LIX. Mis aventuras en el bosque de los magreos y el seto que destruimos juntos.

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A veces pienso que la vida es inherente al tiempo, que si se termina uno, lo hacen ambos y que el miedo es un obstáculo que detiene la vida; el problema es que mientras sucumbes al miedo, el tiempo sigue corriendo de manera inexorable. Por eso mismo me pregunto si es normal sentirse perdido y asustado cuando más seguro está uno de haberse encontrado a sí mismo o, por el contrario, soy único en mi especie y me gusta detenerme cuando estoy a dos pasos de la meta.

A ver, no quería ser yo quien te lo dijese, pero raro eres un rato.

Hoy me he levantado de cama con la mayor calma del mundo, pensando en el examen oral que debo realizar a las diez de la mañana. Sin embargo, un incidente del que prefiero no hablar ahora me ha recordado que este día significa el fin de un ciclo y, en vez de ir hacia la meta, me he detenido en mitad de la carrera, para huir después fuera de la pista.

Así que aquí estoy, el día en el que termino el Abitur, encerrado en uno de los baños del centro donde me examino. Con el trasero sentado en la taza del váter —cuya tapa está bajada, importante aclaración—, me distraigo leyendo en la madera de la puerta las ridículas declaraciones de amor que escribieron multitud de parejas hace años. «Daniel, cabrón, ya no querré tu rabo pero me sigues debiendo veinte euros». ¿Qué demonios con esta frase?

El ruido que producen un par de personas entrando en el baño capta mi atención, así que coloco los pies sobre la taza del W.C. para que no los vean y abrazo mis piernas, deseando que se vayan cuanto antes. 

—Si cierro los ojos y me pongo a mear desde esta distancia, ¿daré en la diana o salpicaré todo el suelo? —escucho la voz de Adam tras la puerta y, después, la risa de Rainer.

Entonces, el sonido de un chorro cayendo en favor de la gravedad provoca que se queden en silencio. Acto seguido, exclaman victoriosos y uno de ellos aplaude, no sé quién. Menuda panda de besugos.

—Oye, el otro día me puse a pensar en algo —prosigue Rainer cuando nuestro amigo se sube la cremallera.

—Wow, ¿pensabas?

—¡Sí! Es que me di cuenta de que tenía cerebro y me dije: vaya, pues ya que está ahí, vamos a usarlo.

—Qué me dices, ¿en serio?

—Te lo juro.

—¿Y en qué pensabas?

Pausa.

—Pues ya no me acuerdo.

Y se echan a reír.

—¿Y Samuel?

—Ni idea, no lo vi ni me ha hablado en toda la mañana.

—¿Y si se quedó dormido?

Otra pausa.

—Joder, que se quedó dormido. —Escucho el sonido de unas teclas al pulsarse y, de pronto, empieza a sonar la melodía de llamada de mi teléfono, así que me apresuro a apagarlo para que nadie se percate de mi presencia dentro del cubículo, en vano—. ¿Müller? ¿Estás aquí?

Como no respondo, se acercan a la puerta. La golpean varias veces, me preguntan sobre mi ritmo intestinal y después me lanzan papel higiénico, que termina aterrizando sobre mi cabeza. Como sigo sin responderles, proceden a llamar a una tercera persona:

—¡Annie! —escucho gritar a Adam fuera del baño—. Código rojo: la vaca se quedó encerrada en la cuadra.

Pero ¿qué?

—¿Sam? ¿Estás ahí dentro? —me pregunta cuando veo sus zapatos negros por el hueco de la puerta. Cierro los ojos un momento, suspiro y contemplo el suelo, cuando me encuentro la cabeza de Annie asomada por la parte inferior de la madera—. Pues no está cagando. ¿Pasa algo?

—Samuel, sal de ahí. Tenemos que llegar al aula en veinte minutos —insiste Adam, pero que me diga lo que debo hacer no me ayuda en absoluto.

—Sí, Sam, no puedes quedarte ahí encerrado, los profesores no dejan hacer exámenes orales en el baño. Creo —prosigue Annie y, en este caso, su comentario tampoco me ayuda—. Es que imagínate que se te escapa un pedo mientras hablas del Desembarco de Normandía, qué vergüenza.

—Bah, dejadlo, que haga lo que quiera. Eh, Müller, eres un gallina —continua Rainer, imitando el sonido de una de esas esperpénticas aves que tanto le gustan a su abuela—. ¿Qué pasa? ¿Has asumido que ya no vas a ser el digno merecedor del trono? Que soy el mejor y tú un segundón. —Pero bueno, ¿y este idiota de qué va?—. Porque ya verás, iré al examen, sacaré la mejor nota, te la restregaré por toda la cara y no podrás hacer nada para evitarlo. En fin, yo ya me voy al aula a pisotearos a todos.

Ah, no, ni de broma voy a permitir eso.

Sin pensármelo dos veces, me pongo de pie y abro la puerta de un golpe. Entonces, me encuentro a mis tres compañeros de pie frente a mí, mirándome con curiosidad. Yo le dedico un corte de manga a Rainer y se lo restriego por toda su cara rebosante de orgullo. ¿Orgullo de qué? ¿De que vaya a impedir que sea el mejor?

Abro la boca para recordarles a los presentes que están ante el gran Samuel Müller; sin embargo, soy incapaz de emitir ningún sonido. A medida que pasan los segundos, dejo en evidencia cuál fue el incidente del que prefería no hablar, la gota que colmó el vaso y provocó que me encerrase en el baño.

—Müller, ¿te has quedado sin voz?

Asiento al momento, a punto de entrar en pánico. Adam coge el teléfono tan nervioso que casi se le resbala de las manos, busca el chat de Klaus y le manda un audio gritando:

—Código verde pistacho: ¡la vaca no puede mugir!

Por todos los santos ovinos de Baviera, ¿qué tipo de códigos son esos? 

 —¡¿Cómo que Samuel está afónico?! —exclama Klaus, haciendo aparición en el baño con el mayor de los dramatismos, porque abre la puerta con tal fuerza que casi la parte en dos—. ¿Desde cuándo cagar te deja mudo?

¡Pero qué obsesión tienen hoy con los temas escatológicos, por favor!

—Chicos, que van a empezar a llamarnos en veinte minutos —nos avisa Heidi, que está detrás de mi mejor amigo, luchando para que no se le caigan las libretas y la calculadora que carga en brazos. ¿Para qué quiere una calculadora si el examen es de Historia?

—Traje un té y unos caramelos de miel y própolis maravillosos para aclarar la voz —dice Klaus, poniéndome un termo y una bolsa de caramelos en la cara, y yo retrocedo asqueado porque no sé qué es el própolis, si un filósofo griego cabreado con el mundo o a droga postmoderna—. Tómalos. Ahora.

Niego con la cabeza pero, de pronto, tanto Annie como Adam me agarran por los brazos para impedir que me mueva, mientras Klaus desenvuelve un caramelo y se lo da a Rainer, que está agarrando el termo.

—Vamos, Müller, abre la boca, que te la voy a meter —dice este último, acercando esa grajea de composición incierta a mis labios, y Klaus lo mira primero frunciendo el ceño y después poniendo cara de asco, no sé por qué. Yo tuerzo la cara y le doy un rodillazo en la cadera que no lo mueve ni un centímetro—. Si no la abres te la meteré igualmente, así que colabora un poco.

Tras un minuto de forcejeo de lo más ridículo, termino con cinco caramelos en la boca y la cara y camisa mojadas de té, porque me han forzado a beberlo. Es ahí cuando me percato de que Emma está en la entrada del baño, sujetando a la puerta mientras nos observa con un gesto de fascinación un tanto tétrico. 

—¡Parad! —exclamo para sorpresa tanto de los presentes como mía, y los cuatro se alejan de mí mientras sueltan vítores.

—Wow, tu voz está tan ronca que parece el aullido de un wendigo.

Me llevo una mano al pecho, aliviado, pero sin obviar el nudo que siento en mi garganta; no tengo claro si ese enredo son los nervios o es mi miedo. Ellos no parecen percatarse de mi estado de ánimo, así que los sigo hasta fuera del baño intentando disimularlo lo más posible. Vamos, Samuel, ¿qué te pasa? Es solo un estúpido examen. Levanto la vista y me encuentro, a lo lejos, a un montón de alumnos esperando frente a sus respectivas aulas de examinación, por lo que me urge la necesidad de salir huyendo hasta que, cuando estoy a punto de hacerlo, la mano de Rainer se posa en mi cabeza, firme y protectora, marcando mi dirección.

—Oye, recuerda por qué haces esto —me alienta, acariciando mi cabello y desenredando con una presteza que me asombra los nudos de mis miedos—. Y no olvides que eres genial, ¿de acuerdo?

Cuando se aleja de mí, suspiro y contengo una sonrisa. Sí, es verdad; hago esto por mí, porque decidí que, una vez dejada atrás la niñez, me gustaría plasmar de alguna forma la admiración que siento por el torpe trabajo de una mujer que intentó ayudarme a su manera. Quiero devolverle al mundo lo que hiciste por mí, Gestalt, y los miedos serán los únicos que me impedirán agradecerle algo a esta vida, así que tengo que deshacerme de ellos con la misma facilidad con la que una simple caricia se deshace de los miedos que detienen la vida y dejan correr el tiempo sin ningún valor. Porque el único corredor debe ser uno mismo.

Me apresuro para alcanzar a Klaus, pero antes de eso paso al lado de Rainer y le devuelvo sus gestos: le revuelvo el pelo como forma de darle ánimo y él me lo agradece con una sonrisa. Porque nadie en esta vida corre solo, todos cargamos un testigo. 

°°°

 Me encuentro en casa de Rainer, más específicamente en su salón, viendo una película con él. ¿Sharknado? No, ni por asomo; esta vez no hay tiburones voladores antropófagos, ni hormigas asesinas o pulpos gigantes que escupen fuego contra los asiáticos que se los intentan comer. Como he sido yo quien ha elegido la cinta, estamos viendo una producción japonesa de terror con las luces apagadas y una buena cantidad de comida basura. Yo estoy tumbado en el sofá, con la cabeza apoyada en las piernas de Rainer mientras este, sentado, se abraza a su bote de palomitas, intentando ocultar el miedo que tiene. Me hace tanta gracia lo asustadizo que es, que ha transformado esta película de terror en una de comedia.

De pronto, suena mi teléfono y él da un respingo en el sofá, provocando que parte de sus palomitas acaben esparcidas por el suelo. Reviso el terminal y me encuentro con un montón de mensajes de mi mejor amigo.

—No sé por qué estamos viendo esta cosa —se queja Rainer, apartando la mirada del televisor cuando hay una escena de excesiva sangre—. Te dije que viésemos Tu madre se ha comido a mi perro.

—Con ese título es imposible esperarse nada decente —bufo—. Por cierto, ya están las notas finales del Abitur. —Reviso a toda velocidad la página donde están colgadas las calificaciones y, cuando encuentro mi nombre, me llevo la mano a la boca para ocultar una sonrisa que termino disimulando con un carraspeo—. He sacado un 1.1 de media —digo, y él me muestra el dedo pulgar como forma de felicitarme—. ¿Quieres que vea tus notas?

—Mi contraseña es Sharknado es una reina, todo junto.

Pongo la clave para acceder a sus notas mientras observo de reojo como su prima cruza la sala en dirección a la cocina, con la gata en brazos. Espera, ¿qué demonios? ¿Le ha puesto una toalla como vestido? De pronto se detiene a mitad de camino, deja caer al animal y da una coz en el suelo, enfadada. En fin, cosas de niños.

—Qué obvio, sacaste lo mismo que yo.

—¡Genial! —exclama, con una sonrisa de satisfacción bastante notoria incluso con esta oscuridad. El caso es que, cuando me percato de que no va a decir nada más respecto al tema, le mantengo la mirada, algo contrariado—. ¿Qué pasa?

—Oh, nada.

Y él, tras unos segundos pensando, se echa a reír.

—Aw, quieres que te felicite por tu nota, ¿verdad?

—No, qué va —digo al momento. Rainer deja el bote de palomitas en el suelo y se dispone a besarme, cuando yo lo aparto poniéndole una mano en la cara—. No necesito que me feliciten por ser un genio. De hecho, mis padres nunca lo han hecho porque dicen que mi deber es sacar buenas notas. Además, tanto mis amigos como los profesores están muy acostumbrados a mis resultados, así que tampoco me dicen nada nunca —le explico, percatándome mientras hablo de que en cierta forma me molesta que ignoren mi esfuerzo.

—Oye, no juzgaré si tus padres llevan o no razón, ¿pero cómo te vas a motivar a seguir haciendo las cosas bien si nadie tiene en cuenta tu esfuerzo? —me pregunta, acertando con mis pensamientos. A veces siento como si leyese mi mente. Sin embargo, me nace la necesidad de llevarle la contraria, de defender las creencias con las que he crecido. Las felicitaciones me hacen sentir infantil, incómodo y pequeño porque me educaron para responder de esa forma ante ellas. El problema es que, en el fondo, siempre espero, al menos, un cumplido.

—Ya no soy un niño, no necesito que me aplaudan por cada logro como si fuese un mono de feria. Me esfuerzo porque sé que es lo mejor para mi futuro.

Rainer mira al frente y niega con la cabeza.

—A veces no llega con saber que lo hacemos por nosotros mismos, necesitamos motivaciones externas. ¿Verdad que estás más contento ahora que te he felicitado?

—Puede —murmuro, sin querer darle la razón que en verdad tiene, porque en el fondo me hace feliz saber que puedo contar con alguien que se alegra por mis logros. Entonces, se me viene a la mente un detalle—. Eso me recuerda a algo que leí el otro día: ¿sabías que tenemos como un circuito en el cerebro?

—¿Uno de coches?

