia confrontando a la criatura. Compruebo, también, que la columna ha obstruido la salida. Me pongo de pie e intento moverla, pero no cede.

—¡Ha bloqueado la salida! —grito.

—¡Encuentra otra forma! —me dice Cordelia—. ¡Recuerda que estás en tu elemento!

«¿Cómo pretende que yo...?». Me sobresalto cuando nuestro contrincante se impulsa con sus alas y se lanza a toda velocidad en dirección a Cordelia, dispuesto a atravesarla con su enorme pico. De súbito, frena y cae al suelo cual saco de patatas. No es que su velocidad haya disminuido, sino que el impulso ha desaparecido por completo. Justo cuando esto sucede, la pila bautismal sale propulsada hacia él y le golpea de forma brutal arrojándolo a través de la nave. El hombre cuervo sobrevuela el altar destruido e impacta contra la estatua de la mujer yaciente en el centro de la catedral, derruyéndola en el proceso. La bestia se ve enterrada entre polvo y escombros.

—¿¡Qué narices...!? —exclamo sorprendido. Contemplo a Cordelia que esgrime su brújula frente a ella.

—He robado la energía cinética de su cuerpo y la he usado para propulsar la pila bautismal en dirección contraria. —Me guiña un ojo sin perder de vista al punto donde ha aterrizado su enemigo—. ¿De qué se sorprende, carnal? Tengo un doctorado cum laude en física.

Increíble, pero no suficiente. El hombre cuervo atraviesa la cortina de polvo, más furioso que nunca. Parte de su rostro mutante se ha descarnado. Alza el vuelo y comienza a dar vueltas por encima de nuestras cabezas. En cada vuelta mira a la estatua destruida y, cada vez que la mira, chilla.

—¡Ahora!, ¡no pierda tiempo! ¡Sáquenos de aquí! ¡Yo le distraeré! —me apura Cordelia.

«¿Sacarnos cómo?», quiero preguntarle, pero está demasiado ocupada en esquivar plumas asesinas que llueven del cielo. Aunque he de admitir que consigue su objetivo ya que el hombre cuervo solo se centra en ella y me ignora. Creo que la destrucción de esa estatua le ha dolido de verdad.

Ahora que el polvo ya ha aposentado, echo un vistazo a lo que queda de la efigie. ¡Y qué sorpresa al descubrir lo que asoma entre los cascotes!

Con rapidez, y usando las columnas y otras coberturas, me aproximo al lugar del incidente. En efecto, la estatua ha sido destruida desvelando lo que hay debajo. Y es que no era solo una estatua, era una cripta tallada. Agachándome tras lo que queda del altar, cubro el último tramo a gatas. Cuando me asomo, creo divisar un cuerpo.

Un nuevo chillido se escucha. Echo un vistazo a mis espaldas justo a tiempo para ver a Cordelia alzarse en vuelo mientras el hombre cuervo aletea perdiendo altura. ¡Le ha robado la propulsión de vuelo al monstruo! Cordelia se agarra del cuello del ave mutante y se monta sobre su joroba. El cuervo intenta remontar el vuelo mientras ejecuta tirabuzones para hacerla caer al suelo. Eso no sucederá porque Cordelia se aferra a él con uñas y dientes. La centenaria temeraria.

El candado tiembla dándome un toque de atención. Vuelvo a centrarme en lo que yace bajo tierra, que no es otra cosa que un cadáver en bata de hospital. Algo me oprime el pecho al darme cuenta de que se trata de la mujer de las vidrieras. Su expresión es cándida y su brazo, invadido por el rigor mortis, se encuentra estirado y con la mano abierta a modo de ofrenda. En esa mano reposa un anillo de compromiso chapado en plata. El anillo que él le compró.

En la estatua, la mujer lo apretaba contra su pecho, pero la mujer que yace en la cripta lo entrega.

Porque así la halló él cuando expiró en el hospital, con su anillo en la mano. «Y el muy idiota pensó lo que no era», asevera mi cabeza sin asomo de duda. Las lágrimas se me atragantan en la garganta. Tomo el anillo.

Los susurros resuenan en mi cabeza y retumban en mi pecho. «Él debe saberlo», le digo a la fallecida, aunque sé que la mujer de esa cripta no es más que un constructo que simboliza la mayor pérdida del hombre cuervo.

