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El aroma húmedo de la mañana ya entrada se mezclaba con la neblina difusa, pintando de gris aquel domingo en la vieja Nusquam.

«¿Con quién mierda he estado viviendo?», se repetía Belén mientras, sin saber con certeza dónde diablos estaba el ruso, se apuraba a preparar a Mila para dejarla en casa de su madre antes de lanzarse a su búsqueda.

En su afán por encontrar alguna pista que arrojara luz sobre la identidad del padre de Svetlana, o el posible paradero de Zverev, Bel había revuelto cada rincón de la casa. Pero en lugar de respuestas, lo que halló fue un cúmulo oculto de secretos oscuros.

Adherido con cinta bajo un falso fondo en la cajonera del vestidor de Alexey, se ocultaba un pequeño arsenal de armas automáticas, cada una con su correspondiente dosis de munición. Un teléfono satelital, tres pasaportes con la imagen del ruso y nombres diferentes, y un mapa de Nusquam con varias rutas de escape al aeropuerto completaban el rompecabezas.

¡Vaya mierda!

Su móvil sonó. Eran más de las nueve para entonces. «Foncho» rezaba la pantalla iluminada. Bel blanqueó los ojos, no estaba segura de poder lidiar con él en un momento como ese.

—Espérame aquí, estrellita —le dijo a la niña, que estaba sentada en su cama, un tanto asustada por no entender qué ocurría, y con Capitán Meón en su regazo—. Termina de ponerte los zapatos, saldremos pronto —instruyó y salió de la habitación—. ¿Qué pasa? —le escupió al auricular tras tomar la llamada.

—¡Bel! —dijo Alfonso del otro lado, su voz sonaba inquieta—. ¡Gracias a Dios que respondes! Sé que parezco un maldito loco obsesivo, no te culpo por pensarlo —se disculpó de antemano—, pero te juro que necesitas ver esto, estoy afuera de la casa del ruso.

En un primer momento, Belén consideró cortar la llamada.

—¡No tengo tiempo ahora! —refunfuñó, pero pensó de inmediato en el arsenal en el vestidor de Alexey, y en toda la documentación sospechosa, y cambió de idea en el acto. Decidida, caminó entonces hasta la puerta principal, ajustó la manija, exhaló profuso y abrió de golpe. El coche de Navarro estaba aparcado a pocos metros. El hombre, enfundado en un soberbio abrigo azul, se apoyaba tenso sobre el capó y tenía el móvil en la oreja—. ¡Entra! —le dijo Bel y cortó la comunicación con un gesto agrio.

El frío de la mañana les calaba los huesos y el viento soplaba con un silbido etéreo y caprichoso prometiendo malos augurios.

—¿El ruso no está? —se aseguró Alfonso ya de entrada y, tras dar un vistazo rápido al entorno, tomó asiento en el sillón del salón. Bel negó en respuesta—. Veo que estuviste remodelando —bromeó con las cejas en arco tras percatarse del desorden, un toque de sarcasmo en su voz.

—¡Oh!, sí. Reemplacé las alfombras por minas terrestres —punzó Belén cínica, Alfonso rio—. ¿Qué tienes para mí? —preguntó después con los brazos cruzados y se plantó de pie frente al tipo. Navarro exhaló y extrajo un sobre de su abrigo. Dos fotografías salieron a la luz, mostrando a una Martha Sokolova en condiciones horripilantes. Bel no pudo evitar una expresión de repulsión ante la brutalidad de las imágenes, pero aun así les echó un vistazo—. ¡Noticias viejas! —desvirtuó, sin embargo, al devolverlas—. Necesito algo más.

—¡¿Más?! —preguntó Alfonso incrédulo por su inesperada apertura y esbozó una venia—. ¿Qué tal un pakhan de la mafia rusa? —inquirió, entregando un segundo grupo de documentos.

Bel levantó una ceja tras revisar el legajo.

—¡¿Vladimir Novikov?! Un pez gordo de alto rango —concluyó—. ¿Por qué debería importarme?

Alfonso buscó sus ojos, su mirada era seria y directa. No bromeaba y Belén lo sabía.

—Porque tenía una hija que se cortó las venas en una bañera hace cinco años. Su esposo, al que ahora Novikov busca para matarlo, huyó con su nieta, Ludmila, lejos de Rusia —reveló.

