(𝐕𝐈)

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Nota de la autora: En los anteriores capítulos hemos podido ver cómo diosa y mortal se han ido acercando más y más. En este capítulo puede que las cosas cambien ¿estáis preparado para leerlo? ❤️

Sorpresa adicional: todos y cada uno de vosotros os imagináis a la poderosa Atenea a su manera. Aprovechando este capítulo, quería dejaros una imagen de la diosa, tal y como me la imagino yo (la creé en los sims 4). Espero que os guste mucho cómo ha quedado y decidme qué os parece💙. 

Mi corazón es tuyo

La diosa de ojos de lechuza, Atenea, se sentía orgullosa porque Niké había superado la prueba que le había impuesto para probar su valía como guerrera. Quería hacerle un regalo y pensó que lo más idóneo sería regalarle un casco y una coraza para protegerse. Aprovechó que Niké ya dormía y visitó a Hefesto en su fragua. Hacía bastante tiempo que no coincidía directamente con el dios, sobre todo después de lo que pasó. Por si las moscas, descendió a la fragua portando su imponente lanza de bronce y fresno.

Hefesto se sorprendió al ver a la diosa virgen ante ella. Seguía enamorado de ella, pero el día que intentó violarla comprendió con crueldad que ella jamás estaría con él. Estaba tan ensimismado en sus pensamientos que no devolvió el saludo a la poderosa diosa guerrera. La diosa tenía prisa, le pidió en un tono amable que le forjara un casco y una coraza para su pupila. El dios de las fraguas no se atrevió a preguntar los motivos por los que le encomendada ese encargo y se puso manos a la obra.

Era cierto que Hefesto no era el dios más agraciado entre los olímpicos, pero nadie podía negar su gran talento a la hora de forjar armas para los dioses. Hefesto se lució, como en todos los encargos que le hacían. En la coraza que forjó para Niké aparecía tallada Atenea Promacos, la primera en las batallas. La diosa salía en un gesto desafiante, portando su égida, su casco, su escudo y su característica lanza. Y el casco que forjó el hijo de Hera parecía estar hecho a base de oro y estaba decorado con unos penachos blancos y grises.

Su relación con Hefesto era incómoda, sobre todo desde el momento en el que descubrió que el dios de las fraguas estaba enamorado de ella. Atenea decidió marcharse de la fragua para dejarle trabajar y volver al alba para recoger el encargo.

***

— Toma, Niké, este casco y esta coraza son para ti. Como recompensa por haber superado mi primera prueba —anunció mientras se los entregaba.

Niké se emocionó al recibir tan hermosos regalos. Procedió a dejarlos con delicadeza en el suelo y abrazó de forma sorpresiva a la diosa guerrera. Atenea sonrió de forma imperceptible y se dejó abrazar.

***

Una vez que guardó su casco y su coraza nuevos, Niké acudió a las termas del templo de Atenea, lugar en el que se bañaba siempre después de sus intensos entrenamientos.

Se quitó la túnica que usaba para entrenar y entró en el agua, que estaba a una temperatura perfecta. Alcanzó un recipiente de aceite y se enjabonó con esmero, quitando a su paso cualquier rastro de sudor que quedara en su cuerpo. Como no tenía prisa decidió permanecer un rato más en las termas. Se sentó y aprovechó ese momento para pensar acerca de sus sentimientos por la diosa virgen.

¿Cómo podía definirlos? No lo tenía tan claro. Palabras hasta ahora poco familiares le desbordaban. Sentía fascinación, pasión y un cúmulo de emociones tan intenso al que no se atrevía a poner nombre. Pensó con ironía que eso era justo lo que debía sentir por un hombre, nunca lo había sentido y sabía que jamás lo sentiría por más que sus padres lo hubieran intentado. Niké recordó cuando la vio por primera vez. Su corazón se aceleró, el rubor acudió a sus mejillas. Recordó con precisión las bellas facciones del rostro de la diosa y como no, sus grandes ojos grises, tan profundos como si pudiera con ellos atravesar su alma. Una sola mirada bastaba para quitarle el aliento. Todo lo que sentía le dificultaba enormemente actuar con frialdad y racionalidad cuando estaba a su lado.

— Niké — la llamó la diosa.

Salió de su ensoñación y no se atrevió a mirarla porque sabía que observar a una diosa desnuda podía acarrear terribles consecuencias. Recordó la historia de Tiresias, un mortal que contempló a Atenea en toda su gloria desnuda y como castigo fue cegado por la diosa.

Niké por prudencia no se atrevió a alzar la cabeza y contemplarla. Alcanzó otro recipiente de aceite perfumado y se lo aplicó en su cuello y sus muñecas. Pensó que su baño ya había concluido. Se levantó y caminó con determinación, en señal de que estaba dispuesta a marcharse de las termas y respetar la intimidad de la diosa, pero Atenea la detuvo. Agarró con suavidad su mano derecha, impidiendo que se moviera.

— ¿Por qué no me miras? — le preguntó ¿dolida? O esa sensación tuvo Niké.

— Si lo hago podría quedarme ciega. No puedo arriesgarme a eso — repuso la prudente mortal.

— Niké, Tiresias se quedó ciego porque me observó sin mi consentimiento— contestó así al haber leído sus pensamientos.

Niké permaneció callada.

— Eso no te va a ocurrir a ti porque sí consiento que me mires. Niké, alza tu bello rostro y mírame— le pidió.

Niké alzó la cabeza y se perdió en los bellos ojos de Atenea.

— Atenea... — susurró con voz queda. —Eres tan bella... — reconoció en voz alta y de forma impulsiva acarició el pómulo izquierdo de la diosa y puso un poco de distancia entre ellas al darse cuenta de lo que había hecho.

— ¿Querrás acompañarme mientras me baño? — le preguntó la hija de Zeus mientras la tomaba de la mano y la guiaba de nuevo a las termas.

— Sí... — añadió Niké automáticamente y se dejó guiar.

Se sentó en las termas y observó de reojo cómo Atenea enjabonaba su cuerpo con esmero usando un aceite diferente al suyo. Supuso que estaría hecho a base de ambrosía.

***

Una tensión hasta ahora desconocida se instaló entre diosa y mortal. Atenea sabía que Niké la estaba mirando y eso le gustaba, por lo que siguió enjabonando su cuerpo. Con atrevimiento rozó sus propios pechos con las manos y la pilló mirándola. Niké se tensó y de forma involuntaria apretó una y otra vez sus muslos. Sólo Atenea podía saber que ella se moría de ganas por levantarse y tocarla a su antojo. Niké respiró hondo varias veces para calmar los latidos acelerados de su corazón y con grandes dificultades consiguió apartar sus ojos del cuerpo desnudo de la diosa, pues pensó que ya la había mirado en exceso y que tantas miradas podrían incomodar o incluso ofenderla.

Desvió sin poder evitarlo sus ojos y la admiró otra vez. Atenea ahora estaba enjabonando sus piernas. Se le pasó por la cabeza abandonar las termas porque sabía que si seguía allí sentada perdería el control. Pero la orden de la diosa fue bastante clara y para qué mentir, quería saber qué pasaría a continuación entre ellas.

La hija de Zeus no se lo ponía nada fácil. Parecía que buscaba provocarla, que quería verla perder el control, porque no tuvo otra idea que sentarse sobre su regazo. Niké suspiró cuando sintió el cálido cuerpo de la diosa contra el suyo. No se atrevió a tocarla.

— Atenea, ¿es que acaso quieres que pierda el poco control que me queda? — preguntó con amargura.

La diosa de la sabiduría veía el dolor en el rostro de Niké. Veía sus sentimientos en sus ojos, veía cómo luchaba contra de sus deseos y le pareció admirable. En un primer momento se quedó callada, pues no esperaba una pregunta tan directa. Se relamió los labios mientras pensaba en una respuesta. Niké mientras tanto no dejaba de mirarla, esperando con notoria impaciencia su respuesta.