El candado se ilumina en mi pecho y su color azulado me permite discernir mejor mi entorno en las tinieblas. No necesito esconderme más. Esto nunca se trató de eso. Ni para nosotros ni para él.

Cordelia ha conseguido saltar a tiempo a las escaleras tras desviar al hombre cuervo para que se golpee contra una columna cercana, aunque este no tarda mucho en ponerse en pie.

—¡Eh!, ¿¡hasta cuando seguirás sobrevolando el problema!? —le grito.

El hombre cuervo me mira. Abro la mano y le enseño el anillo.

—¡Este es el anillo que le regalaste! Ella lo tenía en la mano cuando murió, ¿verdad? No llegaste a tiempo y, cuando viste su cadáver, ella se lo había sacado, como si renunciara a él.

El hombre cuervo comienza a caminar hacia mí.

—¿¡Qué hace, Moses!? —me grita Cordelia desde lo alto.

No le respondo. No es ella quien necesita respuestas.

¡Debemos pa—gaaaaah, todos somos juzgaaaados, somos culpaaaables. Soy culpaaaable, gaaaaah! —chilla mientras se acerca.

—Culpable, ¿es así cómo te sientes? —siseo—. ¿Cómo puede ser?, ¿cómo puedes sentirte culpable?

El candado alumbra con más fuerza. El hombre cuervo quiere acercarse, pero el brillo de mi dial le hace dudar.

Pobrezaaa, tardanza, tristezaaa, culpaaaaable —gorgotea.

—Entiendo. No pudiste llegar a tiempo a casa aquella noche ni conseguir el dinero antes. Dime, ¿qué más podrías haber hecho?

Culpableeeee.

—¿Acaso fuiste culpable de su enfermedad? Eso es algo que no podías controlar.

El gañido del cuervo se hace más estridente. El candado brilla con más fuerza y sus ondas azuladas se reflejan en las paredes de la catedral. Su caleidoscopio de sombras y luces recuerda al fluctuar de las ondas del lago y a la visión que contemplé en sus profundidades, donde reinan el frío y la negrura, donde la verdad siempre se oculta. Puede que la esperanza resida en la luz, pero la verdad reside en la oscuridad. Las dos trabajan juntas.

—¿Acaso fuiste culpable de que te echaran a la calle sabiendo que tenías a tu pareja convaleciente? —le pregunto—, ¿qué te explotaran y te pagaran cada vez menos con cada nuevo trabajo? ¿Que las personas que se suponen que deben cuidar de la gente no lo hagan porque no puedes pagar un seguro? ¿Que para salvar a quien amas debas endeudar tu hogar? ¿Es acaso tu culpa? En el fondo sabes que no, por eso proclamas que todos debemos pagar, asumir el juicio.

El cuervo intenta hablar y de su pico solo salen sonidos guturales. Su boca se abre y su cabeza se parte en dos y un rostro humano sale a la superficie. Un hombre de barba descuidada con la tez cubierta por una desagradable mucosidad se esfuerza por hablar con coherencia, imponiéndose a los alaridos procedentes de su pesadilla personal.

—Es culpa mía, yo antes trabajaba para ese tipo de gente. Soy cómplice, todos lo somos. Esa es la sociedad que hemos creado. No solo no estuve para ella, sino que ayudé a crear el mundo que la llevó a la tumba. ¡Y tú también, todos ahí fuera! ¡Todos debemos pagar! ¡Llegará nuestro juicio algún día!

Bajo la cabeza y respiro profundo. Sé que hay verdad en sus palabras.

—Es verdad. Todos asentimos y aceptamos, sin excepción.

La cabeza del hombre comienza a hundirse de nuevo hacia la garganta.

—Entonces —añado—, asumimos nuestra culpabilidad y aceptamos que no hay nada que hacer, solo esperar el justo castigo al final de nuestras vidas, ¿es eso? —Me siento triste y, aun así, me río por lo absurdo de este pensamiento.

El hombre asoma de nuevo y me mira con ojos crispados.

— ¿De qué te ríes?

—¿Crees que ellos se sienten culpables?, ¿crees que serán juzgados por un azar justiciero? Esas personas que carecen de empatía, que se vuelven dueñas de los derechos de otros y comercializan con la salud o la libertad, ¿crees que se van a sentir mal, o que pagarán por ello? —La sonrisa se borra de mi boca—. No. Seguirán beneficiándose de las desdichas de los demás. Y todo aquello por lo que ha pasado tu prometida y todo lo que tú has sufrido habrá sido en balde. Porque si solo vamos a hundirnos en la oscuridad y asomarnos de cuando en cuando para emitir algún lamento que otro, entonces su muerte habrá sido algo insignificante.

