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—Dejadla en el suelo... en el suelo, no la movais más.

«La próxima vez salgo con ellos, diga lo que diga Rodrerich»

Julia se dejó caer de rodillas, al lado de la mujer malherida y sobre el cemento. Habían montado a toda prisa una pequeña clínica de campaña en el garaje de sus abuelos, y aún olía a la pintura blanca que habían utilizado para sanearla.

Reconoció a la valkiria que había discutido con Ilbreich en el Consejo: una tela mugrienta y empapada en sangre le comprimía el abdomen. Intentó alejar los temores habituales, la cambiante no iba a morir ni por septicemia ni por shock. Podía desangrarse, sin embargo.

—Necesito un donante. Uno de vosotros, vamos —tendió la mano sin mirar y tras unos segundos, otra se cerró sobre la suya. De reojo vio que se trataba de Teresa; los Coria eran menos reticentes a prestarse a los manejos del don prohibido.

Cerró los ojos para percibir la energía de la cambiante herida, y la grieta que atravesaba ese remolino inquieto. Empujó con mucha suavidad y dejó que los hilos movedizos se restaurasen uno a uno; en los últimos días había aprendido que hacerlo así cerraba las heridas sin cicatriz y no consumía tanto a los donantes. Tenía aún pavor a destruir a alguien si se excedía en el uso del don. Al cabo de quizá diez minutos abrió los ojos y tomó el pulso de la mujer. Lo encontró regular y firme. Retiró el vendaje y se aseguró que estaba curada por completo.

—Si podéis trasladarla a un catre sin que despierte, mejor. Necesita descansar. Cuando se levante tendrá hambre y sed.

Le costaba evitar el reflejo de cuidarles como si fueran heridos corrientes. Lo cierto era que cuando la cambiante despertase sería perfectamente capaz de cuidarse por sí misma. Se puso en pie, algo mareada, mientras la patrulla obedecía. Teresa la estabilizó al notar que se tambaleaba.

—¿Estás bien?

—Si, si... impresionada. Es la primera vez que me traéis a alguien abierto como una sardina. ¿Hay más heridos?

Lo había, otros dos cambiantes mostraban las heridas de las guerreras; y Julia tuvo aún que parchearlos. Por lo menos nada era tan aparatoso como lo de la valkiria.

—¿Qué ha pasado? —preguntó al terminar, mientras se lavaba las manos ensangrentadas.

—Son buenas noticias, aunque no te lo parezca —aseguró su amiga—. Creo que acabo de ganar a tu cuñado.

—¿¿Habéis encontrado la entrada del nido??

Teresa parecía tan satisfecha como una niña que se ha quedado con la última silla al acabar la música. El pueblo lobo era competitivo en extremo; y si los líderes de clan mantenían una extrema cortesía en favor de la alianza, sus herederos no tenían reparo alguno en lanzarse a la liza.

—Estoy casi segura: encontramos el óculo de acceso. Por supuesto no llegamos a entrar, pero al acercarnos se nos han echado encima con tanto entusiasmo que lo doy por hecho. Si has terminado, será mejor que subamos. En cuanto vuelvan las patrullas habrá reunión.

El salón de sus abuelos se había convertido en una improvisada sala de guerra desde que los clanes desembarcaron en el valle, hacía menos de una semana. Se habían repartido de forma muy discreta, aprovechando que muchas de las aldeas no tenían apenas habitantes en invierno y el clan de Teresa poseía casas repartidas por toda la zona. Pero por muy secreta que fuera la guerra, era una sin cuartel.

En el salón se encontraban ya Aili, Rodrerich y la taciturna Kjellfrid, que seguía siendo sombría y lacónica. Mantenía con el Rey Lobo una paz difícil, evitando en lo posible mirarse y dirigirse la palabra mutuamente.

—¿Vamos a atacar? —preguntó Julia, nerviosa.

—Eso decidiremos ahora —sonrió Aili—. Aunque yo prefiero espiar primero desde el fulgor... las guerreras no pueden pasar a él, y la reina no puede tejer la malla tan rápido.

—El nido no pueden tener muchos efectivos —apuntó Kjellfrid, inclinada sobre un mapa del valle y sin levantar la vista. Julia vio marcadas las posiciones de las últimas escaramuzas—. Se han estado replegando, creo. ¿Donde habeis encontrado el óculo, Heredera de Coria?

