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Alexey acababa de acomodar su blazer en el respaldar de la silla cuando Pedro Ventura, su jefe, luciendo una sonrisa de escaparate, y un traje de diseñador que era seguro costaba más de lo que él ganaba en un mes, atravesó la puerta de su oficina sin llamar. Un vaso con el logo de la cafetería gourmet de la esquina humeaba entre sus manos, haciendo que el ruso se preguntase cuántos de esos cafés harían falta para cubrir el costo de un disfraz nuevo para Mila.

—¡Otra vez tarde, «Smirnov»! —escupió el recién llegado y se acomodó en el sillón confidente frente a él—. ¿Qué voy a hacer contigo? —dramatizó y le dio un sorbo a la bebida.

«¡Es Zverev!», pensó Alexey agrio.

¡Ni siquiera sonaba parecido! Tampoco era su nombre en verdad, así que ya no se molestaba en aclararlo, pero le resultaba indignante que, tras tres años trabajando juntos, Ventura no fuese capaz de acordarse de él.

Ese tipo era justo la clase de «situación» que a menudo lo tentaba a resucitar a Sokol.

En su mente, Alexey se levantó de la silla, tomó al desgraciado por las solapas y lo estrelló repetidas veces contra la pared lateral, hasta que Ventura, bañado en sangre, aprendió a deletrear su apellido mejor de lo que repetía el propio.

Sí, aquella hubiese sido la forma más amable en que Sokol lidiase con un idiota como ese, pero Alexey Zverev, sin embargo, se mantuvo impasible, dibujó una sonrisa política para Pedro y se dispuso a disculparse. No tenía opción, no si quería a Mila a salvo y con comida en la mesa.

—Lo lamento, Pedro, no se repetirá —mintió.

¡Se repetiría! Pasaría cada mañana hasta que la niña aprendiese a tomar el autobús por su cuenta alrededor de los once, o hasta que la propia Campanita le prestase a Alexey un poco de polvo de hadas para volar sobre el tráfico.

—¡No te acostumbres a que sea condescendiente contigo, «Petrov»! —advirtió el otro en respuesta. Zverev dio un respingo incómodo en su lugar, ajustó los puños y fantaseó esta vez con estampar uno en la cara de póker de Pedro, hasta que esta perdiese su forma de galán de telenovela—. Las reglas están para cumplirse, pero, «como somos amigos», lo pasaré por alto esta vez, y quizá tú puedas compensarme armando un portafolio interesante de inversión para mi nueva cliente.

»Me reuniré con ella mañana por la mañana, es una mujer importante. Ya envié a tu correo su perfil de riesgo y demás datos.

Era así como funcionaba. Alexey, a pesar de ser solo un asistente operativo en Aurum Finance, perfilaba a los clientes de Ventura, armaba sus portafolios de inversión y hasta preparaba los informes comerciales para el Directorio, para que su jefe los firmase y presentase como propios. A cambio, Pedro, de vez en cuando, se hacía de la vista gorda con sus tardanzas, fingía que eran «amigos» y le cambiaba el apellido.

Alexey sabía que no era un trato justo, sin contar con que había sido su trabajo el que le valió el ascenso a Ventura, así como las altísimas comisiones que el desgraciado usaba para pagar sus trajes de diseñador y sus carísimos cafés. ¿Qué podía hacer al respecto sin cometer homicidio? Él mismo no contaba con una licenciatura que respaldase un ascenso propio, y ya era casi un milagro que una entidad financiera en Nueva Roma hubiese aceptado sumar en sus filas a un enorme ruso tatuado, de aspecto amenazante, y sin más preparación que la empírica.

—Despreocúpate —aseguró afable al tiempo en que la acidez causada por el ayuno y la rabia le perforaba el estómago. Le haría falta trabajar durante el almuerzo, si es que quería terminar a tiempo para recoger a Mila—. Tu nueva cliente quedará satisfecha —prometió.

—¡Más te vale, «Kuznetsov»! —advirtió Ventura, se puso de pie y se dirigió hasta la puerta—, la pequeña «Miley» no necesita un papá desempleado —soltó justo antes de atravesar el umbral, no sin antes guiñar un ojo cínico para Alexey.

—Mila, proklyatiye! —repitió para sí el ruso cuando la puerta estuvo cerrada y golpeó el escritorio con el puño—. ¡Su nombre es Mila!

Ventura no alcanzó a escucharlo. Lo habría matado en otro tiempo, ¡por Jesucristo que lo hubiese hecho!, despacio y dulce; pero el tipo decía la verdad, su hija no necesitaba un padre desempleado, así que se puso manos a la obra.

Pasaban de las ocho cuando Belén llegó a casa. La tormenta afuera parecía no ir a aplacar nunca y el frío de la calle le calaba los huesos. Gracias a Dios Alfonso había llegado temprano del trabajo para encender la chimenea y servir un par de copas de vino.

—¿Otra vez el padre de Mila se tardó en recogerla y te quedaste a acompañarla? ¿Cómo es que le dices?, ¿«el infame»? —especuló este último, mientras le entregaba a Belén una copa y un beso, y recibía de ella el paraguas, la bufanda y el abrigo para colgarlos en el perchero junto a la puerta.

—¡Estoy hasta las narices de ese idiota! —escupió Bel y se dejó caer en el sillón frente a la chimenea. Alfonso se acomodó a su lado y le puso una mano sobre el muslo—. La niña llega tarde, sus almuerzos son un asco y solo habla de que «papochka» no tiene tiempo para, básicamente, ¡ser su papá!

»No sé qué pasó con la madre, o la madrastra, ¡como fuere!, pero tengo la impresión de que en cualquier momento tendré que pedirle a la oficina de Asistencia Social que intervenga, y odiaría ingresar a Mila en el sistema —escupió, sacudió la cabeza y volteó a mirarlo—. ¡En fin! ¡Basta del infame! ¿Cómo te fue en la oficina?

Alfonso bostezó aparatoso.

—Parece que mejor que a ti —dijo y rio—, pero los pendientes se desbordan. Estos últimos meses sin tu padre han sido una pesadilla. Tu madre apenas y se acostumbra a ser Presidente de Directorio.

»Ella y tú son la misma cosa, lo único que les importa es la responsabilidad social, ¡como si de eso viviéramos! —afianzó incisivo—. Por cierto, me dijo esta tarde que fuésemos a almorzar el domingo, quiere decirte algo.

Belén bufó agria.

—Lo que quiere es que me haga cargo de Protek Global, ya lo sabes —dedujo y vació su copa—. Que deje mi trabajo, que vista de traje todos los días y que me convierta en mi padre —enumeró aburrida.

Alfonso arqueó una ceja interesada y afiló los ojos negros.

—Te ves bien de traje —coqueteó y la vio de frente—. Trabajar juntos no suena tan mal, ¿o sí? —procuró persuadirla—. Fue el último deseo de tu padre antes de morir.

Belén, incómoda, le rehuyó la mirada y puso la copa vacía sobre la mesa de café.

—Ya serví siete años en el Ejército para tratar de complacerlo, ¿recuerdas? —se excusó—. Incluso fui a la guerra, y hasta perdí mi capacidad de dormir tranquila por las noches. Por eso, cuando pedí mi baja voluntaria, y mi madre me puso a cargo del colegio, pensé que por fin me dejaría en paz, ¡pero tampoco fue suficiente! ¡Nada que yo hiciese era nunca suficiente para Ben III! ¡¿Qué diferencia haría ahora obedecerlo?!

—¡Lo sé!, ¡lo sé! —estuvo Alfonso de acuerdo—. Tu padre siempre fue un tirano contigo, eso no lo niega nadie, pero trató de enmendarse en sus últimos meses y tú no se lo permitiste —le recordó con un índice en alto.

Belén cerró los ojos y gimió frustrada.

—Tú tienes al mejor padre del mundo, «Foncho», ¡por eso no lo entiendes! —dijo—. ¡Nadie me entiende en esta jodida familia!

Alfonso asintió quedo, se masajeó el puente de la nariz y suspiró. Amaba a Belén con el alma, era la única mujer a la que había amado, pero era tan tozuda como el padre del que tanto se quejaba, quizá más, aunque se empeñase en negarlo.

—¡Claro que te entiendo, «Belilla»! —dijo, y le pasó un brazo sobre los hombros para confortarla—. Tú madre también lo hace, pero ella no tiene la culpa de cómo fue mi tío contigo.

—¡Eso ya lo sé! —se defendió Bel, incómoda por el comentario, y lo miró descompuesta—. ¿Qué quieres decir con «ella no tiene la culpa»?

Alfonso buscó sus ojos.

—¡La dejaste sola durante toda la enfermedad de tu padre! —le recordó—. Queriendo castigarlo a él, la castigaste también a ella, y ahora tuvo que cambiar su línea de trabajo para respaldar tus decisiones. ¿No crees que es natural que espere un poco de ayuda de tu parte?

Bel negó obstinada y se rascó la cabeza.

—¡Ese es un vil chantaje! —alegó a la defensiva.

Alfonso tomó distancia.

—¡Belén!, ¡eres su única hija! —insistió—. ¿Qué pasará con Protek Global cuando ella ya no pueda dirigirlo?

Ahí estaba la discusión eterna, esa en la que Bel siempre parecía ser la mala, en especial mientras su padre estuvo enfermo.

—¡¿Qué sé yo?! —alegó primero, obtusa, pero la luz de la sapiencia pareció alcanzar sus ojos verdes de un momento al otro—. ¡Lo harás tú! —resolvió entonces, como en una epifanía, y su mirada se encendió.

—¡¡¿Yo?!! —escupió Alfonso anonadado, apuntando a su propio pecho con un dedo—. ¡Me halagas!, ¡créeme!, pero estamos hablando del consorcio familiar, Bel. Tu abuelo y tu padre estuvieron a la cabeza hasta sus muertes. «Siempre debe haber un Lombardo en esa silla», ¿recuerdas?

Por supuesto que Belén recordaba la vieja frase de su padre, una que le valió varios de los más desagradables desacuerdos que tuvo con él durante su vida adulta.

—¡Pues no será esta Lombardo! —se defendió ofendida.

Nada le debía ella al viejo además de sus secuelas de guerra.

—¡¿Cuál entonces?! —inquirió Alfonso histriónico—. ¿Tienes algún hermano secreto del que yo no sepa nada?

«¡Maldita sea!», pensó ella furiosa.

Si Nicol estuviese viva, se habría hecho cargo de todo y no tendría de qué preocuparse, pero su hermana estaba muerta por su culpa y nada podía hacer al respecto, excepto remorderse veinte veces por día, como ya le era costumbre, y sentirse incapaz de ver a su madre a la cara.

—Tú le encantabas al viejo Ben III, ¿no? —soltó con un tinte de saña—. No paraba de hablar de tu «futuro promisorio».

Alfonso la vio con reproche.

—¿A dónde quieres llegar con eso, Belén? —inquirió.

Bel rio suficiente.

—¡No sé! —dijo y se encogió de hombros—. ¡Se me ocurre que podríamos casarnos! Eso te convertiría en un Lombardo de alguna forma, ¿no? ¡Problema resuelto! —zanjó, como si acabase de descubrir la cura para el cáncer.

Los ojos de Alfonso se abrieron descomunales, su piel oscura se tiñó en rojo borgoña y su gesto mutó a uno de ira contenida con la respuesta. Se quedó viéndola fijo después, en silencio sepulcral y con los dientes apretados, como cuando esperaba una disculpa.

Bel, por su parte, estaba en la inopia. Pasados unos segundos, Alfonso rio cínico, bajó la cabeza, frustrado, y negó. Tenía planeada una elaborada propuesta romántica para ese sábado por la noche, pero el berrinche de Belén echaba sus planes por tierra.

—Algunas veces pienso que tus sentimientos murieron con Nicol —dijo distante y se puso de pie.

Bel no estaba segura de lo que se le acusaba, pero, para cuando pretendió averiguarlo, Alfonso ya iba rumbo a la habitación.

—¡¿Qué pasa contigo?! —interrogó siguiéndole el paso—. Te ofrezco hacerte cargo del negocio familiar, ¡te propongo matrimonio!, ¡¿y es así como reaccionas?!

—¡¿Eso es lo que acabas de hacer, Belén?!, ¡¿proponerme matrimonio?! —recriminó Alfonso indignado de camino al vestidor, de donde extrajo una maleta de tamaño considerable para después abrirla con desdén sobre la cama—. ¡¿No será que quieres usarme para evadir tu responsabilidad?! —siguió, para entonces ya vaciaba un cajón en la valija.

—¡No entiendo! —confesó Bel confundida, mientras seguía al hombre, que se paseaba acalorado por el departamento recolectando cosas que empacar—. ¿No quieres ser Presidente de Directorio? ¡¿Es eso?! Pensé que la idea te agradaría.

Alfonso se le plantó por delante, traía en la mano un cepillo de dientes con el que la apuntó a la nariz.

—¡¿Tú me amas, Belén?! —inquirió.

«¡Por favor!», pensó Bel, esa pregunta era claramente una trampa.

—¡Foncho! —respondió inamovible e hizo a un lado la mano con el inoportuno cepillo, que Alfonso, con ira, terminó por lanzar al piso—. Nos conocemos desde que éramos niños, ¡vivimos juntos desde que volví de la guerra! ¿Qué clase de pregunta es esa?

—¡¡¿Me amas?!! —insistió Alfonso furioso—. ¿O solo te es cómodo vivir con alguien que se haga cargo, mientras tú retrasas tu adultez jugando a la escuelita? Ya es hora de madurar, Belén. Niki murió hace once años. ¡Ocúpate de tu vida!

—¡Vamos! —se defendió Bel—. ¿Que retraso mi adultez dices?, ¿en serio? ¿Ahora resulta que, porque no quiero ser Presidente de Directorio del puto Protek Global, no me ocupo de mi vida? ¿Qué no seríamos más felices contigo en el sillón de mi padre mientras yo hago mi trabajo?

»¡¿Y qué mierda tiene que ver Nicol en esto?!

—¡¡¿Me amas?!! —insistió Alfonso y su voz se quebró hacia el final.

—¡Vivo contigo, hombre! —tentó Bel desesperada—. ¡Compartimos los gastos y la cama!, ¡te soy escrupulosamente fiel! ¡¿Qué más quieres de mí?!

—¡¡Que contestes la maldita pregunta!! —conminó él. No hubo respuesta, nunca la había de un tiempo a esta parte—. ¿Sabes qué?, ¡mejor olvídalo! —decidió amargo y cerró la maleta.

Bel no podía responder. No mentiría, y decir la verdad hubiese sido indolente. Durante mucho tiempo creyó que lo, que sentía por Alfonso era amor, amor verdadero, pero con el pasar de los años la chispa entre ellos se fue apagando, hasta que un día tuvo la certeza de que todo cuanto la ataba al hombre era un profundo cariño, una fabulosa química sexual y una lealtad inquebrantable.

Aquello era bueno, ¿verdad? De hecho, a esas alturas, Belén ya estaba convencida de que el amor romántico no existía, de que era solo una leyenda para cándidos soñadores. Por eso, pasar la vida junto a su mejor amigo, quien a la vez era un excelente amante, y un tremendo bombón, le pareció más que acertado.

Fue entonces que, mientras Alfonso depositaba con rudeza la valija en el piso, Bel cayó en cuenta de que el equipaje empacado era el suyo, y de que el cepillo de dientes, ahora yaciendo junto al inodoro en el baño, también le pertenecía.

—¿Qué significa esto? —preguntó atónita—. Tú... ¡¿quieres que me vaya?!

Nunca, ni una sola vez a lo largo de más de diez años de relación, se le ocurrió que Alfonso sería capaz de hacerle algo así. Ellos eran cómplices, estaban siempre en la misma página.

—El departamento es mío. Deberías ser tú quien se mude, ¿no? —respondió el otro gélido, irreconocible—. Te llevaré a casa de tu madre —sugirió después—, podrías aprovechar la ocasión para llorar un poco a tu padre, y para hablar de Nicol, en lugar de seguir tragándote la pena y la culpa y que te pudran por dentro.

—¡Eres un desgraciado! —escupió Belén en un arrebato y le propinó una bofetada salvaje. Abordar la forma en que sobrellevaba sus duelos era bajo. ¿Y qué si no quería hablar con nadie?, ¡¿a quién mierda le importaba?!—. ¡¿Vas a lanzarme a la calle en medio de una tormenta?, ¡porque sabes que no iré donde mi madre! ¿Me dejarás pasar la noche sola sabiendo cómo me va? —recriminó.

Alfonso bufó airado, amusgó los ojos y la vio de frente mientras se frotaba la mejilla adolorida.

—¡¿Crees que tu cara bonita y tu culo firme son suficientes para que alguien quiera cuidar de ti por el resto de su puta vida sin que tú des nada a cambio?! —inquirió, y se excedió, lo supo en el acto, pero el orgullo le impidió disculparse—. ¡Estoy seguro de que puedes lidiar sola con tus secuelas de guerra!

Belén sintió la afirmación como un puñal en el pecho y, estupefacta, retrocedió unos pasos. ¿A quién tenía delante? Ese no era Alfonso.

—No hablas en serio —dijo dolida—. ¿Eso soy para ti?, ¿una cara bonita y un culo firme?

Al parecer, el único que no la veía de ese modo era el idiota del infame, y eso era porque el desgraciado parecía más un androide que un ser humano.

—¡Reacciona, Belén! —insistió él absoluto—. Tienes que quitarte esa máscara de falsa seguridad y hablar con alguien de toda la mierda que te guardas dentro, ¡conectar con algún ser vivo por una vez desde que Nicol murió!

»¡He tratado por años de que te abras para mí, pero es en vano! —dijo frustrado, su voz volvía a vibrar—. Voy a tomar una ducha, tú haz lo que te dé la gana —concluyó y se perdió tras la puerta del baño.

Eso era todo. Una vida junto a Alfonso cabía en una maleta, una que Bel recogió del piso para partir sin mirar atrás.

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