— No te aflijas, Niké, percibo el dolor en tu voz. Veo el dolor en tus bellos ojos miel. Quiero que dejes de contenerte. Pienso que este es el momento en el que debo declararte los fuertes sentimientos que tengo por ti y actuar en consecuencia.

La mortal parpadeó momentáneamente con incredulidad y le instó con la mirada a que prosiguiera hablando.

— Te confieso ahora que estamos solas, Niké, que mi corazón es tuyo. No he conocido una mortal tan inteligente y buena como tú. Me moriría si no te volviera a ver ni a tocar— dijo la diosa con completa seguridad.

Las mejillas de la hija de Dolón se cubrieron de rubor al escuchar la sorpresiva confesión de Atenea. Aproximó lentamente su rostro al de la diosa porque no había nada que deseara más que unir sus labios a los de la ella para demostrarle con hechos todo lo que sentía. Pero su conocida prudencia hizo que se quedara quieta, quedando su rostro a una distancia prudencial del bello rostro de la diosa guerrera.

Atenea leyó sin ningún esfuerzo los pensamientos de la cauta mortal. Quería un beso. Ella también deseaba besarla, pero necesitaba primero que le respondiera. Sonrió a Niké para tranquilizarla y sostuvo su mentón con una de sus manos para que sus ojos no escaparan a los suyos.

Los ojos de Niké no pudieron rehuir la mirada de Atenea, inquisitiva y a su vez cargada de muchos sentimientos.

— Niké, di algo por favor — le pidió.

— Atenea... desde que tengo uso de razón has despertado mi fascinación y esa fascinación que sentía por ti se transformó en algo más fuerte, en algo que no puedo definir. Jamás he sentido esto a lo que no puedo poner nombre por otro mortal. Cuando te vi a las orillas del río Escamandro mi corazón dio un vuelco. Desde este momento mi corazón ya es tuyo, Atenea.

La diosa guardaba silencio mientras sentía cómo su corazón latía a un ritmo acelerado, emocionado por las hermosas palabras que le estaba diciendo Niké.

— Sé que es osado que sienta esto por ti, pues eres una diosa, hija del señor del Olimpo, Zeus y quedas completamente fuera de mi alcance. Pero así me siento y creo que por desgracia nada puedo hacer — susurró la mortal.

Ambas guardaron silencio tras confesarse sus sentimientos. Ninguna se atrevía a romperlo y dar el siguiente paso. Niké volvió a perderse en los ojos grises de Atenea y se humedeció los labios sin despegar la mirada.

Atenea se percató de ese gesto, pero aun así permanecía inmóvil, sentada en el regazo de Niké, sintiendo su cálida piel contra la suya y enloqueciendo en silencio por no atreverse a besarla.

Niké veía la duda en los ojos de la diosa y la indecisión. No podía aguantar más esa deliciosa tortura. No podía tener a la diosa que despertaba sus más oscuras pasiones tan cerca y a la vez tan lejos. La diosa seguía sosteniendo su mentón. El tacto de su mano le quemaba la piel y deseaba más. Deseaba todo lo que la hija de Zeus estuviera dispuesta a darle.

— Atenea... — susurró en un tono de voz ronco.

Los ojos de Atenea comenzaron a adquirir un tono negro, fruto de la lujuria, al notar la excitación y desesperación de su amada. La mortal acarició con fascinación su rostro y se atrevió a rozar con una delicadeza sin igual su cuello.

Y la poderosa diosa, que hasta ese momento estaba un poco nerviosa e indecisa, lo vio todo claro. Dejó a un lado esos pensamientos que le impedían entregarse a la pasión y ya estaba totalmente decidida a dar el paso, como cuando Ártemis tomaba entre sus manos una de sus mortíferas flechas para dispararla. Imitó a Niké y cerró los ojos.

Acotó la escasa distancia entre ellas y al fin, la besó.

La mortal nunca había experimentado una sensación como aquella, tan placentera que sentía que estaba volando y que no podía ser real. Tanta pasión le despertaba la poderosa diosa que la sujetó por la cintura y de manera inexperta buscó prolongar el beso todo lo posible. Atenea gimió ante el tacto de Niké y la mortal aprovechó aquello para rozar ligeramente su lengua con la de la diosa. Ninguna estaba por la labor de apartarse porque habían descubierto un genuino placer al unir sus labios y querían prolongarlo todo lo posible.

Niké de un momento a otro se apartó para recuperar el aire.

— Por los dioses... —gimió Niké mientras respiraba hondo para calmarse.

Atenea, al ver que su amada apartó los labios de su boca, abrió los ojos con curiosidad y preocupación a partes iguales.

— ¿Estás bien, pasa algo? — le preguntó con notable preocupación.

— En mi vida había estado tan bien. Necesito besarte otra vez— le respondió la mortal.

Niké aproximó sus labios a los de la diosa, que le demandaban más besos y con gusto, la besó.

***

Sólo ellas podían saber qué habría pasado si no hubieran sido interrumpidas por Hermes. El veloz dios, al ver que ninguna hacía acto de presencia en el banquete de los dioses, fue a averiguar qué estaba pasando. Las llamo varias veces pero ninguna contestaba. Las buscó por todo el templo mientras seguía llamándolas sin cesar. El último lugar en el que no miró fueron las termas y con paso decidido entró.

Atenea sintió la presencia del otro dios. Se separó ipso facto de Niké y cubrió su cuerpo desnudo. Avanzó a pasos agigantados hacia el dios que se había atrevido a interrumpirla. Puso los ojos en blanco al ver que se trataba de su hermanastro Hermes.

Ambos dioses desde el comienzo de los tiempos habían tenido una buena relación, pero eso no quitaba que ella temiera que Hermes compartiera el jugoso cotilleo que ponía en entredicho su pureza con otros dioses. Temía que Hermes compartiera esa morbosa información con Dioniso, gran amigo del portador del caduceo, con Febo Apolo, otro amigo íntimo del dios mensajero e incluso temía lo peor, que compartiera esa información con su padre, el poderoso e imbatible Crónida, Zeus.

La poderosa diosa mostró su valor y determinación. Alzó la barbilla mostrando que no iba a ceder y dejarse humillar por el otro dios. Hermes notó cómo los ojos de Atenea brillaban con notoria ira y siendo consciente de lo poderosa e intimidante que podía llegar, decidió ser cauto y no bromear.

— Vuestro secreto está a salvo conmigo —aventuró Hermes rehuyendo la mirada de la diosa de los ojos de lechuza.

— Te conviene que así sea— le advirtió la diosa de la sabiduría usando un tono de voz que no daba pie a objeciones.

Ambos dioses continuaron enfrascados en su conversación. Niké, que hasta ese momento había permanecido completamente inmóvil, decidió acercarse a ambos para averiguar de qué estaban hablando. Abandonó con cautela las termas y se aproximó a los 2 dioses, guardando con ellos una distancia bastante prudencial.

Hermes y Atenea dejaron de hablar cuando contemplaron a Niké abandonando las termas y la observaron detenidamente. A la cauta mortal no le pasaron inadvertidas las sutiles miradas del portador del caduceo y muchísimo menos las miradas de la diosa de la sabiduría, que parecía que la devoraba con los ojos. La hija de Dolón se lamentaba profundamente de la impertinente interrupción por parte del dios portador del caduceo, Hermes. Reparó en ese momento de lo débil que era el humano cuando estaba en presencia de dioses y supo que lo único que debía hacer era permanecer en silencio.

Una vez que Niké se hubo vestido los dioses prosiguieron con la conversación.

— Atenea, no seré yo quien juzgue lo que estabas haciendo. Sé que estás molesta también porque mis ojos no han podido evitar admirar el cuerpo desnudo de Niké — añadió en voz baja para que Niké no lo escuchara.

El tono que empleó no fue lo suficientemente bajo porque la mortal lo escuchó y sintió cómo sus mejillas volvían a sonrojarse.

La diosa no dio su brazo a torcer, seguía molesta con la intromisión de Hermes.

— Te recuerdo, Hermes, portador del caduceo, que Niké es mi mortal y sabes perfectamente lo que supone mi afirmación— le advirtió.

Niké se quedó estupefacta cuando Atenea no se cortó en afirmar con contundencia que ella era suya. Sintió una súbita ola de calor atravesando todo su cuerpo. Miró con disimulo a la hermosa diosa que seguía intimando con la mirada al dios mensajero.

— Atenea, hija del prepotente padre. Pido disculpas por haberos pillado en un momento tan íntimo, nada saldrá de mi boca. Tienes mi palabra. Nos vemos en el banquete— dijo Hermes a modo de despedida y abandonó con rapidez el templo.

***

Una vez que Hermes se hubo marchado del templo, Niké se acercó con cautela a ella. Tenía muchas dudas y sobre todo curiosidad por saber sobre qué habían estado hablando.

— Atenea, ¿podría saber sobre qué habéis hablado Hermes y tú? — se aventuró a preguntar.

La hija de Zeus esbozó una tímida sonrisa, recordando en ese momento lo contundente que se había mostrado al decir que Niké era suya. Pensó que así eran los dioses cuando posaban sus ojos en un mortal.

— Por supuesto, Niké. Le he advertido a Hermes que no te puede tocar— le explicó mientras se sonrojaba sin remedio.

La hija de Dolón encontró sumamente adorable verla sonrojándose y para calmarla, procedió a dejar suaves caricias en sus mejillas.

— Atenea, Hermes no se atreverá a tocarme y confío en que los otros dioses tampoco lo hagan porque respetan tu autoridad. Solo tengo ojos para ti— contestó con absoluta convicción mientras se atrevía a dejar un beso muy cerca de sus labios, sin tener el valor suficiente de rozarlos.

Atenea quería más, con cuidado tomó del cuello a Niké y la besó con fiereza.

El banquete podía esperar un poco más.

— Verás, Niké. Cuando un dios posa los ojos en un mortal y lo convierte en su protegido o incluso en su amante, los otros dioses no pueden involucrarse con ese mortal de ninguna forma. No pueden si quiera tocarlo. Así lo hemos establecido para evitar disputas entre nosotros.

Ella asintió con la cabeza invitándola a continuar.

— Pero siempre hay dioses que ignoran las reglas y las pasan por alto. Prueba de ello fue la historia de Jacinto, un bello príncipe de Esparta cuya belleza obnubilaba a todo aquel que lo contemplaba, incluso Febo Apolo quedó prendado de su belleza. Apolo sedujo al joven con su canto y muy pronto se convirtieron en amantes. Sin embargo, había otro dios que había posado sus ojos en Jacinto, Céfiro. Esta historia acabó en tragedia, pues Céfiro hirió a propósito a Jacinto con un disco y éste murió en el acto. Apolo quedó desolado y en su honor creó con la sangre de su amante y sus lágrimas creó una flor con el nombre de él.

— Qué destino más trágico— señaló Niké.

— Así fue. Con la historia de Apolo y Jacinto puedes ver hasta qué punto somos de posesivos los dioses con los mortales. Creo que he contestado lo que querías saber.

— Sí, Atenea.

— Yo quería saber, aunque más bien podría entender que no te arrepientes de lo que ha pasado recientemente entre nosotras... —aventuró la diosa en voz baja, como si tuviera temor de que cualquier dios pudiera escuchar su conversación.

— No me arrepiento, Atenea y espero de corazón que tú tampoco.

— Yo tampoco me arrepiento. Vamos, un banquete nos espera — apremió la diosa mientras instaba a la mortal a que la siguiera.


Nota de la autora: ¿Será este capítulo el comienzo del descontrol?  decidme qué  pensáis y con gusto os leeré y contestaré.

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