—No —me río—, sino un circuito de recompensa que es imprescindible porque nos motiva a realizar cualquier acción que permita nuestra supervivencia. Gracias a él sentimos placer y satisfacción cuando comemos, bebemos, tenemos sexo o hacemos algo tan simple como charlar con amigos. Supongo que también es el que nos motiva cuando alguien nos felicita por nuestros logros. Es un tema bastante curioso —le explico, pero me detengo al percatarme de que me está mirando con una sonrisa—. ¿Qué pasa?

—¿Me has dado la razón mediante la teoría? —Niego con rapidez y él suela una carcajada—. ¿Y dices que no eres como un niño? —se burla, abrazándome mientras aparta con una mano a su prima, que intenta subirse al sofá para unirse al abrazo—. Hablas tan emocionado como uno, eres adorable, ¿lo sabías? Felicidades por tu esfuerzo y por tus avances, Müllerchen.

Apoyo la cabeza en su pecho y dejo pasar los segundos mientras pienso en la agradable sensación que me produce su apoyo, porque me siento muy orgulloso de mí mismo por haber vencido mis miedos y haber dado lo mejor de mí mismo; de nuevo, el poder que tienen las palabras en el cerebro me resulta tan sorprendente, ya que estoy sonriendo demasiado en este momento.

¡Ja! Ahora el puberto este se cree que me conoce porque quiere estudiarme. ¡Deja de teorizar y dame más dopamina!

—Samuel, como sabes, me voy en una semana, el viernes por la mañana —suelta de pronto, con una repentina seriedad, borrándome la sonrisa de golpe. Me separo de él y lo miro entrecerrando los ojos; puñetero poder de las palabras—. Ese martes quiero pasar el día entero con Hugo, Sonnie y unos amigos. Y el jueves me gustaría estar solo. No te importa, ¿verdad?

—Obvio que no —respondo al momento, todavía contrariado por su repentino acto de sinceridad.

—Pero el día que queda en medio, el miércoles, me gustaría pasarlo contigo, así que no hagas planes de ningún tipo, ¿vale?

—Oh, está bien —digo, y él vuelve la vista a la pantalla. Es, ahí, cuando mi mente empieza a trabajar a toda velocidad. Espera, espera, ¿quiere pasar un último día conmigo? ¿Entero? ¿Y qué quiere que hagamos? Ni siquiera me ha dado una idea y yo soy extremadamente torpe organizando cualquier cosa, ¿acaso espera una sorpresa? Pero cualquier cosa que haga ese día ya no será una sorpresa, ¿no? ¿Y qué se supone que se hace en ese tipo de situaciones? ¿Una fiesta? ¿Llorar a moco tendido? ¿Lo de siempre? Ay, madre, ya me estoy poniendo nervioso—. Oye, Rainer, ¿no me dices qué quieres que hagamos?

—¿Eh?

—Bueno, es que como es el último día que estaremos juntos... No sé si quieres que hagamos algo raro o especial —consigo explicarme, y a él se le dibuja una sonrisa ladina, de esas que pone cuando quiere burlarse un rato de mí. Ah, ya basta.

—¿Qué te apetece que hagamos? —inquiere de forma sugerente, inclinándose para acercar su rostro al mío, mientras mueve las cejas—. ¿Beber lejía? ¿Cazar marcianos? ¿Derrocar a Trump? O quizás... ¿Me quieres solo para ti?

—Esto... Eh... —balbuceo ante su insinuación, y tras ver cómo se ríe, vuelve a hablar:

—Iba a dedicar esa mañana a despedirme de algunas personas y me gustaría que me acompañases. Pero después quería estar es resto del día contigo, solos —me explica, serio.

—¿Qué haríamos por la tarde?

—No sé, sorpréndeme.

—¿Y a la noche?

—Uhm... ¿Qué te parece si cenamos juntos? Pero en plan serio y formal. Nunca hemos hecho algo así.

—¿Cena? ¿Así en plan romántico? —inquiero, y al momento nos imagino a ambos cenando a la luz de las velas, intentando cortar el duro estofado que nos ha cocinado Sharknado quien, vestido con un delantal y un gorro de chef, nos lee la carta de los postres con un ridículo acento francés. Bien, creo que mi mente ha volado muy lejos—. Pero si no tengo ni idea de esas cosas. Es más, Annie y yo nunca hacíamos nada de ese estilo, si pasábamos el tiempo juntos era para hablar de tonterías. La cena más romántica que tuvimos fue cuando comimos dos hamburguesas en el suelo del baño de Klaus, con Ketchup hasta en el pelo, mientras él dormía en la encimera de su cocina. —Rainer me mira frunciendo el ceño y yo decido que ya he dado demasiados detalles de esa fatídica noche—. Larga historia que es mejor que no sepas.

—Te noto un poco nervioso. —No, ¿de verdad? ¿Cómo lo notó?—. No te preocupes, es imposible que me aburra incluso si acabamos cenando en el suelo con un montón de Ketchup en el pelo. Me lo paso muy bien contigo.

—¿En serio? —pregunto, y al momento me extraño de mis palabras, ¿acaso dudo de eso?—. Olvida eso último. ¿Y qué haremos después?

Demonios, ¿por qué insisto tanto en eso?

—No sé. —Espero que haga una de sus recurrentes bromas, pero sigue callado. Entonces, carraspea y me mira con seriedad—. Miento, sí sé. Llevo un tiempo queriendo pedirte esto, pero no sé si a ti te parecerá bien.

—¿El qué?

—Verás... —Se lleva una mano a la nuca y esquiva mi mirada—. Nunca te he visto tocar el violín. ¿Lo harías para mí?

Me quedo mudo al instante; no esperaba que hiciese una petición tan sencilla y, a la vez, tan íntima para mí. Estoy seguro de que estoy sonriendo como nunca, agradecido por el hecho de que quiera ser partícipe de algo tan importante para mí como la música, dándole una relevancia, en nosotros, tan grande como lo es ella en mi vida. Así que asiento para indicarle que quiero cumplir su capricho cuando, de pronto, algo hace click en mi cabeza, y caigo en cuenta de un detalle: ni siquiera le felicité por su nota, cuando él no tiene una familia que apoye su esfuerzo. Ah, demonios, soy un idiota.

—Esto... Dime algo que te guste mucho —le pido, levantándome del sofá y cogiendo mi cartera. Él, que se mantiene sentado, posa las manos entre las piernas cruzadas y me mira con una sonrisa para después responder:

—Tú.

—Me refiero a algo que quieras comer.

—¿Tú? —Ruedo los ojos y él rectifica—: bueno, pues una tarta de chocolate con chocolate, ¡y mucho chocolate! ¿Por qué? —inquiere mientras me dirijo a la puerta principal, y él me sigue. 

Justo cuando abro la puerta, suena el timbre. Acto seguido me encuentro con unos enormes ojos azules que me escrutan como si intentasen ver más allá de mi alma, y un rostro dulce enmarcado por un cabello rubio que le confieren a la chica que tengo en frente un aspecto angelical que no se corresponde para nada con su actitud. Uf, ella otra vez no.

—Hola, ¿qué tal? —me saluda Ava, alzando al enorme gato blanco que tiene en brazos—. Espumita y yo venimos a hacerle una visita a Rainer. ¿Qué haces aquí? Quiero decir, no me importa que estés aquí, pero Rainer me dijo que íbamos a estar solos.

—Bueno, siento mucho existir—suelto sin ocultar un deje de hartazgo, y mi pareja me pellizca el brazo antes de saludarla. Auch, eso duele.

—Ava quiere que su gato tenga crías —empieza a explicarme—. Sharknado no está castrada así que...

—Así que le pedí que nuestras mascotas fuesen amigos con beneficios. ¡Con permiso! —remata ella, entrando en la casa. Justo después me da un codazo el cual no tengo claro si ha sido sin querer o un gesto intencionado. Se quita los zapatos, se da la vuelta y nos observa de arriba a abajo con cierto fastidio—. ¿Podéis dejar de estar tan pegados? Lleváis toda la semana igual. 

—Gracias, yo también me alegro de verte —bufo, y ella me mira inexpresiva.

—¿En serio?

—En absoluto.

—Ay, ¡qué borde es tu novio, Rai!

 Y se larga abrazando con fuerza a esa enorme bola de pelo obesa que bien podría ser la versión felina del director Weber, mientras Rainer me observa con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, negando con la cabeza.

—Podrías ser más amable —me murmura, y cuando se cerciora de que Ava en verdad se ha ido a otra habitación, eleva el tono—. Ya sé que mis amigos te hablaron "maravillas" de ella —dice, dibujando unas comillas en el aire con los dedos—, pero deberías olvidarte de eso.

—Comprenderás que me resulta un poco difícil hacer eso.

—Sí, ya, pero la estás juzgando en base a las opiniones de otros, no a la tuya propia. Si a todos nos persiguiese el pasado no podríamos cambiar nunca. —Abro la boca para interrumpirle y llevarle la contraria, pero él se apresura a seguir hablando para impedírmelo—. Dale una oportunidad, ha cambiado.

—No, Rainer. Además, no me cae bien.

—Por favor —insiste, poniendo una mano en la puerta para cerrarla—. Se ha quedado sin la mayoría de sus amigos, por eso viene a visitarme tanto.

—Si con eso lo que buscabas era que mejorara mi opinión de ella, pues que sepas que has conseguido todo lo contrario.

—No es lo que parece. Es que, no sé cómo explicártelo pero... —duda un momento, mira al suelo y tuerce la boca—. Por lo visto, empezó a bajar sus notas porque Janik y sus amigos eran muy absorbentes y casi no le dejaban tiempo para estudiar, así que decidió alejarse de ellos un tiempo. Como venganza, empezaron a burlarse de ella, a decir que es una tonta y una ignorante, por eso siempre se está disculpando por su forma de hablar; se siente muy insegura —me explica—. Así que decidió empezar de cero, recuperar sus viejas amistades y cambiar. No ha vuelto a mi lado por interés, solo está arrepentida. Y yo quiero facilitarle las cosas porque se siente muy sola y yo sé lo que es sentirse así.

Suspiro, sin saber muy bien qué decir. Si yo fuese Klaus, le respondería que no me importan sus tristes motivos, que lo que le está sucediendo se llama karma y se lo tiene más que merecido, porque esa chica, en un pasado demasiado cercano, fue la que se burló y dañó a otra persona de la peor de las maneras. Sin embargo, me siento como un papel en blanco en este tipo de situaciones; no sé qué respuesta escribir en mí, pero me gusta ver la tinta de nobleza con la que Rainer escribe su respuesta. Siento que aprendo mucho a su lado sobre la empatía, y eso es exactamente lo que necesito en este momento de mi vida.

—Además, no darle una oportunidad sería un acto muy hipócrita de mi parte, porque yo sí tuve a alguien que me dio una oportunidad después de haber fallado tanto —prosigue, posando una mano en el pomo de la puerta para, ahora sí, abrírmela—. Aunque, también entiendo que no quieras darle una oportunidad, tú eres tú, y yo soy yo. Perdona por insistirte.

Estoy a punto de responderle que me pensaré lo que me ha dicho, cuando la voz del señor Wolf, que acaba de llegar a casa, me interrumpe:

—Hijo, ya hice yo la compra —le avisa, entregándole una de las bolsas que carga. El chico la abre y descubre un enorme pastel de chocolate—. Hoy te dan las notas, ¿verdad? Estoy seguro de que has sacado buenas notas, así que te compré esto, ¿he acertado? —Rainer asiente con la cabeza, tan sorprendido como alegre, y el señor le da unas palmadas en la espalda—. Así me gusta. Anda, ayúdame a guardarla.

Se van a la cocina y yo me quedo en el recibidor, mirando con cierta extrañeza la cartera que tengo en la mano e iba a usar para comprarle un pastel a mi novio. Me alegra que sea su padre quien le felicite, se nota que eso lo hace feliz. Pero me pregunto si yo debería llamar a mis padres para contarles sobre mi calificación...

—Ay, qué horror, ¿quién está viendo esta película tan rara? ¡Acaban de desmembrar a un chico! —exclama Ava, interrumpiendo mis pensamientos, y yo me dirijo a la sala para quitar la cinta.

—Hola. ¿Qué haces? —le pregunto para iniciar una conversación cuando apago el televisor. La chica está sentada en el sofá, y se ha apropiado del bote de palomitas que había en el suelo. Como respuesta, me muestra la portada de la revista que está leyendo como si le diese demasiada pereza hablar; vaya, es de deporte—. ¿Ya sabes qué carrera vas a estudiar?

—Prefiero no pensar en eso. Suspendí tantas materias que voy a repetir curso —me aclara sin ni siquiera mirarme. Como tiene la mejilla apoyada en el puño, el gesto que pone al hablar me resulta de lo más simpático. Yo me quedo en silencio, y a ella le nace la imperiosa necesidad de explicarse—. Pero soy bastante lista, así que aprovecharé que repito para asentar conocimientos. Después... Supongo que me dedicaré a algo relacionado con el deporte. No sé. 

—Ah, genial. ¿Y Espumoso?

—Espumita —me corrige, de nuevo con cierto desdén—. Está en el baño con Sharknado, aunque no sé si se están matando a arañazos o están fornicando, ¿oyes algún grito? —Niego con la cabeza y ella esboza una sonrisa, mientras pasa de página. Madre mía, qué chica tan pintoresca—. Pues entonces se están dando amor. Por cierto, Rainer me contó que hacías atletismo.

—Sí, pero lo dejé hace bastante tiempo. Ahora solo corro para no perder el hábito.

