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«Lo lamento, Aleksandr, no debí mudarme contigo, ni ofrecerme como madre para tu hija y darte la impresión de que siempre estaríamos juntos. Lo hice pensando en que podía ayudarte, pero eres el recordatorio vivo de todo aquello de lo que escapé, y ya no puedo soportarlo. Espero me perdones.

Te amo, aunque está claro que el lazo que te unió a mí no fue nunca el amor, sino el deseo y la culpa. Los dos abandonamos a Svetlana cuando más nos necesitó. Yo por buscar una vida en Nueva Roma, tú por seguir a su padre; ella murió en consecuencia y ahora tenemos que vivir con eso. Estoy segura de que fingir que me amas, para darle un hogar a su hija, no es una buena forma de redimirte.

Espero sepas que te estás convirtiendo en una bomba de tiempo, Sokol, castrando al hombre que en verdad eres, el que conocí en Rusia. Todavía no entiendo cómo puedes conformarte con un sueldo de asalariado y una vida de oficinista, cuando lo tuyo es otra cosa, y siempre lo será.

Sé que tienes que mantener un perfil bajo para proteger a Mila, eso lo entiendo; pero ¿cuánto más crees que el asesino que albergas soportará ese trance?

Acéptalo, te estás castigando.

Me voy. Hice lo que pude por Ludmila. No creo que sea bueno para ella tenerme cerca por ahora, los dos sabemos que no estoy lista para ser madre, quizá nunca lo estaré.

Te deseo suerte, la necesitarás para seguir tecleando once horas al día, y bajándole la cabeza al cerdo de Ventura, sin estallar; mientras haces su trabajo y dejas que se quede con el crédito.

Eres un guerrero, Lyosha, un depredador, esa es tu naturaleza, dudo que sea sano fingir lo contrario.

Por favor no me busques. Soy consciente de que, sin importar lo que yo haga, me encontrarás si así lo quieres, pero te ruego que entiendas que, estando juntos, solo nos hacemos daño.

Besos,

Martha».

Alexey no estaba seguro de por qué Martha enviaba besos después de semejante traición; era siniestro, a decir verdad. Tampoco tenía claro el porqué, aun a sabiendas de que nunca llegó a amarla, de que la vida juntos era un infierno, y habiendo pasado seis meses ya de su partida, leía esa carta cada mañana.

Tal vez porque ese pedazo de papel era lo último que le quedaba de Sokol, de esa fiera herida a la que Nusquam, con su ritmo trepidante, sus rutinas y su individualismo, había asfixiado poco a poco hasta reducirlo a lo que era ahora, un androide funcionando en automático.

Sí, Sokol ya no estaba, o eso quería pensar, pero sus actos persistían en la memoria. Algunas mañanas, al iniciar sus días caóticos, Alexey podía sentir algo parecido al remordimiento por el daño hecho, una sensación que era más clara de ver desde que se convirtió en padre.

Sin embargo, Martha tenía razón. Extrañaba el poder irrestricto del que el Halcón gozaba, la ausencia de límites que el monstruo poseía. No estaba orgulloso de haber sido quien fue, y quería construir para su hija un ejemplo aceptable, pero en verdad no era más que un hipócrita, un lobo disfrazado de cordero.

Papochka? —preguntó la pequeña, con el sueño en los ojos, desde el umbral de la puerta de la habitación y rompió su letargo. Sus rizos chocolate estaban hechos un desastre por la noche de sueño y su pijama tenía un nuevo agujero que Alexey no sabría cómo remendar—. La manecilla pequeña ya está en el seis, ¡tengo hambre! —confesó, mientras se sobaba un ojo somnoliento y un puchero adornaba sus labios de rubí.

Él, descalzo, y todavía en loto sobre la cama, dobló la carta de Martha y la lanzó con desdén al cajón de la mesa de noche. ¡Que se jodiera esa puta! A excepción de la que mantenía con su hija, Aleksandr Ivanov no había nacido para las relaciones a largo plazo.