Bel, descolocada y atónita, se dejó caer junto a Alfonso en el sofá y cerró los ojos un instante para asimilar lo escuchado.

—¡Mierda!, ¡mierda!, ¡mierda! —escupió—. ¡Maldita sea!

Si la mafia rusa quería la cabeza de Alexey, estaban en un tremendo lío. ¿Cómo era que no lo sospechó antes?

—Svetlana Vladimirovna Novikova, con todo y el patronímico —añadió Navarro entregándole la fotografía de una mujer de tez pálida, pelo oscuro como la noche y mirada triste y avellana.

Bel miró la imagen y se quedó colgada un momento, remecida ante el destino aciago que la mujer corrió y que ahora conocía.

—Mila tiene su boca —dijo contrita y reverente para sí.

—Y aquí está su amante esposo, «Aleksandr Nikolayevich Ivanov», subjefe de la Pauk, antiguo encargado de seguridad del propio Novikov y su mano derecha, más conocido en el bajo mundo como «Sokol», o «el Halcón».

»Aunque no ha sido condenado, es sospechoso en Rusia por extorsión, secuestro y asesinato —explicó Alfonso suficiente.

Bel tembló y sintió cómo un vacío hondo se abría en su pecho. El hombre de la foto, sin duda, era Alexey. Un poco más joven y soberbio, sin las pequeñas líneas de expresión que se marcaban ahora alrededor de sus ojos cuando reía, pero era él. El sobrenombre de «Halcón», mencionado por Svetlana, junto con «la Araña», o la «Pauk», en ruso, a la que hizo alusión dos veces, cobraban sentido también después de que su carta fuera pasada por el traductor.

—¿De dónde sacaste todo esto? —preguntó aferrándose inútilmente a la idea de que, tal vez, alguien le hubiese dado a Alfonso información imprecisa y la mafia rusa en verdad no quisiera asesinar al hombre que amaba, y que este no fuera un ex mafioso fugitivo con una recién estrenada sed de venganza.

—Te sorprendería lo que puedes conseguir cuando diriges un consorcio especializado en servicios de seguridad a nivel gubernamental —respondió Navarro ladino—. Tal vez deberías intentarlo.

Lo que significaba que la información provenía de Protek Global, por lo que era imposible que fuese inexacta.

—¡Estamos hasta el cuello! —concluyó Bel devastada y se llevó las manos a la cabeza. ¿Todo lo vivido en esos meses maravillosos con el ruso era real? ¿Las largas conversaciones nocturnas, el roce de sus pieles que encendía chispas tras el contacto, la increíble química entre ellos y esa dinámica natural que experimentaban era cierta?, ¿o solo era parte de la falsa identidad de Aleksandr Ivanov? ¡No! Lo que los ojos de Alexey le gritaban en silencio cuando estaban juntos no se podía fingir, o eso quería Bel creer—. ¡¿Estoy viviendo con un exmiembro de la mafia rusa?! —gimió afligida—. ¿Qué no era eso lo único que me faltaba? —se burló amarga después.

Todo parecía muy surreal.

Una mano cálida de Alfonso se posó en su hombro, comprensiva y solidaria.

—Te advertí que el maldito mentía —le recordó empático.

No era una burla, sino pesar.

Bel bajó la mirada y tragó el nudo en su garganta. Era seguro que había una razón válida para todas las mentiras de Alexey después de todo. Resuelta, volvió a levantarla, pero una chispa de determinación brillaba en sus ojos ahora.

—¡Él no me mintió! —razonó audaz, analítica, y amusgó los ojos—. Si lo pienso con cuidado, ¡nunca lo hizo en verdad!, solo omitió los detalles peligrosos para protegernos a Mila y a mí —dijo—. ¡Lo conozco!

Alfonso la vio anonadado, bufó incrédulo y se pasó una mano ansiosa por el rostro.

—¡Por Cristo, Belén!, ¡¿lo vas a defender?! —preguntó.

Bel tomó una bocanada de aire y negó quedo.

—Defenderlo no, Foncho, entenderlo —argumentó apasionada—. Novikov asesinó a Svetlana, ella no se suicidó. No veo nada al respecto en tu legajo. Nos hace falta considerar la parte humana aquí, ¡la parte emocional que no se refleja en un estúpido reporte!

