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Tras una vigorosa sesión de sexo, con el calor de la pasión todavía ardiéndole en la piel, Belén acomodó su cuerpo desnudo entre los brazos del ruso y, en tanto los latidos agitados de sus corazones comenzaban a ceder ante la calma, se quedó dormida. La noche se cernía silenciosa sobre la habitación de Alexey. La luz tenue del televisor era apenas un murmullo en la penumbra, pintando sombras danzantes sobre las paredes.

Cuánto disfrutaba Zverev de la respiración rítmica de Belén mientras, a salvo de cualquier miedo, la tenía dormida entre sus brazos. La arropó, entonces, y la ajustó más contra su pecho tatuado, ansiando ser el placebo que disipase a los demonios de la muerte y la guerra. Poco después, se durmió también.

Eran más de las dos de la madrugada cuando llamaron a la puerta. Belén estaba en sueño profundo para entonces, segura entre los brazos de Alexey. El ruso, en cambio, abrió los ojos tan pronto como el timbre sonó, consultó su reloj de pulsera y, con la preocupación retratada en el rostro, se deslizó con cuidado fuera de la cama, se metió a prisa en los vaqueros y se acomodó la pistola en la parte posterior de la cintura. Nunca eran buenas noticias las que se recibían en medio de la madrugada y su mente, entrenada para anticipar el peligro, comenzaba a trazar posibles escenarios.

Los dos agentes de policía uniformados que se encontró del otro lado de la mirilla no hicieron sino confirmar sus temores. El timbre sonó otra vez. Alexey, repasando en su mente cada uno de sus pasos del último año, ajustó los puños y respiró profundo. No creía haber hecho nada que pusiese en evidencia su infortunada doble identidad, o que atrajese a las autoridades hasta su puerta. Dadas las circunstancias, aquello era lo último que quería, por lo que era en extremo cuidadoso.

Como fuere, no podía retrasar más el encuentro con la ley del otro lado del umbral, así que abrió y les dejó ver a los efectivos una expresión somnolienta que combinaba perfecto con el desastre despuntado que siempre era su pelo oscuro tras levantarse.

—¿Señor Zverev?, ¿Alexey Zverev? —preguntó el más joven de los agentes.

Alexey analizó de un vistazo el lenguaje corporal de los dos hombres y escaneó en un segundo el entorno afuera en la calle. Su experiencia en el mundo delictivo le había enseñado a desconfiar, a leer entre líneas. Una vez que estableció que no se trataba de una redada, o algún otro tipo de intervención policiaca, sino de una visita, arrugó el entrecejo y asintió.

—Agentes García y Páez —dijo el más viejo, García, y ambos mostraron sus placas con profesionalismo—. Lamentamos la hora, pero tenemos noticias que compartirle.

Zverev dudó. Odiaba la idea de dejar entrar policías en su casa, pero sabía bien que levantaría sospechas si no lo hacía. Así que, manteniendo una posición estratégica para ocultar la pistola, asintió otra vez y se hizo a un lado.

—Asiento —les indicó con su lengua rusa y se sentó también.

—Es sobre Martha Sokolova —dijo García—, ella está registrada como su pareja de hecho.

Alexey alternó la mirada entre los dos efectivos.

—Martha, da —concedió—. Ella ya no vive aquí hace más de un año. ¿Se metió en problemas?

Páez le alcanzó entonces una carpeta que parecía contener algún tipo de documentación.

—Lamentamos informarle que hemos encontrado su cuerpo sin vida esta noche. Ella estaba usando un nombre falso, pero sus registros dentales nos trajeron hasta aquí —anunció, su voz llevaba el peso de la pena—. Reciba nuestras sentidas condolencias, señor Zverev.

Alexey languideció, en tanto la imagen de Martha se deslizaba por su mente como un fantasma.

—¡¿Martha está muerta?! —susurró pesaroso y se apresuró a revisar el contenido de la carpeta en sus manos.