Con un floreo, Teresa trazó una pequeña cruz. No estaba lejos, comprendió Julia. A menos de treinta kilómetros y en medio de las montañas. El resto se inclinó sobre el mapa, interesados, y Julia aprovechó para deslizarse al lado de Rodrerich y trenzar los dedos con los suyos. Una sonrisa imperceptible alivió el ceño del rey, que pocas veces estaba de buen humor cuando la Reina de Venganza en el Norte andaba cerca.

—Yo atacaría con todo, sin más —se animó Teresa—. Huronear desde el fulgor siempre es traicionero, incluso tan cerca del mundo.

La discusión se fue animando y pronto Julia se perdió en un mar de conceptos de estrategia y números que le costaba seguir. Fueron llegando la Matricarca de Coria, el Baillif de Aguamusgo, la Harald de Fortaleza del mar y su Heredera... Ilbreich se retrasaba y Julia recordó que a su grupo le habían asignado hoy, precisamente, buscar en el fulgor. Aquella tarea debilitante era odiada sin reparos por todos los cambiantes. Cuando el príncipe apareció por fin, parecía fatigado y consumido.

—Ya me han dicho que habéis localizado el nido —comenzó sin saludar, con una mirada huraña hacia la sonriente Teresa—. Nosotros también hemos encontrado algo No se si puede presentar un peligro o no.

Movió la barbilla hacia Julia.

—¿Te acuerdas de la criatura con la que peleamos en el túnel, de vuelta de Oslo? Nos ha seguido.

Kjellfrid alzó la cabeza de golpe, con un interés que pasaba por encima de su muro de reserva habitual.

—¿La habéis visto? ¿O solo su rastro?

—La hemos visto, se mantuvo cerca de nosotros un buen rato, manteniendo las distancias. No atacó, sin embargo. No me hubiera gustado pelear con ella en el fulgor, no parece afectarla. Luego se alejó hasta que la perdimos de vista. Pensábamos que nos había dejado en paz, pero volvió con un regalito. Otra cápsula.

—Un día duro en la oficina —se compadeció Teresa—. ¿Sabemos ya lo que hay dentro? ¿Si lo ha cazado en el valle o cerca de Rendalen?

—Diego la está examinando en la enfermería.

«Espero que limpie después» se lamentó Julia en silencio.

—No son buenas noticias —observó Olaya Coria—. Si esa cosa es un depredador y ha elegido cambiar de territorio ¿Cómo reacionará cuando haya una batalla en él?

De nuevo discutieron sobre si representaba un riesgo, y de qué magnitud, y cómo incluirlo en los planes de batalla. Poco a poco se perfilaba un plan: los clanes avanzarían para un ataque total. Una parte de las tropas se adelantaría por el fulgor; si el nido no era mayor de lo esperado, atacarían a la vez desde allí y forzando el óculo, para cogerlas entre dos fuegos.

Cuando la conversación se centró en qué talismanes podrían usarse para coordinar a los dos grupos, Julia se perdió definitivamente. Aún sabía poco sobre los dones de los linajes como para entender la mitad de lo que se estaba hablando en la sala.

—Queda decidido, entonces —sentenció Rodrerich, por fin. Mañana.

El aburrimiento de Julia desapareció en un asalto de pánico. Aquello significaba que por fin participaría en un combate. Rogaba a Dios y a los "sagrados ancestros" del pueblo lobo para que no tuviese que utilizar la pistola: Las clases de Ruan sólo habían servido para convencerla de lo mala que era su puntería.

—¿Los linajes entrarán en combate? —inqirió Aili.

Rodrerich y la Harald de Fortaleza del Mar asintieron; el Bailiff los secundó.

—Irán detrás —afirmó el Rey Lobo—. Su principal función será cubrir a los heridos, y ayudarles a llegar hasta Diego y Julia, que se encargarán de atenderlos.

—Si voy a curar a alguien, algún cambiante tendrá que estar cerca —advirtió Julia—. Necesito un donante, siempre.

—Sin duda... nunca se deja a los linajes solos —explicó Rodrerich—; por si un grupo de guerreras hubiera quedado fuera del nido. ¿Quién cubrirá con ellos la retaguardia?

Hubo un silencio incómodo. Las miradas saltaron alrededor de la mesa entre los líderes, como si se cruzase un sobreentendido. Ailli suspiró con el gesto de quien toma una obligación difícil que nadie más quiere.

—Diría que el mejor candidato eres tú, Rodrerich.

El rey paseó la vista alrededor, mientras el resto se esforzaba en no cruzar los ojos con él.

—Vale. No me toméis por más idiota de lo que soy. Esto ya lo habíais hablado, ¿a qué viene?

Con un nuevo suspiro, Aili extendió las palmas en señal de paz.

—Mientras quién ha de heredarte esté aún discutido, a la alianza no le conviene que te ocurra algo, Rodrerich. Nadie quiere que tu clan se repliegue en una pelea de sucesión.

El rey lobo abrió la boca para protestar, pero Ilbreich lo interrumpió con un tono que pretendía ser ligero.

—Has encabezado los combates durante una década en vida de nuestro padre. Igual es hora ya de que me pases el cargo, ¿no?

«Sigue actuando fatal, pobre», se lamentó Julia. Hubo una nueva pausa, que la Matriarca cortó con un carraspeo.

—Yo estaré en retaguardia también. Ya tengo una edad, así que Teresa encabezará las tropas por Coria.

—Basta. —Rodrerich comenzó a enrollar el mapa, malhumorado—. Me hago cargo. Dirigiré la retaguardia.

Continuó enfurruñado hasta que el resto se hubo marchado y solo quedaron con él Julia y su hermano.

—Tienen razón en estar preocupados —declaró Ilbreich con suavidad—. Si no tengo el apoyo del Consejo, tu pérdida supondría un desastre.

—Ya, ya. —Rodrich palmeó el hombro de su hermano, luego se lo pensó mejor y apoyó un instante la frente sobre la suya—. Cachorro, sé que este puede ser el peor momento para valorarlo, pero si este invierno...

—No. —Ilbreich cruzó los brazos sobre el pecho—. No voy a engendrar una camada de cachorros que quizás estén muertos para la primavera. No tendré descendencia con el linaje lobo si no puedo cuidar de ella.

Aquella faceta del pueblo lobo aún inquietaba a Julia. ¿Le ocurría lo mismo al príncipe, que se había criado como humano hasta la adolescencia? ¿De allí la negativa? La puerta se abrió de golpe, y la Reina de Venganza en el Norte volvió a entrar, con aspecto aún más adusto de lo habitual.

—Fui a ver el resto que dejó la criatura del fulgor —explicó con rapidez—. Príncipe, creo que el linaje Diego te necesita. También he mandado a buscar a la Matriarca Olaya.

Ilbreich salió sin preguntar con aquella velocidad brusca y excesiva.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Julia—. ¿Diego está bien?

—No está herido —puntualizó Kjellfrid—. Necesita... un amigo.

Sacar palabras a la Reina Loba era como arañar una roca, Julia abandonó y salió detrás del príncipe con Rodrerich pegado a los talones.

Dentro de la enfermería el olor al Enjambre era tan denso que tuvo que combatir las arcadas. Habían extendido una lona y anidada en medio estaba otra de aquellas cápsulas blanquecinas, abierta y desparramando su extraña carga. Julia apenas se fijó en ella; Diego estaba acurrucado en el suelo, sollozando como un niño, con la cara y la bata empapados de icor negro. Ilbreich, de rodillas, lo abrazaba envolviendolo como una manta.

—Pero, ¿qué ha pasado? ¿Diego? ¿Ilbreich?

El príncipe le lanzó una mirada desvalida, sin soltar el abrazo. Diego intentó decir algo, se ahogó y al intentar limpiarse las lágrimas volvió a pringarse de icor. Aún tenía puestos los guantes de látex, largos hasta el hombro y chorreantes. Sacudió la cabeza y extendió hacia Julia una mano temblorosa. Sostenía un objeto tan manchado y deformado que era difícil de distinguir.

—Las guerreras, al formarse en el nido —intentó explicar Ilbreich, con la voz ronca de pena—. A menudo, entre las placas, quedan restos.

Julia recordó su primer encuentro con una criatura del Enjambre. Recordó la pinza roja y quitinosa, que la inmovilizó sobre las hojas del bosque; que aún mostraba dedos atrofiados con rastros de manicura. Entonces reconoció lo que Diego sostenía. Un anillo, que había sido liso y dorado. Una alianza de boda.

—No. Oh, no, no, no.

Sin palabras, se dejó caer al lado de Diego y lo abrazó ella también. Globos de agua, luz de verano; dos niños en un callejón cogidos de la mano y a punto de darse su primer beso.

—Llama a Teresa —pidió a Rodrerich—. Que venga también. Su hermana... dile que hemos encontrado su cadáver.

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