—Es terrible lo que el padre le hizo —estuvo Alfonso de acuerdo—, pero ¿qué tiene que ver con los delitos que su esposo cometió? —interpeló y afiló la mirada—. ¿Por qué debería empatizar con un asesino?

Bel exhaló profuso y, deductiva, se mordió el labio inferior.

—Porque empatizaste conmigo, ¿no? —soltó concisa.

—¡Tú no eres una asesina! —objetó Alfonso airado.

—¡Por favor! ¡Soy una asesina con rango militar! ¿Cuál es la maldita diferencia? ¿Sabes a cuántos he matado?

Alfonso se masajeó el entrecejo.

—¡Ese no es el punto aquí, Belén! Aleksandr Ivanof actuó al margen de la ley, ¡es un criminal!

—¡Ya no lo es más! —rebatió ella osada—. ¡Es un desertor! Casi podríamos decir que está del lado de la ley ahora. Tendríamos que protegerlo en lugar de perseguirlo.

Navarro buscó sus ojos para cerciorarse de que la mujer que conocía de toda la vida todavía estaba ahí, porque parecía haberse esfumado detrás de la sombra del ruso.

—¡¿Protegerlo?! —repitió con alarma—. ¡Ya es suficiente, Bel! —resolvió—. No sé qué te ha hecho ese tipo para que estés dispuesta a jugarte el pellejo por él, pero voy a llamar a mi padre, estoy seguro de que la Interpol tiene una alerta roja esperándolo —asumió.

—¡Adelante! —lo invitó Belén altiva a continuar. Tenía que ser rápida y cuidadosa para poder proteger a Mila de lo que vendría. Alexey se lo había pedido, después de todo—. Muero de ganas por saber qué le parecerá a mi tío Rogelio más tentador, si atrapar al subjefe retirado de sus actividades criminales, cuya cabeza ya tiene precio, o hacer un trato con él para llegar hasta el pez gordo que lleva décadas persiguiendo.

»¿Tienes idea de lo valiosa que puede ser para la Interpol la información sobre Novikov que Alexey maneja? ¡Era su encargado de seguridad! ¡El segundo en la línea de mando!

Todas las pruebas frente a ella le gritaban a Belén que Alexey, o como mierda fuera que se llamase, había sido un criminal y un mafioso, pero estaba claro para ella ahora, tras leer la carta de Svetlana, que tal y como la mujer lo vaticinó, el hombre no dudó un segundo en dejar atrás la única forma de vida que conocía, en pos de proteger a su hija y cumplir el último deseo de su esposa, soportando incluso, siendo quien era, a un jefe estúpido y abusivo a cambio de una miseria de sueldo. Eso, a sus ojos, cuanto menos, hacía al ruso merecedor de la oportunidad de ser escuchado. No lo abandonaría.

—¿Ya nos vamos, tía Bel? —rompió Mila su línea de pensamiento y el corazón de Belén se estrujó. La niña, sobándose un ojo aburrido, estaba de pie a un lado de las escaleras con Capitán Meón como su fiel compañero—. ¿Cuándo regresa papochka?

Por el bien de todos, debían encontrar a Alexey antes de que este encontrase a Novikov, o estarían perdidos.

«Estoy en el muelle», decía el mensaje que Bel recibió tres días más tarde, después de que Alfonso y Rogelio Navarro se habían ido tras una charla agitada en la que Lombardo, a pesar de las objeciones de su ex, procuró informarse lo mejor posible de las opciones que Zverev tenía, y consiguió aplazar un poco las cosas hasta tener la oportunidad de hablar con él.

El muelle era especial: era el refugio en donde Alexey y ella descansaban los domingos por la tarde, mientras él recitaba y Mila perseguía cangrejos en la arena. Lanzaban piedras al agua desde el muelle, compitiendo para ver quién de los tres era capaz de obtener el chapoteo más grande o el salto más lejano, y construían barcos de papel para verlos perderse en la bahía.

Con la noche ya cernida sobre sus cabezas, encendían una hoguera, se tumbaban en la arena a mirar las estrellas e inventaban historias que la niña recreaba después con sus lápices de colores.

El muelle era un lugar seguro para sus almas, que acababa siendo la extensión del hogar que habían construido juntos con pedacitos de vidas rotas. Un hogar que ahora estaba en peligro.