—Lamento que deba ver esto —se disculpó García empático en referencia a las fotografías ahora en poder del ruso—. Sabemos que es difícil, pero necesitamos de su ayuda para entender lo que sucedió. Según el informe forense, ella fue retenida durante meses antes de ser asesinada. El cuerpo muestra señales claras de tortura. ¿Sabe de alguien que pudiera ser responsable? ¿Tenía la señora Sokolova enemigos?

Alexey analizó con cuidado las fotografías. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal y tuvo que contener las lágrimas que amenazaban con emerger ante el horror que había sufrido su otrora compañera.

Martha tenía huellas de ataduras, heridas viejas y nuevas e innumerables golpes repartidos a lo largo de su anatomía, además de que extensas zonas de su piel habían sido quemadas a punta de hierro caliente, una técnica preferida por el propio Zverev durante su tiempo en la Pauk para «aflojar la lengua» de la víctima durante las sesiones de interrogatorio, pero hubo un detalle en particular que, en medio de la tormenta que eran ahora sus emociones, capturó la atención de Alexey y lo estremeció: al cuerpo le faltaba la mano derecha.

El ruso cerró con cuidado la carpeta, la regresó a manos de Páez y tragó el nudo en su garganta. La rabia y la culpa se le entrelazaban dentro mientras repasaba su pasado oscuro. Martha estaba muerta por su causa.

—No he sabido nada de ella desde que se fue —aseguró, sin ocultar su pesar—. No le dijo a nadie a dónde iba y se llevó todos nuestros ahorros. Su debilidad por el juego la puso en problemas más de una vez, deberían empezar a buscar por ahí —los desvió, aunque la ludopatía de Martha era cierta—. ¿Puedo ayudarlos con algo más?

—No de momento —respondió Páez acomedido—. Solo reiterarle nuestras condolencias y pedirle que firme aquí para iniciar los trámites para la entrega del cuerpo —confirmó alcanzándole una ficha que Alexey firmó sin revisar—. Lo mantendremos al tanto de nuestros avances.

—Aquí puede encontrarme, por si recuerda algún detalle adicional que nos sea útil —agregó García, le entregó en la mano una tarjeta de presentación, que Alexey recibió por inercia, y se unió a su compañero que ya iba de camino a la salida—. Estaremos en contacto.

Como sumido en un trance, Zverev escoltó a los oficiales y apretó firme la mano que García le ofreció, pero tras cerrar la puerta a sus espaldas, se entregó al dolor y se dejó caer despacio, resbalando sobre la madera, hasta quedar sentado en el piso abrazando sus rodillas. Las lágrimas brotaron entonces, desbocadas. Lloraba por Martha, que murió sin hablar para protegerlos a él y a su hija; por su abuela; por Svetlana; por Mila y su futuro ahora incierto bajo la sombra de la Pauk. Lloraba por todo aquello por lo que no se atrevió a llorar por temor a mostrarse vulnerable. Lloraba porque, para mantenerla a salvo, debería alejarse de Belén.

Eran alrededor de las cinco treinta de la mañana del domingo cuando Bel, tras un ruido estridente proveniente del ático, despertó sola en la cama. Alarmada, espabiló el sueño frotándose los ojos, se puso la camiseta y los pantalones deportivos, de los que el ruso la había despojado con prisa la noche anterior, y salió al pasillo en busca del origen del estrépito.

—¿Lyosha? —llamó cerca de la puerta de la habitación de Mila y se cercioró por la ranura de que la pequeña estuviese bien. La niña dormía haciendo gala de su ya conocido sueño pesado—. ¿Alexey? —insistió rumbo a las escaleras que conducían hasta el ático.

No hubo respuesta.

Subió sigilosa, siempre en alerta como su formación militar dictaba. Los escalones crujieron ligeramente bajo sus pies mientras ascendía, la tensión en el aire era palpable y un presentimiento incómodo se instaló en su pecho cuando la oscuridad casi total la rodeó tras traspasar la entrada. Un profundo olor a tabaco lo envolvía todo.

Buscó a tientas el interruptor para encender la luz, pero, antes de que lo alcanzase, una figura fornida se abalanzó sobre ella desde las sombras, una embestida repentina que la tomó por sorpresa. Su instinto de supervivencia se encendió en piloto automático y, en un movimiento ágil y preciso, Bel logró esquivar a su oponente y giró para enfrentarlo.