—¡Cómo te atreves! —grita el vagabundo.

Levanto el anillo.

—Ella te quería devolver este anillo. No porque te culpara o se avergonzara de ti. —Sus hombros ya asoman de la boca del cuervo mutante. De hecho, la criatura cae de rodillas—. Eso es lo que tú interpretaste, pero te equivocas. Ese gesto era un símbolo. Ella te devolvía tu libertad y tu vida.

El hombre no aparta sus ojos de mí. su pecho convulsiona como si le costase respirar.

—Tu prometida fue testigo de todo lo que sufriste por ella. Vio todo el esfuerzo que hiciste por manteneros a flote y por combatir su enfermedad. Ella pensó que te había robado parte de tu vida. Tú no pudiste estar ahí en el momento en que falleció y sé que te culpas, pero has de saber que, en su último aliento, su deseo fue que siguieras viviendo y salieras adelante. Que volvieras a amar algún día. Por eso te devolvía el anillo.

—¿Ella quería eso? —pregunta el hombre.

—Mi dial no miente, siento lo que su gesto simboliza. ¿Así respetas su última voluntad?, ¿es esto seguir adelante? —Hago un gesto con la mano abarcando la monstruosidad en la que se ha convertido.

—¿Cómo vivir con esta carga? —pregunta él.

—Pues día a día —respondo—. Ella creyó en ti, en que podrías hacerlo. Y si la injusticia de la que fuiste testigo te duele, usa esa vida que aún te queda por delante para combatirla. Por ella y por todos los que han sufrido como ella. ¡Sigue adelante!

El hombre se echa a llorar y comienza a gatear fuera de la boca tirando con todas sus fuerzas para liberarse.

—Si ella me viera así... —resuella—. ¡Qué vergüenza que me viera así!

—El hombre del que ella se enamoró no se rendiría tan fácilmente. —Y no sé cómo lo sé, pero lo sé. El anillo lo sabe, el hombre lo sabe, y, por tanto, yo lo sé.

El vagabundo es más fuerte que yo. Yo sí me rendí. Ni siquiera tendría el aguante de soportar una pesadilla en vida como lo hizo él. Merece vivir de verdad.

El hombre alza su rostro y suplica:

—Ayúdame...

Me arrodillo, le cojo del brazo y empiezo a tirar de él para liberarlo de ese traje de carne, pero algo detiene el avance. El amasijo de plumas y oscuridad intenta tragárselo de nuevo.

—¡No! —escucho a Cordelia gritar desde las escaleras. Desciende a la carrera para llegar hasta donde estamos—. ¡Moses!, ¡no le deje!

La cabeza del pájaro se desintegra en una ristra de ligamentos y se rehace por encima del torso de su prisionero. El vagabundo asoma ahora desde su buche. El pico forma palabras con sonidos aún más grotescos que antes.

Gaaaahh... Culpableee, debemos pagaaaar. Debes pa—gaaaah.

—Pues pagaré haciendo que las cosas mejoren. No más lamentos. Debo seguir adelante —sentencia el hombre.

Pa—gaaaaaah. —La criatura clava sus zarpas en el prisionero y comienza a empujarle hacia sus entrañas. Al mismo tiempo, intenta apartarme de un aletazo, pero me retiro de un salto.

El monstruo no le dejará ir tan fácilmente. Lo que no sabe es que ya no hay vuelta atrás. No ahora que extraigo la llave de mi candado.

—¡Has sido rechazado, Silencio! —le grito a la criatura. Esta me mira con sus cuencas ahora vacías.

—¡Ya no perteneces a este lugar! ¡No eres más que una interferencia!, ¡un parásito!

El anillo se calienta en mi otra mano. Al acercarlo a la llave, la alhaja comienza a disolverse y la plata que la conforma empieza a fusionarse con ella, generando formas y grabados a su paso hasta que mi llave se transforma en una bella llave de plata silueteada de plumas. Una llave de jaula de pájaros. La llave de la vida que esa mujer le quería devolver a su prometido. La llave de su futuro.

—¡Déjale ir! —Introduzco la nueva llave de los pájaros en el candado y un familiar sonido acompaña esta acción, el sonido agudo que escuché esa noche en el puente.