Da, krasivaya —aseguró más cansado que cuando se fue a dormir la noche anterior y se tronó el cuello. Se pasó una mano por el rostro y puso los pies desnudos sobre la vieja mosqueta gris. Era hora de comenzar el día—. Te prepararé el desayuno, pero primero debo arreglarte para el preescolar —dijo.

—¡Recuerda que es lunes de cuentos! La maestra Bel nos leerá «Peter Pan». Todos los niños llevarán un disfraz —le recordó la chiquilla con la nariz arrugada, y una pose que era un calco de su madre. Una mano en la cintura, el ceño fruncido, y la otra con un índice alto para él en advertencia.

Alexey rio, y algunas líneas de expresión discretas, dibujadas alrededor de sus ojos por el ajetreo de los últimos cuatro años, marcaron su piel bronceada. Tragó grueso, sin embargo, y suspiró con el corazón hecho un nudo. Solo con Mila recordaba que tenía corazón, pero estaban cortos de dinero desde que Martha se llevó con ella todo el que Sokol había conseguido sacar de Rusia, y le dejó en su lugar una hipoteca pendiente.

El único disfraz que la niña tenía le quedaba chico y él no estaba en condiciones de costear uno nuevo.

—Usarás el vestido azul, serdtse —escupió frustrado y esperó la mirada de decepción que no tardó en aparecer en el rostro de su hija.

—¡Pero el azul es aburrido! —rebatió ella, cruzó los brazos sobre el pecho y entornó esos grandes ojos azul noche, idénticos a los de su padre, amenazando en un puchero con romper en llanto.

—El verde ya es muy pequeño —argumentó él escueto, consciente de que aquel no era un causal que hiciese entrar en razón a una niñita, pero sin uno mejor que ofrecerle—. Creciste mucho en estos meses —intentó animarla.

—Cuando compramos el de Campanita, la tía Martha me llevó al centro comercial y me dejó escoger. ¡¿Por qué tú no haces lo mismo?! —recriminó Mila enfadada.

—¡Porque!... —escupió Alexey frustrando un arrebato. «¡Porque la puta de Martha se lo llevó todo para despilfarrarlo en la maldita mesa de póker!», era la frase que tenía en la punta de la lengua, pero se contuvo, no quería hacer a Mila partícipe de su violencia, aunque ocultarla le resultase desgastante—. Porque papochka trabaja todo el día, no me queda tiempo para ir de compras —se culpó en cambio.

—¡Pero la maestra Bel dijo que llevemos un disfraz! —insistió la niña con la voz vibrándole en la garganta, y una lágrima le rodó por la mejilla sonrosada por el sueño reciente—. ¡¿Cómo nos contará el cuento sin Campanita?! —lloriqueó.

—Campanita también puede vestir de azul —propuso Alexey con mal fingido entusiasmo y se arrodilló frente a su hija para retirarle los rizos revueltos del rostro. Era una vergüenza tener que negarle a Mila hasta los gustos más sencillos. ¿Qué pensaría Svetlana si lo viera?—. ¡El azul es un buen color!

—¡Pero Campanita va siempre de verde! —rebatió la niña—. La maestra Bel dice...

—¡Estoy seguro de que «la maestra Bel» se las arreglará sin Campanita! —sentenció Alexey intolerante, se puso de pie, furibundo, y retrocedió unos pasos buscando dominio. Oír a Mila hablar de «doña perfecta», como si fuera una santa, sacaba una parte de él que había querido sin éxito dejar atrás en San Petersburgo; pero su hija era inocente de toda culpa, y ahora tenía la desolación retratada en el rostro debido a él. Se sintió un gusano, se acercó hasta ella y se acuclilló para acunarla entre los brazos—. Perdón, krasivaya —dijo y buscó sus ojos—, papochka está cansado y molesto, pero no tiene que ver contigo. Da? Te haré tortitas para el desayuno, ¿qué dices?