La lucha se desarrollaba en medio de la oscuridad, con golpes y forcejeos que resonaban en el espacio confinado de la estancia. Los sentidos de Belén, agudizados por la adrenalina, intentaron captar cualquier indicio sobre quién estaba detrás de ese ataque, pero la falta de visibilidad le dificultaba la identificación de su agresor. El sonido de las respiraciones llenaba el aire mientras los cuerpos combatían.

En un momento de pausa en la refriega, y con el amanecer ya aclarando afuera en la ventana, Belén encontró fugaz los ojos de su rival, distinguiendo apenas los rasgos del otro en la ahora claridad insipiente. Una chispa de reconocimiento la atravesó y su voz, quebrada, surgió en medio de la tensión.

—¡¿Lyosha?!... ¿eres tú?

El silencio que siguió fue revelador. Los dos, agitados, se identificaron finalmente. Bel, aturdida, retrocedió unos pasos, permitiendo que la luz pobre revelase sus rostros y los ojos de Alexey, desgarrados de dolor, se encontraron con los suyos.

—¡¿Eres tú, devushka?!, ¡lo lamento! —murmuró el ruso con voz trémula, mientras la tensión se disipaba despacio, palpando con culpa el cuerpo de Belén para asegurarse de no haberle infringido ningún daño considerable—. Por un momento pensé que... ¡por favor dime que estás bien! —suplicó estremecido y la estrecho entre sus brazos.

—¡Estoy bien!, ¡estoy bien! —soltó ella atarantada, tratando de recuperar el aliento, tomó distancia y encendió la luz—. ¡Y por supuesto que soy yo!, ¡¿quién mierda más sería?! ¡Puedes decirme qué demonios está pasando aquí! —preguntó. La habitación estaba en ruinas; había un armario de madera hecho pedazos hacia la derecha, documentos y fotografías por todas partes en el piso y huellas ensangrentadas de nudillos por las paredes que indicaban que Alexey había estado descargando su ira contra ellas. Viró entonces la vista hasta las manos del ruso, estaban en carne viva—. ¡¿Acaso enloqueciste?! ¿Tú hiciste todo este desastre? ¡¿Por qué?!

Zverev suspiró angustiado, se pasó una mano por el pelo y miró a su alrededor. Se lo veía muy fuera de sí.

—La policía vino en la madrugada —escupió con la mirada perdida.

—¡¿La policía?! —preguntó Bel con alarma.

—Querían saber si yo tenía idea de quién había asesinado a Martha —siguió Zverev sin rumbo, como atrapado en un trance.

—¡¿Martha está muerta?! —inquirió Lombardo atónita.

—¡La torturaron! —escupió Alexey contrito, su diestra ahora temblando sobre su frente—. ¡¡Le cortaron una mano!! ¡Por eso pensé que tú eras... que ya venían por mí!

—¡Santa mierda, Lyosha! —masticó Belén—. ¡No entiendo nada! ¡¿Quiénes creías que venían por ti?! ¿Tú sabes quién mató a Martha?

—Subí para buscar entre sus cosas y encontré esta carta de Svetlana —siguió él en lo suyo, como si no la escuchase. Tenía un papel manchado con su sangre y escrito en ruso a manuscrito entre las manos, uno que dejó caer al piso sin darse cuenta en medio de su conmoción, pero su mirada se encendió de pronto, delirante, mutando del estremecimiento a la ira—. ¡Voy a matarlo! —serpenteó entonces bajo y peligroso, y tomó su arma de sobre el librero desvencijado a su izquierda para ponerla en su cintura—. ¡¡Voy a matarlo!! —insistió—. ¡Es la única manera!

—¡Eh!, ¡hombre!, ¡tranquilo! —advirtió ella descolocada y le cerró el paso. ¿De dónde diablos había salido esa pistola?—. ¡Vamos a discutir esta mierda primero!, ¿sí? ¡¿A quién carajos quieres matar?!