—Uhm, ya veo —murmura, y empieza a canturrear mientras hojea la revista. A cada movimiento que hago, ella me observa de reojo, aumentando mi incomodidad. Estoy a punto de preguntarle qué quiere, cuando corta mis palabras—. Podríamos correr juntos —sugiere, coge un boli que está encima de la mesa, arranca un trozo de papel, escribe en él y, cuando termina, me lo entrega—. Ten, mi número. Si un día quieres compañía, llámame. —Me mira seria, analizando cada uno de mis gestos. Cuando le sonrío como forma de aceptación, ella me devuelve la sonrisa, sincera, alegre y, sin duda, la más bonita de todas las que le he visto desde que la conozco. Quizás no sea tan mala idea darle una oportunidad a esta chica—. Será divertido, ¡ya verás! Rai dice que eres muy rápido, pero seguro que no tanto como yo.

—Discrepo —me burlo, y ella me mira achinando los ojos. Rainer pasa a nuestro lado cargando varios paquetes de papel higiénico y, cuando se percata de que Ava y yo estamos hablando de forma amistosa, me guiña el ojo como agradecimiento—. Madre mía, ¿necesitas tanto papel para ir al baño?

—No, idiota, es que cuando los guarda mi padre se vuelven armas mortales.

—¡Espera! Te acompaño al baño, que interrumpir kikis gatunos es peligroso —exclama la chica, saliendo de la sala para seguirle.

Miro con cierto fastidio todas las palomitas que hay tiradas en el suelo, y justo cuando decido ordenar un poco la estancia, me interrumpe una voz:

—Eh, chico, ¿puedo charlar contigo un momento? —me llama el señor Wolf, y yo me tenso—. Samuel, ven aquí, por favor.

Suspiro y camino hasta la cocina, con la vista todavía puesta en mi cartera. Entonces, me percato de que por una de las ranuras de las tarjetas asoma la esquina de un papel de cuya existencia me había olvidado. Por culpa de este detalle, noto un regusto amargo. Alzo la vista y me encuentro con la espalda del padre de Rainer, que está ocupado guardando fruta en un armario. 

—¿Qué tal las notas? —me pregunta, dejándome perplejo—. ¿Te ha ido bien?

—Oh, sí. De hecho he sacado lo mismo que su hijo. 

Me llevo una mano a la nuca y esquivo su mirada al notar que se ha dado la vuelta para mirarme con una sonrisa de satisfacción que no entiendo.

—Eso está muy bien, me alegro mucho por ti. 

—Gracias... 

—¿Quién sabe? Es posible que esta sea la última vez que nos veamos.

—Lo sé.

—¿Sabes? Estoy seguro de que te irá muy bien en la vida. Porque a las buenas personas siempre les va bien. —Lo contemplo con la boca ligeramente abierta mientras él camina hacia mí. Cuando llega a mi altura, apoya una mano en mi hombro y me dedica una sonrisa desgastada para nada acorde con su edad—. Gracias por todo. 

—Está bien, no tiene que agradecerme nada —murmuro, sacando el papel de la cartera, no sin antes vigilar que Rainer no está cerca—. Disculpe, quería hablar con usted de algo. 

—¿El qué? —inquiere, enarcando una ceja. Quizás ha notado lo asustado que estoy por hablar de este tema—. ¿Qué pasa? Te has puesto muy serio. ¿Acaso...? —No le da tiempo a terminar la frase, porque extiendo el brazo para entregarle el papel—. ¿Qué es esto?

—Son las últimas palabras de Farah. 

Como supuse que sucedería, el hombre desdobla con rapidez la nota de suicidio que dejó su hija, la lee para sí mismo y se le contorsiona el gesto en una mueca de dolor que me provoca una punzada en el pecho. Se le anegan los ojos en lágrimas y deja escapar un largo suspiro. Observar la letra de su hija, leer el te quiero que tantas veces le quiso decir a ella ha causado en él una repentina tristeza que lo ha dejado paralizado. Tras varios segundos donde solo escucho el sonido de las agujas del reloj, me vuelve a hablar, con la voz débil y quebrada:

—¿Qué hacías tú con esto?

—Me lo dio Rainer. —Quisiera terminar con esta charla, pero su gesto de duda me obliga a continuar—. Él me dijo que se la encontró en la habitación de Farah y la guardó. Que nunca se la enseñó a usted porque le consolaba pensar que ese último te quiero iba dirigido a él y no a otra persona. Cuando decidió despedirse de su hermana, me la dio y me pidió que la tirara. Pero yo no pude hacerlo, no me vi con el derecho de decidir sobre el destino de las palabras de otra persona, mucho menos cuando esa persona ya no está, por eso le entrego la nota, y por favor, no le cuente a su hijo nada sobre esto.

Es ahí cuando el señor Wolf vuelve a hacer otro acto predecible: aprieta con fuerza la nota, se sienta en una silla, se lleva las manos a la cara y empieza a llorar en bajo, quizás con el único propósito de que no le escuche su hijo. Al final no he sido yo quien ha decidido el destino de las últimas palabras de su hija, sino sus lágrimas, que mojan el papel emborronando aquel último te quiero

—Muchas gracias —murmura entre balbuceos, para mi sorpresa. 

Y yo me quedo en silencio, esperando a que se tranquilice mientras pienso en lo valiosas que son las últimas palabras que te dedica una persona. Son, quizás, el recuerdo más vívido, maleable e interpretable con el que podemos definir y concretar la existencia de una persona que llegó a nuestro mundo para dejar una huella en él.

°°° 

Me encuentro sentado en el autobús, con las manos tras la cabeza. Tanto mi mente como mi boca están ocupadas pensando en una de las piruletas que me compré hace un rato. Diablos, está casi tan buena como las que me daba Gestalt. Uf, creo que moriré sin saber de qué marca eran, o de qué estaban hechas. Lástima.

Miro de reojo a Rainer; a pesar de ser aún las once de la mañana, está cabeceando, luchando para no quedarse dormido. En un momento dado, decide rendirse, apoya la cabeza en mi hombro y cierra los ojos. El señor que está sentado a nuestra izquierda, que debe rondar los sesenta años, niega con la cabeza y tuerce la boca al vernos. Yo decido no prestarle atención.

—Rainer, ¿te has quedado dormido? —le pregunto, y él me responde con una especie de gruñido. Me mira, me quita la piruleta y se la mete en la boca—. Iugh, qué asco, eso tiene mis babas.

—No parece que te preocupe mucho eso cuando estamos solos.

Pues mira, lleva razón.

—Supongo que ha sido duro despedirte de tu abuela, ¿no?

—Lo duro fue verte escondido detrás de mí, y todo porque ella llevaba una gallina en brazos.

—¡Eh! Esas aves son monstruos que merecen estar en el horno, ¿vale? —me defiendo, y él me mira con burla—. Tú no viste con qué cara me miraba esa, se notaba que quería destrozarme a picotazos.

—¿Le has llamado "esa" a la Señora Tweedy? Agradece que mi abu no te ha escuchado, porque habrías acabado con una espumadera en el pelo —me advierte, achinando los ojos—. Y bueno, no creo que la eche tanto de menos, ha aprendido a hacer videollamadas. Ayer por la noche hablamos y estuvo más entretenida poniéndose filtros que haciéndome caso —me explica, volviendo a meterse la piruleta en la boca—. Oie, ¿y us aguelos? Nunca gue has haglado e ellos.

—Porque casi no los conozco. Mis abuelos paternos solo nos visitan en fiestas, aunque estos últimos años los estamos visitando nosotros a ellos porque ya están bastante mayores. Mis abuelos maternos son otra historia; ella falleció hace unos años, y él decidió pasar el tiempo que le quedaba en Francia. No se lleva bien con mi madre, y tampoco tiene interés en hablar con sus nietos, solo con Sylvia porque según él, es la nieta ideal... —le explico, con la mirada perdida en el cristal que tengo al lado. Aprieto el pulgar en la palma de la mano contraria, y empiezo a pensar en que, de alguna forma, me ha dolido el desprecio que nos mostraba tanto a mí como a mis padres mi abuelo—. Se fue, y ni siquiera se despidió por si acaso era la última vez que lo veíamos. Fue tan frío. Creo que por eso me da un poco de envidia la relación que tienes con tu abuela. —Miro a mi acompañante y noto que me observa inmutable—. ¿Qué pasa?

—¿Crees que hizo mal por no despedirse de su familia a pesar de estar peleados?

—Claro que sí. A pesar de todo, es tu sangre.

Parece que mis palabras funcionan como un resorte para él, porque se levanta de golpe y le da al botón de parada del autobús. Cuando este se detiene, se baja como obcecado hacia su siguiente objetivo. Como lo desconozco, lo sigo.

—Tienes razón, eso fue muy egoísta, hay momentos donde hay que dejar los rencores, así que voy a despedirme de mi madre —me explica, mientras esquivamos a varios transeúntes en una acera demasiado abarrotada a estas horas de la mañana. Ahí me posiciono; estamos a dos calles de distancia de donde ella trabaja. Oh, demonios, ¿habla en serio?

—No creo que sea necesario —le digo agarrándole del brazo, pero mi cuidado causa que no necesite más que un leve movimiento para soltarse—. ¡Espera! No es una buena idea.

—¿Por qué no? No puedo irme sin despedirme como hicieron ella o tu abuelo —me explica son una sonrisa, tan dispuesto y enérgico, que me veo incapaz de llevarle la contraria. Entonces, sujeta mi muñeca y me lleva con él—. Es más, te vienes conmigo, quiero presentarte.

Ahí está, bienintencionado como un niño, torpe pero ansioso. Ansioso por acercarse a la definición de buena persona que él mismo concibió con el paso de los años. Ansioso de alejarse de los errores que cometen de las personas que lo rodean. Sin embargo, actuar de forma correcta no siempre significa actuar de la manera acertada. Sé que esto es un error, que esto no saldrá bien, pero también sé que no puedo detenerlo porque no es mi deber, sino el de la vida. Así que resoplo y acepto que me arrastre hacia esa cafetería, mientras dejamos atrás a un mar de desconocidos que caminan, su mayoría, en dirección contraria a la nuestra. Siento como si fuésemos contra la corriente de un río y, por un momento, pienso que quizás él no los ve como personas, sino como los errores que uno deja atrás, conformando el desordenado paisaje de nuestras experiencias.

Se detiene frente al establecimiento y abre la puerta con una determinación que desaparece cuando suena la campana que está sobre nuestras cabezas, esa que advierte de la entrada de un nuevo cliente. Me suelta la muñeca y caminamos hacia la barra. Nuestros ojos tardan poco tiempo en acostumbrarse al ambiente mortecino que contrasta con la claridad del exterior. Lo lúgubre que es el lugar, sumado al decorado de colores sepias y apagados, al olor a café mañanero y a las conversaciones como murmullos, me recuerdan a una instantánea antigua. Me recuerdan al pasado.

—Buenos días —dice la señora que está tras la barra, la cual mantiene la vista gacha, entretenida guardando el cambio de un cliente en la caja registradora—. ¿Qué quieren...? —Se queda callada, porque sus ojos azules se acaban de encontrar con los de Rainer. Pocas veces me he cruzado con esa mirada, pero juro que es absorbente, como dos lagos claros de puro desahogo en una tierra hermética. Es como si brillasen por cuenta propia, pero sin fuerza, llamándote a que seas tú quien potencie su brillo. Sé describirla porque es la misma mirada que la de su hijo—. ¿Rainer? ¿Qué haces aquí?

—Quería hablar contigo.

—No es el momento, ni el lugar. Es más, pensé que ya no nos hablábamos —le espeta ella, con un tono bajo para que los clientes no la escuchen. Sabía que esto no iría bien.

—Ya lo sé, pero es que pasado mañana me mudo —le explica, nervioso—, me voy a vivir a Noruega con papá.

—Muy bien.

La respuesta de la mujer es tan escueta y desinteresada que por un momento me cuesta creer que lo que transmite sea sincero. El problema es que, como soy un mero espectador, no es mi impresión la que importa sino la del aludido, que parece desesperarse a medida que pasan los segundos.

—Así que venía a despedirme de ti porque supongo que esta será la última vez que nos veamos —prosigue Rainer, y como la mujer ni siquiera le mira, opta por hablar de nuevo—. Ruwa viene con nosotros, quieren casarse.

Podría preguntarme por qué ha dicho eso, pero la respuesta es simple: parece que era la única forma de captar la atención de la mujer, y vaya si lo ha conseguido, porque ahora lo mira con rabia.

—Ya estaban tardando. Demasiado, diría yo. Al fin se ha conseguido la sustituta que tanto quería, ¿eh? Una mejor versión de mí, una que no le dé tantos problemas —suelta ella, con el tono de voz más elevado y duro. Y ahora es Rainer quien esquiva su mirada y la posa en la barra—. ¿Qué pasa? ¿Tu padre te ha mandado de mensajero? ¿Quiere mis bendiciones? Pues aquí las tienes: que lo pasen muy bien juntos.

—Papá ni siquiera sabe que volviste —le aclara, con la voz temblorosa—. Podrías decirme algo a mí, porque el tema es conmigo, no con él —insiste, señalándose, pero la mujer lo sigue ignorando—. Mamá, que no volverás a verme, joder.

—Mejor, te pareces a él —suelta, con un veneno que prefiero ignorar. Voy a llamar la atención de Rainer para que nos vayamos, pero a él le detienen las esperanzas, así que la mujer vuelve a arremeter contra su hijo—. ¿No es un poco irónico que vengas a despedirte de aquello por lo que te vas? 

—Mamá, ¿por qué me atacas?

—No me llames como la llamarás a ella —le recrimina. Acto seguido, dirige su mirada a mí—. ¿Y él quién es? ¿Por qué tratas temas personales delante de un desconocido? Qué maleducado. —Espera de brazos cruzados a que le dé una respuesta. Sin embargo, tras unos segundos de silencio, su mirada dura torna a una de extrañeza y vuelve a insistir—: Rainer, ¿quién es este chico?