Los eslabones que descansaban alrededor de mi cuello se liberan y comienzan a multiplicarse. No tardan en precipitarse hacia la criatura. El candado levita justo delante de mí, mientras las cadenas rodean al cuervo de pesadilla y lo acorralan.

—¡La joda! —exclama Cordelia al contemplar todo aquello.

Gaaaaaaaaaah —grita el hombre cuervo. No importa cuánto implore, se acabó.

Giro la llave.

Las cadenas lo aprisionan y sus plumas negras se vuelven alquitrán, luego humo y luego oscuridad. De entre sus miasmas, el vagabundo sale disparado. Se pone en pie con dificultad, trastabilla y tose, luego coge una bocanada de aire. Siente su libertad. Con esa misma bocanada, se desvanece de este plano.

Un temblor recorre las paredes de la catedral y el suelo comienza a resquebrajarse. Cordelia me coge del brazo.

—¡Moses!, ¿¡qué ocurre!?

—Lo que debía ocurrir —siento una gran paz interior, como la que sentí al ayudar a Bijan.

Las cadenas entonces tiemblan, se vuelven incandescentes y aprisionan lo que queda del amasijo de oscuridad que antaño fue la criatura que anidaba en ese templo. Noto un cañonazo en el pecho acompañado de un destello de luz. El alarido de Cordelia se pierde bajo las aguas. Las tranquilas y oscuras aguas de mi interior.

Y esa oscuridad permanece hasta que oigo el reloj del ayuntamiento dar las ocho menos cuarto.

Abro los ojos y manoteo. Tanteo la superficie del banco y me anclo a la realidad. Miro a ambos lados. Cordelia está sentada a mi vera, frotándose la cabeza. El mapa de la ciudad sigue extendido sobre la bancada. Seguimos en la plaza del museo. El sol se está poniendo justo en este momento.

—Estamos de vuelta... —Cordelia se pone en pie y coge aire, mira a su alrededor—. ¡Estamos de vuelta! —Sonríe—. ¡Hey, carnal!, ¿está bien?

No le respondo. En cambio, busco con urgencia el candado bajo mi sudadera, extraigo la llave y la contemplo. Un graznido se hace eco en mi cabeza. La llave muestra unos finos ornamentos metálicos en forma de plumas en su perfil y su medalla tiene forma de cabeza de cuervo.

«Veo que ahora me toca a mí vigilarte de cerca», pienso. Otro graznido. Suena distinto. Suena precavido y astuto. La oscuridad que exhumaba el hombre cuervo ya no la percibo en el constructo que habita en el interior de mi llave.

—Empecemos con buen pie, Pájaro de Mal Agüero, ¿de acuerdo? —susurro.

«Te cubriré las espaldas» —me responde él a través de un tercer graznido.

Pájaro de Mal Agüero acepta el trato y acepta su nuevo nombre.

—¡Eh, Moses! —Cordelia me zarandea.

La miro y sonrío para tranquilizarla. Me pongo en pie y guardo el mapa en la sudadera.

—Está bien. Todo está bien.

No bien del todo, ambos estamos sudorosos y estamos repletos de pequeños moretones y heridas en brazos, piernas y mejillas.

Cordelia se muestra ya más tranquila, pero no deja de escudriñarme.

—¿Qué ocurre? —le pregunto.

—¿Aparte de haber salido de una pesadilla viviente?, nada en absoluto. —Su mirada es ahora intensa. —Moses Gentry, lo que usted puede hacer, compadre... Lo que ha hecho...

Cordelia Castillo, que siempre tiene la puntilla preparada, se ha quedado sin palabras.

«¡Guau!, ojalá impresionara de la misma manera a los hombres», me digo.

—No lo podría haber hecho sin ti —respondo—. Eres dura de roer.

Ella pone los brazos en jarras y me mira con gesto cómico como si estuviera diciendo algo obvio.

—Así que tienes un locochón nuevo. —Observa la llave—. Es así cómo funciona, ¿no?

—Supongo, no estoy muy seguro —digo.

En ese momento la llave muta de vuelta a su forma original, la humilde llave de candado. La devuelvo a su cerradura.

Entonces recuerdo algo. Busco en mis bolsillos y ahí está, el anillo de plata.

Giro sobre mí mismo revisando toda la plaza. ¡Allí, al fondo! Comienzo a correr. Cordelia me sigue confusa. Al final de la plaza se encuentran los lavabos públicos y, a la entrada de estos, está aparcado el carro del vagabundo.