—¡Lo lamento! —articuló él como única respuesta y la miró dolorido—. Ojalá algún día puedas perdonarme. ¡Cuida de Mila!, ¡dile siempre que la amo! —dijo, con las manos al rojo vivo sobre los antebrazos de Bel.

«¡¿Siempre?!», pensó Belén y la piel se le erizó en consecuencia. ¿Acaso Alexey estaba considerando abandonarlas?

—¡Oye!, ¡¿a dónde vas?! —gritó mientras él la esquivaba para bajar por las escaleras a toda prisa. Trató sin éxito de seguirle el paso hasta el garaje, en donde Zverev se metió en su coche y salió de la casa conduciendo como un enajenado—. ¡¡Alexey!! —insistió descalza sobre la acera, pero él se había ido.

Belén no podía imaginar a dónde se dirigía ese loco y a quién planeaba matar con esa arma, tampoco podía llamar a la policía, no sin descubrir primero qué demonios estaba pasando.

Angustiada, regresó sobre sus pasos, cogió su móvil en el camino, por si Alexey entraba en razón, y volvió hasta el ático en busca de respuestas.

La carta de Svetlana yacía en el piso. Se inclinó para recogerla y se hizo un espacio entre el desastre para sentarse un momento con la espalda recargada contra la pared. Estaba escrita en ruso, así que procuró capturar con el móvil una imagen lo suficientemente clara como para que el traductor hiciese su trabajo, y agradeció al cielo por la caligrafía impecable de la difunta que el aparato no tuvo problemas en reconocer.

«Querida Martha:

Gracias por permitirme seguir en contacto contigo. Estas cartas son el único escape con el que cuento para desahogarme en medio de este infierno. Por favor, como hiciste con las anteriores, destruye esta también después de leerla.

Sé que cuando te fuiste lo hiciste para dejar a la Araña atrás, y eso incluía dejarme atrás a mí también, pero es difícil ya no poder hablar con nadie.

Solo tú me entiendes, Martha.

Desde que Ludmila nació, he temido más que nunca que Aleksandr se convierta en alguien como mi padre con el correr de los años, que mi pequeña termine viviendo las mismas experiencias a las que yo he estado expuesta, y que vea a su padre con los mismos ojos con los que yo veo al mío.

Hace dos noches hablé con mi padre al respecto sin que Aleksandr supiera, apelé a su humanidad y le supliqué que no lo nombrase su sucesor, que liberase a mi familia de la maldición de convertirse en «su casta»; pero se me olvidó que los monstruos no tienen humanidad.

Discutimos, y cometí el error de amenazarlo con partir aun sin su venia. Nunca debí hacerlo, él está ebrio de poder y, ahora, temeroso de que su hija perjura pueda dañar su legado, ha extendido para mí la trivia más siniestra: tengo dos días para elegir entre quitarme la vida, y salirme así de su camino, y del de Aleksandr, o mi niña y el Halcón pagarán las consecuencias, porque nos prefiere muertos antes que traidores.

Desde luego, para mí no hay nada que decidir. Partiré esta noche de este mundo, y lo haré en su propio cuarto de baño para que sea él quien me encuentre, no quisiera someter a Lyosha a semejante trance.

Sin embargo, mi única satisfacción es saber que este sacrificio no le servirá de nada a mi verdugo, porque mi esposo conoce mi deseo de que Mila crezca lejos de aquí, y estoy segura de que lo honrará en mi ausencia, pero temo por su vida si llegase a enterarse de que mi muerte no fue voluntaria.

Conozco al Halcón, sé que buscará tomar justicia por mano propia y no quiero pensar en lo que podría pasarles a él y a Mila de ser así, la Araña es implacable con los traidores.

Esta carta te llegará cuando todo esté hecho, por favor no albergues culpas, solo te pido que apoyes a Lyosha si llegase a buscarte. Soy consciente de que ha cometido muchos errores, pero no es más que un hombre bueno que ha tenido una vida mala, se merece una segunda oportunidad, como tú la tuviste.

Hasta siempre,

Svetlana».

«¡¡Maldición!!», pensó Belén presa del pánico.

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