Medico de guerra

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—Así que la Cortada sigue en activo —suspiró Ilbreich—, aun después de tantas décadas.

Se encontraban en el atestado despacho que ahora hacía también de dormitorio de Ilbreich, ya que hasta última hora del día Julia no había podido juntar a los dos hermanos para ponerles al corriente. Rodrerich y ella se acurrucaban sobre la cama y el príncipe se sentaba frente a ellos, a horcajadas en una de las sillas

—Jakob ha mandado al diablo las órdenes que le di y se ha ido de la lengua —bufó Rodrerich. Ilbreich lanzó una carcajada corta, como un ladrido.

—No podemos estar seguros de que algun otro de los asistentes viera la marca, y él lo sabe.

Julia se recostó sobre el amplio pecho del rey y se envolvió con sus brazos como si se tratase de un chal.

—Al menos su indiscrección a obligado a la Cortada a darse a conocer. La... persona con la que hablé dijo que tu madre tuvo que tener ayuda, alguien que ocultase su rastro. ¿Recuerdas algún amigo que pudiera ser también linaje?

—No tenía muchos amigos; mirando hacia atrás creo que se escondía. Me escolarizó de mala gana, y no tengo puesta ni una sola vacuna. Supongo que temía que alguna notificación le llegase a mi padre.

—¿No es eso peligroso? Si no hubieras nacido cambiante...

—Incluso siéndolo —asintió Ilbreich—. Hasta la primera transformación no eres diferente de cualquier otro niño; aunque es cierto que una enfermedad grave puede desatar el Cambio porque el cuerpo recurre a ello para sobrevivir. Dos tiros con una escopeta de caza también pueden lograrlo.

Señaló con el índice a Rodrerich, que le arrojó la almohada con un gesto casi perezoso.

—Ni se te ocurra devolverla, que estoy yo delant... Offff. —Julia se quitó la almohada de la cara y la requisó en su regazo, mientras Ilbreich le dedicaba una sonrisa de niño bueno—. No lo entiendo muy bien, ¿por qué tendrían que avisar a tu padre en una visita de rutina al pediatra? En cambio si hubieras enfermado de sarampión y los servicios sociales detectasen que no estabas vacunado...

El príncipe extendió los brazos en un gesto de incomprensión.

—Ni idea. Lo único que sé es que hizo siempre muchos equilibrios para menterenos tan lejos como era posible de cualquier registro oficial. Y en lugar de trasladarse a un sitio más seguro me crió en la mayor enjambración del país.

Julia dio vueltas a la almohada entre las manos. Muchos riesgos, en efecto. Como un pez payaso refugiado entre los zarcillos de una anémona, la madre de Ilbreich había trenzado su hogar en el corazón del peligro.

Se mordisqueó los labios antes de atreverse con la siguiente pregunta.

—¿Qué hubiera pasado, si tu padre la hubiese localizado? ¿La hubiera obligado a volver?

El príncipe apoyó la barbilla en las manos, en un gesto que compartía con su hermano mayor.

—El divorcio no es tan común entre nuestro pueblo como en el resto del país, pero no es imposible. Tampoco imagino a mi padre forzándola a seguir siendo su esposa, si ella no quería serlo. Pero sí lo creo capaz de ejercer su influencia para que no fuera admitida en otro clan, si trataba de llevarme a mi con ella.

—Así que o renunciaba a su hijo, o en la práctica seguiría bajo la autoridad de su exmarido —se indignó Julia.

Por un lado, sentía simpatía por la madre de Ilbreich, y la fiera decisión que había demostrado tener. Por otro, la idea de irse con su hijo al centro de la enjambración, y criarlo en solitario... No encajaba. No con el feroz instinto de protección con el que el Pueblo Lobo abrigaba a sus cachorros.

—¿Cómo murió?

Ilbreich bajó la vista al suelo.

—Atropellada. El coche debió resbalar en el hielo y se subió a la acera... la arrastró varios metros contra un muro, debió ser casi instantáneo. El conductor se dio a la fuga y nunca supimos quién fue.

Plausible. No parecía un accidente extraño en aquel clima... como no era extraño salirse en una curva, cruzando los pirineos. Sus ojos se cruzaron con los de Ilbreich y luego ambos los retiraron, incómodos.

—Preguntaré a mi padrastro —meditó el príncipe—. Quizás guarde los resultados de la investigación, si no los ha perdido en alguna mudanza.

—No vas a poder ir a Oslo en unas semanas, cachorro —Rodrerich estrujó a Julia, incorporándose a medias en la cama.

—Cierto... no te lo habíamos dicho aún, Julia: en tres días nos iremos al valle de Coria.