Justo cuando llegamos a donde el carro, alguien sale del lavabo de hombres. Freno en seco para evitar darme de bruces con él.

Tiene la cara lavada y el pelo y la barba atusados, se ve que ha intentado peinarlos burdamente con sus dedos. Su mirada denota cansancio, sin embargo, no hay rastro de demencia ni rendición. Se ha sacado la chaqueta remendada y su camisa sucia y se ha puesto una camiseta vieja, pero limpia que debía tener guardada en alguna parte. El vagabundo ya es un poco menos vagabundo.

—¿Puedo ayudarle? —me dice cuando nota que le estoy mirando—. Ya terminé, puede pasar al lavabo si quiere...

Parece que no me recuerda. Bijan tampoco supo que yo había estado en su frecuencia personal.

—Verá —le tiendo el anillo—, es que se le ha caído esto.

El hombre se deshace en agradecimientos.

—Vaya, se me debió haber caído de la chaqueta al sacármela. ¡Muchas gracias!, ¡cuánto se lo agradezco! —se lo guarda en el bolsillo.

—No es nada, no se preocupe.

—Aún quedan buenas personas en el mundo. —El hombre mira hacia la puesta de sol y el contorno de la ciudad—. Más de las que nos imaginamos. —Se gira y vuelve a sonreírme. ¿Es este, en verdad, el mismo hombre que habíamos conocido esta tarde?

El vagabundo que ya no es vagabundo coge su macuto, se pertrecha con tan solo unas pocas cosas y se aleja, dejando el carro lleno de basuras, cachivaches y carteles apocalípticos cerca de un contenedor cercano.

—Perdone...

Se gira.

—¿No se lleva eso? —señalo al carro.

—No, ya no lo necesito —responde con cierta extrañeza ante mi pregunta—. Pesa demasiado. —Sonríe—. Y a donde voy prefiero ir ligero de equipaje. Llevo cargando con ese peso mucho tiempo.

—Entiendo —digo—, y ¿a dónde va si no le importa que le pregunte?

—Hacia el futuro. —Se rasca la barba—. Empezando por un albergue quizás. Y puede que mañana me pase por una oficina de empleo, quién sabe. Un grupo de ayuda tampoco me vendría mal —piensa en alto para sí mismo. Luego se encoge de hombros.

—Suerte —le digo sin más.

—Gracias, amigo. —Se da la vuelta y se despide con la mano—. Creo que no la necesitaré.

La sonrisa parece incrustada en mi cara, me duelen hasta las comisuras, pero no puedo dejar de sonreír. Parece que no estoy muy acostumbrado a ellas. Noto un codazo en el brazo.

—Puede dejar de enseñarme la dentadura, no soy su dentista —dice Cordelia. Señala al hombre que se aleja silbando calle abajo—. Seguro que estará bien. Es fuerte.

—Eso espero —respondo.

—Para que él o cualquiera tengan un futuro, debemos encontrar esos relés, ¿no le parece?

—Sí —le digo—, me parece.

Ella asiente, me da unas palmaditas en el hombro y atravesamos la plaza de vuelta.

—¡Ay, pinche padre! —exclama de repente Cordelia. Se lleva las manos a los riñones y se da unas friegas mientras camina—. ¡Quién me mandaría cabalgar en un pájaro gigante! ¡Mañana tendré agujetas!

—¡Así que sí eres una centenaria, después de todo! —me burlo.

—¡Cuídese de que no le de unos bastonazos, pinche pendejo!

Nos reímos, contentos de estar vivos, sin pensar en lo nos queda por delante, sin pensar en el día que aún no ha acabado y lo que nos deparará. ¿Acaso hay otra forma de afrontar la vida? Ojalá lo hubiera sabido antes de tirarme por un puente.



Diez minutos después, al otro lado del barrio.

Mírale, comiendo una grasienta hamburguesa de un euro y sonriéndole a la tendera. Pregunta por el albergue, el muy desdichado. Se peina y se contempla en un escaparate al pasar, como si hiciera siglos que no viera su propio rostro.

De nuevo pulula por ahí como un ser corriente y diminuto, sin ninguna preocupación en la vida, disfrutando de una liviana superficialidad. Optimismo patethique.