Belén llegó conduciendo a toda prisa. Había pasado los últimos días llorando, imaginando a Alexey muerto en escenarios horribles y sin tener idea de dónde buscar. Estaba furiosa con él por mantenerla en vilo, por haberle mentido, y frustrada porque la vida tenía siempre que ser una mierda, pero había alivio en su pecho al saberlo todavía respirando.

Estacionó en el primer lugar que encontró disponible y sus pasos se apuraron con dirección a la playa. Ansiosos, sus ojos recorrieron la extensión de terreno hasta detenerse en él.

El ruso estaba descalzo, de pie junto a un pilar bajo el muelle, con los pies mojados por la marea que los besaba, los pantalones remangados y las manos en los bolsillos. El sol comenzaba a hundirse en el horizonte y la playa estaba desierta.

Con algunos metros todavía entre ellos, sus ojos se encontraron. Había impotencia en los de él, y un arrebato silente que le agregaba imprevisibilidad a su porte ya de por sí temerario.

—¡Te creí muerto, maldito imbécil! —bramó Bel rota cuando lo tuvo en frente y le volteó la cara con una bofetada brutal, seguida de un empellón que hizo al mayor tambalearse, después otro, y otro más—. ¡Tuve que dejar a Mila con mi madre para salir a buscarte!

Alexey estaba apenas contenido, se lo veía peligroso, todo en su porte lo indicaba, desde la espalda tensa hasta los puños ajustados. Un paso más cerca cada que Belén lo obligaba a retroceder, hasta que lo estuvo lo suficiente para atraparla recio entre los brazos y callarle la boca con un beso salvaje, que ella recibió feroz, marcando así el inicio de un intercambio de caricias indómitas.

Sin detener su arrebato, el ruso le aprisionó la espalda entre el pilar y su cuerpo, besándola, apretándola contra la estructura y raspándole el cuello a intensión con la barba incipiente. Le levantó la camiseta después con dirección al norte, exponiendo sus senos desnudos, y comenzó a mordisquearle los pezones y el pecho dejando marcas rosadas sobre la piel.

Ella jadeó furiosa, indomable, lo apartó y comenzó a hacer lo propio con los pantalones de Zverev, desabrochando desbocada la hebilla que los mantenía en su lugar, para bajarle la cremallera y meter una mano posesiva por debajo del bóxer liberando su dureza.

Él la inmovilizó recio contra el pilar tras el contacto, rugió en su boca y le mordió el labio inferior. Belén pretendió corresponder de igual forma, pero el ruso tiró de los mechones en su nuca para obligarla a mirarlo y, con una risa cínica, le hizo saltar de un tirón el botón de los vaqueros, le dio la vuelta de cara a la madera, y los arrastró junto con las bragas hasta deshacerse de ellos dejándola desnuda.

Bel gimió ante la exposición, su sangre una mezcla de fuego, furia y adrenalina, en tanto Alexey la tomaba por las caderas, instándola a arquear la espalda y separándole rudo las piernas. Ella lo deseaba tanto después de haberlo dado por muerto que ni el lugar ni los modos le importaban.

—No sabes cuánto te he echado de menos —serpenteó él pesado, sucio, y se escupió en una mano para lubricarla con el medio y el índice, preparándose así, profundo, el camino por rumbos inicuos.

Belén dio un respingo y gimió alto tras la intrusión. La bruma era tanta, y los sentimientos tan violentos, que su buen juicio fallaba. Se aferró al pilar con las manos, giró la cabeza por encima del hombro y, jadeante, lo miró a los ojos.

—¡Ya sé quién eres, Sokol! —resolló agitada.

Zverev la miró soberbio desde arriba y se detuvo un fragmento de segundo para asimilar lo escuchado, pero pareció reponerse, o tal vez romperse más, porque reemplazó los dedos, enterrándose en ella de tajo casi en el preciso instante en que sus miradas se encontraron.

Belén lo sintió dentro a fondo y clavó las uñas en la madera, buscaba aferrarse a lo que fuere que le permitiese canalizar las sensaciones que la rebasaban, arrancando de su boca ruidos variopintos embestida tras embestida. El ruso le rodeó entonces la garganta con una mano y la forzó a incorporarse, asiéndola firme contra el pilar mientras empujaba y le jadeaba al oído.

—¡Y aun así me deseas! —serpenteó.

¡Por mil demonios!, aquella era la maldita verdad. Tanto, que Belén le aferró la nuca con una mano y comenzó a empujar a su encuentro.