Mila asintió con los ojos húmedos y la mirada baja, se sorbió los mocos y se secó sin delicadeza las lágrimas con el reverso de la mano.

—¿Cuándo volverá la tía Martha? —hizo después la pregunta eterna.

Alexey no supo qué responder. Martha no era la madre de Mila, pero sí la única que conocía y el abandono la había golpeado. Era duro verla sufrir orfandad como él lo hizo cuando niño.

—No lo sé, malishka —se limitó a decir.

Calmar a Mila después de eso fue difícil, en especial porque Alexey se sentía un padre de mierda, pero sujetar sus rizos en un moño medianamente decente, y hacer que se terminase el desayuno, ocuparon todo el resto de su tiempo. Como cada mañana, él apenas pudo tomar una ducha de tres minutos, mal anudarse la corbata y salir en ayunas, con el bléiser azul colgándole de una mano, mientras remolcaba en su prisa a la pequeña rumbo al coche con la otra.

El tráfico tampoco fue benévolo. Cruzar Nusquam en hora pico ya era una osadía de por sí, pero adentrarse en la zona escolar, a menos de treinta kilómetros por hora para evitar una multa, y llegar a tiempo al trabajo en el proceso, era como pretender replicar los frescos de la Capilla Sixtina usando solo un crayón.

—Adiós, malishka, te veré a la seis. Cómete todo el almuerzo —le dijo a Mila con un beso rápido y la vio correr para tomar la mano de la susodicha «maestra Bel», que no era una maestra per se, sino una poco convencional excombatiente de la Guerra del Gas, cuya familia acaudalada, como parte de la cuota social de su poderoso consorcio prestador de servicios de Seguridad Gubernamental, había fundado una Sociedad Educativa sin fines de lucro para que su hija, no teniendo nada mejor que hacer, la administrase, y mantenerla ocupada tras su baja voluntaria.

Alexey lo sabía, porque la había investigado tan pronto como esta puso atención en Mila.

Había algo más que Zverev sabía también, y era que, dadas sus constantes tardanzas para recoger a la niña por las tardes, y a alguno que otro contratiempo de padre soltero que no conseguía sortear, como el disfraz de Campanita, por ejemplo, Belén Lombardo, como se llamaba «doña perfecta» en el mundo adulto, lo tenía desde hacía tiempo entre ceja y ceja, lo que era peligroso.

Lombardo había llegado al punto en que ahora esperaba a Mila en la puerta por las mañanas para verificar su estado, con un dedo puesto en el discado rápido de la central de denuncias de Protección al Menor y una mirada de escrutinio para él. Era un estrés constante irse a trabajar pensando en si aquel sería el día en que la maldita haría al fin la llamada.

Todos los padres de los compañeros de Mila, preocupados de pronto por la educación de sus hijos desde que la mujer llegó, adoraban a la «encantadora maestra Bel». Una joven heroína de guerra, que buscaba olvidar sus días bélicos dedicándose a la filantropía, y a los niños. Pero él sabía que, lo que adoraban en verdad aquellos idiotas, era el culo redondo de Lombardo, y su cara de muñeca, como si la tipa fuese un suculento filete. Pululaban a su alrededor como mariposas nocturnas en la luz, y no se molestaban en disimular. Era evidente que ella lo notaba también, y no se la veía cómoda.

Como fuere, Alexey hubiese querido ver a «doña perfecta» hacer la mitad de las cosas que él hacía y vivir para contarlo.

—¿Dónde está ese disfraz del que me hablaste ayer, Campanita? —la escuchó preguntarle a su hija, mientras él se alejaba rogando llegar a tiempo a la oficina.

—Me queda pequeño —dijo Mila en la distancia—... papochka está muy ocupado para comprarme otro.

Alexey era el peor padre del mundo.

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