¿Dónde está ahora ese maravilloso espécimen que acudió a mí y esa belleza que eclosionaba en su interior? Esperemos que aún ahí, en alguna parte. Tengo que asegurarme de que es así porque casi me da asco verle danzar y silbar por las calles. Será mejor que acabe con esto, n'est pas? Un vistazo y lo sabré.

Ataja por las callejas que discurren junto al centro comercial, así que aprovecho para llamarle por su nombre.

—¿Me habla a mí? —pregunta.

—En efecto. Disculpe que le moleste, monsieur.

Su sonrisa tranquila y confiada se apaga al verme. No me reconoce de forma consciente, pero de algún modo, intuye quién soy.

—Verá, he oído hablar de usted. Le llaman el predicador de los harapos. El hombre que vaticina el juicio final.

El muy estupide se pone hasta colorado.

—Yo ya no hago eso. Es una parte de mí a la que ya no me aferro.

—¿Seguro?, porque yo estaba deseando escuchar sus palabras.

—No puede ser —se ríe—. Eran las palabras de un demente, producto de la desesperanza, nada más. Ahora estoy mejor. Hoy es un día muy especial, el primer día del resto de mi vida.

Pardieu!, creo que voy a vomitar. ¿Demencia, dice? Era verdad en estado puro, dulce desesperanza sin adulterar.

—¿Nada con lo que iluminarme, entonces?

—Señor, siento no ser lo que estaba buscando. Ahora debo irme. —Se extraña al verme con mi Super-8—. Disculpe, ¿me está usted grabando?

—Solo comprobando algo. —A través del objetivo analizo los fotogramas de su alma. Aburridos, anodinos, un blockbuster. Une merde! ¿Dónde está esa superproducción de terror y agonía?, ¿esa maravillosa obra de autor? ¡Mi obra!, ¡la que había confeccionado con tanto esmero!

—Oiga, tengo que irme, disculpe —dice el hombre anodino.

—Oh, ¡claro que te irás! —digo con patente rabia.

Saco su carrete de la americana, aquel en el que había grabado y atrapado su esencia. Suspiro. Tanto trabajo desperdiciado—. Te irás para no volver.

—Perdón, ¿cómo dice?

—La pena es que tenías razón, tu le savais? El juicio final sí está por llegar. Sobre todo para vosotros, los no oyentes.

Aún intenta comprender la situación en el momento en que le estoy prendiendo fuego al carrete con mi mechero.

—Puede que ya no seas un cuervo, mignon, pero sigues siendo mi periquito, y ya me he cansado de oírte piar.

Él me mira con cara de idiota antes de evaporarse y desaparecer de la existencia.

Suelto un suspiro, ¡qué frustración! No sé cómo no me vengo abajo. Uso los restos de la cinta llameante para encenderme un cigarro. Luego la tiro al suelo y pisoteo los fotogramas calcinados. Ahora que me fijo, hay algo en la acera. Lo recojo. Es una alianza de plata. Creo que pertenecía al hombre anodino. No tenía mal gusto para la bisutería el periquito, lo admito.

Me lo meto en el dedo meñique. Queda bien, hace juego con los dos otros anillos que llevo en esa mano. Me lo quedo, es mi compensación. Merezco resarcirme de mi frustración porque, admitámoslo, esto es frustrante. Y yo que pensé que él era una de mis mejores capturas... Creí que con él podría acabar con ese molesto Moses de una vez por todas de una manera discreta.

Crotte! ¿Qué le voy a decir ahora a Agy? —maldigo.

Doy una calada bien profunda para calmar los nervios. Al menos, espero que Farfalla también haya metido la pata. Sé que su éxito sería pertinente para nuestros planes, pero, la verdad, sería humillante quedar por debajo de la mocosa.

«¡Oh, bon, Montgolfier!, ¿qué se le va a hacer? No vale la pena torturarse», me digo.

Me ha entrado algo de desgana, lo admito. Creo que un buen café au lait me vendría bien ahora mismo. De hecho, sé de una boulangerie a un par de paradas de tranvía donde preparan unos cafés exquisitos y hacen unas tartaletas estupendas, ¡y es de las que cierran tarde!

Sí, decidido, eso me vendrá de perlas.

------------------------------------------------------------------------------------------------------


Nota del autor :

 X_ _ (   Si es que este tipo de capítulos me dejan hecho una miseria emocional.

¡Lo siento, lectores de Wattpad, tenía que ser así!  A veces, la historia toma el control, n'est pas? ;)

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro