Mi elección

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Se apoyó en la pared debajo de la ventana bloqueada con tablas de madera, sentado con la frente en las rodillas por lo que la capucha de la sudadera caía sobre su rostro envolviéndolo en sombras. Una habitación ennegrecida. La habitación donde vivía con su familia hasta aquel día, abandonada aún tantos años después. Odiaba aquel lugar porque le recordaba un tiempo en el que todo era más fácil, un tiempo que no regresaría porque él lo destruyó hace tanto tiempo con sus propias manos.

Escuchó a un grupo de coches pasar haciendo rugir los motores mientras tocaban las bocinas que resonaron en la silenciosa noche. Un recordatorio de que el barrio tenía dueño, un dueño caprichoso que se divertía recordándoles a sus habitantes que no podían hacer nada.

Aquella era la noche.

Su noche.

De ellos.

O suya.

Aquella noche los diferentes grupos que controlaban las distintas zonas en que fue dividida aquella imitación decadente de una ciudad se reunirían para decidir si firmarían una tregua, si se unirían para cazarlos al haberse vuelto una amenaza. Salvo que ellos fuesen más rápidos. Matar a un par de aquellos líderes, ¿acaso había algo más fácil? Solo tenían que desearlo y caerían muertos al suelo como marionetas a las que les cortaron las cuerdas. Incluso podían implicar a otras bandas, todos sabían a quién odiaba cada uno, a por quién se lanzarían sin dudar como un tiburón al oler la sangre y, una vez que todo acabase, la ciudad sería suya.

¿Pero él quería eso? ¿Una ciudad en sus manos? ¿Gente que lo temiese? ¿Para qué? ¿Acaso no lo habían temido ya lo suficiente para esa vida? ¿Para todas sus vidas? Claro que entre cazar y ser cazado...

—¿Vas a venir, niño? —escuchó su voz susurrándole al oído.

—No me llames así cuando tienes mi edad.

—Y tú solo saliste del centro hace un año, eso te convierte en un niño a mis ojos.

—Tú no tienes ojos.

—Cierto, pero no los necesito. Al contrario que tú.

—La gente normal necesita ver.

—¿Y qué tienes tú de normal, engendro?

—Nada —admitió en un murmullo. No podía negar lo evidente y cuando un mechón de pelo blanco escapó, lo volvió a meter en la capucha. Si no lo veía, podía fingir que no existía y que su pelo aún era negro como el de su hermano.

—Veo que te adoctrinaron bien allí dentro.

—Como a ti.

—Yo me fui antes de aprenderme las tres primeras páginas del libro, no cómo tú. ¿Hasta qué página llegaste?

—No te importa. Además, ¿quién iba a ser tan loco como para escapar de ese lugar siendo un niño? Nos odian demasiado aquí fuera.

—¿Más que allí dentro? —le preguntó, pero él no respondió— Vamos, niño, no hay tiempo. Los carroñeros se reúnen y hay que actuar antes de que malinterpreten la situación. ¿Qué vas a hacer tú?

—Por ahora, comenzar un incendio —respondió poniendo la mano en el suelo mientras su iris blanco comenzaba a brillar con un intenso color rojo que iluminó la habitación por un momento antes de que todo a su alrededor comenzase a arder.

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