La ferocidad de Alexey escalaba a niveles bravíos, que Belén recibía en ella como si las tempestades de sus almas colisionasen, arrastrándolos juntos hasta un nuevo horizonte de reconocimiento y unión.

El clímax la sorprendió a ella primero, con la lengua de Zverev en el oído, media cara presionada contra el pilar y un rezo de jadeos obscenos saliendo de su boca. Todo su cuerpo se estremeció y se contrajo imposible hasta quedar flácida como un trapo, sostenida solo por el poderío de las piernas de Alexey.

El ruso la siguió con un rugido bajo al ritmo de su respiración trémula y la abrazó contra su cuerpo desde atrás, como si ya no quisiese soltarla.

—¡Perdóname! —imploró entonces roto a su oído con la voz entrecortada y los ojos acuosos. Le dio vuelta despacio y comenzó a vestirla, para caer de rodillas después frente a ella abrazado a su cintura—. ¡Perdóname! —siguió rogando.

Belén lo siguió hasta el suelo, le acarició la cabeza y lo invitó a mirarla a los ojos.

—¡Eh!, Lyosha, tranquilo —pidió quebrada—. Nosotros estamos bien, ¿sí? —le aseguró.

Zverev se mostró incrédulo ante la indulgencia.

—¡Pero te oculté la verdad! —rebatió confuso, culpable.

—¡Lo sé! —concordó Bel—, y estoy furiosa por eso —dijo, y puso una mano en la mejilla del ruso—, pero sé también que lo hiciste para protegerme. Yo en tu lugar no habría hecho nada distinto.

Él tragó grueso, clavó la vista en la arena y ajustó los párpados como si su siguiente frase doliera.

—Todas las personas con las que me relaciono terminan muertas. ¡Estoy maldito! —concluyó amargo. Bel exhaló profuso y negó—. Svetlana murió para protegerme, Martha fue masacrada por no delatarme; no puedo tenerte conmigo, devushka, ¡es peligroso! Esta será la despedida —esnifó aferrado al cuerpo de Bel—. ¡Te amo tanto, maya krasivaya devushka! —gimió y besó la piel de su hombro.

Belén lo miró abatida y tembló.

—Dices que me amas, pero no me consideras —dijo—. ¿Crees que esto se trata de si tú quieres que me quede? ¿Qué hay de lo que yo quiero?

Alexey la miró dolorido.

—¡Es peligroso! —insistió—. Te prefiero lejos que muerta. ¡Tú también deberías!

Ella arrugó el entrecejo en desacuerdo.

—¡Esa no es tu decisión! —rebatió audaz—. Me quedaré. ¡Sabes que puedo ser de utilidad! No importa si termino muerta; no es como si no hubiese arriesgado la vida antes, ¿por qué no lo haría por mi familia?

«Su familia», pensó Alexey. Sí, era así como lo que tenían juntos se sentía, por eso debía protegerla del destino que correría a su lado, y quizá podría proteger a Mila también.

—¡Yo no valgo tu vida! —dijo—, pero sí voy a pedirte un favor.

—¿Un favor? —preguntó ella desencajada—. ¡Yo no quiero hacerte «un favor»! ¡Quiero quedarme a tu lado y que enfrentemos esto juntos! Quiero...

—¡Necesito que cuides de Mila! —la interrumpió él y se quebró—. Solo a ti podría confiártela —dijo, en tanto las lágrimas corrían silenciosas ahora por sus mejillas—. Yo me encargaré de Novikov, lo prometo. No volverán a saber de él nunca, ni de mí.

Belén sintió que un peso enorme le oprimía el pecho de solo pensarlo.

—¡No lo entiendes! —escupió desesperada—. ¡Por supuesto que cuidaré de Mila!, ¡pero quiero hacerlo contigo! ¡Ella necesita a su padre! ¡Tú mejor que nadie deberías saberlo!

Niet! ¡Eres tú la que no entiende! —insistió el ruso tozudo—. Mila no tendrá una vida mientras Vladimir Novikov siga respirando. Lo fui a buscar a su residencia de Nusquam, al norte de aquí, pero estaba vacía. Intenté rastrearlo después y no lo encontré, pero lo haré y, entonces, las libraré a mi hija y a ti de ese yugo, aunque sea lo último que haga. Si él muere, la Pauk entera morirá con él.

—¡Pero hay otras formas de terminar con la Pauk, y con Novikov! —alegó ella. Él negó—. De hecho... puede que yo me haya adelantado sin consultarte —masculló después intranquila.

Alexey la vio pasmado.

—¡¿Qué has hecho?! —preguntó y la tomó por los antebrazos.

—¡En mi defensa! —evadió Bel nerviosa—, después de verte como un loco, y de que Alfonso me mostrara toda esa mierda sobre la mafia rusa, temí mucho por tu vida y busqué la opción más segura.

—¡Belén!, ¡¿qué hiciste?! —insistió él.

Ella irguió la espalda y abrió grandes los ojos. A pesar del sentimiento que los unía, Alexey, o más bien Aleksandr, ya no era solo el tipo rudo, pero tierno, con el que se fue a dormir la noche anterior. Ahora era, además, un prófugo subjefe de una de las más brutales mafias del mundo, un delincuente buscado, conocido por su fiereza. ¿Cómo reaccionaría ese hombre cuando le confesara lo que había hecho?

—¡Yo no hice nada!... en un inicio —atajó a la defensiva—. Fue Alfonso el que se empecinó en llamar a su padre para contárselo todo, no me quedó sino tratar de surfear la ola.

—¿A su padre? —interrogó el ruso confundido.

Belén tragó grueso.

—Sí, verás... él —comenzó titubeante—... Mi tío Rogelio es asesor de la Interpol —soltó sin anestesia.

—¡¡¿Interpol?!! —escupió Zverev alarmado, se paró de golpe y se llevó las manos a la cabeza—. Tya chertovski sumasshedsheye der'mo!

—¡Sí!, ¡sí! ¡Tranquilo, hombre! No maldigas en ruso —intentó Bel apaciguarlo y se paró también—. Sé que tienes una alerta roja con ellos —argumentó—, pero mi tío lleva toda una vida detrás de Novikov, es algo así como ¿su némesis? —dijo—. Si le das algo con qué atraparlo, tal vez podrían ofrecerte un buen trato.

»Inmunidad para ti y protección para tu familia. ¿No sería eso bueno?

Alexey dibujó en su rostro un gesto asqueado.

—¡¿Un trato con la Interpol?! —rugió—. ¡¿Dices que me convierta en una rata?!, ¡¿en un sucio stukach?! Niet! —se negó rotundo—. Mataré al viejo, es más honorable —resolvió.

Belén resopló iracunda.

—¡No puedes vivir huyendo, Lyosha! —dijo—. Mila no se lo merece. ¡Yo no me lo merezco! ¿No quieres que estemos los tres juntos? —gimió—. ¿Acaso no somos lo suficientemente importantes para ti como para romper tu jodido «código mafioso»?

Alexey ajustó los puños y resopló frustrado. Asintió después. Sabía que Belén tenía razón, pero sabía también que la única forma de mantenerlas a ella y a Mila a salvo era con Novikov muerto; no en la cárcel, con sus tentáculos trabajando afuera para él. Sin embargo, si del Cielo le caían limones, habría que hacer limonada. Quizá con suerte podría matar dos pájaros de un tiro.

—¿Dijiste que Mila está con tu madre? —preguntó sin responder.

—¡Sí! —confirmó ella—. Estaba muy confundida cuando aparecí en su casa con Mila de la mano y Capitán Meón en un arnés en el pecho —aseguró—, pero siempre le han gustado los niños.

»Me envió un mensaje hace un rato. Dice que lo único que Mila quiere es ver Frozen en ruso, y que Capitán Meón está acabando con sus muebles. Parecían estar bien.

—Lo estarán, por ahora —soltó Alexey. La luz de un plan brillaba de pronto en sus ojos azules—. Martha murió sin hablar, ganó tiempo para mí, por eso le cortaron la mano —dedujo—, pero están cerca. Deberíamos tomar una ducha rápida, pasar por Mila a casa de tu madre y apurar ese acuerdo para ratas con la Interpol.

Los ojos de Belén se iluminaron tras sus palabras.

—¡¿Lo harás entonces?! —preguntó ilusionada y corrió a abrazarlo.

—Svetlana está muerta porque no quise escucharla —recapacitó él—, no cometeré el mismo error dos veces.

Bel, feliz, le puso un beso en la boca.

—¡Genial! ¡En marcha! —dijo—. ¡Me estoy cagando de frío!

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