—Él es mi... —se queda mudo cuando ella abre mucho los ojos, después rectifica y termina—: nadie.

La mujer cierra la caja registradora y da un paso hacia atrás. Es ahí cuando percibo la respiración entrecortada de mi pareja, que tiene la vista fija en el vientre plano de su madre. En ese mismo instante, yo también caigo en cuenta de un extraño detalle.

—Mamá... —murmura, llevándose una mano a la frente—. ¿Qué le pasó a la barriga? ¿No estabas embarazada? —La señora se tapa la zona con ambos brazos y tuerce la cara. Le tiemblan los labios y por un segundo creo que va a echarse a llorar—. ¿Acaso lo perdiste? ¿Por qué? —Silencio—. ¿Estás bien?

Es esa pregunta la que parece traerla de vuelta a la realidad. Aprieta los puños, da un paso hacia delante y con la mirada llena de rabia, abre la boca deduzco que dispuesta a gritarnos que nos vayamos. Entonces, un hombre sale de la cocina, se posiciona a su lado y le acaricia la mejilla para llamar su atención. Ella se queda en silencio, inmóvil como una piedra y sin ningún tipo de expresión en el rostro.

—Baasima, ¿qué pasa? —le pregunta con un tono serio pero cercano—. ¿Quiénes son estos chicos?

—Nadie —dice ella tras posar sus ojos de nuevo en mí, para después dedicarle una sonrisa al señor, quizás como forma de despreocuparlo—. Solo venían a preguntar una dirección. Ya se iban, ¿verdad que sí? —Nosotros asentimos y damos la vuelta para salir de la cafetería. Y es, cuando cruzamos la puerta hacia un exterior más alegre y cálido, que la escuchamos por última vez decir—: ¡buena suerte en tu búsqueda!

Y la puerta se cierra.

Rainer camina con la mirada gacha y sin dirección fija. Yo observo desde la distancia cómo se  comporta; ya lo conozco lo suficientemente bien como para saber que intenta controlar su rabia con una actitud sosegada, que busca ordenar sus pensamientos y comprender el principio universal inherente a su existencia de que las acciones correctas no siempre desembocan en resultados positivos, que un buen acto solo concluirá con una buena respuesta cuando su destino también lo sea. 

Abrumado, se mete en un callejón y decide descargar toda su rabia dándole una patada a una papelera.

—Rainer, ¿estás bien?

—Claro, por supuesto que estoy bien a pesar de que, no sé, de que ya no está embarazada. ¿Viste cómo le sonreía a ese hombre? Parece feliz, muy feliz, eso es lo importante para mí —dice, apretando los puños—. Y aún así ni siquiera le importó despreciarme de nuevo. Dios, no sé por qué pienso que si cambio, la gente cambiará conmigo. ¡Es mentira! —exclama, dándole otra patada a la papelera—. Pobre recoge mierdas, ¿qué culpa tiene? —Y le da una tercera patada.

Le agarro de los brazos para impedir que agreda por cuarta vez a una papelera que no le ha hecho nada, cuando un perro pasa a todo correr por nuestro lado en dirección a la calle. Acto seguido, una voz nos interrumpe.

—¡Eh! ¡Habéis asustado a ese perro! —nos grita Adler, que acaba de salir de una de las calles estrechas que conecta con el callejón en el cual nos encontramos nosotros—. Me costó días conseguir que confiara en mí y ahora tengo que volver a empezar desde cero. —Tira de mala gana una bolsa blanca en el interior de su mochila y emite un gruñido. Se dirige a nosotros con un gesto duro del que no estoy nada acostumbrado, pero se le suaviza al ver a Rainer—. ¿Qué pasa? ¿He interrumpido alguna pelea?

—No —aclaro, soltando a mi pareja de los brazos para que no dar una impresión equivocada—. No te importa.

—Oye, no te pregunté con mala intención —me espeta. Ahí me percato de que, por culpa de los nervios, le he hablado en mal tono—. Qué irascible. ¿Qué te pasa?

—Una máquina expendedora le tragó su billete de cincuenta —le dice Rainer, mientras me revuelve el pelo como si fuera un niño pequeño. Qué mentiroso, además, las máquinas no aceptan billetes de tanto valor, duh—. Menuda coincidencia que nos hayamos encontrado, pasado mañana me voy y quería despedirme de ti.

Nuestro compañero se recoloca el gorro en la cabeza, agacha la mirada y frunce la boca.

—Pensé que no lo harías —murmura, detalle que descoloca a Rainer.

—¿Y no te pareció raro que no lo hiciera?

—No, pensé que era lo normal —concluye, de nuevo con ese tono apagado al que estoy más que acostumbrado—. Bueno, pásalo bien en Noruega, Rainer. Tengo prisa, me voy a casa.

—Te acompañamos —dice Rainer, llevándome a rastras con él. Yo me dejo llevar mientras miro asqueado al cielo. Mi sino en esta vida es no tener un día tranquilo—. No entiendo por qué pensaste eso.

—Solo te he causado problemas, o te he quitado tiempo. En cambio tú me das mucho sin recibir nada a cambio, debe ser un alivio librarse de alguien como yo —le responde. Rainer frena en seco y me suelta. De reojo puedo observar que ese comentario, de alguna forma, le ha dolido.

—¡Oh, vamos! ¿Me estás de broma? —exclama, mostrando lo irritado que está—. Me he esforzado mucho para que te sientas cómodo a mi lado, no me digas eso, me haces sentir como si mi esfuerzo no hubiese servido para nada.

Adler, que está ya a varios metros de distancia, se detiene, gira la cabeza para vernos y suspira.

—Sí sirvió, lo siento.

—Bien, entonces vas a dejar que te acompañemos a casa, ¡y vas a aceptar mi jodida despedida!

No sé si ha sido gracias al tono increíblemente autoritario y convincente que tiene Rainer cuando se enfada, pero Adler acepta sin rechistar y camina hacia nosotros como un cachorro asustado que esconde el rabo entre las piernas. Los tres nos mantenemos durante al menos diez minutos caminando por la calle en completo silencio, nuestro compañero mirando al cielo con los brazos tras la cabeza, Rainer con las manos en los bolsillos y una piruleta que acaba de robarme en la boca. Yo, por mi parte, rezo para que alguien rompa este incómodo silencio, cuando el cielo me castiga por mi pereza al no ser yo quien intente hacerlo:

—¿Sabéis qué? —empieza a hablar de pronto nuestro compañero, con un tono ladino que capta al momento nuestra atención—. Yo sabía que os gustabais desde mucho antes de que nos lo contase Maud.

—¿Qué? —soltamos Rainer y yo a la vez.

—Je, erais muy obvios. ¿Recuerdas que algunos domingos tu novio y yo quedábamos para que me ayudase en el comedor social donde trabajaba? —inquiere, dirigiéndose a mí, mientras Rainer intenta taparle la boca en vano, porque yo le agarro por los brazos para detenerlo. Prosigue, prosigue, que esto me interesa mucho—. Desde antes de Navidades, muchas de las conversaciones que teníamos terminaban en ti y él sieeempre sonreía como un bobo cuando eso pasaba.

—Eso no es verdad, ¡de hecho es mentira! —exclama Rainer, dando una coz en el suelo, todo nervioso.

—Jamás vi a alguien ocultar tan mal sus sentimientos —prosigue Adler, incidiendo en la vergüenza de mi novio.

—¡No le hagas caso, Müller, yo no decía nada!

—Porque tu problema no era lo que decías, sino como sonreías al decirlo —le explica con cierto retintín, y ahora se dirige a mí—. Cuando estuvisteis peleados, a principios de año, él estaba súper decaído, pero aun así, cuando le hablaba de ti, volvía a sonreír como un idiota.

—Bueno, cada uno sonríe como lo que es —intervengo intentando ocultar una risa, porque Rainer se lleva las manos al pecho, ofendido y traicionado.

—¿Por qué dices todo eso? ¿Solo quieres avergonzarme o qué? —Adler asiente con la cabeza y mi pareja lo mira con la boca abierta—. Pequeño cabroncete.

—Lo que te quiero decir con todo esto es que... Gracias por ser tan claro conmigo tanto en tu forma de ser, como en tus sentimientos e intenciones. Necesitaba personas así en mi vida. Por eso mismo fui capaz de tomar en serio tus consejos, porque no sentía maldad en ti —nos dice justo cuando llegamos a un parque, y ambos nos detenemos y nos miramos, sorprendidos por ese arranque de sinceridad.

Rainer lo mira con cariño, feliz porque su presencia y buenas palabras han borrado su desánimo en un día tan difícil para él. Se dispone a darle las gracias cuando algo le interrumpe: unos niños de no más de ocho años juegan a pasarse una mochila entre ellos. Uno, el más bajito, intenta alcanzarla a saltos, sin éxito. Pensaría que se están divirtiendo, pero su gesto de frustración me dice que él debe ser el único que no lo hace.

—Devuélveme la mochila, devuélvemela —insiste el niño, echándose a llorar. Adler, que está a unos metros a la derecha de ellos, se detiene a observarlos, con un gesto inmutable.

Estoy a punto de dar un paso hacia delante para intervenir, cuando Rainer avanza decidido y coge la mochila en el aire, justo en pleno lanzamiento.

—¿Por qué se la habéis quitado? —les interroga mientras se agacha para quedar a la altura de los niños. Acto seguido, le entrega la mochila a su dueño.

—Estábamos jugando —responde uno de ellos, el que parecía llevar la voz cantante en ese supuesto juego. Mi pareja lo mira levantando una ceja, incrédulo, así que otro chico se apresura a intervenir.

—¡Sí! No estábamos haciendo nada malo, ¡él es nuestro amigo! 

Escucho, a mi espalda, unos pasos y unas risas alegres aproximándose hacia mí. Me giro y descubro que Axel y su amigo Jan corren a toda velocidad hacia donde me encuentro, inclinados hacia delante pero con los brazos extendidos hacia atrás. Qué postura tan rara. Cuando llegan, se abrazan a mis piernas y empiezan a hacerme preguntas a toda prisa que no logro entender; sin embargo, enmudecen al percatarse de que hay un niño llorando. Parecen preocupados por él, así que yo opto por acariciarles el cabello. Rainer, que por un momento se ha quedado mirándonos, vuelve a prestarle atención a los críos.

—Esa broma hizo llorar a vuestro amigo, y hacer llorar a los demás no es de niños guays.

Espera, ¿ha dicho lo que creo que ha dicho? ¿Está utilizando las mismas palabras que usé yo con Jan y sus compañeros hace tantos meses? No le doy más vueltas al asunto, porque el amigo de Axel, que parece sentirse aludido, da un paso hacia delante, levanta el brazo y señala a los niños con el dedo índice enhiesto.

—¡Es cierto! Los niños guays juegan con todo el mundo y son muy divertidos, por eso yo soy guay. ¿Verdad que sí, Samuel? —me pregunta, con una sonrisa genuina que me contagia, y yo afirmo con la cabeza. Axel y él se acercan al niño del que se estaban burlando y lo agarran, cada uno, de una mano—. No te preocupes, mi amigo y yo jugaremos contigo. ¿Quién se viene con nosotros? Tengo una pelota en mi mochila —ofrece, señalando con el pulgar su espalda.

Jan le da la pelota a Rainer y todos los niños se acercan a él dando saltos, todos salvo el que capitaneaba las burlas, que da una patada al suelo, con cara de fastidio.

—Iros si queréis, pardillos.

—Hey, ¿no vienes? —le inquiere mi pareja—. Lo divertido es jugar entre todos.

—¡Sí! O nos divertimos todos o no se divierte nadie —exclama Axel, algo inseguro de sus palabras. Adorable. Ojalá estuviese aquí Annie para ver el carácter que está sacando su hermano.

—Así me gusta —le apremia Rainer, dándole un par de golpecitos en la cabeza. Acto seguido, coge la pelota con una mano y la hace girar sobre la punta de su dedo índice, dejando a todos los niños maravillados. Tuerce la cabeza hacia donde estoy yo y me dedica una sonrisa que siento que ilumina todo su rostro, llenando mi pecho. Es como si me abrazase con ese gesto. Se ve tan lindo cuando parece feliz... Espera, espera, ¿qué diablos acabo de pensar?—. ¡Niño Nike, mueve el culo hasta aquí y juega con nosotros!

Yo no respondo, solo me froto la frente mientras clavo la vista en el suelo. Madre mía, ¿por qué este chico me hace sentir así?

No sé, pero hace muchas fases REM que dejé de soñar con que te conviertas en un macho de pecho peludo.

Rainer se acerca a mí y me agarra de la mano para llevarme junto a los niños, cuando el que se quedó solo nos mira con un gesto de desagrado que no nos pasa desapercibido.

—¿Por qué vais cogidos de la mano? ¿Sois gais o algo así? Iugh.

—¡No se dice gay se dice guay! Aprende a hablar —se queja Jan, que ha entendido, por la actitud del crío, que la palabra "gay" es un insulto—. Además, ¿qué te importa? Te toca ser portero por poner cara de asco.

—Sí me importa, es asqueroso. ¡Ellos lo son! —grita el niño, señalándonos.

—¿Ah, sí? Pues... ¡Pues Axel y yo también somos gays! —suelta Jan, agarrando de la mano a Axel, y este último afirma moviendo la cabeza efusivamente. Yo casi me atraganto con mi propia saliva intentando aguantar una carcajada. Jan tira de mi camiseta para captar mi atención y habla—: oye, ¿qué es gay?

Juro que quiero proteger la inocencia de este niño.

—Uhm... Bueno, ¿cómo te lo explico? —empieza Rainer, rascándose la mejilla mientras mira a un lado—. Gay es un chico al que le gusta otro chico.

—Entiendo... Pues a mí me gusta Axel, es muy simpático.

—No me refiero al gustar de amistad, sino al de las películas, ¿entiendes? —pregunta, y el chico niega con la cabeza—. ¿Alguna vez has visto una película donde un chico quiere mucho a una chica?

—¿Y le da besos y le dice que se quiere casar con ella? —Asiente y el niño da un salto—. ¡A mi papá le encantan esas pelis!

—Ajá. Pues a veces son dos chicos los que se quieren y se besan.

—Así que eso es ser gay... —murmura, soltando la mano de Axel. Durante unos segundos, puedo notar como Jan enfrenta una batalla interior por intentar discernir lo que está bien y lo que está mal en todo lo que acaba de escuchar, y su ceño se frunce de manera directamente proporcional a la intensidad de esa lucha interna, hasta que, de pronto, se echa a reír y corre hacia uno de los bancos que tiene el parque—. ¡Me importa un comino si sois o no sois gays, los chicos guays juegan con todo el mundo porque todo el mundo es igual!

Todos corren hacia donde se encuentra el amigo de Axel. Mientras transforman dos bancos en porterías improvisadas y forman los equipos, yo miro de reojo al niño que capitaneaba las burlas, que observa el suelo con cierto fastidio. Tras unos segundos intentando formar un agujero en la tierra con el pie, suspira y sale corriendo hacia donde se encuentran sus amigos.

—¡Eh! Esperadme, ¡yo también quiero ser un niño guay!

Yo me uno a ellos, pensando en lo inocentes que son los niños y la bondad que irradian. En que, si les enseñásemos a entender el poder que tienen las palabras y los actos en la felicidad propia y la ajena, podríamos hacer de este un lugar mucho mejor donde vivir. Así, cuando nosotros mismos nos olvidemos de nuestros valores, los tendremos a ellos para devolvernos las enseñanzas, porque esa inocencia tiene tanto que contarnos.

Vuelvo la vista atrás por última vez para observar a Adler, quien está sentado en un banco de piedra, manteniendo la distancia con nosotros. Le hago una seña con la mano para que se una a nosotros, pero su gesto arisco me explica que no debo insistir más, que él nunca ha querido ser parte de ese mundo idílico donde se lucha por la sonrisa de todos. Supongo que no todas las personas piensan como yo, que hay quienes esperan por ese alguien que les enseñe a sonreír de nuevo, antes de poder luchar por la sonrisa de los demás. 

 °°°

Es de tarde y me encuentro de nuevo en el autobús aunque, en este caso, acompañado de Adam. Rainer ha quedado con su padre, y yo he aprovechado para ir a mi casa, cambiarme, recoger mi violín y dejarlo en su cuarto. El caso es que, de camino al centro, me he cruzado con mi amigo, quien carga una bolsa con botellas de contenido dudoso y rebosa una energía de lo más contagiosa.

—¿Por qué tan contento? —empiezo a interrogarle, y él me mira con una sonrisa de oreja a oreja.

—Porque he quedado con los de clase, ¿o no te acuerdas? —Ah, cierto—. Y no voy a dejar que tu ausencia y la de Rainer me joda el plan. Por cierto, sois unos aburridos. Debíais venir con nosotros.

—Lo siento —me disculpo, no sé por qué, y tras unos segundos en silencio, me nace hacerle una pregunta más acorde con los pensamientos que llevan rondando mi mente durante estos días—. ¿Qué tal las notas del Abitur?

—Muy bien, saqué un 1.65.

—¡Hey, felicidades! —le digo. Él sonríe y asiente con la cabeza—. ¿Qué tal tus hermanas?

—Esos pequeños demonios van genial, son mucho más listas que yo —me explica, orgulloso, para después mirarme con seriedad—. Antes no me hacías este tipo de preguntas. Es genial.

—¿El qué?

—Que te importe, antes no lo demostrabas. Has cambiado bastante en ese sentido. —Bosteza, ignorando mi gesto de duda—. Así que Rainer y tú vais a tener una especie de cita —me dice por quinta vez en lo que va de trayecto, mientras me da codazos, qué pesado—. Y no tienes ni idea de qué hacer, ¿a que no?

—Pues no, la verdad.

—No te preocupes, llamaré al experto —murmura, cogiendo el teléfono. Tras buscar un contacto, llama y pone el altavoz—. Klaus, ¿tienes alguna idea de cómo tener éxito en una cita con el chico que te gusta?

—Eh... Espera, ¿has dicho chico? ¿Por qué mierda voy a saber yo sobre eso? ¡Dejadme en paz con el tema!

—Oh, vamos, te lo preguntaba porque eres hombre, ¿o no?

—Esto... ¡Aj! Vete a la mierda.

Y cuelga.

—¡Wow, qué irascible! —suelta, en medio de una carcajada—. Es tan divertido molestarlo. Oye, Samuel, no tengo ni la más remota idea de lo que es una cita perfecta, pero no te preocupes por eso. Lo importante es que a ti te gusta Rainer, tú le gustas a él y...

—¿Se notaba?

—¿Eh?

—Si se notaba que le gustaba a Rainer —completo, apoyando la frente en la ventana para ocultar mi rostro.

—Pues no, la verdad —pausa y, tras unos segundos, vuelve a hablar—. Oye, tengo una pregunta que lleva días rondándome la cabeza: ¿por qué no pensáis en llevar una relación a distancia?

—Me lo planteó, pero deseché la idea al momento.

—¿Por?

—Rainer no está hecho para tener a las personas que aprecia lejos. Lo pasaría muy mal, y eso empeoraría la relación.

Mi amigo no hace ninguna pregunta más, yo no veo necesario ahondar en la explicación. Lo sé por lo mucho que sufría por su hermana, aferrándose al recuerdo y la posibilidad de volver a tenerla de forma consciente a su lado, por cómo le afectó en su vida no encontrarse a nadie al llegar a su casa, por las noches que hablábamos por teléfono y, en los momentos de intimidad o silencio, cuando habían desaparecido las bromas, me pedía hablar hasta dormirnos, o colarse en mi casa y dormir a mi lado, solo porque estar distanciados lo hacía sentir más solo. No puede estar lejos de las personas que quiere, porque necesita llenarse de ellas para sonreír. No voy a juzgar sentimientos basados en carencias, por eso tampoco le pedí que me esperase, porque quiero que empiece desde cero, sin atarse de ninguna forma al lugar que le hizo daño. Y no me importa hacer ese sacrificio, aunque aún no lo entienda del todo.

—¿Y no te has planteado tampoco irte con él?

Me río, detalle que él no entiende al principio.

—Ni de broma, yo no quiero mudarme. Me gusta estar aquí con mis amigos, con mi familia. Este es mi lugar. Por eso, cuando empiece la universidad volveré todos los fines de semana. Una cosa es trasladarte en tu propio país, y otra muy distinta es mudarte de país.

—Haces bien, no dejes el lugar al que perteneces por nadie más que por ti —me dice. A veces me sorprende la madurez de este chico. Ojalá hubiese conocido antes esta faceta suya—. La familia es importante, si ya me sabe bastante mal irme a otra ciudad a estudiar, no me imagino ir al extranjero.

—Debe ser horrible.

—Y tu preocupación ahora es cómo tener una cita decente con él, ¿eh? —Asiento y empieza a reírse—. Creo que tengo la solución perfecta para ti. ¿Te recuerdo de nuevo que hoy íbamos a quedar casi todos los de clase? —inquiere, dándole al botón de parada del autobús mientras me agarra del brazo—. Ven conmigo, ya hemos llegado al sitio.

Y aquí estamos mis compañeros y yo, una hora después, tirados en medio de un parque, admirando como Adam da vueltas de un lado a otro, mientras la tarde muere tan rápido que juraría que cada vez que parpadeo alguien apaga una luz en el cielo. O es eso o me estoy quedando ciego.

—¡Al fin! —exclama mi amigo cuando Dustin hace acto de presencia. Era el último alumno que faltaba por llegar si obviamos a Adler, que nos dejó en visto cuando le escribimos para invitarlo a venir con nosotros—. Bien, sé que casi todos vosotros queríais dedicar esta noche a salir de fiesta y emborracharos, y aunque estoy muy de acuerdo con la idea, porque no hay nada más maravilloso que destrozarse el hígado a base de alcohol, he pensado que podríamos cambiar de planes.

—¿Eh? ¿Por qué? —exclama Klaus, la voz cantante contra las proposiciones abstemias.

—Porque un compañero nuestro se va del país y no volveremos a verlo —empieza, y todos se giran hacia donde está Rainer—, así que he pensado que podríamos hacer algo mucho más divertido como despedida, por eso hemos regresado al bosque al que fuimos la primera vez que salimos juntos.

—No hacía falta que cambiaseis vuestros planes por mí —dice el aludido, incómodo por tener tantas miradas encima.

Adam pone los brazos en jarra, le dedica una sonrisa de lado y exclama:

—¡A por el delegado!

Todos lo rodean, para después levantarlo en volandas y empezar a mantearlo mientras él se ríe por la alegría y grita por culpa del vértigo. Hasta que, de pronto, no pueden con su peso y caen todos al suelo. Qué espectáculo tan lamentable. Pero yo no puedo evitar quedar absorto mirando lo feliz que se siente Rainer por recibir esa muestra de afecto. Supongo que, después de lo mal que lo pasó con sus anteriores compañeros, sentirse tan querido debe ser de lo más reconfortante.

—Bien, el juego es el siguiente —comienza Adam una vez que todos nos hemos reunido alrededor de una mesa de piedra—. He escrito en catorce hojas un número del uno al siete, dos veces —nos explica, mientras nos reparte un trozo de papel a todos los presentes—. Cada integrante de una pareja numérica debe hacerle al otro una pregunta incómoda y el otro deberá retarlo, o viceversa. Si alguien no se atreve a responder o realizar el reto, quedará descalificado. Mientras, los demás beberán si consideran que el participante está o no está mintiendo. ¿Y qué es lo que beberán? Pues nada más ni nada menos que, ¡el Adamneitor! —exclama, sacando de las bolsas una torre de vasos y varias botellas con un color de lo más desagradable—. Seguro que os estáis preguntando que lleva esta apetitosa bebida. —No, en absoluto—. Os cuento: tequila con cerveza, un chorro de vodka, unas gotas de limón y el toque de la casa, que es un ingrediente secreto que jamás averiguaréis. Y no, Adolf, no he meado en las botellas —le dice a nuestro compañero, y este se lleva las manos al pecho, aliviado—. ¿Qué os parece?

—¡Iugh! —exclamamos todos al unísono, incluso Klaus, que suele ser el más temerario a la hora de tomar mezclas de dudoso gusto.

—¿Y cuál es el castigo? —pregunta Tanja, que se ha sentado lo más lejos posible de Annie. No sé qué es más incómodo, si el enfado de ellas dos o la presencia de Maud, que se ha pasado todo el rato al lado de Rainer, como protegiéndose de nosotros tras su espalda. 

—He aquí la parte interesante y nostálgica del juego: todos deberán adentrarse en el bosque cuando sea de noche y encontrar la cabaña abandonada que buscamos la última vez que vinimos aquí, porque he metido en algún lugar un cartel con la palabra "victoria", así que el que lo consiga, ganará el juego. El caso es que los que pierdan en la ronda de preguntas y retos deberán meterse en el bosque solos y vigilando que los que ganaron no los encuentren, porque si no, quedarán descalificados y nos pagarán la cena del domingo a todos. ¡Ja!

—No me he enterado de casi nada, solo de que eres un ser retorcido y horrible —concluye Klaus, con los brazos cruzados y los ojos cerrados cuando, de pronto, los abre de golpe—. Espera, ¿qué cena?

—La que acabo de proponer. Venga, ahora desdoblad vuestros papeles y empecemos el juego. Le toca a la pareja que tenga el número uno y, de ellos dos, empieza el que tenga un punto sobre su número. 

Dustin carraspea indicándonos que es su turno. Heidi, su compañera de equipo, mira a los lados y al percatarse de que nuestros ojos están sobre ella, se ruboriza.

—Bueno, pues... No te pases mucho, Dust —dice la chica, y él se echa a reír. 

—¿Verdad o mentira que te gusta Pedro?

—¡Es mentira! —responde al momento, ahora más roja que el trasero de un mandril. Alguien murmura que las mentiras hacen llorar a un tal Copito de nieve, y todos empezamos a beber—. ¡Eh! ¿Por qué pensáis que miento? Ugh. Pues muy bien, Dustin, te reto a que me dejes revisar tu teléfono durante tres minutos.

—Ni de broma —exclama el chico, abrazándose a su terminal como si se le fuese a escapar todo el porno por la rendija del auricular en un despiste.

—¿Ah, no? ¿Qué guardas ahí? ¿Fotos de bocadillos de espinacas? ¿O acaso tienes cosas indebidas?

—Mira, prefiero meterme en el bosque yo solo antes que dejar que alguien más que Mark Zuckerberg u Obama me miren el Whatsapp —sentencia Dustin, convirtiéndose en el primer perdedor de este absurdo juego. Madre mía, qué ganas tengo de irme de aquí.

—Bueno, nos toca juntos, Maud —concluye Adam, mostrándole su número escrito en un papel, y ella bufa como respuesta—. Te reto a que... —corta la frase, empieza a hurgar en su mochila y, de pronto, saca ante su cara de estupefacción un tupper que contiene... ¡No puede ser!—. Te reto a que te comas una croqueta.

—¿Estás de broma? Antes me como una lombriz que esa mierda —farfulla, realmente molesta, y todos fijamos nuestros ojos en una lombriz que asoma su cabeza por la tierra y, al momento, vuelve a esconderse, quizás intuyendo su fatal destino—. No me puedo creer que lo tuvieses preparado.

—Soy un genio —bromea. Ella se cruza de brazos y nos da la espalda. Esto es tan tenso e incómodo—. Pero no te enfades. ¿Qué te parece si te cambio el reto por una pregunta? —Maud asiente con la cabeza y nuestro amigo deja salir una sonrisa nerviosa—. Ehm, no sé. ¿Quién te gusta? —Nadie entiende qué es lo que sucede, pero ella se gira de nuevo para verlo a la cara y le dedica una dura mirada que lo ha dejado pálido—. No hace falta que te pongas así, mujer. —Nada, no le responde—. En fin, has perdido.

Entonces, Maud sustituye su gesto de enfado por una sonrisa que demuestra de todo menos buenas intenciones.

—Muy bien, te reto a que beses a Annie.

Ahora es a él a quien parece que no le hace ni pizca de gracia el juego. Posa sus ojos en mi amiga, y ella mira a los lados, como buscando por dónde huir.

—Annie, por favor, no quiero a perder —le dice como forma de súplica, acercándose a ella.

Mi amiga asiente con la cabeza, levantándose de su asiento; sin embargo, a mí no me pasa desapercibido lo nerviosa que está, porque le tiemblan las manos. Espera, espera, espera, esto no le está gustando.

Justo cuando alzo el brazo con la intención de separarlos, Adam sujeta el rostro de Annie, me mira un segundo y, después, le planta un sonoro beso... Cerca de los labios. Es ahí cuando me doy cuenta de que ha puesto las manos de manera que solo yo pueda ver que ha hecho trampas. ¿Por qué? 

Dagna, que se ha percatado de lo cortante que se ha vuelto el ambiente, da un golpe en la mesa para que le prestemos atención. Cuando todos los ojos se clavan en ella, muestra el número «tres» escrito en su papel y se dirige a Reinhardt.

—Te reto a que hables, a que digas algo. No sé, ¡exprésate! —le pide tirándole del cuello de la camiseta. Él se cruza de brazos y niega con la cabeza. Dagna suspira, mira al cielo y tras unos segundos de meditación y para sorpresa de todos, se sienta en sus piernas—. ¿Verdad o mentira que te gustaría salir conmigo?

Muchas cosas suceden tras esa pregunta: Heidi y Annie emiten un gritito ahogado que casi me revienta los tímpanos, Emily expresa su asombro con diversas palabrotas, Adolf se lleva una mano a la boca, ocultando de forma refinada su sorpresa y después simula que se le cae un monóculo invisible del ojo. Klaus, por su parte, da otro golpe en la mesa y después se tira de la coleta, detalle que aprovecha Rainer para arrancarle un pelo sin que se dé cuenta porque, si se hubiese percatado, mi mejor amigo le habría cortado la mano por cometer tal sacrilegio.

Entonces, Reinhardt se acerca a Dagna y le susurra algo que solo ella puede oír.

—Está bien —dice nuestra compañera con una sonrisa de oreja a oreja—. Acepto el reto.

Y vuelve de nuevo a su sitio, dejándonos claro que no piensa contarnos ni cuál fue la respuesta del chico ni cuál ha sido el reto que este le ha puesto.

Klaus está a punto de proceder a interrogarle, cuando Adolf le silencia explicándole que es su turno y el de Annie. El problema es que no tiene ni la más remota idea de qué preguntar o qué reto poner, así que Emily le susurra algo en la oreja que parece divertirle, porque lo repite en voz alta:

—Te reto a que nos digas si alguna vez viste a Samuel desnudo y cómo fue.

¿Pero qué?

—¿Es necesario hacer esta exhibición de nuestra intimidad? —me quejo, y Emily le resta importancia a mis palabras abaneando una mano delante de mí cara. Adam tose.

—Bueno... —empieza a hablar Annie, y yo la miro con los ojos muy abiertos. ¿Acaso va a responder a esa tontería?—. Nunca lo vi desnudo del todo, pero una vez casi sucede.

—¡Cuenta, cuenta! —la animan todos, sin excepción. Demonios, menuda panda de idiotas.

—Pues esto fue principios del año pasado. Él estaba en su cuarto y yo estaba en su sala, viendo una película mientras comía churros. En un momento dado, me encontré un churro con una forma muy rara, así que subí a su habitación para enseñárselo. Cuando abrí la puerta, me encontré a Samuel medio desnudo cambiándose, a punto de bajarse los... ya sabéis, los calzones. —Madre mía, qué vergüenza—. No sé por qué pero me asusté, así que le lancé el churro, le cerré la puerta en la cara y corrí escaleras abajo gritando. Él me perseguía pidiéndome disculpas mientras se ponía los pantalones. Cuando me alcanzó, con los pantalones a medio poner, caímos los dos al suelo. Fue un espectáculo de lo más lamentable —concluye, y todos asienten, dándole la razón. Yo me llevo las manos a la cara y resoplo—. Sí a eso le sumamos que la caída fue en el recibidor y a los dos segundos llegó su madre a casa...

—¡No hace falta que sigas contando, Annie! —la interrumpo, mientras Dagna me llama aburrido.

—Vamos, que fuiste a mostrarle tu churro y él casi te muestra el suyo —concluye Emily, con una sonrisa exagerada y un tanto siniestra. ¿Se sentirá orgullosa de ese chiste de tan bajo nivel?

Entonces, todos olvidamos la anécdota cuando Annie se dirige a su pareja de juego:

—Dime: ¿verdad o mentira que te gustan las bromas que hacen sobre tu nombre?

—Mentira.

Algo sucede en ese momento: todos evitamos mirarnos a los ojos, incómodos por esa respuesta. Todos salvo Rainer y mi mejor amiga, que nos mira de forma recriminatoria.

—Bueno, parece que hoy me toca a mí romper el momento tenso —suelta Emily tras desperezarse. Se rasca la nariz, le guiña un ojo a Rainer y le muestra su número para explicarle, con un solo gesto, que es su compañero de equipo y que no tiene escapatoria—. A ver, delegado, cuéntanos: ¿cuándo fue la última vez que te diste amor pensando en tu chico?

¿Qué demonios? ¿A esta chica le gusta verme sufrir o qué?

Es mi aliada en el plano físico, mi colegui, mi bro en version sister.

Creo que ha llegado el momento de dejar de beber.

—Perdón, ¿qué? —pregunta Rainer. La voz tan aguda que ha puesto delata su nerviosismo—. Ni de broma voy a responder eso, ¿no sabes lo que es la privacidad?

—Entonces sí lo haces pensando en él. Interesante —concluye, arrastrando satisfacción en cada una de las sílabas que pronuncia. Emma, por su parte, se lleva las manos a la cara ocultando una sonrisa. A veces siento que me odian.

Adam se ríe tanto que le saltan las lágrimas, Klaus se tapa las orejas con gesto de desagrado. Maud resopla, Dustin se abraza a su vaso lleno de Adamneitor y yo agacho la mirada intentando ocultar lo rojo que estoy por la vergüenza.

—¡Yo no hago eso! —exclama mi pareja, y todos beben de sus vasos. Demonios, cállate de una vez—. Aj, perdona, Samuel —se disculpa, y de pronto me tapa los oídos y empieza a hablar para dar una respuesta, pero me resulta imposible escuchar lo que dice. Acto seguido, todos me miran y empiezan a reírse, o se llevan una mano a la boca, asombrados. Emma, por su parte, se levanta, se dirige a un árbol y le da una patada, descargando toda su alegría en el pobre tronco. Rainer me destapa los oídos, carraspea y agacha la mirada, evitando todo contacto visual conmigo.

—Madre mía, ¿qué demonios has respondido?

—Les he hablado de topos, o quizás eso es lo que haré si vuelves a preguntar al respecto —me amenaza, señalándome con el dedo índice, y yo se lo aparto con un gesto brusco.

—No me acerques tu mano derecha.

—Muy bien, Emily, te vas a enterar —le advierte Rainer tras restregarme su mano por la cara—. Te reto a que...

—Me rindo —le interrumpe ella, cruzándose de brazos, con el reflejo de la satisfacción plasmado en su rostro. Y ahí todos nos percatamos de que aun perdiendo, puedes ser una ganadora cuando te lo propones. Pero qué lista es esta chica—. Ahora le toca a mi hermana.

Emma me enseña el papel para indicarme que es mi compañera de juego. Cuando se dispone a hablar, yo resoplo con fuerza. Vamos, Dios, ¿con qué vas a sorprenderme ahora mismo?

—Te reto a que me cuentes tus experiencias sexuales con tu novio.

—¿¡Eh!? —exclamamos Rainer y yo. Este se levanta de su asiento y empieza a increpar a las gemelas.

—¿Cuántas veces tengo que decirlo? Soy más puro que la costilla de una oveja, que el capítulo quince de My Little Pony, que un... —Se calla, porque ve horrorizado como su teléfono cae a cámara lenta de su bolsillo al suelo, dando un par de botes—. Oh, por todos los joderes —balbucea, recogiendo el terminal. ¿Pero qué? —. ¡Esto no significa nada!

—Cabeza de alfiler sin punta, ¿qué demonios estás diciendo? —le recrimino, agarrándole de la camiseta mientras él se ríe y se enfada al mismo tiempo. Madre mía, ¿ya está achispado?—. Guárdate ahora mismo ese teléfono o te lo hago tragar hasta que cagues diez llamadas perdidas.

—¿Por qué os ponéis así? Ni que hubieseis hecho sexcalls —se burla Dustin, y nosotros lo miramos asombrado. Mierda, ¿por qué hemos hecho eso? Ahora todos nos contemplan entre confundidos y asombrados—. ¡Ay va, que he acertado!

—¡Que no!

—Iugh, puedo vivir sin conocer los detalles sobre vuestra vida íntima, ¿vale? —suelta Klaus, y yo lo miro incómodo. Lleva todo el rato con esa actitud, ¿qué le pasa?

—¿A ti qué te pasa, Klaus? Siempre me preguntabas sobre mi vida sexual, ¿y ahora te da asco? ¿Por qué?

—¡Porque sois dos chicos! Es raro.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Porque soy hetero, ¿vale? —me responde, y no puedo evitar tomármelo a mal, así que le doy la espalda—. Vamos, no te molestes, si sabes que yo os apoyo, pero el sexo entre hombres es algo de lo que no necesito enterarme. Es que para mí es... No sé, ¿raro?

—Increíble —bufo. Siento que me ha amargado la noche de un plumazo.

—A veces eres un poco idiota, ¿sabes? —sale Tanja en mi defensa, aunque yo no lo he pedido, así que deduzco que busca una excusa para insultar a Klaus—. Bueno, Emma dice que quiere ir con su hermana, así que supongo nos toca a nosotros dos, pero paso de hacerte preguntas. Me da igual perder.

—¿Por qué eres tan borde? Eres peor que Samuel. —¡Eh!—. Ni siquiera me dejaste ayudarte en el último trabajo de Biología.

—Porque solo querías hacer la bibliografía.

—Pirqii sili qiiriis hicir li bibliigrifii —se burla, y ella lo mira apretando la mandíbula, haciendo ruido con los dientes—. Siendo tan amargada, ¿quién te va a querer?

Reinhardt, Dustin y Adolf, conscientes de que nuestro amigo se ha propasado, empiezan a toser para distraer a la chica, en vano. Rainer, por su parte, empieza a canturrear:

—A Klaus le gusta Tanja.

—¡Eh! Eso es mentira —se apresura a decir Adam, y todos se ponen a cantar:

—A Adam le gusta Klaus.

—¡Eso es falso! —grita Annie, y todos siguen:

—A Annie le gusta Klaus.

—¡A nadie le gusta Klaus! —exclamo, cortándoles el rollo—. Acabemos con este juego de una vez. Y Adam, descalifica a Klaus por vago.

—Estoy muy de acuerdo con las dos cosas. Así que venga, perdedores, id yendo al bosque uno por uno.

Las gemelas, Klaus, Dustin, Maud, Tanja y yo nos levantamos resignados con la vista fija en la espesura del bosque, el cual impone mucho más por culpa de la negrura de la noche. Mientras tanto, Annie, Adolf, Reinhardt, Dagna, Rainer, Adam y Heidi se burlan de nosotros.

Dejo atrás a mis compañeros y, tras unos cuantos segundos, me quedo a solas con el verde silencio de la naturaleza. Doy vueltas intentando recordar cuál fue el camino que seguí para llegar a esa chabola abandonada que visité en Halloween. Buah, no recuerdo casi nada de lo que pasó esa noche, ¿qué hice? ¡Ah, sí! Me metí en el bosque con Rainer, maldije la batería de mi teléfono porque se estaba acabando, encontramos un camino lleno de alfombras, salimos corriendo porque alguien nos perseguía, encontramos una especie de chabola que tenía una patata en la entrada y...

¿Nada?

Nada.

Me siento a pensar frente a un árbol, ocultándome tras unas hierbas altas para que nadie me mire. No duro ni un minuto sentado, porque escucho unos pasos cerca de donde me encuentro y yo me tiro al suelo para esconderme tras unos matorrales. Aparto unas ramas para aumentar mi campo de visión y discernir cuál de mis compañeros se está aproximando. Es, entonces, cuando observo a Reinhardt y Dagna emerger de la oscuridad cogidos de la mano, riéndose en bajo como si estuviesen compartiendo el más oscuro y gracioso de los secretos. De pronto, y para mi sorpresa, ella da un brinco y se sube a mi enorme amigo, enrosca las piernas en su cintura, le rodea el cuello con los brazos y... Sí, empiezan a liarse, metiéndose la lengua hasta el fondo como si se estuviesen auscultando el alma con ella. Madre mía, las hormonas.

Sé que si me muevo me escucharán, así que opto por ignorar la situación; cierro los ojos, me tapo los oídos y empiezo a cantar para mis adentros:

Frankie no puede ganar suficiente dinero, Frankie no puede comprar ningún alimento, Frankie ha sido desalojado, todas mis lágrimas por Frankie, Frankie está tan desesperado, él va a matar a su esposa y a su hijo.

¿De qué me suena esa canción? Bah, no importa, ahora lo crucial es concentrarme en cantarla para poder ignorar lo ruidosa que es esa pareja porque Dios, los suspiros de Dagna se me están clavando en el cerebro. Cuando escucho al grandullón de Reinhardt soltar un jadeo que parece un gruñido emitido desde el mismísimo infierno —aunque a ella parece animarle a intensificar ese magreo—, decido que prefiero perder el juego antes de seguir aguantándolos. Entonces, justo cuando estoy a punto de levantarme, ellos se detienen y salen corriendo. ¿Qué demonios? ¿De qué han huido? ¿Es que acaso mi cara da miedo en la oscuridad?

—Hey, espera, no corras tanto —le escucho decir a una voz masculina. Me oculto de nuevo tras los arbustos y descubro que las personas que acaban de hacer acto de presencia son Rainer y Maud. Deduzco que la segunda ha perdido el juego al ser descubierta por mi pareja, así que decido no correr su misma suerte y me mantengo agazapado entre los matorrales—. ¿Por qué estás tan malhumorada?

—Por nada —murmura ella, sentándose en una piedra. No, ¡no te sientes, sigue caminando! Hala, Rainer se ha sentado a su lado, está claro que yo de aquí no salgo hasta mañana. Qué desastre. Me froto la cara cuando me percato de que, cerca de mis rodillas, hay una lombriz gigantesca revolcándose en la hierba. Pues parece que se divierte la muy gusana. Qué asco, es enorme, debe medir más que mi...—. Creo que te odio.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Me dijiste que si socializaba más con nuestros compañeros me tratarían mejor. Pero todos me ignoran, e incluso Adam se ha reído de mí. 

—Venga, no lo hizo con maldad. Lo del tupper con croquetas solo fue una broma, y sobre la pregunta que te hizo... Vale, quizás se propasó haciéndote preguntas íntimas, pero en eso consiste el juego. No te molestes tanto. 

—Ya... —Suspira, coloca las manos tras la espalda y cierra los ojos. Vaya, nunca la había escuchado tan decaída—. Si en verdad lo que me molesta es que todos me ignoren. 

—Oye, tú vete a la cena del domingo. Así ellos entenderán que de verdad quieres reconciliarte con ellos y dejarán de ignorarte. 

—¿Tú crees? —pregunta con desgana—. Porque yo no lo creo. Estoy segura de que nadie me hablará durante esa cena, ni después de ella. Me lo merezco. —Revuelve la tierra con sus zapatos y concluye—: sé que piensas lo contrario pero, para mí, el perdón no siempre arregla las cosas. 

Rainer posa una mano en el hombro de nuestra compañera, llamando su atención. Cuando ella lo mira a los ojos, él le dedica una sonrisa serena.

—Sí sirvió conmigo. Somos amigos, ¿no?

Maud deja escapar una corta risa que ilumina su rostro. Esquiva la mirada de mi novio, se abraza a sus piernas y, tras un rato en silencio, vuelve a hablar:

—¿Por qué me ayudas tanto? Solo te he traído problemas —le pregunta, y él resopla.

—Joder, todos me habláis como si estuviese mal que os ayudara.

—Puede ser —murmura, mientras alisa la falda de su vestido—. Las malas acciones traen consecuencias, por eso estoy sola. Es ley de vida. Pero tú intentas ir en contra de esa ley, y eso me hace pensar que estás haciendo algo malo. ¿Por qué?

—Maud, no quiero ver a nadie solo, no me trae buenos recuerdos.

—Entonces haces todo esto por ti.

—Sí, pero también lo hago por ti. Quiero que sonrías —remata él, mirándola a los ojos. Entonces Maud, sin pensárselo dos veces, lo agarra de la camisa a la altura del pecho y lo besa. Espera, ¿qué demonios está haciendo? A mí se me olvida hasta respirar mientras veo como le rodea el cuello a Rainer con los brazos para impedir que rompa el beso, mientras él posa sus manos en el pecho de la chica para intentar apartarla sin éxito, para después colocarlas a la altura de sus hombros, echándola al fin a un lado—. Maud, joder, ¿qué haces? Me gusta otra persona, ¿recuerdas?

—Pero, pero... —se traba, lo que la impide continuar. Parece muy sorprendida por el rechazo, como si no se lo esperase. Se abraza a sí misma, posa la mirada en el suelo y empieza a maldecirse por lo que ha hecho—. Ay, Dios, lo siento, lo siento. 

—No pasa nada, tranquila —se apresura a responderle Rainer con la única intención de consolarla; sin embargo, no lo logra porque él también está muy nervioso. De pronto decide levantarse, se aleja un par de pasos de ella y suelta—: me voy a ver a Samuel.

Nuestra compañera no tarda ni un segundo en aferrarse a su brazo para impedírselo.

—No, por favor, no le digas nada, no quiero que me odie más. Yo... No sé en qué pensaba, solo quería agradecerte lo que hacías por mí.

—¿Pero por qué así?

Siento que esta conversación es lo suficientemente tensa como para seguir escuchándola aquí escondido. Por eso mismo, me levanto con la intención de interrumpirla, cuando la chica dice algo que me deja congelado:

—Porque parece que es lo único que quieren los chicos de mí.

¿Qué?

—Oye, ¿has tenido problemas con algún chico? —pregunta él lo que yo mismo me estaba cuestionando, cuando hago alarde de toda mi torpeza, tropiezo con una rama, pierdo el equilibrio y me doy de bruces contra el suelo, haciendo más que evidente mi presencia. 

Diablos, creo que he aplastado a la lombriz.

—Oh, Dios, mis rodillas —me quejo. Levanto la cabeza y me encuentro a mis dos compañeros mirándome con los ojos muy abiertos. Me levanto del suelo, me sacudo la ropa llena de tierra e intento disimular mi cagada—: hola, ¿qué tal? ¿Por qué estáis tan serios? ¿Pasa algo? 

—No, qué va, solo que Rainer me ha pillado y he quedado descalificada, ¡y ahora tú también! —exclama Maud, señalándome y con los nervios a flor de piel—. Espero que alguien más sea eliminado porque si no, tendremos que pagar un montón de cenas. En fin, ¡me vuelvo al parque!

Y desaparece de nuestra vista, huyendo con el vegetarianismo entre las piernas. Rainer, por su parte, se sienta de nuevo en la piedra y se lleva las manos a la cabeza. A ver cuánto tiempo tarda en decirme lo que ha sucedido. Lo hará en tres, dos, uno...

—Samuel, no quiero que te enfades —comienza, sin ni siquiera mirarme a los ojos—. Pero Maud y yo... Ella y yo... Me ha besado —confiesa, y yo me llevo una mano al pecho, fingiendo estar compungido. El problema es que él no capta mi broma, así que se asusta—. ¡Lo siento! De verdad.

—Oh, ¿cómo habéis podido hacerme algo tan horrible? Me voy ahora mismo a tirarle unas cuantas croquetas a esa lechuga de Greenpeace y después volveré para patearte el trasero —me burlo, y él me dedica un corte de manga. Me siento a su lado y le estiro las mejillas, detalle que sé que detesta—. No te preocupes, sé que no fue tu culpa pero, ¿cómo pudiste pensar que me molestaría por algo así?

—Yo qué sé —murmura, apartándome las manos. Acto seguido, se frota los ojos, quizás por culpa del sueño—. Hay gente que sí se molesta por esas cosas.

—Pero yo no soy como esa gente.

—En eso tienes razón, por eso no diré que te atrapé, ¿trato hecho? —Asiento y él se ríe. Acto seguido, suspira y mira al cielo durante un rato corto, hasta que decide interrumpir su propio silencio con una confesión que me sorprende—: en realidad, mi padre y Ruwa ya se fueron a Noruega.

—¿Qué? ¿Por qué no te esperaron?

—Me enteré hace dos días de que querían irse hoy por motivos de trabajo, y me pidieron que me fuese con ellos. Les dije que no podía, que ya había hecho planes y que me era imposible adelantarlos.

—Ah, vaya. —Eso es lo único que respondo, porque ni siquiera sé qué decir al respecto. Solo sé que a él parece dolerle que ellos se hayan ido, dejándolo atrás. 

—Hoy por la mañana fui al cementerio y me despedí de Farah —continúa, abrazándose a sus piernas—. Quería contarle por última vez cómo iba mi vida, aunque sé que ella lleva tres años sin escucharme. También le dije que no me olvidaré nunca de ella, que siempre será mi hermana. ¿Sabes? No lloré ni un solo momento. 

—Supongo que eso está bien.

—Quién me iba a decir que el último día que pasaríamos juntos, sería en un bosque mientras jugamos a las tonterías que se inventa Adam —prosigue—. Qué divertido, ¿eh?

—Podemos escaparnos —propongo, y él me mira frunciendo el ceño.

—¿Escaparnos? 

—Sí, e ir a tu casa. Dejé el violín encima de tu cama.

Creo que he recargado todas sus energías con mis últimas palabras, porque afirma con entusiasmo, me agarra de un brazo para acercarme a él y susurra cerca de mi oreja:

—Vamos a capturarlos a todos y a joderle el plan a Adam, que lo que quiere es cenar gratis, ¿de acuerdo? —Asiento con la cabeza y noto por el rabillo del ojo como se le ha dibujado una sonrisa ladina. Madre mía, ¿qué está planeando ahora?—. Emma nos está espiando, esa será nuestra primera víctima en tres, dos, uno... —Cuando termina la cuenta atrás se pone en pie agarrándome de un brazo para levantarme, me sujeta por la cintura y exclama—: ¡prepárate, Samuel, porque esta noche no te dejaré dormir! 

¿Pero qué demonios?

No pasa ni un segundo cuando, de un arbusto a nuestra derecha, sale Emma emocionada, corriendo en nuestra dirección.

—¡Atrapada! —le dice Rainer, agarrándola por ambos brazos para controlarla—. Esperadme aquí, ¡voy a traer de vuelta a los que faltan!

Y desaparece entre la negrura del bosque, olvidándose por completo de lo poco que le gusta la oscuridad. Qué contento se ha puesto.

Me apoyo en el tronco del árbol y reviso mi teléfono. Klaus me ha escrito un par de veces preguntándome dónde me he metido, pero no me apetece responderle porque todavía sigo molesto con él. Es más, pensar en él ha provocado que recuerde las tonterías que me dijo hace un rato, por eso mismo, busco evadir mi mente:

—Oye, Emma, una pregunta —me dirijo a la gemela, que está distraída mensajeándole a su hermana para pedirle que venga a hacerle compañía—. ¿Por qué te gustan tanto los rollos esos entre chicos?

—Pues porque me gusta y ya —responde, tajante, detalle que me sorprende porque no cuadra mucho con su personalidad comedida—. Hay a quienes les encantan las historias de romance heterosexual y no les andas a preguntar el motivo, ¿o acaso lo haces? —Niego con la cabeza, bastante contrariado, detalle que ella nota. Wow, qué a la defensiva se ha puesto—. Perdón por hablarte así, pensé que te ibas a poner como Klaus.

Me cruzo de brazos, miro a los lados y, cuando me cercioro de que de verdad estamos solos, mando al diablo mi vergüenza y le expreso unas dudas que siento que solo ella podrá entender:

—No entiendo por qué le da asco que... No sé, que intime con un chico. Cuando estaba con Annie no le daba asco preguntarme si me acostaba con ella. ¿Por qué ahora sí?

—No sé, supongo que la sociedad le ha enseñado a los hombres a ver tu relación como algo poco masculino y repulsivo, por lo que en cierta forma no es culpa suya que te hable así  —me explica, y no puedo evitar que sus palabras me duelan—. Ten paciencia con él. Estoy segura de que si de verdad te aprecia, entenderá el motivo por el que te enfadaste con él y empezará a respetar tus gustos al igual que los respetaba cuando estabas con Annie. 

—¿En serio?

—Sí. Ya verás, tú confía en mí.

Ella me dedica una sonrisa y yo la observo con curiosidad. Vaya, no me esperaba una respuesta tan madura por su parte. Está claro que no conozco todas las facetas de mis compañeros. Estoy a punto de agradecerle sus palabras, cuando la repentina presencia de nuestros compañeros nos interrumpen:

—Eh, chicos, he encontrado a los demás —dice Rainer, cargando a Klaus, Tanja y Emily, los perdedores que faltaban—. Y he encontrado también la famosa casa. Seguidme.

Así que aquí estamos, en medio del bosque, esquivando un montón de zarzas y hierbas altas, teniendo como único guía las indicaciones de mi pareja y la luz del teléfono de Tanja. Los sonidos de los pájaros volando entre las ramas de los árboles nos mantienen en tensión, advirtiéndonos de que en cualquier momento podemos ser atrapados entre las temibles fauces de la oscura ignorancia, porque no tenemos ni la más remota idea de lo que hay a tres pasos de distancia. Entonces, Emily le quita el teléfono a Tanja e ilumina algo que está tirado a un lado del camino y de lo que no nos habíamos percatado hasta ahora.

—Chavales, ¿es normal que el camino esté lleno de bolsas negras del tamaño de un cuerpo humano? Joder, parece que llevan fiambres, y los muertos no me molan nada. —Dicho esto, empieza a saltar sobre cada una de las bolsas que nos vamos encontrando y, tras cinco minutos, concluye—. Falsa alarma, los muertos no están tan blandos.

Escuchamos de nuevo el croar de una rana afónica y, después, el ulular de un búho, así que alzo la vista por instinto. Contemplo el entramado de ramas cubre el cielo, como tejiendo telarañas que zigzaguean entre las estrellas. Vaya, qué vistas tan bonitas. Se las voy a señalar a Rainer cuando él me coge de la mano y me la aprieta. Qué poco le gusta la oscuridad.

—Chicos, ¿aquí no huele raro? —pregunta Klaus. Tanja le alumbra la cara y, después, le responde:

—Sí, tienes toda la razón, huele a que te has cagado.

—Vete a la mierda.

—Ya estoy cerca de ella —se burla, señalándole el trasero.

—Parejita, dejad de pelear —les pide Emily. Ellos se giran para increparla, cuando escuchamos un fuerte golpe y unos pasos apresurados acercándose a nosotros—. ¿¡Qué mierda ha sido eso!?

Y de pronto algo emite un gruñido gutural. Ay, por la madre de Buda, el señor de las alfombras ha regresado en forma de wendigo.

—Joder, joder, ¡joder! —empieza a balbucear Rainer, entrando en pánico, y todos se unen a su retahíla de joderes, hasta el punto de que no sé si hablamos la lengua alemana o la jodiana—. Por todos los joderes cuánticos, ¡vayámonos de aquí!

Y salimos corriendo no sabemos hacia dónde, mientras sentimos los pasos aproximándose. ¡Por Dios! ¿Pero quién demonios nos sigue?  

—¡Eh! Esa es la chabola —nos avisa Klaus justo cuando estamos a punto de chocar con ella, y la esquivamos de milagro. Bueno, la esquivamos todos salvo Rainer, que se ha pegado un tropezón con una piedra justo a la entrada y se ha dado de bruces contra el suelo

Giramos nuestra traicionera cabeza para despedirnos del caído en batalla, cuando él empieza a reírse y nos muestra un cartel que había escondido bajo unas hojas y que reza la palabra «Victoria» escrita con la letra de Adam. Nosotros, que ya no miramos dónde pisamos, tropezamos con un tronco caído y nos damos también de bruces contra el suelo.

—Ahí te quedas, Samuel —me dice Klaus cuando todos se levantan y salen corriendo, dejándome atrás.

—¡Eh, traidores!

—Tú ya estás muerto, man, solo no te han avisado.

Y se van, dejándonos a mi pareja y a mí solos.

—En serio, ¿quién nos está persiguiendo? —me pregunta Rainer alterado. Acto seguido, se acerca a donde estoy yo y se coloca sobre mí como si fuese una manta. Espera...

—¿Te me has puesto encima para protegerme? —inquiero, y él asiente con una sonrisa. Maldito adorable.

—Eres mi damisela en apuros.

Retiro lo dicho.

Entonces, Adam aparece a nuestro lado. Con mucho cuidado, nos ayuda a levantarnos y nos vamos corriendo de allí, dejando atrás a quien sea que nos está siguiendo. Y menos mal que nos ha rescatado, porque dudo mucho que sobreviviésemos a un segundo encuentro con el hombre de las alfombras. 

 —¿A dónde se supone que vamos? —inquiero cuando salimos del bosque, dejando atrás el parque.

—Hemos decidido ir al Gymnasium para destrozar de una vez el arbusto del director Weber.

—Estás bebido, ¿verdad?

No necesita responderme esa pregunta, su repentino hipo me lo aclara todo. Y, tras media hora de camino, llegamos al Emil Sinclair cargados con palos. Nos situamos frente a su muro y nos disponemos a escalarlo; tras varias caídas de culo y varias risas escandalosas, logramos saltarlo y posicionarnos frente a nuestro objetivo: un enorme boj de dos metros de altura con forma de dinosaurio que nos observa con miedo, como si fuésemos un meteorito deseoso de extinguirlo. Oh, baby, bienvenido de nuevo al Cretácico. 

Como ya dije en una ocasión, hay muchos tipos de borrachos: están los cariñosos y felices como Klaus y Emily, que se dedican a besar el arbusto; el llorón que se tira por las esquinas como Adam, que ahora mismo está tumbado en el jardín, hablando sobre lo joven que es este esperpento plantícola. Luego está la que se vuelve una ilógica sin raciocinio como Dagna, que está discutiendo con el suelo, o el violento de Adolf, que acaba de coger carrerilla y corre a toda velocidad contra el seto, logrando que, al chocar contra él, se desestabilice. Madre mía. Bueno, y el resto estamos sobrios, aunque con dolor de estómago por culpa del Adamneitor.

Oh, y cómo olvidarme de cierta persona que camina hacia nosotros armado con un palo de escoba de procedencia incierta. Sí, exacto, me he olvidado de un tipo de borracho, el que cuando toma cambia por completo su personalidad: Dustin.

—Probemos el poder del fuego —murmura, encendiendo un mechero mientras mira al arbusto del director Weber como un pirómano miraría un bosque lleno de maleza.

Sobra decir que todos nos hemos echado sobre él para impedir que haga una locura. Yo voy a quitarle el encendedor pero, de pronto, alguien me agarra de la muñeca y me arrastra en dirección contraria.

—Ven conmigo —me dice Rainer en voz baja, mientras me pide que no haga ningún ruido colocando un dedo índice delante de su boca.

Yo asiento con la cabeza y caminamos lejos de la mirada de nuestros compañeros, hasta detenernos frente a un muro interior que cerca este patio con el pabellón donde hacíamos gimnasia.

—¿A dónde vamos? —le pregunto cuando él se sube al muro con la destreza propia de un gato.

Sitúa ambas piernas a cada lado y me ofrece una mano para ayudarme a subir. Tras unos segundos en silencio, bajamos al otro lado, a una zona mucho más oscura debido a la falta de farolas que la iluminen. Enciende la linterna de su teléfono, empieza a caminar y yo le sigo.

—Hace un par de meses, estaba ayudando a Schumacher a guardar unas colchonetas y me enseñó un pasadizo interior que lleva al pabellón. Qué calladito se lo tenía el profe, ¿eh?

—Ah, interesante. ¿Y qué? ¿Piensas llevarme allí? —le pregunto cuando nos detenemos frente a una puerta. Entonces, él se agacha, mete la mano dentro de un tiesto y saca una llave. Me la muestra orgulloso y la mete dentro del a cerradura.

—Exacto.

—Oye, ¿no sonará una alarma si abres esa puerta? —inquiero, demasiado preocupado. Él la abre, me mira y se echa a reír. Pues no, no ha sonado alarma ninguna—. En serio, ¿por qué me llevas al pabellón?

Entra en el edificio iluminando el camino con la linterna. No me responde, solo abanea la mano indicándome que lo siga. Yo lo hago en el más estricto silencio, sorprendido porque no conocía la existencia de estos extraños pasadizos.

—Eh, Müller, cuenta una leyenda que aquí murió un niño con ocho brazos y tres ojos.

—No empieces.

—Se llamaba Octo-Salieri. Dicen que murió una noche en la que sonaba música de Mozart en el Sinclair.

—Para.

—Y que aparece para comerte cada vez que suena la Sinfonía número cuarenta en sol menor.

De pronto, empieza a sonar esa melodía y a mí me da un vuelco el corazón. Será idiota, ¡la ha puesto él en el teléfono!

—¡Cállate! —grito, arrepintiéndome al momento, porque lo he hecho tan alto que mi voz rebota en la estancia en forma de eco—. No tiene gracia —carraspeo, y tras unos segundos de duda, prosigo—. Además, eso que has dicho es históricamente incorrecto.

—Ya empezamos —resopla.

—No existe ninguna prueba de que Salieri y Mozart se llevasen mal, es más, Salieri fue profesor de uno de sus hijos.

—Wow, gracias, aprendo más contigo que en la escuela. Ups, espera, si estoy en la escuela —se burla para picarme, y yo creo que ya he llegado a mi límite de tonterías por hoy.

—Bueno, si solo querías gastarme una broma, yo ya me voy, no creo que esté bien que...

Me callo justo en el momento en el que Rainer abre la puerta que da acceso al enorme pabellón. Entonces, me percato de que estamos cerca de una puerta blanca que reconozco al instante. Me detengo y clavo la vista en el suelo, deduciendo con cierta vergüenza por qué me ha traído aquí.

—Anda, ven —me insiste al percatarse de mi reticencia a avanzar. Sujeta mi muñeca, abre la puerta del trastero y entramos dentro. Después, la cierra con llave. 

Se arrodilla en el suelo, arrastrándome con él, al igual que aquel día de octubre en el que me habló por primera vez de su vida y sus sueños. Suspira, sujeta mis manos, busca mi mirada y comienza:

—Cuando estuvimos en este trastero, solo te hablé de lo malo que había sucedido en mi vida, y ahora que estoy aquí contigo de nuevo, solo tengo ganas de hablarte de todo lo bueno que me ha pasado durante este año —me explica, apoyando su frente en la mía—. Lograste que creyese que podía volver a sonreír de nuevo. Créeme, no fue hasta que te conocí que volví a sentir ganas de sonreír y entendí lo que significaba hacerlo. Me ayudaste mucho sin ni siquiera proponértelo, solo porque me quieres. Sé que mi vida no fue la mejor, ni por asomo. Me hicieron daño e hizo daño a la persona que quería. Lo siento.

—Ya, deja de pedir perdón.

—No me interrumpas, niño Nike —se queja, riéndose tras pellizcarme la mano. Auch—. Solo quiero decirte que aquí estoy, tantos meses después, contándote que estoy aprendiendo a vivir por mí mismo. Aún no lo hago bien, pero el día que sepa hacerlo como es debido, pienso decírtelo, no sé cómo, pero lo haré, te lo prometo. ¿Recuerdas cuando te dije que si haces algo bueno por alguien, esa persona ya no te olvida? El chico que vivía por su hermana ya no está, tú me levantaste con tu sonrisa y me enseñaste que me merecía algo mejor, que podía dejar de culparme y empezar a ser feliz, así que gracias. Solo quiero pedirte una última cosa más: que sonrías siempre. ¿Me lo prometes?

—Yo... —dudo, sin saber muy bien qué decir a este remolino de sentimientos que me ahogan. Sonrío tanto que me duelen las mejillas, y a la vez noto tanta tristeza por sus palabras que me duele el pecho. Dolor, una palabra que ahora mismo engloba dos sentimientos tan distintos. Rainer deja de esperar mi respuesta, se levanta, sale un momento del trastero y, al cabo de un minuto, regresa con dos rotuladores permanentes—. ¿Qué haces?

—¿Qué tal si practicamos de nuevo nuestra letra de médico? —propone, lanzándome uno de los rotuladores.

Destapa el suyo y empieza a escribir en la pared, con letras grandes, una palabra en inglés con un gran significado para ambos: «Smile».

Me levanto, destapo mi rotulador y empiezo a escribir la misma palabra en árabe. Sin embargo, me detengo a mitad del segundo trazo, creyendo no estar haciéndolo bien. Rainer se acerca a mí por la espalda, me rodea la cintura con un brazo y, con la mano derecha, sujeta la mía y me besa el cuello.

—Hagámoslo juntos —me dice, moviendo nuestras manos y, por consiguiente, el rotulador. Despacio pero firme, hacia arriba y hacia abajo, escribiendo ambos esa palabra que hace un tiempo él escribió en mi piel.

Cuando terminamos el último trazo, bajamos los brazos, cierro los ojos y le sonrío a esta calma. Él apoya la barbilla en mi hombro, y no necesito mirarlo para saber que también está sonriendo.

—Samuel.

—¿Sí?

—Te amo.

Siento que se detiene el tiempo mientras analizo su confesión, esas dos palabras que resumen sus sentimientos de forma tan sencilla como abrumadora. Me gustaría responderle que también lo amo, que llevo tiempo haciéndolo y que creo que nunca dejaré de hacerlo. Que a veces, como un niño pequeño, soñaba despierto con el momento en el que él me confesara sus sentimientos y me los demostrase en el silencio de la noche. Solos, sin ninguna compañía más que la del calor de nuestros cuerpos. Y, ahora que mi sueño se ha cumplido, soy incapaz de darle una respuesta porque soy demasiado torpe.  

Rainer se dispone a hablar de nuevo cuando el sonido del teléfono nos interrumpe. Saca el terminal del bolsillo, responde a la llamada de Klaus y pone el altavoz.

¿Dónde estáis, idiotas? Venid para aquí corriendo, ¡que una señora nos ha gritado que ha llamado a la policía!

En un abrir y cerrar de ojos dejamos atrás el trastero, salimos corriendo del pabellón y nos reunimos con nuestros compañeros, que están dando vueltas en círculos, asustados por la inminente llegada de las fuerzas del orden. Las gemelas ya se han ido. A Adolf, por su parte, se le ha enganchado el pantalón en la verja y ahora está desnudo de cintura para abajo, tirado en el suelo. Sí, en estos momentos agradezco al cielo que exista la ropa interior.

Cuando todos logramos salir del Gymnasium, nos separamos y huimos cada uno por su lado. Yo no escucho ninguna sirena, así que deduzco que la señora les ha gastado una broma.

Klaus, Adam, Rainer y yo nos dirigimos a la casa del primero, que es la más cercana. Entramos en la sala procurando hacer el menor ruido posible, ya que no queremos despertar a la señora Kissinger. Acto seguido, nos tumbamos en el sofá para recuperar el aliento después de tan desastrosa carrera. El primero en quedarse dormido es Adam. Después lo hace Klaus, que tiene la cabeza apoyada en mis piernas. Yo, aunque intento evitarlo, termino sucumbiendo al mundo de los sueños.

En un momento dado, siento una leve caricia en mi mejilla. Me remuevo en el sofá como respuesta y me llevo un brazo a la frente, incómodo. Por favor, solo quiero descansar tranquilo un rato. Estoy tan cansado. 

Antes de que una puerta se cierre, escucho una voz susurrarme:

—No te olvides de mí.

Y, después, un aplastante silencio.

°°°


Hola, qué tal?



Podéis dejar aquí vuestro cariño/hate/dudas/impresiones/loquesea.

Nos vemos! ^^

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