—¿¿Qué?? —Julia dio un respingo, intentando saltar de la cama. Los brazos firmes del rey la sujetaron como un cepo—. Pero no he prepardo nada, ni apenas he hablado con Diego... necesitamos organizar qué vamos a llevar, cómo...

—Tranquila —Rodrerich frotó la mejilla contra la suya—. Vais a ser muy pocos linajes, a petición de Aili. Y los Coria cuentan con suministros, una vez lleguemos al valle. Pero hay algo que sí debes llevar encima. ¿Te acuerdas tú de la combinación, cachorro?

—Menos mal que uno de los dos lo hace... —Ilbreich se dirigió a los archivos que cubrían las paredes, y tiró de uno de los cajones. Al hacerlo a un lado Julia vio una puerta de metal y una llave de combinación.

—¿Una caja blindada? mis padres tenían una de esas —recordó—. ¿Tenéis ahí las joyas de la familia? ¿Cómo es que dejáis el torque fuera?

—Porque no es para eso —aclaró Ilbreich. Abrió la caja fuerte y mostró dos escopetas sujetas en ángulo y un armarito interior, cerrado—. En el clan todos sabemos al menos lo básico de ármas, pero nuestra abuela y nuestro padre además las coleccionaban.

—Espera, espera... —se alarmó Julia—. Jamás he usado ni siquiera una escopeta de perdigones.

—La beretta, entonces... —decidió Ilbreich, impasible, mientras abría y cerraba las distintas secciones del armarito interior. Julia vio centellear el metal, al fondo—. Aquí hay algunas piezas que podrían estar en un museo, pero habrá que ser prácticos.

—Ya he hablado con Ruhan —informó Rodrerich, aún abrazándola—. Te va a enseñar al menos lo justo para que sepas defenderte con ella.

Debía parecer tan asustada como se sentía, porque Ilbreich se la tendió con la culata por delante y le acarició la cabeza antes de dejarla en sus manos.

—Está descargada —informó, tranquilizándola—. Todas lo están, la primera norma es no guardar un arma cargada, y no dejar las balas en el mismo sitio que las pistolas. En el valle no tendrás una caja fuerte para cerrarla, pero tampoco habrá niños alrededor.

Era oscura, no muy grande, y pesaba mucho para su tamaño. Julia intentó alzarla, tentativa.

—Ah... no. —Ilbreich puso su manaza sobre el cañón y la obligó a bajarla—. Reglas dos y tres: no apuntar con ella a nadie a quien no quieras disparar, aunque esté descargada. No poner el dedo en el gatillo salvo que vayas a disparar, aunque esté descargada.

—No es fácil que tengas que utilizarla —Rodrerich la apretó contra su pecho—. En cualquier combate los linajes estaréis en retaguardia, detrás de los cambiantes.

—Espera... en tres días Ruhan no va a poder enseñarme a manejar esta cosa. Y si se me da tan mal como cuando jugaba al left4dead, lo mas fácil es que os meta un tiro a alguno de vosotros.

Ilbreich se dobló en dos de risa.

—¿Eras de las que disparan al compañero? Bueno, esta regla no es aplicable a todas las circunstancias pero... preocúpate sólo de no dar en la cabeza. —Golpeó con suavidad la pistola—. Usarás balas blindadas, porque es lo único que atraviesa la placa de una guerrera. Si nos alcanzas con ellas... bueno, alguien querrá morderte después, pero lo normal es que nos atraviese de parte a parte sin hacer demasiado daño. Y eso sí lo curamos en minutos.

—¿Y si da en el corazón? —la voz le surgió crispada, con un deje casi histérico— ¿En una arteria importante? Por rápido que os cureis no sois invulnerables, Ilbreich.

Rodrerich le retiró la pistola y puso las manos sobre las suyas.

—No, no lo somos. Por eso vas a venir, porque eres el único médico de combate que puede salvar la vida de un cambiante si una guerrera lo hiere de gravedad. Pero si vuelves a verte en la situación que afrontaste en el zarcillo, cuando salvaste la vida de Brisa, quiero que puedas defenderte con algo mejor que un palo.

—Mi don debería...

—El don prohibido es un arma formidable, pero no funciona a distancia y las guerreras son demasiado rápidas. Incluso Harald el Maldito cayó sin poder defenderse cuando derribaron a su guardia. No vas a entrar inerme en un nido.

Rodrerich sonaba terminante. Julia tragó saliva; tomó de nuevo la pistola y la sopesó. Había algo maligno en ella, pensó. Era una herramienta diseñada con la sola función de matar a otro ser humano. Y las guerreras, recordó con un escalofrío, fueron en otro tiempo mujeres como ella, secuestradas y transformadas por el Enjambre en monstruos.

—De acuerdo —aceptó—. Aprenderé a usarla en lo que pueda.

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